POLICIAL ARGENTINO: 06/01/2012 - 07/01/2012

lunes, 25 de junio de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 40

DIEZ DE LA NOCHE


Los encerraron sin quitarles las esposas, en una celda minúscula, parecida a aquella donde la habían dejado a ella. Odette apoyó la cabeza en la puerta para escuchar. Los pasos se alejaron, los gritos de las órdenes se apagaron y contó cincuenta latidos de corazón. Localizó la cámara del circuito cerrado y se acuclilló en el rincón del ángulo ciego de la cámara. Deslizó los brazos por debajo de las caderas, y con una pirueta pasó las piernas por encima de los brazos y quedó con las manos esposadas delante. Mediante señas, le indicó a Ortiz que se acercara y lo empujó al rincón.
— ¿Q-qué...?— el coronel la miró de reojo, sorprendido.
— ¡Cállese!— farfulló mientras le sacaba el cinturón a un Ortiz paralizado por la sorpresa.
Manipuló el gancho de la hebilla en el cierre de sus esposas, con los ojos cerrados, hasta que el clic le dijo que era libre. Se descalzó, se quitó las medias y las dejó en un rincón. Hizo girar al coronel sin demasiadas contemplaciones y le abrió las suyas. Sin dejar de arrinconarlo, le desprendió la camisa y lo obligó a sacársela.
— ¿Qué…!— Ortiz intentó preguntar y Odette lo interrumpió con un ademán furioso. Señaló la cámara con un cabezazo y le dio la camisa. El coronel comprendió y cubrió la cámara con un movimiento rápido.
Silenciosa como un ratón, ella tomó el bastón del viejo y la almohada. Golpeó con el bastón el artefacto de iluminación del baño que contenía la cámara, amortiguando el ruido a vidrios rotos con la almohada. Hizo lo mismo con la otra y le devolvió la camisa a Ortiz.
— ¿Cómo supo de las cámaras?— susurró el coronel.
— ¿Cómo supo usted esta tarde que yo ya estaba vestida?— retrucó en el mismo tono.
— Es un circuito de vigilancia— respondió Ortiz, levemente sonrojado.
— Aquí lo llamamos peep-show— replicó ella con acidez y Ortiz desvió la mirada.
En el baño, Odette taponó el lavatorio con una toalla, rellenó el sumidero del piso con la almohada y abrió todos los grifos al máximo.
— ¿Qué hace? La cerradura de estas puertas es exterior e inviolable, con contraseñas numéricas y...
— Gracias por el dato pero no pertenezco a Inteligencia Central— lo paró en seco—. Soy cana y este truquito— señaló el agua que inundaba el baño microscópico –, lo aprendí de los rateros.
— Pero Dubois nos traicionó...
— No sea idiota: si lo hubiera hecho, estaríamos muertos. Córrase, no deja pasar el agua.
— Hay montones de claves que sólo mi padre y yo conocemos— insistió tozudo—. Nos necesitan...
— ¿Y a mí?— empujó el catre hacia el costado de la puerta y se subió—. Su padre lo dejó muy claro: una vez conseguido Dubois, no tengo ninguna utilidad y estos tipos lo saben tan bien como usted
Ortiz asintió a regañadientes.
— ¿Cuál es la frecuencia de barrido del circuito cerrado?— ella preguntó.
— Tres minutos.
— Ya perdimos dos por discutir. Empiece a gritar.

****
Aburrido de estar de pie como un poste, el subteniente dio unos pasos y chapoteó. ¿Agua? ¡Pero qué carajo pasa! El agua pasaba a borbotones por debajo de la puerta y desde el interior de la celda gritaban y golpeaban. El hombre dio la alarma sin moverse de su puesto.
— No tenemos imágenes del interior— le informaron por el handy y le dieron instrucciones de entrar.
No aclararon si debía disparar, pero se encogió de hombros: los tipos lo mismo estarían muertos en un par de horas más, luego de que Schwartz tuviera tiempo de interrogarlos. Liberó el seguro del fusil ametrallador, tecleó la secuencia de apertura, pateó la puerta y entró.
El viejo arrogante estaba sentado en el extremo de la celda. Avanzó hacia él con dos zancadas, preguntando a los gritos por Ortiz. Una sombra entró en su campo de visión y él volteó, su cuerpo y el arma como una sola entidad, el dedo empujando el gatillo hasta el final del recorrido.
Quizás el recorrido era demasiado largo o él no tuvo en cuenta a la tercera persona en la celda: lo cierto es que algo blando voló por encima de su cabeza y le cubrió la cara, impidiéndole la visión. Soltó el gatillo para tratar de quitarse el impedimento de encima y un golpe seco en medio de la espalda lo dejó sin aire y le aflojó los brazos. Algo sedoso e implacable le rodeó el cuello y se estrechó. Hubo más golpes como el primero y el lazo se cerró sobre su garganta, quitándole el aliento. Hubo un sacudón brusco y todo terminó.

****
Schwartz ladraba órdenes por el handy y Marcel observaba atentamente los monitores cuando descubrió que una de las cámaras había dejado de transmitir. Prestó atención al barrido y concluyó que debía ser la de la celda en donde habían encerrado a Odette junto a los dos hombres. Calculó que el barrido se producía más o menos cada tres minutos y esperó inquieto. El siguiente barrido le quitó las dudas: las cámaras estaban neutralizadas. Lanzó una ojeada distraída por la sala: nadie lo había advertido todavía. Había un handy junto al monitor y la voz del guardia pedía instrucciones. Tomó el handy y le ordenó al tipo entrar. Luego lo apagó disimuladamente y se lo enganchó en el cinturón. Se acercó a Schwartz, que controlaba otro monitor con imágenes en las cocinas y le tocó el hombro.
— Hay problemas con Ortiz— comentó en voz baja y Schwartz lo miró con el ceño fruncido—. No deberían haberlos encerrado juntos, Ortiz es peligroso. Habría que sacar al viejo de ahí.
Deliberadamente evitó mencionar a Odette y Schwartz esbozó una sonrisita astuta de “estamos en la misma longitud de onda”.
— Voy a terminar con este asunto ipso facto— aseguró el mayor, que tomó un fusil ametrallador y salió, mientras a Marcel le corrían escalofríos por la espalda de pensar en el modo en que Schwartz terminaría asuntos “ipso facto”.
Salió subrepticiamente y trabó la cerradura de la puerta que comunicaba la escalera con el pasillo del subsuelo, calculando que resistiría sus buenos cinco minutos. Alcanzó a ver a Schwartz corriendo por el pasillo vacío mientras llamaba al hombre que debía estar de guardia. El suelo brillaba mojado.
La puerta de una de las celdas estaba entreabierta y Schwartz se lanzó dentro. Hubo un instante de silencio y luego los insultos del mayor arreciaron. Una ráfaga de disparos hendió el aire enrarecido. Marcel cruzó los metros que le faltaban de un solo salto pero el cuerpo destrozado del guardia estrangulado obstruía el paso: Ortiz lo había usado de escudo. Sin embargo, no era rival físico para el mayor: Schwartz le enterró la culata en el hígado, Ortiz retrocedió y Schwartz lo golpeó en la mandíbula. Marcel entró y Schwartz comprendió al vuelo sus intenciones; sin dudar y con velocidad de escorpión volteó hacia él al tiempo que disparaba.
Marcel se arrojó de cabeza al suelo y rodó para esquivar la metralla que agujereaba el piso en donde había estado parado media décima de segundo antes. Trataba de cubrirse cuando un ruido sordo reemplazó a los disparos. Todavía desde el suelo, siguió asombrado los arabescos mortales que Odette trazaba con el bastón del viejo. Un toque en el codo desarmó a Schwartz, y el golpe certero con la contera lo aturdió. Odette giró en una pirouette feroz que terminó en la ingle del tipo, dejándolo doblado sobre sí mismo y sin siquiera la posibilidad de aullar de dolor.
En un esfuerzo inhumano, el hombre se incorporó con la decisión de asesinar plasmada en el rostro. Se abalanzó sobre Odette rugiendo como un animal pero el dolor le quitó precisión, y ella lo esquivó con movimientos llenos de la gracia fatal de un matador. El bastón giró y castigó y el hombre cayó de rodillas con la espalda arqueada hacia atrás
. Marcel saltó sobre Schwartz preparando el filo de la mano para quebrarle la tráquea y librar al mundo de otra escoria más.
— ¡No lo mates! —la voz de Odette lo trajo a medias a la realidad, pero ya no podía detener el golpe—¡No! ¡Necesitamos la información que tiene! — forcejeó con él deteniéndole el brazo.
Algo le relampagueó en la cabeza. Abrió la mano izquierda y Schwartz cayó al suelo como un fardo; luego giró hacia ella, furioso por haberle impedido rematar al gusano. Te voy a matar. Se arrancó de su brazo la mano de ella retorciéndole la muñeca, la arrojó contra la pared y la sostuvo por el cuello.
— ¡Vamos, Dubois, hágalo!— Schwartz jadeó desde el piso—. ¡Para eso lo preparamos! ¡Nosotros damos las órdenes y usted obedece!
La sucesión de recuerdos le ametralló la memoria. La mujer desnuda y vendada, el cuerpo sudoroso y retorcido, las palabras de Jacques que le retumbaban en algún lugar del cráneo. “Mátela. Es una orden”. Estaba fuera de su cuerpo, flotando por encima de los demás, viéndose a sí mismo preparar el golpe. La tensión en los testículos, la erección que comenzaba a empujar, el pulso aceleradísimo, el sudor frío de las manos; el plexo que se le hinchaba en una inspiración que subía desde el bajovientre y le envolvía la garganta en una oleada de placer brutal: el placer del predador que salta sobre la presa.
Los aullidos llegaban desde una distancia inconmensurable y sus músculos se prepararon en tensión insoportable y perfecta, independientes de su voluntad. Se vio a sí mismo lanzado por el túnel directo al blanco, el cuerpo entero convertido en una máquina de matar.
— ¡Mátela, De Biassi! ¡Es una orden! ¡Ya lo hizo una vez, hágalo nuevamente!— las palabras retumbaron en su cabeza.
Una mano apretó la suya. ¿Qué... quién...? La mujer tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Dónde está la venda?
— No es cierto, no lo hiciste. Yo estoy viva— ella murmuraba, sosteniendo la mano con la que él le rodeaba el cuello.
Sus músculos recordaron por él: el cuerpo inerte en sus brazos, la carrera furiosa; sus propios resuellos desgarrándole los pulmones; el esfuerzo que le quemaba las piernas. Corrí lejos, arriba, afuera, hasta las luces rojas y azules...
Cerró los ojos hasta que la pulsión de muerte se diluyó, y recuperó el ritmo normal de respiración; al abrirlos, la mujer lo miraba aguantando el aire.
Está viva. No la maté. Maurizio De Biassi no existe. Soy el capitán Marcel Dubois, Brigada Criminal, Prefectura de París, repitió hasta el infinito.
La soltó, encajó las mandíbulas y miró a otra parte: Ortiz, ya recuperado, encañonaba a Schwartz. Marcel lo levantó del suelo y lo estrelló contra la pared.
— ¿Cuántos son?— preguntó entre dientes.
— ¡La puta te traicionó con Ortiz! ¡Él también se la cogió, boludo! ¡Todos nos la pasamos!— barbotó Schwartz—. ¡No saldrán vivos de aquí, los vamos a hacer mierda!— lo desafió.
No pudo decir más: Marcel le enlazó el cuello en un torniquete mortal y Schwartz comprendió que ya nadie le conmutaría la pena.
— Cuántos, Schwartz...— Marcel apretó el antebrazo — ¡Cuántos!
— ¡Dieci...nuev...e!— tosió el otro.
— ¡Quiénes!— exigió Ortiz y Schwartz escupió una chorrera de apellidos que hicieron que Ortiz palideciera.
— ¿Nadie más?— preguntó el coronel.
— Los... otros... están muertos. ... Dubois los liquidó...en la ... ca-rretera y... a-rriba.
— ¿Dónde está Seoane?
— ¡Todavía... no llegó!— farfulló Schwartz con un jadeo estrangulado.
— ¡Cuándo lo esperan!
— ¡Ma-ñana... a las seis! ... Lon-dres… ¡Desde... Londres !
Hubo un chirrido de estática y llamaron al mayor por el handy. Ortiz lo tomó de inmediato.
— Todo en orden. Estamos trasladando a los prisioneros a otra celda— respondió brusco.
Schwartz intentó gritar y eso fue fatal: Marcel lo desnucó y lo dejó caer al suelo como una bolsa vacía. Se quedó mirando el cuerpo retorcido en un ángulo extraño, temblando por el exceso de adrenalina o quién sabe qué otra cosa. Transcurrió un tiempo vacío de sensaciones en el que no dominaba sus propios músculos. Lo había matado sin que el pensamiento le pasara por la conciencia.
— ¿Nunca voy a salir de esta mierda?— jadeó horrorizado.
— Nunca estuviste dentro.
Levantó la cabeza con brusquedad y tropezó con los ojos de ella.
— Jamás mataste siguiendo sus órdenes—dijo Odette y él la aferró con ambas manos, sin poder despegarse de su mirada. Odette. Ella era la mujer.
Hubiera querido gritar que ahora era diferente; que le habían saturado la sangre con porquerías y no podía controlarse; que ellos habían desatado todos los demonios que tan trabajosamente había tratado de domar; que había matado a Schwartz en un acto reflejo horrible y fuera de su dominio; que no sabía cuándo volvería a matar. Y que tenía miedo... Echó la cabeza atrás y tragó el nudo de angustia. Apretó las manos, ella gimió, y comprendió que estaba sacudiéndola.
— Déjela, Dubois, la lastima— dijo Ortiz a sus espaldas mientras trataba de separarlos y él giró fuera de sí mientras una frase y una voz que no podía identificar, le laceraban la cabeza: "Él también se la cogió, boludo..."
— ¿Qué carajo le importa...?
— ¡Basta!— Odette le contuvo el puño que estaba a punto de lanzar contra Ortiz—. ¡Basta, por Dios!
Se interpuso entre ambos y él trató de apartarla pero ella se mantuvo firme. Lo sorprendió la fuerza con que ella resistía sus sacudones.
— ¡No! — le tomó la cara y lo obligó a mirarla—. ¡Están con nosotros! ¡Estás pensando con las hormonas, Dubois!— restalló la voz de terciopelo, y la inflexión de esa voz lo golpeó en medio del plexo.
Desequilibrio-equilibrio, osciló hasta estabilizarse en un punto que las drogas no habían podido alcanzar. Volvía a pisar terreno firme, sabía quién era y lo que debía hacer, y que no debía mirarla a los ojos para evitar que ella lo supiera antes de tiempo. Y debía hacerlo antes de perder el equilibrio nuevamente y subirse al carrusel de órdenes-imágenes-muerte, que le daba vueltas en algún rincón todavía obnubilado de la cabeza. Podía oir los engranajes girar locos, pero sabía que no debía, no debía...
Respiró con la boca abierta y el oxígeno terminó de despejarlo. Voy a sacarte de acá y alejarte de estos asesinos, de mí y de mi locura. Y después... Nunca pude limpiarme esta mierda y ellos lo saben. Lo que no saben es que prefiero estar muerto antes que servirles de herramienta.
Controló el remolino de pensamientos para que nadie le viera la determinación dibujada en la cara: Nunca más volveré a lastimarte. No van a usarme nunca más. Nunca más te harán daño por mi causa. La convicción le dio frío. Ortiz y el viejo esperaban, mudos e inexpresivos.
Recogió el arma de Schwartz y arrastró a Odette fuera de la celda.
— ¡Vámonos!
Los otros dos se movieron en silencio.
Corrían pasillo arriba cuando escucharon pasos detrás. Ortiz les hizo señas de que siguieran y giró para enfrentar al que venía. La luz y sombra del pasillo ocultaban a medias la cara del coronel.
— ¡Schwartz!— gritó el hombre, en castellano—. ¿Dónde está Schwartz?
— ¡En la celda, interrogando a Ortiz! ¡Venga conmigo!— respondió el coronel y le hizo señas para que se acercara. El tipo corrió hacia ellos y Ortiz le truncó el ímpetu con un disparo que le agujereó la frente. Después habló sin volverse:
— Vayamos por los corredores de la servidumbre: son más seguros, éstos no los conocen.
Una figura oscura se movió a unos quince metros adelante. El hombre iba armado y se movía con cautela. Marcel se adelantó sin hacer ruido, inmovilizó al tipo y lo arrastró en silencio hasta el grupo. Ortiz abrió un panel disimulado en la pared y todos entraron a un corredor interior débilmente iluminado.
— ¡Rinaldi!— Ortiz reconoció al hombre —. Está bien, Dubois. Es de mi gente.
Marcel lo soltó y aprovechó para recuperar el aire y el control de sí mismo. ¿Pero hasta cuándo? La pregunta lo aterrorizaba. Sin mirarse las manos, sabía que le temblaban. El pulso no se le había calmado del todo. Se forzó a respirar profundo el aire tibio y con ese tufo dulzón de los lugares que llevan mucho tiempo sin uso. Cuando pudo acallar el rugido de su propia respiración, prestó atención a lo que hablaban Ortiz y Rinaldi: si actuaban rápido podían recuperar las posiciones. Apoyó la cabeza contra la pared. Tengo que sacarla de este infierno. Después me ocuparé de éstos. Se acercó a ambos hombres.
— Ortiz, voy a colaborar con ustedes o como carajo lo llamen pero saque a la comisario de aquí. No la necesitan.
— ¿Y por qué me va a ayudar?— murmuró el coronel con expresión torva.
— Porque usted también hará lo que le pido. Pacto de caballeros— mostró los dientes en una sonrisa sin ganas—. Ahora sáquela de este infierno.
Ortiz los miró y se chupó las mejillas, meneando la cabeza.
— También tengo que poner a salvo a mi padre. Mi hijo y él son lo más importante en este momento. Rinaldi, ¿cuál es la situación en el garage?
— Eliminaron a nuestros hombres— jadeó el teniente—. No esperan a nadie por allí.
— Vamos allá entonces.
En las cocheras, tres cadáveres regaban sus destrozos por el piso; los capots de la colección de últimos modelos estaban llenos de agujeros, salvo la limusina de negro riguroso, milagrosamente impecable.
— Mi coronel...— intentó el oficial pero Ortiz lo interrumpió.
— Rinaldi, conozco perfectamente el estado de cosas. Viajé hasta aquí a sabiendas de a qué nos exponíamos pero no podía hacer otra cosa: tenía que seguirle el juego a los traidores para descubrirlos. El capitán Dubois eliminó a Schwartz pero todavía no sabemos en dónde está Seoane, que es el cerebro de la operación.
A Rinaldi se le endurecieron los músculos de la cara ante la mención del nombre.
— Seoane...— repitió siseando—. Pondré a nuestra gente sobre aviso. Creo que sé quiénes más pueden estar apoyándolo, señor — bajó la voz y mencionó apellidos que hicieron que Ortiz torciera la boca.
— La situación está muy complicada; necesito proteger a mi padre y a la señora, y que Dubois pueda salir a buscar a mi hijo— Ortiz tomó aire y continuó—. Vaya con ellos y...
— Déjeme a cargo, señor. Podemos recuperar todas las posiciones— al teniente le brillaban los ojos con orgullo.
— No puedo hacer eso.
— Sí puede, mi coronel. El señor conde y usted son lo más importante en este momento— Rinaldi murmuró una orden en su handy—. Uno de los nuestros lo acompaña con el auto. Es de total confianza, señor: el subteniente Marini. Respondo por él.

Marini llegó a la carrera, un rubiecito con cara de publicidad de dentífrico, emocionado por el papel que le tocaba y los pasajeros ilustres que debía conducir. Hizo la venia y se puso al volante mientras Rinaldi se ocupaba del tablero que abría los portones, que se deslizaron silenciosos hacia un lateral. La calle era nada más que un bostezo negro. Los cristales se cerraron todos a un tiempo y la limo salió sin ser molestada

jueves, 7 de junio de 2012

La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 39

NUEVE DE LA NOCHE
En la biblioteca, la mesita rodante con el servicio de café esperaba obediente junto a los sillones. El viejo tomó su posición de mando en su bergère. Odette se acomodó en el bergère más alejado, todavía luchando con sus propios infiernos, la frente apoyada en una mano. Marcel y el coronel se quedaron de pie, en guardia.
— ¿Cuándo se comunicaron con Uds. los secuestradores?— Marcel interrogó a Ortiz.
— La primera vez, el día del secuestro, el jueves. Nos dijeron que deberíamos venir a París para el ‘intercambio’. Se comunicaron por última vez hoy por la tarde. Nos dan un número distinto al que llamar cada vez y nunca hablan el tiempo suficiente para permitir rastrear las llamadas.
— ¿Les dieron alguna indicación de cómo y dónde deben hacer ese intercambio?
— Todavía no. La última vez llamamos nosotros para informar el número que usamos aquí.
— ¿Tiene grabaciones de los llamados?
— Sí— Ortiz encendió una laptop, activó un programa anti-distorsión y se escuchó una voz masculina, algo ronca.
El primer llamado sonaba particularmente monótono, sin dar espacio para hablar a los del otro lado. Una grabación. En el segundo, el que hablaba se había regodeado en la desesperación del que respondía. El tercer llamado duraba menos de veinte segundos y la voz era diferente. Otra grabación.
— ¡Yo conozco esa voz!— la voz queda de Odette lo sobresaltó: casi había saltado desde el fondo del bergère—. El segundo llamado: quiero escucharlo.
Ortiz hizo lugar y ella se acercó a operar los controles, adelantando y retrocediendo la grabación hasta localizar una frase determinada. La pasó varias veces, subiendo el volumen y refinando la calidad del sonido.

"Debería darme las gracias por ocuparme tanto de él. Tengo una buena idea de cómo me lo
puede agradecer"...

— ¡Es él...!— farfulló Odette— ¡El tipo del auto en la avenida Vincennes! ¡"Deberías estar agradecida por la oferta"!— rememoró en voz alta—. ¡Maldito hijo de puta, estabas ahí!— golpeó la mesa con el puño cerrado.
— ¡La avenida Vincennes! ¿Qué hacía en esa calle de busconas, comisario?— preguntó el viejo, medio divertido.
— Mi trabajo...— ella le lanzó una mirada seca como un navajazo—. ¿Qué hora es?
— Las nueve— respondió Ortiz mirando su reloj.
— ¿Coronel, hay algún televisor que podamos usar? Creo que sé quién es el que habla. ! Por favor... ! — lo urgió.
Ortiz descubrió una pantalla de home-cinema tras un panel pintado en trompe-l’oeil y le entregó el control remoto a Odette, que sintonizó ansiosa un canal tras otro.
— ¡Ahí está!— corrió a grabar el audio. Luego de un minuto apagó el televisor y los miró con expresión de predador.
— Es él—sibiló.
— ¡No es posible! — replicó Ortiz.
— ¡En el nombre de Dios!— Odette se irritó—. ¿Tiene un programa de identificación de voces?
— Hay uno en el servidor...
— ¡Búsquelo!— ladró imperiosa.
Ortiz tecleó nervioso y los tres se arremolinaron frente a la pantalla. Ya no cabían dudas; las voces pertenecían a la misma persona: Jean-Jacques Ayrault.

****
Ortiz estaba demudado y soltó un insulto grueso en su propio idioma.
—Su socio para Europa continental— afirmó Marcel con calma—. El que junto con Ruggieri pretendía utilizar los embarques de BCB como pantalla para el contrabando de armas. Qué mala elección, coronel: el hombre carece de sentido del honor— se burló—. En todo este tiempo que investigué a Ayrault, aprendí que el tipo no es inteligente: es astuto, intuitivo y sanguíneo, pero no puede ser el cerebro de nada. Había alguien más moviendo los hilos. Pero Ayrault es demasiado vanidoso y ambicioso como para aceptar ser nada más que un intermediario, y quería armar su propio negocio. Muy oportunamente, apareció alguien que podía ayudarlo a dar el golpe, traicionando a sus socios originales. No me importaba en lo absoluto: si Uds. se jodían, nos hacían un doble favor. Pero cuando Ayrault y su nuevo socio hicieron la jugada, fue en una forma que no esperábamos y terminamos metidos todos hasta el cuello en esta mierda. Ese alguien tiene otros planes y ahora ustedes tienen al enemigo durmiendo en casa.
A Ortiz se le oscureció el semblante. ¿Qué es lo que oculta? pensó Marcel.
— Y por ganar el juego más grande preferiste desaparecer cuando Michelon te dio la orden de regresar— a sus espaldas, Odette habló con voz tenue—. No esperaba que respondieras mis mensajes, pero ni siquiera llamaste a Meyer cuando te avisó que habían baleado a tu padre.
— ¿ Qué ... ?— la enfrentó horrorizado.
— Hiciste el check-in para un vuelo Milán-Estrasburgo-París que no pensabas tomar: era sólo para despistar a los tipos que Ayrault te había mandado detrás. Alguien verificó los Dubois en ese vuelo, otro Dubois subió en Estrasburgo y alguien en París equivocó el blanco.
Mi viejo. Las entrañas se le retorcieron de remordimiento. No mi viejo, en el nombre de Dios. Odette continuó.
– Alessandra era tu informante. Iba a decirte quién era el socio de Ayrault y cómo llegar a él, ¿no es cierto? Ese sí hubiera sido un golpe en el riñón de la Orden. Pero Ayrault llegó primero, hizo hablar a Alessandra y la mató; preparó la evidencia en contra de Marco Delbosco y te mandó a sus esbirros. Te quedaste sin la última pieza del rompecabezas y con un dilema de conciencia: ‘si dejo que metan a Ayrault en la cárcel nada más que por homicidio, me pierdo la oportunidad de llegar al socio más peligroso’.
— Hubieras hecho lo mismo— Marcel la refutó entre dientes.
— No. Ya no me importan las luchas de poder en la cima del mundo. Me quemé las manos una vez y el dolor es inolvidable. Soy una vulgar cana de la Crim y Ayrault ya asesinó a doce mujeres. Quiero mandarlo adentro por el resto de su puta vida y nada más. De los demás— Odette miró de reojo hacia Ortiz—, que se ocupen otros. Yo no puedo. No quiero. Tengo miedo de lo que pueda encontrar.
“La perra lo traicionó". "Acaba de negociar con Ortiz”, repitió la voz dentro de su cabeza y Marcel apretó los puños para esconder el ímpetu horrible de estrangularla. ¿Por eso nada más te importa esa mierda de Ayrault? ¡Me traicionaste! “Todos tenemos un precio”, se burlaban. Una metralla de flashbacks se superpuso a la voz: la limusina, los golpes, los insultos, las vejaciones... La voz recia que insistía: “¿Quiere que le suplique a los gritos que la saque de aquí?" “Está asustada... ” El pulso homicida pasó dejándole sabor ácido en la boca.


— No voy a discutir ahora sobre quién tiene la razón— masculló y se volvió hacia Ortiz—. Hay problemas más urgentes de qué ocuparse. Coronel, estos tipos conocen todo: desde le recorrido del auto que llevaba a su hijo, hasta cómo reaccionarían ante cada ataque. Sabían cómo despistarlos con lo del MOSSAD, que no tienen hombres en Francia, ¿qué más saben, Ortiz? ¿Exigieron dinero? ¿No le habrán pedido datos de ciertas cuentas bancarias de sus amigos SS? Porque ustedes conocen todos esos datos, ¿no es cierto? ¿No es cierto que son los propietarios de los bancos donde están esas cuentas?
Ortiz se quedó rígido y sin palabras. El viejo mantuvo la expresión hierática pero los nudillos apretados en la empuñadura del bastón estaban tan blancos que parecía que se le saldrían de las manos. Bueno, Dubois, te liquidan ahora o seguimos juntos hasta el final. Ya no hay secretos entre nosotros, ¿eh, viejo de mierda? Los ojos de cristal lo fusilaron, pero ya no le importaba. Continuó con los dientes apretados.
— No nos queda más remedio que ser aliados por una noche porque creo que vamos detrás del mismo hombre, del que Ayrault es nada más que el instrumento. Así que piense, coronel, quién además de ustedes dos, conoce tan íntimamente los secretos de la Orden.
— José...— ¿le pareció o en la voz del viejo había una vacilación?— que traigan a...
— ¡Al hijo de mil putas de Seoane!

NUEVE Y MEDIA DE LA NOCHE
La puerta se abrió estrepitosamente y entraron tres hombres armados.
— ¡Todos quietos!— aulló el primero.
— ¡Schmidt!— gritó Ortiz, pero el tipo lo golpeó en el estómago con el arma; Ortiz se dobló de dolor y trastabilló sin aire. Schmidt le arrancó la Glock de la cartuchera y lo sentó de un culatazo; después balanceó la punta del fusil entre el viejo, el coronel y él. El que venía detrás avanzó hacia Odette, después de asegurarse de que nadie más estuviera armado. Un tercer hombre, más joven que los dos primeros, se quedó de guardia frente a la puerta.
— ¡Vaya con ellos!— ladró el tipo a Odette, señalándolos con la punta de la Kalashnikov. Ella retrocedió, simulando tropezar con una mesita y consiguiendo que el hombre perdiera la paciencia y se abalanzara sobre ella. La maniobra de distracción cumplió su objetivo: Schmidt dejó de vigilarlos para observar de reojo lo que pasaba.
Marcel se abandonó a la adrenalina le quemaba en las venas. Sus músculos se prepararon para dispararse en un soberbio alarde de reflejos condicionados. Matar. Aquí, ahora, con mis manos. El túnel y del otro lado, el objetivo: la presa, la víctima. Primero estos imbéciles, después Ortiz y el viejo. Casi tuvo un espasmo de placer.
Hizo una finta y Schmidt giró hacia él insultando. Pero él ya no estaba ahí: se había movido una décima de segundo antes del clic del gatillo. Con un movimiento corto y preciso levantó el fusil con el codo, que siguió su trayectoria hasta la sien del hombre, golpeó y rebotó. Schmidt se tambaleó aturdido. Le enroscó el brazo alrededor del cuello y el traquido le dijo que Schmidt estaba muerto. Aflojó el brazo y el cuerpo cayó al suelo con ruido apagado.
El tercer hombre que había quedado junto a la puerta todavía no había reaccionado: los hechos transcurrían demasiado rápido para él y cometió el error fatal de no decidir a quién disparar primero. Marcel lo alcanzó de un salto y lo desnucó en el mismo movimiento.
Odette había rodado por el suelo haciendo caer al tipo que había saltado sobre ella, y pateó la Kalashnikov hacia Marcel, pero el tipo tenía una pistola escondida en la ropa y le disparó. Marcel saltó a un lado y alcanzó el arma mientras se incorporaba, pero el hombre se revolvió hacia Odette y la alcanzó, aplastándola contra el piso; forcejearon pero él terminó de un golpe con su resistencia.
— ¡Suelte el arma o le vuelo la cabeza!— gritó mientras la sostenía con una rodilla contra el suelo y la sujetaba por el pelo.
Marcel amagaba a soltar la Kalashnikov calculando una finta, cuando un cuarto tipo armado entró a la habitación, seguido de dos más que los encañonaron. De una ojeada el cabecilla verificó los daños y masticó una obscenidad. Marcel tiró el arma.
— ¡Arriba, puta!— el que tenía a Odette la levantó por el pelo.
— Dejen a Dubois acá— ordenó el recién llegado—. Los otros tres, abajo.
La mirada del tipo no dejaba dudas acerca de qué les esperaba “abajo” a los demás. Se quedó a solas con él, a prudente distancia y apuntándole con la ametralladora.
— Usted es un hombre demasiado valioso para perderlo. Estoy dispuesto a ofrecerle un trato: Ortiz está acabado, en cinco minutos no le quedará gente leal. Únase a nosotros y no se arrepentirá.
La voz y el acento extranjero lo pusieron alerta: era el que había hablado por los parlantes denunciando a Odette cuando él salía de la ducha.
— ¿Por qué debería aceptar la oferta?
— Usted es de los nuestros. Ya lo demostró antes, con ella en el “agujero”: no le importa lo que pierde sino lo que gana. Habrá muchos cambios en la Orden y alguien como usted tiene un valor inestimable.
Marcel miró al hombre tratando de no desviar los ojos hacia la puerta: se escuchaban los gritos de los otros, arreando a los prisioneros. Una luz se hizo lugar en medio del torbellino que era su mente y asintió con media sonrisa irónica.
— Usted parece conocerme bien, pero yo no tengo el placer.
— Mayor Jorge Schwartz, Ejército Argentino. Vamos, Dubois, necesitamos hombres de su talla y conocemos sus antecedentes. Estos idiotas desmembraron Europa. Nosotros podemos reconstruir toda la red y el “nosotros” puede incluirlo.
— No tengo nada que perder, ¿eh, Schwartz? y todo que ganar. Hay un problema: Ayrault. ¿Cómo se las arreglarán para sacarlo de en medio? Es el socio de la Orden para Europa.
— Ayrault es un idiota y usted lo sabe tan bien como nosotros. Nos sirvió, lo utilizamos; ya no nos sirve, lo descartamos. Usted es el contacto perfecto: no necesitamos a Ayrault teniéndolo a usted de nuestro lado. Conocemos las porquerías que hicieron Ayrault y su socio Ruggieri. Usted quiere ganar como sea: eso nos gusta. Le ofrecemos a Ayrault como chivo expiatorio: su posición en la PN quedará más firme y respaldada que nunca. En cuanto al resto, usted ya nos conoce. ¿Qué dice?— lo evaluó con frialdad aterradora.
— ¿Cómo sé que no me dispararán por la espalda?— Marcel le dedicó una semisonrisa igualmente helada.
— Porque usted sería nuestro hombre en la PN. La Brigada Criminal es un escalón menor en su carrera, si acepta. Además conoce al socio italiano de Ayrault y puede ayudarnos a poner pie en la empresa, esa BCB, que sería nuestra puerta al continente.
— Parece que tiene poder de representación...— deslizó mordaz.
— Absolutamente.
— De acuerdo— Marcel inspiró para ocultar el estremecimiento.
— Venga conmigo— Schwartz lo hizo pasar delante y lo siguió.
Ni por un segundo Marcel creyó que el tipo dejaría de apuntarle, y relajó los músculos de la espalda. Cuando llegaron a la sala de monitoreo, el coronel y Odette estaban esposados y el viejo sentado en una silla alejada. Delante de cada uno esperaba un hombre armado apuntándoles.
— Liquídenlos— ordenó Schwartz, indiferente.
— Todavía no— intervino Marcel e interpuso un brazo delante de las armas.
— ¿Qué...?— Schwartz se volvió furibundo hacia él.
— Pueden servirnos— levantó una ceja—. Ella es comisario, y un rehén de la PN no se desprecia, al menos hasta que deja de ser útil. Y en cuanto a los otros dos...supongo que... Seoane, ¿verdad?, no conoce todas las claves y todas las combinaciones de todas las puertas, ni todos los números de todas las cuentas.
Schwartz lo miró satisfecho.
— Lo dicho, Dubois: usted nos es invalorable. Enciérrenlos y pongan una guardia— se volvió y le arrojó el arma de Schmidt— Venga con nosotros. Todavía hay mucho que hacer.


MINISTERIO DEL INTERIOR, NUEVE Y MEDIA DE LA NOCHE
Auguste repicó los dedos con impaciencia sobre el teclado mientras la pesada página Web terminaba de descargarse. Le dolían los ojos de buscar en los archivos electrónicos, mientras rezaba porque el registro catastral estuviera actualizado. Conociendo a nuestra burocracia, bien podrían haberse quedado en 1925. De cualquier manera, no importaba: los propietarios que buscaba posiblemente fueran dueños del lugar desde bastante antes.

Los registros aparecieron y la sonrisa de depredador le dio aspecto sombrío a su rostro patricio. Siempre es un placer encontrarse con viejos conocidos. Memorizó la localización, cerró la página y entrando algo ilegalmente con la password robada a un distraido tenientito de Sistemas, borró su paso por el server, precaución que nunca estaba de más en los tiempos que corrían.
Salió con calma de su despacho en el MI, saludó a los oficiales de la guardia nocturna y apenas se metió en el auto, salió derrapando hacia el Quai.