POLICIAL ARGENTINO: 2011

viernes, 16 de diciembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 30

BUENOS AIRES, BARRIO DE LA RECOLETA, LUNES POR LA NOCHE
                                                                    Nunca Más
Conrado Seoane se había atrevido a comprar el libro y se había puteado por hacerlo. Semejante mierda. Estoy loco, ¿qué carajo estoy buscando? Pero algunos de los nombres estigmatizados por el libro de porquería se pronunciaban en voz baja en el Colegio. El puto libro lo atraía y lo repelía. Abría las hojas en capítulos salteados y las cerraba de golpe. Lo revoleó al otro sillón, prendió la tele y las imágenes del canal de documentales lo hechizaron: el ejército del Tercer Reich desfilaba glorioso ante el Führer.
Antorchas, hombres a paso de ganso en uniformes severos y magníficos. El poderío de una nación guerrera, la gloria del Valhalla. Qué impresionante. Haber estado ahí para vivirlo, sentir a los chicos, las mujeres, los hombres aullar, rugir, ¡casi rezar! "Heil Hitler! Heil Hitler!". Qué ejército.
Se fue a buscar una latita de Coca y cuando volvió, las imágenes mostraban chiquilines rubiotes y de ojos claros: el futuro del Reich. Las madres estaban a disposición de los oficiales; cualquiera de ellos podía impregnar a cualquier mujer y engendrar hijos arios para gloria del Führer. No había lugar para los no-arios, los deficientes físicos o mentales, los diferentes.
El relato desapasionado del doblaje lo dejó mudo. Liebensborn. Miles de bebés polacos de características "arias", "confiscados" para el Reich, arrancados de sus familias convenientemente exterminadas. Miles de bebés alemanes y escandinavos que jamás conocerían a sus padres biológicos.
Majdanek, Polonia
Millones de judíos, alemanes disidentes, gitanos, rusos, húngaros, polacos, en campos de trabajo que se convertían en tumbas colectivas.
Pero mi viejo estaba en el Ejército y el Ejército no se metió con los campos de exterminio. Esos fueron los turros de los SS.
Hornos de Majdanek
A punto de cambiar de canal, la imagen en la pantalla lo detuvo: un grupo de oficiales jóvenes, hermosos y orgullosos como dioses, sonreía a la cámara frente a las puertas de un campo de trabajo. El capitán le llamó la atención. La película en blanco y negro desvahídos perdía la nitidez por momentos, pero lo vio: la boca sensual, el perfil puro, el pelo que se veía blanco de tan rubio. Los ojos no podían apreciarse, velados por la visera. La Cruz de Hierro sobre el pecho, en la manga el brazalete con la svastica y en el cuello de la guerrera, las insignias plateadas de los SS.


BUENOS AIRES, CUARTEL GENERAL DE LA ORDEN. MARTES POR LA MAÑANA
Entró a la página web con resquemor.  "Los niños del Holocausto"; "Bibliografía del Holocausto", "Glosario de términos". Cliqueó y la pantalla desplegó un listado de nombres. Buscó el del documental: Majdanek, Polonia. “Campo de exterminio, desde julio de 1941 hasta julio de 1944”. Salió y cliqueó en otra entrada. “De entre más de cien mil oficiales, se localizaron y juzgaron a cinco mil. No existen registros completos. Los listados existentes pueden consultarse en...”
No. No quiero. No es cierto. Mi viejo no me mintió.
Seoane cortó la conexión de Internet, diciéndose que necesitaba darle una última revisada al plan. Su plan, independiente del de Schwartz. Ayrault ya había entregado los quince uniformes de la PN, completos y con placas de identificación, al contacto francés, que por supuesto ignoraba tanto los motivos del pedido como lo que ocurriría en unos días. En cuanto a Ayrault, le había explicado que sus hombres podrían necesitarlos como cobertura, lo cual era parcialmente cierto, y Ayrault no había hecho más preguntas.
Con clics nerviosos verificó las grabaciones, los planos y recorridos, mientras con la otra mano jugueteaba con el objeto que llevaba en su bolsillo izquierdo a modo de talismán, apretándolo hasta incrustárselo en la carne.
Clic. Archivo: plantas.pdf. Los planos originales del hôtel particulier de París, pirateados de archivos rigurosamente confidenciales de la Orden y bajo clearance de seguridad, y que incluían todos los recorridos originales de la mansión. Reconocería ese lugar a ciegas, sonrió. A Schwartz le había pasado los planos ligeramente alterados, sin los corredores internos de la servidumbre, que todavía se mantenían activos y que constituían una vía de escape de la casa. Esos corredores le servirían a su propio operativo, que no incluía a Schwartz ni a sus hombres.

El mayor lo había puesto en contacto con un borrego de dieciséis años amigo de su sobrino, un hacker con más experiencia que Bill Gates a la hora de reventar claves. El pibe había conseguido la password de log-in del negro de mierda, que cambiaba cada veinticuatro horas de acuerdo con las exigencias de seguridad del sistema.
“Una pena lo del pibe: era brillante.”, había comentado Schwartz con un encogimiento de hombros. El cuerpo había aparecido en La Cava de San Isidro y los diarios le cargarían el muerto a la Bonaerense.
Clic. Archivo: crono2.xls. Como era norma en cualquier operativo, todos se desplazarían en vuelos distintos y con escalas que permitieran tanto reorganizarse como dispersarse, llegado el caso. Él se desviaría desde Madrid a Londres. Sus hombres conocerían el resto de las instrucciones una vez que él se reuniera nuevamente con ellos en París.
Tamborileó nervioso los dedos en el borde de la notebook.
Clic. Archivo: Falklands.txt. Un e-mail enviado por un ex-combatiente de Malvinas. Había usado una de las direcciones de correo electrónico del Reino Unido para contactar al hombre, haciéndose pasar por historiador británico. El veterano había sido embarcado en el HMS Northland como prisionero de guerra y pedía preservar su identidad. Había participado de la acción en la que soldados argentinos de un grupo de Artillería de Defensa, siguiendo las órdenes de un oficial, habían derribado a uno de sus propios helicópteros causando doce bajas.
El entonces subteniente Schwartz había discutido agriamente— “se cagaron a gritos”, escribía el veterano— con el suboficial artillero. “La orden es de disparar a los que vuelen después de las 18.00”, había dicho Schwartz y el artillero insistía en asegurarse de la procedencia antes de lanzar la defensa antiaérea. El subteniente Seoane intervino y dio la orden de atacar. "Nosotros estamos para cumplir órdenes, no para discutirlas" había dicho. El grupo recibió la felicitación de un superior de alto rango por el cabal cumplimiento y el artillero cumplió arresto por desacato.


En el mismo archivo, él había registrado los datos personales del piloto del helicóptero derribado, conseguidos a través de un contacto suyo en la Fuerza Aérea. Los oficiales se asignaban a cada aeronave y permanecían asignados. El radio del helicóptero estaba en óptimas condiciones de funcionamiento. Las aeronaves eran perfectamente identificables visualmente. La única confusión posible podría haber surgido a raíz del horario del vuelo.

El mismo contacto le había confirmado que el piloto muerto en combate había tenido una disputa bastante fuerte por un asunto de polleras, poco antes de ser destinado en Malvinas. El tercero en discordia era un oficial del Ejército. La disputa había degenerado en una pelea a golpes y con exhibición de armas de fuego. Ambos oficiales habían terminado bajo arresto de setenta y dos horas.
Alguien golpeó a la puerta de su cubículo y Seoane casi arrancó el mouse en la prisa por cerrar el archivo. Schwartz asomó la cabeza y habló en tono casual.
—Todo listo. Nosotros ya nos vamos— echó un vistazo a la notebook— ¿Qué hacés?
— Boludear. Nos vemos en París.
— Aurrevuar.
Sacudió la cabeza sin hablar. Cuando el otro salió,  Seoane sacó la mano del bolsillo izquierdo y miró el dibujo que se le había grabado en la palma de tanto apretar. Chau, Schwartz.

La mano derecha del diablo - CAPITULO 29

MILÁN, DOMINGO POR LA NOCHE
                                                             
Alessandra manoteó ansiosa el teléfono celular pero la voz que sonó del otro lado no era la que ella esperaba escuchar. Irritada, le respondió de mala manera al cretino que había marcado el número equivocado. Cazzo! Cuando se decidirá a llamar. Había saturado la casilla de mensajes de Delbosco con avisos urgentes. Cero respuesta. No podía decidir si lo que más la irritaba de él era precisamente lo que lo hacía más atractivo.
 El desgraciado coge como un dios olímpico pero no hay puto modo de sacarle una palabra más de las que te quiere decir. 
Pensar sexualmente en Marco Delbosco le aceleró el pulso. O quizás fuera el nerviosismo. Había conseguido la información que él le había exigido a cambio de sus servicios de killer: los datos del proveedor argentino de su hermano y el socio francés. Le había resultado más sencillo de lo que había creído, meterse en los archivos de Massimo con el programita de decodificación que Marco le había facilitado, grabado en un diskette anodino como todos los diskettes.
El teléfono volvió a sonar y esta vez la voz era la que ella quería oir.
— Tengo lo que me pediste— trató de no sonar excitada pero no podía evitarlo.
Él le informó que llegaría esa noche. Lo esperaba en casa sin importar la hora, ronroneó, pero Marco respondió escueto. Nada fuera de lo habitual en él. Hasta el momento sus planes habían resultado perfectos: Valentina estaba destrozada por la muerte accidental del nieto y había aceptado vender su participación accionaria a sus socios: la mañana anterior había llamado para avisarles de su decisión desde Lyon, adonde había concurrido para identificar el cadáver de un nieto al que había conocido por fotografías y del que era su única pariente. Massimo la abrazó y la besó y bailó de alegría en su despacho. Ella lo hizo a solas frente al espejo del baño. La venta se haría la semana siguiente. El ínfimo detalle de que para acceder a BCB debía heredar a su hermano soltero y sin más familia que ella misma, no le parecía un inconveniente insalvable teniendo a Marco Delbosco al alcance de la mano.
¿Y si questo tizio quiere quedarse con BCB también? En los momentos en que la asaltaban las dudas, Marco Delbosco pasaba a ser más conocido como “questo tizio”
Una solución menos cruenta podría ser utilizar la información que había obtenido para mandar a Massimo y a su secuaz francés a la sombra: una colaboración anónima — obviamente luego de que Massimo comprara las acciones de BCB—, de la que la Polizia Finanziaria y los Carabinieri estarían eternamente agradecidos. Ella administraría los negocios familiares y pronto subiría por esa escalera que hasta ahora le había estado prohibida. Entonces brillaría en el tout Milan como brillaban otras arribistas, que habían tenido hermanos más famosos que quitar de en medio. El llamado a la puerta interrumpió sus sueños de grandeza. Al pasar delante del espejo del hall ensayó una mueca de elegante disgusto. Tendrá que hacerse perdonar si quiere su información.
Cuando abrió, una mano pesada se le estrelló en la mejilla, haciéndola trastabillar y caer. El hombre cerró de un portazo y volvió a golpearla sin darle tiempo a gritar o levantar las manos.
Putain de merde .. (1).— masculló levantándola en vilo y arrojándola contra el sofá.
Algo caliente le rodeó el labio y le entró en la boca: estaba sangrando por la nariz. El siguiente golpe interrumpió el hilo de sus desordenados y aterrorizados pensamientos. El hombre continuó golpeándola con calculado salvajismo. Llena de horror, comprendió que golpeaba para matar. Un puño como una maza se le estrelló en el costado derecho y sintió que se quedaba sin aire definitivamente, pero la conciencia se negaba a proporcionarle el alivio del desmayo. La sujetó por el pelo y le puso un cuadrado negro a diez centímetros de los ojos. Al enfocar entre lágrimas distinguió un diskette. El dolor y el ahogo se hicieron insoportables. Abrió los ojos verdes enormes, las pupilas espantosamente dilatadas, cuando el pecho le quedó envuelto en un estallido y una llamarada. Lo último que pudo decir antes de morir ahogada con su propia sangre fue "Marco Delbosco".

 PARIS, QUAI DES ORFÉVRES, LUNES POR LA TARDE

— Comisario, la están esperando— anunció Sully en el instante en que Odette ponía un pie en el piso.
La mañana había sido frustrante: Sulamit Chenayeb y su hijo continuaban ausentes sin aviso y el caso Henri, si bien estaba resuelto a los efectos técnicos de identificación del criminal, no estaba cerrado ni mucho menos en cuanto a los móviles del crimen. El asesino era un ex-cabo dado de baja de la PN por conducta violenta. A éste no tuvieron tiempo de limpiarle los antecedentes.
Encontró a Jean-Pierre sentado frente a una hilerita de vasos descartables de café usados sobre el escritorio. De tal padre, tal hijo fue lo primero que pensó al ver los vasitos y se le estrujó el estómago. Con un esfuerzo inaudito de voluntad borró al hijo de sus pensamientos y trató de concentrarse únicamente en el padre.
— Coronel, no sabía que vendría ...— intentó una sonrisa.
— Jean-Pierre— la interrumpió—. Supe que usted se había comunicado con la prefectura de Estrasburgo...
— Yo lo llamo Jean-Pierre pero usted me tutea.
— De acuerdo. Bueno, supe que no fueron muy gentiles con tu pedido de información. Como Gendarmería encontró el cuerpo, te traje las fotografías y una copia del informe del forense— le entregó un sobre grueso.
Ella le dio las gracias mientras revisaba el contenido..
— Dios santo... pobre mujer...— hojeó el informe—. Carajo, nunca hay una sola huella en el cuerpo. Alguien más hace el trabajo sucio...
Jean-Pierre la miraba sin ocultar su interés y ella le refirió los antecedentes que tenía. El coronel se pasó la mano por el pelo, apartándose un mechón ceniciento que le caía al descuido sobre la frente. El gesto familiar casi le hizo saltar las lágrimas. ¡Por Dios, boluda, no te largues a llorar!  Apretó los labios mientras Jean-Pierrre comentaba a media voz:
— Uno mata y otros hacen la limpieza. Eso debe ser muy caro ¿Ya hay un sospechoso?
— Tengo un candidato— murmuró Odette, mirando las fotos por segunda vez—, pero me falta evidencia concluyente. Cualquiera de las pruebas que podría presentar, sería rechazada como circunstancial. Necesito más elementos para defender mi hipótesis y ligar al candidato con las muertes.
— ¿Me equivoco o dijsite “candidato” con un énfasis especial?
Lo miró fijo antes de responder.
— No se equivoca.
Jean-Pierre silbó por lo bajo y encendió un Gauloise.
— No me gustaría estar en tus zapatos— le dijo con aplastante sinceridad.
— Ya lo creo— suspiró ella—. Puedo perder algo más que la cabeza si me equivoco. No puedo permitirme el lujo de dar un solo paso en falso, o la Brigada entera termina en la guillotina. Hay gente borrando pruebas, alterando expedientes e informes, ordenando archivar casos que no se cerraron. Hace falta una cantidad de poder enorme para conseguir eso y no hablo nada más que del económico: hay que saber a quién comprar. Mi “candidato” debe servir a intereses a los que él o lo que él hace les son útiles porque nadie cubre gratis las espaldas de un psicópata.
Odette se recostó contra el sillón con la mirada perdida por el despacho.
— En otro momento de mi vida hubiera averiguado quién financia los vicios pequeños de mi "candidato", hubiera ido a buscar a las eminencias grises detrás de esta bestia, y posiblemente me hubiera encontrado con algo que no esperaba— la voz se le volvió amarga—. Pero descubrí mi propio miedo y me volví cobarde. Esta vez me conformo con una victoria menor: quiero nada más que a mi vulgar criminal. Ni siquiera quiero saber por qué lo hace. Aprendí que no hay nada más estúpido que un policía soberbio que se cree que va por delante de sus delincuentes, y que esa es una estupidez que se paga muy cara.
— A tu edad yo también lo hubiera llamado “cobardía” pero aprendí a decirle “prudencia”. No está mal ser prudente, nos alarga la vida— interrumpió Jean-Pierre—. Y hablando de pagar, pagaría por saber adónde apuntan tus sospechas...
— ... y perdería el dinero. Quiero al tipo que mató a diez mujeres... hasta ahora. Siento que cuanto más tiempo tardemos en agarrarlo, más muertes habrá. Los otros seguirán existiendo, tanto si me ocupo de llegar a ellos como si no lo hago.
— ¿Los otros? ¿Ellos?
— “Ellos”. El poder verdadero detrás de los fantoches del poder. Los que juegan impunemente con la vida de los demás y deciden quién vive, quién muere y cómo. Los que trafican influencias lo mismo que armas, drogas o vidas y les da lo mismo fabricar políticos que arsenales. Es algo contra lo que nosotros, comunes mortales, no podemos siquiera soñar con luchar. No estamos a su nivel.
— Una fuerza organizada sí podría— insistió Jean-Pierre.
— En tanto no la sabotearan desde sus mismas tripas.
— Siempre hay manzanas podridas en el árbol.
— A veces el mismo tronco lo está.
— ¿Qué te hace quedarte entonces?
Odette giró el sillón a medias hacia la ventana.
— Éste es mi trabajo, lo que mejor sé hacer. Es lo que la gente espera: que los protejamos de los males de todos los días. Nuestro trabajo no consiste en interferir con los “Superiores Desconocidos”, sino en la cosa pequeña y cotidiana que afecta nuestra diminuta y miope realidad. A Estrasburgo no le gusta que un comi de la capital se meta en sus asuntos y ya quisiera ver yo a algún provinciano tratando de indagar en los archivos de la PDP. Ahí afuera— cabeceó hacia la ventana—, quieren que su vida de todos los días transcurra en paz y para eso trabajamos.
El silencio descendió sobre ellos como una neblina.
— Nunca escuché una definición tan acertada de lo que hacemos— Jean-Pierre quebró la pausa —. Sin embargo me gusta creer que puedo, podemos, cambiar algo. Cambios pequeños pero cambios al fin, porque algunas cosas son diferentes, ¿o no? Una cierta “Central de París” ya no existe y una cierta organización se vio seriamente afectada en su orden interno gracias a que unos policías comunes y silvestres hicieron lo que se esperaba de ellos: su trabajo. Aun ahora, pese a tus intentos por convencerte de lo contrario, vas tras ellos nuevamente.
La miró a los ojos y ella no pudo rehuir la mirada. Jean-Pierre sonrió y siguió.
— Es siempre igual, chiquita: volver a empezar todos los días. Tus padres fueron bailarines, ¿verdad?, siempre ensayando, siempre con miedo antes de salir a escena y sabiendo que cada vez es una ocasión única y distinta. Hoy quizás aplaudan, mañana quizás no. Todos queremos aplausos, triunfos. No siempre lo logramos pero seguimos intentándolo.
— Me llamó “malcriada” tan elegantemente que no puedo menos que agradecer que lo haya hecho— le sonrió.
— ¿Puedo hacerme perdonar invitándote a cenar? Conozco uno o dos buenos restaurantes a donde invitar a una dama.
— No soy una dama, pero acepto la invitación.
Arreglaron que Jean-Pierre pasaría a buscarla por su casa, a las ocho. Cuando se quedó sola, corrió a llorar al baño. ¿Cómo podría resistir toda una comida con ese hombre que tenía los mismos ojos, la misma manera de fumar, de caminar, de tomar café y de apartarse el pelo de la frente que Marcel?

****
Puso un poco de música, pero los reproches de Marcel continuaban aturdiéndola. Se había vuelto exquisita, dolorosamente sensible a Marcel, y se había equivocado profundamente al resistirse a esos sentimientos. ¿Esto es amor? ¿Así, tan hormonal? ¿Tan desde las entrañas?
Su alter-ego le respondió desde el fondo de la cabeza.
Lo que más socava tu autoestima, muñeca, es que te volviste vulnerable otra vez. Demolieron todos tus muros y te dejaron desnuda, mostrando todas tus debilidades. Era más fácil cuando vivías encerrada en el cascarón protector de tus recuerdos, empeñada en no volver a sentir.
Tragó por enésima vez las lágrimas: no puedo estar hecha una ruina cuando llegue Jean-Pierre.
Llamaron por el intercom: era el coronel, haciendo gala de estricta puntualidad.
—Mi auto está casi en la esquina— dijo él mientras le ofrecía el brazo.
Un motor rugió a sus espaldas. Una camioneta oscura chirrió los neumáticos en medio de la calle y clavó los frenos.
—Siempre hay un loco...— decía Jean-Pierre cuando el aire se llenó de aullidos y estampidos.
El coronel la empujó contra la pared para cubrirla pero nunca llegó a disparar su arma: la sangre le trepó por el cuello y le salpicó la cara a ella. Odette maldijo el momento en que había dejado la reglamentaria y tomando la pistola que dejaba caer Jean-Pierre, disparó furiosa al vehículo que se tragaba la noche. Hubo un estallido de cristales pero los tipos no se detuvieron. Volvió corriendo junto al coronel, que perdía lentamente la conciencia en medio de un charco oscuro y espeso.
Con los ojos vidriosos llenos de dolor y asombro, alcanzó a balbucear:
— Me llama...ron ... Delbosco.

(1) Puta de mierda

sábado, 19 de noviembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 28

HOTEL DE GÉNOVA, MIÉRCOLES, SEGUNDA SEMANA DE OCTUBRE


El rompecabezas de la ruta de las armas estaba tomando forma. Falta encajar algunas piezas, pero creo que sé perfectamente de quiénes se trata. En tanto, gracias a la información que Alessandra le pasaba regularmente— en pago de mi trabajo como killer de tiempo completo y semental part-time, pensó y el pensamiento le retorció la expresión—, Marcel había desenmarañado la madeja de conexiones, pagos a cuentas de Luxemburgo y transferencias entre bancos, que ligaban definitivamente a Ayrault con Ruggieri, identificando al primero como el nexo para Europa de todas las actividades de contrabando de armas. La sensación de vacío en el estómago lo mareó: un par de vulgares policías iban detrás del culo mejor cubierto de Francia, después de los culos del Presidente y del Primer Ministro.
El importe de una transferencia le llamó la atención: era imposible que correspondiera a una comisión, ¡la venta debería haber sido sideral! Verificó las fechas: la operación había sido efectuada el mismo día de la muerte de PierAndrea Giuliani.
 Imposible, si tuvieron que deshacerse del embarque precisamente por ese asunto... ¿O no? ¿De verdad se perdió? Una sospecha le pinchó las entrañas y revisó todas las operaciones financieras de Ruggieri y Ayrault en esa semana, hasta arribar a la única conclusión posible: Ayrault se había robado un embarque completo con la complicidad de Ruggieri, que se había llevado una comisión jugosa, según lo que aparecía en la contabilidad negra del italiano. Alessandra conocía lo ocurrido así que era tan cómplice de homicidio como los otros dos.
Con la nueva evidencia, se puso a verificar otros saldos y contrastar información que había obtenido Jumbo con la suya. La conclusión era que otros dos embarques que se habían “perdido” frente a la costa africana habían ido a parar a las arcas de Ayrault. El canalla le tomó el gusto al jueguito. Ahora, sólo faltaba identificar a quiénes estaba estafando Ayrault, y él tenía una hipótesis muy desagradable que apuntaba a viejos conocidos de la Brigada Criminal. Esta clase de percepción extrasensorial no colabora en nada con mi gastritis: Ayrault está jugando con fuego.
Encendió el celular: la casilla de mensajes estaba saturada y los eliminó sin escucharlos. Ya sé, Jumbo, Michelon me quiere de vuelta. No todavía, hermano. Puedo sentirlos en la punta de los dedos y esta vez los voy a agarrar bien agarrados de las pelotas. La sensación ominosa de justicia por propia mano le ensombreció la expresión mientras marcaba el número de Alessandra. Me deben muchas y me las pienso cobrar, como que me llamo Marcel Dubois.

SAN ISIDRO, PROVINCIA DE BUENOS AIRES. JUEVES A MEDIA TARDE


Cuando el coronel José Ortiz llegó, la manzana ya estaba rodeada por el cordón policial. Dos ambulancias estaban saliendo con las sirenas apagadas, mientras los uniformados sacaban a los curiosos a empujones y macanazos.
— ¡Coronel!— se dio vuelta: el comisario Salazar. El hombre lo tomó del brazo y lo apartó hacia un patrullero mientras le explicaba la situación—. Mataron a los dos guardaespaldas, hicieron un destrozo en la casa y se llevaron al nene. ¡Ramírez!— Salazar le ladró a un uniformado. El suboficial mayor se acercó a la carrera—. Termine de rajar a todos de acá. Y nada de periodistas, ¿entendió? Nada de pelotudos haciendo preguntas. ¡Ya mismo!
Entraron a la casa. La niñera estaba en estado de shock y un tipo de verde estaba terminando de inyectarle algo.
— ¿Sus hombres?— preguntó Ortiz.
— Heridas leves, nada más— rezongó Salazar por lo bajo —. Tenían todo muy bien planeado. Lo hicieron rápido, sabían cuánta gente había, que un par eran hombres míos, todo. Coparon la casa en un operativo comando como en las mejores épocas— sonrió sin ganas—. Según mis hombres, se movieron con una seguridad y una velocidad pasmosas. Casi no hablaron. El personal de la casa no coincide en las declaraciones: algunos dicen que tenían acento inglés, otros que francés, no se ponen de acuerdo.
Desde la cocina le llegó el llanto a los gritos: Ofelia. La pobre estaba muy golpeada, los brazos llenos de moretones.
— ¡Se me llevaron al negrito!— hipaba entre ahogos y sollozos, en un ataque de histeria. Uno de los médicos se acercó a darle un sedante y Ofelia le apartó el vaso de un manotazo.
—¡ Ofelia— le ordenó—, tomálo y dejáte de joder!
Salazar lo esperaba en el living.
— No podemos hacer nada más que esperar a que llamen— lo consoló el comisario.
Asintió sin hablar; la impotencia lo había dejado sin voz. Mi hijo. ¡La puta madre que los remil parió! ¡Se metieron con mi hijo!
Fue peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Cada vez que sonaba el teléfono, se abalanzaba sobre él con desesperación. A las diez de la noche, la gente de la casa comenzó a bajar de revoluciones y el agotamiento se coló por todas partes. Salazar y su gente habían interrogado a la niñera, a Ofelia y al resto del personal: los tipos venían encapuchados, con armas de gran calibre y llegaron cuando la niñera entraba con Fernando. El chofer estaba metiendo el auto en el garage. Dominaron la situación en segundos y mataron a los guardaespaldas sin siquiera abrir la boca, nada más que para intimidar.
Ofelia, mareada por la andanada de sedantes, lloraba y moqueaba acurrucada en una silla.
— ¡Estaba tan asustado,... pobrecito... pobrecito!
José se encerró en el estudio, un poco para tranquilizarse y esperar, otro poco porque no aguantaba más el caos en que estaba sumida la casa. El ronroneo del celular interrumpió el instante de silencio vacío.
— Coronel Ortiz, no me interrumpa y preste mucha atención.
Se quedó mudo durante unas décimas de segundo. Atinó a encender el grabador y el amplificador. Una voz alterada por un distorsionador hablaba en francés. Intentó interrumpir pero el otro siguió sin hacerle caso.
— Tenemos al mocoso. No queremos hacerle daño a un crío de seis años y Ud. tampoco quiere que le pase nada. El rescate del chico se paga en oro— mencionó una cifra apocalíptica—. Y también queremos los registros de refugiados nazis y de simpatizantes con el régimen. Completos, aún los de los muertos, con los cambios de identidad y la localización actual. Y al viejo protector de nazis: él el primero. El viejo por su hijo. En el próximo llamado le informaremos dónde se efectúa el intercambio. No intente rastrear las llamadas: sería muy desagradable tener que lastimar a su hijo para convencerlo a Ud de que hablamos en serio.
El teléfono quedó mudo y él quedó zombie. Judíos. Los servicios judíos.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES, VIERNES POR LA TARDE.
La sensación de un terrible ridículo le había arruinado toda la mañana y buena parte de la tarde. Desde que había sabido que Sulamit “Anouk” Chenayeb había desaparecido de los poco recomendables lugares que solía frecuentar, la comisario Marceau había hecho no menos de cuarenta y cuatro llamadas telefónicas a los todos los commissariats de la PDP sin éxito y se habia aguantado el malhumor y el sarcasmo de cuanto suboficial de turno había respondido sus insistentes llamados.
De no haber sido por la automaticidad del hábito de incluir a todas las divisiones oficiales en los destinatarios del correo electrónico, en el que pasaba la foto de la mujer junto con la requisitoria de informes, jamás se habría enterado de que una mujer blanca que respondía a la descripción indicada, había salido del territorio por el aeropuerto Charles de Gaulle, en un vuelo con destino final Montevideo, Uruguay.
Se zambulló en Internet para descubrir que esos vuelos podían tener escalas en Buenos Aires o San Pablo. ¿Qué mierda tiene que hacer esta tipa en Montevideo, Buenos Aires o San Pablo? Averiguó que el hijo de Sulamit Chenayeb estaba ausente desde hacía dos días, de la escuela pública a la que concurría. Migraciones no tenía registrada la salida de un menor acompañando a la mujer de la requisitoria. Con las manos temblando de disgusto, reenvió el mensaje a Migraciones solicitando le informaran si la mujer había regresado al país y en ese caso, si lo hacía acompañada. Cortesmente y con el correspondiente lead-time oficial le informaron que Chenayeb Sulamit había reingresado al territorio y que no podían brindar más información salvo que se presentara una orden judicial. La puta que los parió. Tiene la mano muy larga si puede alcanzar a Migraciones. Se sintió acorralada. ¿Cuál será tu próxima movida, hijo de puta?

BUENOS AIRES, CUARTEL GENERAL DE LA ORDEN. VIERNES A MEDIODÍA
El hombre del otro lado de la cámara de videoconferencias se removió incómodo: no tenía novedades que reportar. ¡La puta madre, pasaron veinticuatro horas! Comunicación tras comunicación, había recibido la misma respuesta. “Estamos en alerta roja, coronel. Informaremos.” Dios santo, ¡se trata de mi hijo! El edificio entero parecía operar en sordina, atento a la desesperación del Jefe de Inteligencia Central. Los hombres apenas esbozaban un saludo tímido al cruzárselo.
Arrancó el fax que estaba terminando de entrar. Era el reporte de Migraciones del aeropuerto de Ezeiza: de entre los menores que habían salido del país acompañando a sus padres, uno respondía a la descripción de Fernando.
Apretó furioso los botones del interno, llamando a Schwartz.
— ¡Ezeiza! ¡Cómo pudo pasar! ¡Cómo mierda tuvimos semejante falla de seguridad!
Schwartz bajó los ojos sin abandonar la posición de firmes. El celular le vibró en el cinturón. Antes de responder echó al otro de su despacho.
— Coronel, escuche atentamente. Estas son las instrucciones de la siguiente etapa— la misma voz distorsionada del primer llamado lo atornilló a la silla—: el intercambio se hace en Francia...
—¡Qué garantías tengo de que me devolverá a mi hijo!— interrumpió a los gritos.

— A ver si nos entendemos de una buena vez, coronel— escupió el otro con voz glacial—. No existen garantías si no cumple estrictamente con lo que le exigimos: el viejo, el dinero y los registros completos.
—Quiero hablar con mi hijo. Saber si está vivo y sano...— trató de mantener el tono de voz normal por encima del pulso que le retumbaba en la nuca, enloqueciéndolo.
— Ah, un padre preocupado... — hubo una pausa horrible –. Escuche— una serie de clics le dijo que habían desconectado el distorsionador.
— ¡Pa...pi!— sollozó la vocecita de Fernando—. ¡Papá!
Agradeció el estar sentado porque sintió las piernas flojas. Había empezado a responder cuando su interlocutor le quitó el teléfono a Fernandito, que lloraba a los gritos. Otra pausa durante la que no respiró, clic, el distorsionador.
— El chico está bien... por ahora. Viajó en primera clase, tiene niñera... Debería darme las gracias por ocuparme tanto de él. Tengo una buena idea de cómo me lo puede agradecer...— se burlaron del otro lado—. No olvide traer todo lo que le pedimos... o no vuelve a verlo.
— Dígame dónde...— pudo articular.
— Espere nuestro próximo llamado en París. Cuando llegue, llame al número que le dicto...
Escribió con dedos endurecidos por la furia y la humillación. No terminó de escuchar el clic que tecleó casi histérico. La voz femenina de la computadora de Telecom France le informó dulcemente que no podía realizar la llamada por tratarse de un abonado inexistente y que verificara su información.
Boludo, porqué no lo pensé antes... Los nervios le jugaban en contra. Accedió al sistema de rastreo de la Orden e ingresó el número. La espera fue corta: el número no estaba asignado, ni siquiera bajo clearance de seguridad. La movida de los tipos era estratégica: están esperando a que lleguemos a París para habilitarlo, y saben que no podemos llegar en menos de veinte horas.
No lo había creído posible hasta ese momento. Sólo los servicios de seguridad tienen acceso a algo así. O nosotros. Un dolor súbito le acuchilló el estómago y le hizo rechinar los dientes. Nos traicionaron desde adentro.
De pronto, todo su universo estable y seguro basculó y se desordenó por completo. No se trataba de una traición unipersonal como la del Brigadier; era algo mucho más grande, planificado y ejecutado como sólo la Orden sabía hacerlo. Finta tras finta, capa sobre capa, encubriendo a los verdaderos traidores y a sus verdaderos motivos. Ya no podía confiar en nadie y sin embargo, debería emprender el operativo simulando que lo hacía si quería cazar a los hijos de puta. Estaba entre el yunque y el martillo: si dejaba entrever sus sospechas, la vida de Fernandito no valdría nada. Si se sometía a los pedidos del traidor, exponía al tatita. Sin considerar el peligro que corría la organización entera.
José se tomó tres dedos de whisky de un solo trago y se sirvió otro. El alcohol le quemó la garganta. ¿De cuántos hombres podía estar absolutamente seguro? Cuatro, cinco, no más. Insuficientes para el caso de tener que enfrentar una acción armada por parte de un enemigo, al tiempo que llevaban adelante una misión de rescate. Necesito a alguien en Francia. Alguien sin relación con los hombres de Buenos Aires o los de Nueva Central a quien poner a cargo de lo de Fernandito. Pero la Central de París había sido desmantelada. El sudor le corrió frío por las sienes. La puta madre que los parió, esos canas de mierda nos barrieron a todos los efectivos. Voy a llamar a Lejeune. Lo mejor sería hacer la llamada desde casa, corría menos riesgos de pinchaduras. Me estoy volviendo paranoico.
****

Casi aplastó el auricular contra el teléfono: Lejeune tampoco tenía información sobre algún elemento confiable para ejecutar un trabajo semejante. No le había hablado del otro problema, tan grave como ese:  las precauciones nunca eran demasiadas, y menos ahora.
— ¿Novedades?— preguntó el tatita mientras entraba al estudio y se sentaba en su bergère.
El viejo escuchó atentamente el estado de cosas mientras sorbía un whisky. Los ojos helados lo espiaron por encima del borde de cristal y por un momento sintió una mano fría atenazarle el escroto. No estoy a la altura de sus expectativas. Nunca lo estuve... 
— Estoy de acuerdo con la estrategia, José— murmuró el tatita dejando el vaso a un costado y él tuvo que esforzarse por no dejar entrever el alivio que sentía—. Dejémoslos creer que pueden seguir adelante.
— Pero no nos queda nadie en Francia, ningún hombre con el entrenamiento adecuado, carajo— masculló. Casi estuvo a punto de disculparse con el viejo por el exabrupto.
— Sí tenemos— el tatita sonrió lobuno cuando él lo miró extrañado—. El único hombre que nos quedó en Francia— Se levantó y de un compartimiento de la cajafuerte, sacó un DVD y lo cargó en el home-theatre.
La curiosidad del coronel se acabó en un instante: una sesión de “sólo-para-tus-ojos” de Prévost. Gracias a Dios el viejo bajó el volumen. Hijo de puta degenerado, cuánto me alegro de que te hayan llenado la barriga de plomo. La picana recorrió el cuerpo que se sacudía en espasmos agónicos. Cómo se le puede hacer eso a una mujer. Desvió la vista cuando la picana se le hundió entre los muslos haciéndola gritar hasta enronquecer. La atención se le evadió de las atrocidades que veía, fijándose en las axilas rasuradas de la mujer. Mirá vos. Una europea con las axilas depiladas. El cuerpo contorsionado sacudió la grilla.
— ¿Hace falta ver esto?— masculló irritado—. Páselo más rápido.
— Espere. Ahora viene lo que quiero que vea.
Jacques entraba con un hombre alto y de contextura fuerte, de unos treintaypico de años. El hombre se acercó a la grilla y le sacó la venda a la mujer. Para no mirar la cara deformada por el dolor y el miedo, José clavó los ojos en el cuerpo desnudo sin verlo.
— Mire, José— lo llamó el viejo.
"Su prueba más importante, Maurizio. Mátela." La voz de Jacques repetía la orden por última vez en su vida.
La mano del que llamaban Maurizio se levantó hasta la cara de la mujer, con la MK lista para disparar. Jacques sonreía. Prévost no despegaba los ojos del cuerpo jadeante y mojado, que se retorcía agónico y sin voz. Los disparos estallaron por los parlantes y la pantalla ennegreció.
— Fue la noche en que coparon Central. ¿Sabe quién es el hombre?— el viejo lo interrogó con la mirada. — El oficial que Lejeune propuso para llevarse a RG: el capitán Marcel Dubois. El infiltrado de la Brigada... Según el informe del coronel Jacques, era un elemento excelente. Jacques estaba fascinado por su 'Maurizio De Biassi’: se tragó que era militar, un mayor retirado de los Cascos Azules
El viejo apagó el equipo y se echó hacia atrás en el sillón del escritorio.
— ¿Qué le parece? Un profesional de los nuestros y con placa de policía.
Se miraron callados. El nudo en la garganta todavía le molestaba pero José se permitió el lujo del alivio.
— Voy a llamar a Lejeune. Que lo ubiquen en donde esté y no le pierdan pisada. Viajo a Central tan pronto como esté listo el avión.
Estaba encendiendo un Marlboro cuando la voz del tatita lo distrajo.
— Voy con Ud.
— ¿Qué? ¡No, ni lo sueñe! Perdóneme, señor, es demasiado peligroso— le faltó cuadrarse.
— Quiero... ver— el viejo lo miró sin dejar traslucir nada.
— ¿Ver qué? ¡Tatita, por Dios!— los nervios lo hicieron caer en el apelativo íntimo y cariñoso de su infancia—. Voy a tragarme el anzuelo, pero de ningún modo es el caso de exagerar...
El viejo meneó la cabeza.
— Me necesita si quiere que esos sinvergüenzas se traguen el anzuelo, la plomada y la caña. Y además, bueno, hay... cosas... que... tengo que ir a ver.
Está demasiado misterioso, pensó y el pensamiento lo sorprendió.
— ¿Puedo preguntar qué cosas?
— A su debido tiempo, José. Prometo no esconderle nada, pero por ahora...— tosió con esa tosecita de ocultar cosas que tenía el tatita—, déjeme guardarme algo para mí. A mi edad, no me quedan demasiados placeres.
— Estoy solo en esto: los hombres en los que puedo confiar los cuento con los dedos de una mano.
— Solo, no: me tiene a mí.
José se acercó al bergère y se inclinó. Estuvo a punto de tomar la mano vieja y arrugada entre las suyas para rogarle.
— Por favor, quédese en Buenos Aires.
— Ni loco. No tengo en quién confiar— lo estaba derrotando con sus mismos argumentos.
Éste no es un viaje de placer— insistió José, a sabiendas de que era en vano.
— Ya lo creo que no. Llámelo nomás al franchute y póngalo a trabajar. ¿Cuánto tiempo tenemos?
José sacudió la cabeza mientras media sonrisa se le escurría por entre los labios y levantó el auricular.

martes, 15 de noviembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 27


PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. MARTES POR LA MAÑANA


Las cinco de la mañana la sorprendieron vacía de sueños. No sabía a qué hora había vuelto a casa, después de avisar a Meyer que no había localizado a Marcel, que seguramente ya habría viajado a Milán. No sabía cómo había controlado la voz para no llorar a los gritos.
No pienses, casi rezó. No pienses en él, en cuánto lo lastimaste, cómo te equivocaste, cómo lo perdiste. Odette se duchó y se vistió sin mirarse al espejo. El café no le quitó el mal sabor de la boca ni le devolvió la voz, agotada de llorar.
Llegó al Quai a la hora de los fantasmas. Sintiéndose un cascarón vacío, repitió los gestos habituales y encendió la pc que, ignorante de las pasiones y miserias humanas, comenzó a lanzar avisos de correo electrónico y de actividades programadas. Abrió los mails como una autómata. El auto de Henri no tenía huellas de ningún tipo. Muchas gracias, Dio ed io già lo sapevamo(1) . Punto siguiente: ¿quién era el "descartable"? Ningún correo del Archivo de Huellas Digitales. La fotografía del tipo ya circulaba por todas las prefecturas, a la pesca de algún pedido de captura. Siguió abriendo mails internos de Archivos reclamando vaya una a saber qué mierda, de la prefectura de Estrasburgo donde solicitaban ampliar los motivos de su requisitoria por la muerte de una NN ilegal que ejercía la prostitución, de... Me hartaron. Lo siento, Sulamit Chenayeb, pero no tengo más testigos ni testimonios. Citaría a la mujer y mientras tanto, se haría un paseo hasta el departamento de Henri en St. Denis. El aire frío de la mañana y el trabajo la ayudarían a no pensar en cosas más terribles.
****
Michelon estaba acomodando su abrigo y el bolso en el perchero cuando llamaron a la puerta. No podía ser Laure: todavía no había llegado. Invitó al que golpeaba a entrar y Odette asomó, pálida, ojerosa y sin maquillaje.
— Estuve en el departamento de Henri: lo dieron vuelta como a un guante— Odette se dejó caer en el sillón frente al escritorio— Tengo una teoría sobre el asesinato: Henri no pensaba que lo matarían. Acompañó a los tipos y se dejó esposar y amordazar porque sabía que lo que buscaban no estaba en su departamento. Los tipos tenían orden de asegurarse el silencio de Henri en cualquier circunstancia. Cuando Henri se dio cuenta de lo que ocurría, ya era tarde.
Michelon asintió despacio: sí, tenía sentido. Odette siguió hablando.
— Henri tenía acceso a información clasificada que en muchos casos, él mismo generaba. Como por ejemplo el expediente del incidente "M" .Tenemos pruebas de que ese expediente fue alterado: usted tiene una y yo me conseguí otra.

— ¿Cómo es eso?— Madame levantó una ceja.
— Mi fuente es confidencial y la prueba no está en mis manos, pero me confirmó que el expediente que consta en los archivos de IGPN también está alterado. Lo mismo que otros más, de IGPN y también de Personal. Una "limpieza" de legajos.
— Y su fuente es absolutamente confiable.
— Respondo por ella— se miraron a los ojos y Odette continuó—. Siguiendo con mi teoría, lo que buscaban los asesinos es la información que falta en alguno de los expedientes. Y quién mejor que Henri para hacer la limpieza.
— ¿Está sugiriendo que Lionel Henri era un... corrupto?
— Henri tenía acceso a expedientes de IGPN. Sabemos de uno que está incompleto; podría haber otros.
Jesús...— murmuró ella —, no Lionel...Eramos amigos...— torció la boca en una mueca triste —. ¿Y por qué no? ¿Por qué vendría a verme con su investigación, si no? Sabía que estaba en peligro... "El que las hace las paga", ¿cierto?
Odette dejó transcurrir una pausa prudente y continuó.
— Creo que el autor material del crimen está esperando en la morgue a que lo identifiquemos, pero el autor intelectual sigue buscando esa información suprimida. ¿Quizas Henri lo amenazó o exigió algo a cambio de su silencio?— su subordinada la miró esperando su respuesta.
— ¡Lionel nunca...! Jesús, creo que ya no sé más nada respecto de este caso — Michelon apoyó la frente en la mano.
— Madame, por favor— Odette le tomó las manos—. No pretendo juzgar los actos de Lionel Henri o su amistad con usted...
— Si Lionel ocultó o eliminó información del archivo que ya sabemos, le hizo daño a usted— Michelon sacudió la cabeza apesadumbrada.
— Yo estoy viva y él está muerto. ¿Quién sufrió más daño de los dos? Claude, cuando Henri le trajo la información, ¿no mencionó nada más?
Laure asomó la cabeza pelirroja para avisar que había llegado y salió a toda velocidad al ver las caras fúnebres.
— Dijo que... que no había detalles del incidente "M" .Era lo que había negociado Ayrault para retirarse de la PN sin arrastrar con él a la mitad de la Fuerza. Pero Lionel siguió investigando las otras actividades de Ayrault... Y esa es la investigación que en su momento puse a cargo de Dubois y Meyer— Michelon terminó la frase en voz baja.
— Quiero conocer los nombres de los implicados locales en ese caso— Odette se hamacó en el sillón.
— ¿Locales?
— Mi fuente...
— Oh, su fuente...
—...cree que se están haciendo favores muy caros con las limpiezas de expedientes. Tan caros como los que se hacen con las limpiezas de las mujeres.
— ¿Quién de los dos sugiere que hay relación entre ambas?
— Es una hipótesis mía. Un poco bizarra, lo admito.
— ¿Qué opina su fuente al respecto?
— Que no debería meterme en los casos asignados a otros oficiales, pero los casos están relacionados entre sí.
Madame decidió que tan pronto como Odette saliera de su despacho, llamaría a cierto número del SSMI para saciar su sed de conocimientos en la fuente ad hoc. El interno chirrió: era un llamado para Odette y Michelon le pasó el auricular. Cuando cortó, estaba pálida.
— Carajo— murmuró—. ¿Dónde se metió esta tipa?— se pasó las manos por el pelo.
— ¿Quién?
— Sulamit Chenayeb. Mi testigo en el caso de la prostituta del Bois de Boulogne. Desde ayer por la mañana, nadie sabe nada de ella— Odette se puso de pie—. La mantendré al tanto de los progresos... si consigo alguno— dejó caer los hombros.
— Odette, ¿tiene alguna novedad de Dubois?
Odette negó con la cabeza
— ¿Meyer tampoco reportó nada?
Otra negativa muda.
— Ayer le di órdenes a Meyer de hacerlo regresar y Meyer no pudo localizarlo. ¡Jesús! — golpeó el brazo del sillón con el puño cerrado—. Le di órdenes a Meyer de avisarle también a usted cuando tome contacto con Dubois, pero si habla antes con usted, bueno, ya sabe...
— Sí, Madame— la otra respondió con un murmullo, salió y cerró sin ruido.
Creo que estuve poco sensible al preguntarle por Dubois, pensó Michelon, sintiéndose  incómoda. Apretó los labios. Es este trabajo de mierda: una siempre hace cosas que no desea hacer y dice cosas que no desea decir.

PROVINCIA DE BUENOS AIRES, ESTANCIA "LA AGUSTA". MARTES POR LA MAÑANA


Conrado Seoane bajó de la camioneta y respiró profundo. Hacía rato que no iba a la estancia. Las viejas lo recibieron con cariño y le hicieron fiestas lo mismo que la perrada. Sólo el galgo gris más joven no se le acercó: se quedó atento, las patas larguísimas tendidas delante, la cabeza erguida, sin desprenderle los ojos de almendra. Lo admiró contra su voluntad: musculoso pero enjuto hasta la escualidez, el animal no comía si no cazaba. Ni un gramo de más bajo el manto de terciopelo; ni un movimiento excesivo salvo cuando se desaforaba en la carrera mortífera. El amo lo había entrenado en su misma severidad. ¡El amo! Negro de mierda, te apropiaste hasta de los perros.
El viento no llegó a revolverle el pelo corto pero le llenó los pulmones de inmensidad y de recuerdos. La estancia había sido la casa de su infancia, entre mujeres eternamente viejas, que se turnaban para malcriarlo a escondidas del padre y del abuelo, ocupados en los negocios de la familia, y de alejarlo de las habitaciones de la madre, ocupada en superar crisis nerviosas una tras otra. Su padre, Conrado Seoane senior, había muerto allí una tarde cualquiera, mientras volvía de recorrer el campo: una bala perdida de un puestero que había salido a cazar liebres y perdices con su hijo. La perdigonada entró por la ventanilla y terminó detrás de la oreja, atravesando el parietal. “Muerte accidental”, había escrito el médico de la familia en el certificado de defunción. El mismo médico que había firmado su propia partida de nacimiento y que lo había visto crecer, le había curado las anginas y lo dejaba jugar con el estetoscopio mientras lo auscultaba.
Había dejado la estancia y la niñez, cuando se había ido a seguir los pasos de su hermano mayor al Liceo Militar y después al Colegio. Su padre y su hermano estaban orgulloso de su elección. El abuelo no había dicho nada y su madre ni siquiera se había enterado.
Recorrió las habitaciones que no habían cambiado en años y el aroma a espliego le tiró el zarpazo. Mercedes olía a espliego la tarde en que se habían quedado solos en la estancia, haraganeando en las hamacas de la galería azotada por el calor. Él la había mirado con hambre y ella lo había mirado con gula.
Su prima hermana Mercedes le llevaba casi veinte años y era una hembra espléndida, acostumbrada a tomar lo que quería cuando quería. Ella le había enseñado los caminos de su cuerpo del color de los duraznos maduros, lo había mordido, lo había saboreado y lo había bebido. Lo llamaba “mi chiquito” y lo acunaba entre las tetas duras y gloriosas mientras le daba lecciones a domicilio.
Mercedes había hecho un escándalo histérico el día en que él le dijo que quería cortar la relación.
“¿Pará, boluda, te creiste que me iba a casar con vos?”, había preguntado entre incrédulo y burlón, con todo el aplomo y la arrogancia de sus veinte años.
Mercedes se enfureció y le vomitó toda su hiel de mujer madura abandonada. “¡Criadito de mierda, quién carajo te creés que sos!”
De todos los insultos de Mercedes, el que lo corroía era el “criadito”. ¿Qué me quiso decir? Algo en la mirada apenada por guardar secretos, se agazapaba en las conversaciones de las viejas de la estancia.
Algo que las tías y las primas ocultaban detrás de las sonrisas hipócritas. Algo en las palabras delirantes de Dora, que sólo hablaba de su hijo mayor.
“Me lo mataron y me quedé sola”.
“Me tenés a mí, mamá”, le dijo.
Ella lo había mirado desvahída entre la neblina de los antipsicóticos.
“¿Vos quién sos?” le preguntó.
“Conrado”, respondió.
“Conrado está muerto” replicó ella volviéndose en la cama hacia la ventana.
“Ese era papá”, casi sollozó, “Soy yo, Conradito”.
“Vos no sos nadie”, dijo ella sin darse vuelta. “Te trajeron y después se llevaron a mi hijo”.
El médico de la familia le explicó que la medicación de Dora podía provocar alucinaciones y pérdida de contacto con la realidad.
— ¿Dónde nací, doctor?
— ¡En la estancia, Conrado! Tu mamá está desequilibrada. ¡Delira!, ¿no entendés?— replicó el médico y dio por terminada la conversación.
Iba a “entender” de una vez por todas. Se aseguró de tener el territorio libre, ya que el viejo — hacía rato que no lo llamaba “abuelo”—, pasaba mucho tiempo allí, ocupándose de los asuntos más confidenciales de la Orden. Pensaba sonsacar a las viejas que lo adoraban y se dejó mimosear un rato a fuerza de mate y pan con manteca. Cuando empezó a preguntar, las mujeres fueron saliendo una a una hasta que quedó Enriqueta, que había reemplazado a Ofelia cuando la correntina se fue a Buenos Aires para cuidar a Fernandito. Queta era casi tan antigua en la estancia como Ofelia, así que tenía que saber.

— Decíme la verdad, Queta. Ya sé que no soy hijo de Dora. ¿De quién soy hijo?
— ¿Y esa barbaridad quién te la dijo?— preguntó la vieja dándole la espalda.
— El doctor — mintió.
Hubo un silencio largo quebrado nada más que por el ruido del agua al calentarse.
— Nosotras te criamos como si lo fueras— murmuró la vieja.
Aguantó el cimbronazo de la confesión y siguió preguntando.
— Ya sé, si no te reprocho nada. Pero... quiero saber.
Queta acomodó el culo grandote en una silla que no le alcanzaba y se cebó un mate largo antes de contestar.
— Mirá, Conradito: no me vayás a soltar una palabra, porque se arma, ¿eh? ¡Te doy la paliza de tu vida!
— Dale, no digo nada. Soy una tumba.
— Tu papá y tu hermano te trajeron de Buenos Aires... cuando tenías, no sé, una semana de nacido. Se dio la orden de decir a la familia que eras hijo de una chinita de Bolívar y que tu papá se había hecho cargo y pagado todos los gastos. Pero la verdad es que te trajeron de Buenos Aires— Queta cebó un mate y se lo tomó antes de seguir—. Sabés, vos naciste en una época muy fea. Acá no nos enterábamos de mucho, pero pasaban cosas...
— ¿Qué cosas?
— No sé... Cosas— Queta se miró las manos regordetas y ásperas—. Hay gente que todavía hace manifestaciones... Una no sabe si creer o no...— pero la cara de Queta decía que creía.
— Pero mi viejo... porque Conrado sí era mi viejo, ¿no, Queta? Yo me le parezco... Me parezco a mi hermano...
— ¡Nooo! ¡Qué te le vas a parecer! ¡Él era terrible! De chico era contestón, tremendo... ¡Si el patrón tuvo que darle una vez un chirlo en la boca! Y de grande, mejor ni hablar: el mismo carácter que el padre, así, fuerte, orgulloso...— Queta pronunciaba “orgulloso” con acentos por todos lados, recalcando cuanto de pecado capital había en el calificativo—. No, vos sos tan dulce, tan seriecito...No tenés nada que ver...
Él se levantó despacio después de tomarse el último mate. Cuando salía de la cocina, Queta lo llamó.
— Siempre fuiste diferente. No cambies, Conradito, y no revuelvas más— la mirada de la mujer se volvió aguachenta—. El pasado es pasado. Dejá a los muertos en paz. El patrón te aceptó como un nieto más.
Antes de salir se detuvo en el vestíbulo. No sé a quién estoy mirando en el espejo.

****
— Mirá, pibe...
— Pibe las pelotas. Soy mayor de edad— se plantó delante del médico—. Tengo derecho a saber— aplastó la partida de nacimiento encima del escritorio.
El médico lo miró sin pestañear.
— Vos sos milico, ¿sí? Bueno— metió la mano en un cajón y sacó una credencial—, yo también. Teniente coronel médico. Vos sos un Seoane. Yo firmé tu partida de nacimiento. No hay nada más que decir. Puede retirarse, subteniente— se paró junto a la puerta y la abrió para que él saliera.
Conrado Seoane se fue con la humillación retorciéndole los músculos de la cara.

(1) Broma que alude a la infalibilidad del Papa

martes, 11 de octubre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 26

OFICINAS DEL DIPUTADO J-J AYRAULT, CHAUMONT. LUNES POR LA TARDE


La línea directa sonó, interrumpiendo la lectura del diputado Ayrault, ocupado en su próximo discurso.
—¿ Quién?— ladró.
— Conrado Seoane.
— Lo escucho— Ayrault moderó los malos modales: aunque fuera un pendejo, Seoane era su futuro socio.
— El operativo se lanza el jueves.
— De acuerdo— casi saltó de alegría en el sillón: Seoane se estaba retrasando demasiado para su gusto.
— ¿Los recursos?
— Todo preparado y en regla. Mi gente se moverá mañana— aseguró Ayrault.
— No habrá más comunicaciones hasta que su grupo esté de regreso en París.
— Comprendido.
Cortaron sin saludarse.
Ayrault se sirvió un coñac y lo sorbió despacio, mientras el pulso le volvía a su ritmo normal. Los algo más de veinte millones de dólares escamoteados a la Orden y depositados en el banco de las Cayman Islands le alteraban los latidos cada vez que se comunicaba en forma directa con un miembro de la Orden. El problema más urgente a enfrentar ahora era que no podría usar el mismo cuento de nuevo, y las cifras eran tan tentadoras como antes. Los “inconvenientes” que había "sufrido” Euroavventura con la muerte de Giuliani, y alguna que otra oportuna intervención de prefecturas africanas sobornables con pequeños porcentajes de los embarques, habían agotado la confiabilidad de la empresa y él necesitaba a la fuerza mostrarse confiable.
La única piedra en su camino era el cretino incompetente de Ruggieri, que no terminaba de poner sus patas embarradas encima de BCB. Era una perla que no podía darse el lujo de perder. En realidad, no tenía intenciones de perder absolutamente nada salvo socios imbéciles. Si la accionista mayoritaria de BCB se queda sin socios, seguramente escuchará ofertas. Dejemos que Ruggieri haga la primera parte del trabajo y después veremos. En poco tiempo más, de acuerdo con los pronósticos de las encuestas y Blanche Lemaire, él tendría una posición negociadora inmejorable. No estaba dispuesto a ser nada más que un perro guardián de los intereses de la Orden y hacer la parte sucia por un porcentaje: para eso estaban los boludos como Ruggieri. Él tenía aspiraciones mucho más elevadas.
Otros políticos lo habían intentado antes que él, y habían terminado en un escándalo judicial de proporciones, pero ir de canciller a traficante de armas no era el camino correcto a recorrer: desde su punto de vista, el inverso era el más seguro, y él estaba en las mejores condiciones para demostrarlo. Si la Orden pretendía que él continuase operando con ellos, debería ofrecerle muy buenas condiciones. Un anillo de oro con el sello de la Orden, no estaría mal para empezar. Ya se ocuparía de conseguir algo mejor.

BUENOS AIRES, CUARTEL GENERAL DE LA ORDEN. LUNES POR LA MAÑANA
Subteniente Conrado Seoane
— ¿Y?— Schwartz sacudió el mentón.
— Todo arreglado— Seoane se volvió a medias y apagó el celular mientras le respondía.
— ¿Son confiables?— Schwartz bajó la voz hasta un murmullo.
Éste no está convencido del todo, pensó Seoane y rió sin ganas.
— Si el viejo y el negro le creen, porqué yo no? Políticos. Son una mierda en todas partes.— A mí la política me importa un carajo. Quiero lo que me pertenece y nada más. Pero no lo dijo en voz alta.
— Nosotros no hacemos nada…— Schwartz se atajó.
— La primera fase del operativo está a cargo de ellos. Todo: personal, armas, transporte.
Schwartz hubiera querido hacerlo él, pero Seoane fue terminante. Era preferible así. Si algún boludo se zafaba y soltaba algo en castellano, estarían todos bien jodidos.
— ¿Cómo mierda se arreglan para sacar el paquetito?
— Una mina.
— ¿Cuándo movemos?
— Nosotros no existimos hasta la segunda fase. Hasta ese momento, hacemos los deberes y cumplimos órdenes como siempre— cabeceó hacia arriba, señalando el cielorraso—. Cualquier orden— reiteró.
— Pará: ¿y si al tira se le ocurre intentar algo?
— ¿Algo como qué?
— Qué se yo, boludo, mover gente de allá...
— No tienen a nadie. Les barrieron a los mejores efectivos de Europa cuando coparon Central hace dos años— Seoane esbozó una sonrisa asesina.
— ¿Y los de Nueva Central?
—Son muy nuevitos, todavía no se ganaron las jinetas. Están para otros operativos. Son killers profesionales, no soldados: yo no los usaría para algo como esto— Seoane sacó un atado de Camel y le ofreció uno a Schwartz con una sonrisa helada que no alcanzaba los ojos del color del lapislázuli.
— Pero el condicionamiento... Siempre pensé que con esos tipos funcionaba de una...
Y a vos no te condicionó nadie, Schwartz,  por eso podés traicionar. ¿Eso es lo que querés decir? La comprensión le recorrió la espalda como un animal viscoso. Tu única fidelidad es con la guita y lo único que te asusta es la posibilidad de no ver un mango.
— Nosotros somos auténticos soldados de la Orden— el oficial más joven fumó con ganas—. Y aunque yo no le guste al negro, él confía en vos y en aquellos que vos elijas, como por ejemplo a mí— sonrió pensando en la ironía: era él quien había elegido a Schwartz, precisamente porque Ortiz lo consideraba un hombre confiable.
— Además, no puede arriesgarse a perder: está en juego el prestigio de la Orden, ¿te das cuenta? ¿Cualquier boludito nos toca el culo? No, bebé. Va a ir y nos va a llevar y va a intentar cualquier cosa. Y yo lo voy a hacer mierda.
— No lo podés ni ver, ¿no?— Schwartz sonrió de costado.
— Negro hijo de mil putas. El "criado" del viejo... Le robó el lugar a mi hermano...— Seoane torció la boca.
— El viejo te tiene aprecio ...— Schwartz se encogió de hombros.
No le respondió. El viejo... él también me debe mucho. También tiene que pagar por lo que hizo.
****
Una puerta al final del corredor se abrió. Schwartz y Seoane se saludaron como si acabaran de cruzarse y cada uno siguió hacia un extremo opuesto del pasillo.
Schwartz escuchó a Seoane saludar al asistente de Ortiz. El nabo de Rinaldi. No me gusta, no le gusto. Forrito. Saludó a su vez y siguió hacia el baño. Qué guacho, el pendejo. Durísimo. Parece mentira que tenga veintiuno. El hermano estaría orgulloso de él. Apoyó el cigarrillo en el borde del mingitorio, cuidando de no salpicarlo.
En los círculos más cerrados de la Orden se comentaba en voz bajísima que el viejo en persona había dado la orden de “anular definitivamente” al Brigadier. Nunca había comunicación oficial de motivo alguno, pero otras células “anuladas definitivamente” en Europa en el mismo momento que el Brigadier, lo habían sido por traición. Una sensación desagradable hormigueó por la espina dorsal del mayor del Ejército Argentino Jorge Osvaldo Schwarz. ¿Y ésto que vamos a hacer, qué carajo es? El pensamiento le cortó el chorro.
¿El nenito se quiere tomar revancha? Problema de ellos y entre ellos. Las venganzas ajenas me importan una mierda. Yo quiero mi parte. Aunque, no sé, meterse con el viejo... El tira, vaya y pase, qué se yo, es un negro de mierda. A mí tampoco me hace gracia que esté donde está. Pero el viejo... Ah, París, París. El pendex que haga lo que quiera con la manija. Yo me retiro en plena gloria de la carrera militar. Me pagan y 'orrevuar'... Que me vengan a buscar... canturreó mentalmente mientras se subía el cierre de la bragueta.
****
Seoane se encerró en su cubículo. Schwartz es una cucaracha pero lo necesito. Schwarz estaba entusiasmado con su papel de vengador anónimo y había sugerido el toque de los archivos nazis. Schwartz era tan Schwartz como él Seoane, pero el padre de Schwartz se había dado el lujo de elegir un nombre alemán: si los del Centro Wiesenthal encuentran a “Jürgen Schwartz”, lo cuelgan en donde esté y sin juicio previo. Y a mí qué carajo me importa.
Oficiales nazis 
El muy guacho se había reído:
— Mi viejo está en el Paraguay y los forros de los judíos dieron vuelta medio Brasil buscándolo. De última, ya pasó los ochenta. Ya vivió su vida, él entendería.
Es un turro. Cualquier cosa se puede usar si rinde beneficios. Lo cierto es que Schwartz sabía de la existencia de esos archivos que podrían haber entregado a su padre en manos de la justicia alemana o francesa. Él no tenía intenciones de usar los archivos; era una maniobra de distracción para desviar la atención del enemigo hacia otro flanco, y poner a todas las ratas juntas en la misma ratonera.
Schwartz tiene a sus propios hombres, y yo no tengo otro tipo tan bien entrenado como él y que pueda conseguir tantos efectivos. “Todavía no te ganaste las jinetas, nene”, me dijo. “Sos muy capo, pero demasiado pendejo. Vos pensá, yo te manejo la gente. Podemos hacer un equipo imbatible”. ¡Equipo! A éste lo único que lo moviliza es la guita. Mi hermano lo tenía bien calado.
Una historia oscura relacionada con la guerra en las Malvinas, que Seoane no había llegado a desentrañar del todo, nublaba la supuesta íntima amistad entre el mayor y su finado hermano. Él era un mocoso en aquella época y sólo conocía de oídas la versión retransmitida por el "correo secreto" del Liceo Militar. Se habían hecho muchas porquerías en Malvinas, las Georgias y el Atlántico Sur. Había muerto gente que no debería haber muerto jamás y se habían rendido quienes habían jurado morir en el frente de batalla. Unos cuantos tiras todavía miraban incómodos por encima del hombro cuando andaban cerca de algún veterano de menor rango. A Schwartz lo habían ascendido después que a su hermano, decreto del PEN mediante, y junto a otros oficiales de pasado bélico dudoso, en una movida poco publicitada "para no generar irritación en la población”.
Cada vez que podía, Schwartz se pavoneaba ante él de su amistad con el Brigadier. Sin embargo, ese pavoneo se diluía si aparecía alguno que hubiera conocido a ambos en los años de plomo. Oculta algo. Me gustaría tener tiempo para descubrir qué.
Conrado Seoane apretó los labios. ¿Tendría que haberlo preparado desde Central? No: los de Central son ferozmente leales. El condicionamiento sí funciona. También funcionaba cuando mi hermano lo manejaba. Papá... Mi hermano...La puta que te parió, viejo de mierda, cómo pudiste... Mi hermano era de tu propia sangre, tu mano derecha. "La mano derecha del diablo", le decías y se reían. La rabia le atenazó la garganta. Tranquilo. Estas cosas se hacen con la cabeza fría.
Cargó el CD, tecleó la clave de encriptamiento y el plano se desplegó. Con doce hombres dominamos cualquier situación. Schwartz pensaba utilizar veinticinco, previendo cualquier posible pérdida. El personal de servicio no contaba aunque fuera un batallón. “Si joden son boleta antes de que se den cuenta” , había afirmado el mayor, acariciando la culata del arma en la cartuchera.
Y él podrá tener a cuántos: ¿veinte, veinticinco de los suyos? Puede duplicar el número si lleva a los de Central... No, no se puede arriesgar a dejar Central desprotegida. No lo va a hacer. Yo no lo haría. ¿Qué haría yo en su lugar?
Se lo había preguntado con cada paso de la planificación del operativo: pensar las reacciones del otro y sorprenderlo con anticipación y movimientos inesperados. Así se hace la guerra de verdad, me lo enseñó mi viejo. Papá, que le había mostrado la Cruz de Hierro ganada en el frente. Se le habían llenado los ojos de lágrimas cuando su padre se la regaló delante de su hermano mayor, que lo miraba con orgullo. Su hermano mayor también tenía medallas de las Malvinas. Guerras. Palabras ajenas a su vida de todos los días, hasta que a los diecisiete, el día que terminó el Liceo Militar, su padre y su hermano lo sentaron para contarle a escondidas del resto de la familia.
“Hice lo que debía hacer”, dijo su padre. “Un soldado siempre cumple con las órdenes. Yo cumplí”, y le regaló la condecoración.
“Hice lo que me ordenaron”, sonrió su hermano con suficiencia. “Eran terroristas, subversivos, montos que conspiraban contra la Patria. Ahora quieren reivindicarlos como víctimas. ¿Y los que mataron ellos? ¿Los oficiales, los colimbas, los policías? ¿Quién se acuerda de Tucumán y Formosa?”

Las condecoraciones que atesoraba eran lo único que le quedaba de ambos, después de la muerte de su hermano en Francia. Por orden del viejo, se habían limitado a repatriar el cadáver y enterrarlo en un cementerio privado. No lo velaron ni dejaron ver el cuerpo.
“Para qué”, había dicho el viejo desde el fondo de su bergère. “Ya debe estar descomponiéndose. Los trámites de repatriación de restos no son sencillos y llevan su tiempo”.
El único que lloró fue él. Un clasificado en las necrológicas de La Nación y Clarín fue la única mención: ”Mayor del Ejército Argentino Federico Seoane. Q.e.p.d. Sus familiares lamentan comunicar su deceso en el extranjero”.
Tampoco hablaron de sus medallas de Malvinas. Su batallón era el que había participado en la mayor cantidad de acciones de combate y sus superiores los habían felicitado. Lo sabía porque papá había guardado los diarios para cuando él creciera. Guardaba las medallas en la misma caja que la Cruz de Hierro de su padre.
Papá, te llegó la hora de la revancha. Otra vez uno de tus hijos al frente de la Orden. Lo hago también por mi hermano. Cerró el archivo y se reclinó en la silla.
Y en cuanto al otro, boleta. Es un mal bicho. ¡Quiere armar una "organización paralela"! ¡Si será boludo! Con la Orden no se jode, forro. Estos políticos son todos iguales, mierda pura. La guita, la guita, empiezan a corromperse con la guita y después no paran: merca, minas, cualquier cosa. Imbécil, lo que importa es el poder, y quién lo maneja. Las riendas del poder bien cortitas en la mano. Sin vicios, sin excesos. Sin pasión pero sin piedad. Decisiones de poder y nada más.
Debe ser en lo único en que coincidimos con el negro de mierda.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
— Comisario , no puedo localizar a Dubois— Meyer asomó a medias su humanidad portentosa—. Todavía debería estar en París. Tenía previsto viajar mañana a Milán.
El mensaje era claro: "Dubois se está haciendo el boludo y no responde a los llamados al orden".
— Está bien— suspiró Odette—. Trataré de encontrarlo— "Intentaré hacerlo entrar en razón".
Meyer sonrió aliviado y desapareció.
El celular de Marcel tenía la casilla de mensajes saturada, lo mismo que contestador telefónico de su departamento. Podía pedir un rastreo, pero prefería encontrarlo por las buenas. Avisó que salía.
****
Marcel estaba metiendo la ropa en el bolso y ecuchó los timbrazos. Que se vayan a la mierda. Había recogido los setecientos mensajes de Jumbo en su celular y el contestador para que se comunicara con el Quai. Les faltó mandame palomas mensajeras. Se imaginaba perfectamente porqué querían que se presentara.

El ruido de la llave en la cerradura lo atornilló al piso. La única otra persona que tenía llave de su departamento era la última que esperaba ver. Salió del dormitorio y encontró a Odette esquivando los restos del tsunami que había pasado por el salón, dejando ropa sucia tirada, latas de cerveza vacías y diarios apilados encima de la mesa.
— Qué milagro...— le dijo, con la voz teñida de sarcasmo.
— Meyer te estuvo llamando todo el día— Odette evitó responderle.
— ¿Viniste a comunicarme oficialmente que me apartaron de la investigación?
— No vine a comunicarte nada. Michelon no quiere que te muevas de París.
—¿Vas a reemplazarme ahora que estás al frente?
— ¡Nadie te reemplaza! La situación cambió. ¿No te enteraste del tiroteo de esta mañana?
— ¡Están intimidándonos!— estampó un puño sobre la mesa—. Estamos demasiado cerca, ¿no se dan cuenta? Todavía tenemos algo de ventaja y no pienso perderla.
— ¡No es una cuestión de perder ventaja sino vidas, por Dios!
— No— la miró desde debajo de las cejas, con la decisión petrificada en la cara—. Yo arriesgué el culo en este caso y no pienso tirar todo a la mierda porque se asustaron.
— ¿Quién habló de tirar nada? ¡Se trata de prudencia! ¡Saben que estás detrás de ellos!— Odette dio un paso adelante y tropezó con un diario tirado en el piso— ¿Carajo, no vienen a limpiar?— murmuró enojada y se agachó a recoger el diario.
— Lo lamento: es el departamento de un hombre soltero que pasa mucho tiempo fuera. El mismo hombre que rechazaste cuando te ofreció vivir juntos en este departamento mugriento.
Ella retrocedió como si la hubiera golpeado.
— ¿Te duele? ¡Si supieras cuánto me dolió a mí que prefirieras encerrarte en un mausoleo de lujo, con las fotos y la ropa de un muerto! — los ojos de Odette se llenaron de lágrimas, pero él ya no podía contener todo ese veneno que lo amargaba—. Ensucio, desordeno, dejo los diarios tirados y me equivoco. Cometo miles de errores nada más que porque estoy vivo. Me harté de competir con un fantasma. No voy a hacerlo nunca más.
Odette estaba pálida como el mármol cuando atinó a tomar el picaporte, la mirada arrasada y sin aliento. Salió al pasillo y corrió hasta el ascensor, sin cerrar la puerta.
Él se quedó en el medio del salón, temblando de coraje, sin darse cuenta de que también lloraba.

jueves, 29 de septiembre de 2011

PARÍS, XI° ARRONDISSEMENT, DEPTO. DEL CAP. DUBOIS. DOMINGO A MEDIODÍA
¡Cristo, el teléfono! Casi se cayó de la cama por alcanzarlo.
— ¿Marcel?— Era Jean-Pierre.
Marcel apretó los ojos y los dientes, tratando de recuperar la voz. Durante las décimas de segundo que había tardado en responder, se había ilusionado con que era Odette quien llamaba y ahora tenía un nudo en la garganta. Contuvo el impulso de arrancar el maldito artefacto y tirarlo al carajo.
— Soy yo— articuló.
— Estoy en París y... pensé que... podríamos almorzar juntos.
Iba a decir que no, que estaba hecho mierda, pero no tuvo coraje para negarse ni para dar explicaciones. Al fin y al cabo le serviría para no pensar.
Jean-Pierre estaba esperándolo en la puerta del restaurante. Firme como un gendarme, fue la primera estupidez obvia que se le cruzó por la mente, hasta que al acercarse vio la mirada ansiosa de su padre, que manoseaba un sobre marrón grande. Comprendió que Jean-Pierre tenía tanto miedo como él y que hacía los mismos esfuerzos por ocultarlo.
Se sentaron a una mesa para fumadores y sacaron los paquetes de Gauloises al mismo tiempo.
— Yo invito la vuelta— sonrió su padre y él asintió, guardándose sus cigarrillos para después.
Pidieron el vino y la comida, y si el camarero se sorprendió por las cantidades, se guardó la opinión.
— ¿Qué pasa, la gente dejó de comer en París?— preguntó Jean-Pierre cuando el camarero se retiraba mirándolos de reojo.
— No hay tanto tiempo para disfrutar de una entrada, un plato principal y un segundo— aclaró Marcel.
— Pero hoy es domingo. Me gusta comer bien los domingos.
El sobre marrón había quedado en un rincón de la mesa y Marcel lo miró dos o tres veces antes de que su padre se decidiera a revelarle el contenido.
— Son... fotos. Te las traje porque pensé que... te gustaría tenerlas.
El nudo en el pecho amenazó con apretársele y no dejarlo comer. Cuando Constanza se había ido con él, casi no habían llevado fotografías familiares. Él había conservado una a escondidas, durante varios años, hasta que la rompió después de la muerte de su madre. Era una toma de toda la familia en una plaza de Grenoble. Él tendría unos tres años y estaba en brazos de su padre.

Jean-Pierre tomó el sobre y las manos le temblaron; las fotos se desparramaron entre las copas. Empezó a describirlas pero se quedó sin voz y fue pasándoselas de a una, como si fuera una ceremonia. Mudos, recorrieron las imágenes hasta que una gota se estrelló sobre el mantel y Marcel descubrió que era una lágrima suya.
— Cristo, soy un boludo grandote— murmuró. Al levantar la mirada, Jean-Pierre también moqueaba.
— Yo también soy un boludo, y más grandote.
— Yo soy más alto— se plantó Marcel.
— Pero yo soy más pesado — porfió Jean-Pierre—. Y más viejo.
Se rieron y siguieron pasando tomas hasta que aparecieron unas de partidos de rugby, otras con la graduación en el Liceo y finalmente, la imagen de una fila de oficiales de policía en uniforme de gala. Marcel miró a su padre y buscó la foto siguiente: él mismo, durante la ceremonia de entrega de las insignias de teniente.

—¿Cómo... cómo...? — no atinaba a formular la frase completa.
— No te mentí cuando te dije que siempre estuve cerca.
Sintió que algo se le disolvía en el pecho y lo liberaba. Volvió a las fotos y las repasó una a una.
—¿Puedo... quedármelas?
— Para eso te las traje.
— Pero...
— Tengo copias de todo. Deformación profesional— Jean-Pierre aclaró con media sonrisa que intentaba ser burlona.
Marcel asintió sin hablar. Dos hombres grandes, sonriéndose y llorisqueando en un restaurante. Parecemos...
— Mejor que paremos con esto o van a pensar que somos maricas— Jean-Pierre le leyó la mente y Marcel no pudo aguantar la carcajada.
El clima emotivo se había quebrado, gracias a Dios, y podían seguir comiendo y conversando civilizadamente sobre el trabajo, el fútbol y el rugby. Como padre e hijo.
Se zamparon el almuerzo a pesar de las sospechas del camarero, que se entusiasmó hasta el punto de recomendarles el postre. Sin consultarse siquiera, pidieron dos porciones y café.
— Soy un descortés, no te pregunté por Odette— dijo su padre y a Marcel se le atragantó la torta de chocolate. Jean-Pierre no se dio cuenta y continuó—. Pero la verdad es que... quería que estuviéramos solos. No sabía cómo ibas a reaccionar con las fotos y...
— Está bien, no te preocupes. Son... un regalo hermoso. Hermoso. Gracias.
Su padre tuvo la delicadeza o la masculina despreocupación, nunca lo sabría, de no volver a mencionar a Odette y Marcel lo agradeció en secreto.
—Tengo que tomar el vuelo a Estrasburgo— Jean-Pierre miró el reloj—. Esta escapada está fuera de reglamento.
— Te llevo.
En la puerta de embarque, su padre le dijo:
— La próxima es tu turno. Conozco un par de lugares en Estrasburgo que harían poner colorados a unos cuantos pretenciosos de aquí.
Le prometió ir a visitarlo pronto. Descubrió que tenía unas ganas enormes de conocer ese par de lugares. De regreso a su departamento, se sentó junto al teléfono a repasar una vez más las fotografías, pero el muy puto no sonó en toda la tarde. Cuando se fue a dormir sin comer, la amargura lo había ganado de nuevo.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. LUNES A MEDIODÍA




— ¡Quién dio la orden!
— ¿Quién es Ud.?— preguntó arrogante uno de los agentes de uniforme.
— Yo soy la comisario Marceau— Odette respondió con gentileza forzada—. La pregunta es: quiénes son Uds. y porqué lavaron este auto— repitió en tono medido.
— ¡Llamaron por teléfono!— el más joven se asustó y buscó el apoyo de su compañero.
— ¿No se identificaron?
— Me...nos dijeron... — titubeó el mismo agente.
—¿Es que no conocen el procedimiento?— Odette interrumpió con severidad.
— ¡Como dieron la orden creímos que ya habían terminado de tomar las evidencias!— repitió el que había hablado todo el tiempo. El otro mantenía un silencio prudente.
— Acompáñenme— ordenó sin dar lugar a réplica y se apartó para que los imbéciles pasaran delante de ella. El silencioso le lanzó una mirada calculadora con el rabillo del ojo: éste no está asustado, lo preocupa más cómo escaparse de ésta. No le perdió pisada al astuto: ¿por qué querrías irte si te dieron una orden y la cumpliste? Por el pasillo venía Meyer y tuvo una idea.
— ¡Esperen!— en un aparte le pidió a Jumbo que tomara nota de los números de placa de los tipos y le pasara los datos confidencialmente y siguió a toda velocidad por el pasillo, haciéndoles señas a los dos agentes.
— Arriba, a mi oficina. Tercer piso, izquierda... ¡La puta madre!
El arrogante le hizo zancadilla a su compañero y corrió hacia la escalera. Cuando pasó a su lado, la estampó contra la pared de un empujón.
— ¡Detengan a ese hombre! — gritó mientras corría tras él, rebuscando el arma en su bolso. Detrás de ella corrieron Meyer y dos oficiales más—. ¡Alto o disparo!
El hombre estaba a punto de disparar cuando Michelon apareció en el último escalón: el tipo lo pensó mejor y con velocidad pasmosa, le pasó el brazo por el cuello a Michelon y le puso la pistola en la sien.
— ¡Atrás! — aulló, y arrastró a Madame con él.
Odette siguió corriendo mientras el edificio se convertía en un pandemonium de gritos, órdenes y contaórdenes. Se lanzó escaleras abajo, seguida de Meyer. Por el griterío supieron que el tipo iba al estacionamiento. Meyer ordenó a los que los seguían que se apostaran en las entradas y salidas, y que no intentaran nada hasta su orden. Pero el tipo no tenía intenciones de subirse a ningún auto: arrastrando a Michelon, corrió hacia la calle.
Pensemos, nena, se dijo furiosa. Si va a la calle... ¡lo están esperando! No hizo caso de Meyer, que quería impedir que saliera.
— ¡Comisario, por favor!
— ¡Va a escaparse!— masculló, sacudiéndose la mano de Jumbo.
El tipo se plantó en medio de la calle, desesperado, siempre encañonando a Michelon.
— ¡ Si alguien se acerca le vuelo la cabeza! — aulló.
— Está esperando que lo vengan a buscar— susurró casi sin aliento a Meyer—. No tiren a matar, lo necesitamos para...
—¡Va a llevarse a Michelon...!— replicó el capitán —. ¡Mejor llamo a la Brigada Antiterrorismo..!
— ¡Carajo, haga lo que le digo! ¡Lo único que el tipo quiere es irse!
Mientras Odette se les acercaba, un auto gris proveniente de la derecha entró en su campo visual. Ella miró a Madame y señaló con la cabeza en dirección al auto. El hombre, alerta a los movimientos de todos, cometió el error de desviar la mirada. Michelon se agachó y Odette disparó a la mano del tipo, que saltó y gritó, sosteniéndose la mano herida. Madame se tiró al piso y Odette corrió hasta ella. El auto gris aceleró. El tipo corrió hacia él. Una ventanilla se abrió y una ráfaga de metralla partió al tipo por la mitad.
— ¡Al suelo, Claude, no se levante!
Odette cubrió a Michelon con su cuerpo y apuntó a los neumáticos del auto. Algo les cayó encima: Meyer y docena y media de oficiales, suboficiales y agentes rasos, en un scrum inolvidable. Meyer le acertó a un cristal, pero el auto tomó el puente a contramano y desapareció en el tránsito enloquecido por el tiroteo. Las sirenas aullaron su impotencia.
Una ambulancia recogió el cuerpo destrozado del falso agente. Se quedaron sentadas en medio de la calle, furiosas, Odette frotándose la rodilla y Madame, el codo.
— Nos dejaron sin testigo— murmuró Odette mientras se revisaba las medias rotas. Mierda, medias de ochenta francos.
Meyer las ayudó a incorporarse.
— Dispersen a los curiosos— ordenó Michelon —. Prefiero que los civiles no me vean pasar por estúpida.
La orden se cumplió de inmediato.
****
— El número de placa del sospechoso corresponde a un suboficial retirado a fines del año pasado— les informó Meyer, en el despacho de Michelon—. A ver qué nos dice Archivos— y tecleó el mensaje junto con el número de placa.
El e-mail de retorno no se hizo esperar y Jumbo pidió el resto de la información. Cuando recibió la respuesta, las miró a ambas con una mueca de abatimiento.
— Sargento René Picard, sesenta y cinco, retirado. Falleció hace cuatro meses de un paro cardíaco.
El silencio era opresivo.
— Cómo mierda consiguieron la placa...—, dijo Michelon sin mirar a ninguna parte.
— Podría ser una falsificación— sugirió Odette—. Si uno tiene un original y una prensa de estampar metales...
— Y consigue los números de los finados... — agregó Meyer, cabeceando.
— Alguien que tiene acceso al sistema— Michelon los miró—. Creí que éramos inviolables pero parece que no es así.
Odette levantó el teléfono y llamó a Witowlski de Sistemas.
— Podemos detectar cualquier entrada ilegal en menos de seis minutos— el teniente Viktor Witowlski de Sistemas se pavoneó—, y estamos trabajando para reducir los tiempos.
— ¿Cuánto tiempo llevaría efectuar una búsqueda, digamos, en Personal?
— Bueno, primero tienen que acceder, después buscar los links, conocer las claves de ingreso a esa parte de los files, y depende de lo que busquen...
— Por ejemplo, suboficiales retirados.
— Eso puede tardar un poquito más... Digamos, diez minutos. Si saben lo que tienen que hacer, claro. De otro modo pueden estar buscando un buen rato hasta que consiguen la información: si hackean los pescamos— contestó, satisfecho.
Michelon asintió despacio.
— Gracias, teniente. Nada más quería conocer la situación.
Witowlski hizo una mueca parecida a una sonrisa y salió.
— Los tenemos adentro. La puta que los parió — Madame estaba pálida de furia y le temblaba la voz.
Transcurrió una pausa ominosa, rota por la estridencia del interno.
— ¡Necesito un guión para el comunicado de prensa!— suplicó Laure, atosigada por la prensa.
— Jesús, tengo que pensar en algo coherente— murmuró la comisario—. Laure, dame cinco minutos. Señores, tenemos un problema— Michelon paseó la mirada de un gris tormentoso de uno a otra —. Los tipos detrás de los que vamos, liquidaron a Henri, y si hoy no hicieron más, habrá sido porque no estaba previsto — Madame inspiró antes de seguir— Marceau, hoy mismo la pondré en antecedentes de todo el caso. Meyer, alcáncele a la comisario copia de sus informes. Hasta hoy supusimos que Dubois y Ud., capitán, estaban relativamente seguros bajo sus coberturas, pero la situación cambió. ¿En dónde está Dubois?
Odette desvió la mirada y murmuró "notengoidea". Meyer se encogió de hombros con cara de sorpresa.
— Debería estar aquí. ¿No vino hoy...? No, no vino— se preguntó y se respondió.
Odette no abrió la boca y Michelon se imaginó los motivos de su mutismo. Lamento la situación de mierda pero hay prioridades, pensó Madame.
— Meyer— ordenó—, localícelo y que se presente de inmediato. Y usted, Marceau, de ahora en adelante no se mueve sin custodia.
— ¡¿Qué?! Por Dios, no me haga esto... No puedo trabajar así...
— La van a buscar a su casa, la acompañan a donde sea, así sea a comprarse un par de medias. Un hombre armado va con Ud. las veinticuatro horas.
— No podemos desperdiciar a la poca gente que tenemos. Es una locura...
— Es una orden— Michelon subrayó cada palabra—. Meyer, encárguese de hacerla cumplir.
— Sí, Madame— Meyer sonrió mostrando los dientes.
— ¿Me consigo una silla de ruedas o un cochecito de bebé?— su subordinada retrucó malhumorada.
— Guárdese el humor para otra oportunidad— ladró Madame.