POLICIAL ARGENTINO: 19 nov 2011

sábado, 19 de noviembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 28

HOTEL DE GÉNOVA, MIÉRCOLES, SEGUNDA SEMANA DE OCTUBRE


El rompecabezas de la ruta de las armas estaba tomando forma. Falta encajar algunas piezas, pero creo que sé perfectamente de quiénes se trata. En tanto, gracias a la información que Alessandra le pasaba regularmente— en pago de mi trabajo como killer de tiempo completo y semental part-time, pensó y el pensamiento le retorció la expresión—, Marcel había desenmarañado la madeja de conexiones, pagos a cuentas de Luxemburgo y transferencias entre bancos, que ligaban definitivamente a Ayrault con Ruggieri, identificando al primero como el nexo para Europa de todas las actividades de contrabando de armas. La sensación de vacío en el estómago lo mareó: un par de vulgares policías iban detrás del culo mejor cubierto de Francia, después de los culos del Presidente y del Primer Ministro.
El importe de una transferencia le llamó la atención: era imposible que correspondiera a una comisión, ¡la venta debería haber sido sideral! Verificó las fechas: la operación había sido efectuada el mismo día de la muerte de PierAndrea Giuliani.
 Imposible, si tuvieron que deshacerse del embarque precisamente por ese asunto... ¿O no? ¿De verdad se perdió? Una sospecha le pinchó las entrañas y revisó todas las operaciones financieras de Ruggieri y Ayrault en esa semana, hasta arribar a la única conclusión posible: Ayrault se había robado un embarque completo con la complicidad de Ruggieri, que se había llevado una comisión jugosa, según lo que aparecía en la contabilidad negra del italiano. Alessandra conocía lo ocurrido así que era tan cómplice de homicidio como los otros dos.
Con la nueva evidencia, se puso a verificar otros saldos y contrastar información que había obtenido Jumbo con la suya. La conclusión era que otros dos embarques que se habían “perdido” frente a la costa africana habían ido a parar a las arcas de Ayrault. El canalla le tomó el gusto al jueguito. Ahora, sólo faltaba identificar a quiénes estaba estafando Ayrault, y él tenía una hipótesis muy desagradable que apuntaba a viejos conocidos de la Brigada Criminal. Esta clase de percepción extrasensorial no colabora en nada con mi gastritis: Ayrault está jugando con fuego.
Encendió el celular: la casilla de mensajes estaba saturada y los eliminó sin escucharlos. Ya sé, Jumbo, Michelon me quiere de vuelta. No todavía, hermano. Puedo sentirlos en la punta de los dedos y esta vez los voy a agarrar bien agarrados de las pelotas. La sensación ominosa de justicia por propia mano le ensombreció la expresión mientras marcaba el número de Alessandra. Me deben muchas y me las pienso cobrar, como que me llamo Marcel Dubois.

SAN ISIDRO, PROVINCIA DE BUENOS AIRES. JUEVES A MEDIA TARDE


Cuando el coronel José Ortiz llegó, la manzana ya estaba rodeada por el cordón policial. Dos ambulancias estaban saliendo con las sirenas apagadas, mientras los uniformados sacaban a los curiosos a empujones y macanazos.
— ¡Coronel!— se dio vuelta: el comisario Salazar. El hombre lo tomó del brazo y lo apartó hacia un patrullero mientras le explicaba la situación—. Mataron a los dos guardaespaldas, hicieron un destrozo en la casa y se llevaron al nene. ¡Ramírez!— Salazar le ladró a un uniformado. El suboficial mayor se acercó a la carrera—. Termine de rajar a todos de acá. Y nada de periodistas, ¿entendió? Nada de pelotudos haciendo preguntas. ¡Ya mismo!
Entraron a la casa. La niñera estaba en estado de shock y un tipo de verde estaba terminando de inyectarle algo.
— ¿Sus hombres?— preguntó Ortiz.
— Heridas leves, nada más— rezongó Salazar por lo bajo —. Tenían todo muy bien planeado. Lo hicieron rápido, sabían cuánta gente había, que un par eran hombres míos, todo. Coparon la casa en un operativo comando como en las mejores épocas— sonrió sin ganas—. Según mis hombres, se movieron con una seguridad y una velocidad pasmosas. Casi no hablaron. El personal de la casa no coincide en las declaraciones: algunos dicen que tenían acento inglés, otros que francés, no se ponen de acuerdo.
Desde la cocina le llegó el llanto a los gritos: Ofelia. La pobre estaba muy golpeada, los brazos llenos de moretones.
— ¡Se me llevaron al negrito!— hipaba entre ahogos y sollozos, en un ataque de histeria. Uno de los médicos se acercó a darle un sedante y Ofelia le apartó el vaso de un manotazo.
—¡ Ofelia— le ordenó—, tomálo y dejáte de joder!
Salazar lo esperaba en el living.
— No podemos hacer nada más que esperar a que llamen— lo consoló el comisario.
Asintió sin hablar; la impotencia lo había dejado sin voz. Mi hijo. ¡La puta madre que los remil parió! ¡Se metieron con mi hijo!
Fue peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Cada vez que sonaba el teléfono, se abalanzaba sobre él con desesperación. A las diez de la noche, la gente de la casa comenzó a bajar de revoluciones y el agotamiento se coló por todas partes. Salazar y su gente habían interrogado a la niñera, a Ofelia y al resto del personal: los tipos venían encapuchados, con armas de gran calibre y llegaron cuando la niñera entraba con Fernando. El chofer estaba metiendo el auto en el garage. Dominaron la situación en segundos y mataron a los guardaespaldas sin siquiera abrir la boca, nada más que para intimidar.
Ofelia, mareada por la andanada de sedantes, lloraba y moqueaba acurrucada en una silla.
— ¡Estaba tan asustado,... pobrecito... pobrecito!
José se encerró en el estudio, un poco para tranquilizarse y esperar, otro poco porque no aguantaba más el caos en que estaba sumida la casa. El ronroneo del celular interrumpió el instante de silencio vacío.
— Coronel Ortiz, no me interrumpa y preste mucha atención.
Se quedó mudo durante unas décimas de segundo. Atinó a encender el grabador y el amplificador. Una voz alterada por un distorsionador hablaba en francés. Intentó interrumpir pero el otro siguió sin hacerle caso.
— Tenemos al mocoso. No queremos hacerle daño a un crío de seis años y Ud. tampoco quiere que le pase nada. El rescate del chico se paga en oro— mencionó una cifra apocalíptica—. Y también queremos los registros de refugiados nazis y de simpatizantes con el régimen. Completos, aún los de los muertos, con los cambios de identidad y la localización actual. Y al viejo protector de nazis: él el primero. El viejo por su hijo. En el próximo llamado le informaremos dónde se efectúa el intercambio. No intente rastrear las llamadas: sería muy desagradable tener que lastimar a su hijo para convencerlo a Ud de que hablamos en serio.
El teléfono quedó mudo y él quedó zombie. Judíos. Los servicios judíos.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES, VIERNES POR LA TARDE.
La sensación de un terrible ridículo le había arruinado toda la mañana y buena parte de la tarde. Desde que había sabido que Sulamit “Anouk” Chenayeb había desaparecido de los poco recomendables lugares que solía frecuentar, la comisario Marceau había hecho no menos de cuarenta y cuatro llamadas telefónicas a los todos los commissariats de la PDP sin éxito y se habia aguantado el malhumor y el sarcasmo de cuanto suboficial de turno había respondido sus insistentes llamados.
De no haber sido por la automaticidad del hábito de incluir a todas las divisiones oficiales en los destinatarios del correo electrónico, en el que pasaba la foto de la mujer junto con la requisitoria de informes, jamás se habría enterado de que una mujer blanca que respondía a la descripción indicada, había salido del territorio por el aeropuerto Charles de Gaulle, en un vuelo con destino final Montevideo, Uruguay.
Se zambulló en Internet para descubrir que esos vuelos podían tener escalas en Buenos Aires o San Pablo. ¿Qué mierda tiene que hacer esta tipa en Montevideo, Buenos Aires o San Pablo? Averiguó que el hijo de Sulamit Chenayeb estaba ausente desde hacía dos días, de la escuela pública a la que concurría. Migraciones no tenía registrada la salida de un menor acompañando a la mujer de la requisitoria. Con las manos temblando de disgusto, reenvió el mensaje a Migraciones solicitando le informaran si la mujer había regresado al país y en ese caso, si lo hacía acompañada. Cortesmente y con el correspondiente lead-time oficial le informaron que Chenayeb Sulamit había reingresado al territorio y que no podían brindar más información salvo que se presentara una orden judicial. La puta que los parió. Tiene la mano muy larga si puede alcanzar a Migraciones. Se sintió acorralada. ¿Cuál será tu próxima movida, hijo de puta?

BUENOS AIRES, CUARTEL GENERAL DE LA ORDEN. VIERNES A MEDIODÍA
El hombre del otro lado de la cámara de videoconferencias se removió incómodo: no tenía novedades que reportar. ¡La puta madre, pasaron veinticuatro horas! Comunicación tras comunicación, había recibido la misma respuesta. “Estamos en alerta roja, coronel. Informaremos.” Dios santo, ¡se trata de mi hijo! El edificio entero parecía operar en sordina, atento a la desesperación del Jefe de Inteligencia Central. Los hombres apenas esbozaban un saludo tímido al cruzárselo.
Arrancó el fax que estaba terminando de entrar. Era el reporte de Migraciones del aeropuerto de Ezeiza: de entre los menores que habían salido del país acompañando a sus padres, uno respondía a la descripción de Fernando.
Apretó furioso los botones del interno, llamando a Schwartz.
— ¡Ezeiza! ¡Cómo pudo pasar! ¡Cómo mierda tuvimos semejante falla de seguridad!
Schwartz bajó los ojos sin abandonar la posición de firmes. El celular le vibró en el cinturón. Antes de responder echó al otro de su despacho.
— Coronel, escuche atentamente. Estas son las instrucciones de la siguiente etapa— la misma voz distorsionada del primer llamado lo atornilló a la silla—: el intercambio se hace en Francia...
—¡Qué garantías tengo de que me devolverá a mi hijo!— interrumpió a los gritos.

— A ver si nos entendemos de una buena vez, coronel— escupió el otro con voz glacial—. No existen garantías si no cumple estrictamente con lo que le exigimos: el viejo, el dinero y los registros completos.
—Quiero hablar con mi hijo. Saber si está vivo y sano...— trató de mantener el tono de voz normal por encima del pulso que le retumbaba en la nuca, enloqueciéndolo.
— Ah, un padre preocupado... — hubo una pausa horrible –. Escuche— una serie de clics le dijo que habían desconectado el distorsionador.
— ¡Pa...pi!— sollozó la vocecita de Fernando—. ¡Papá!
Agradeció el estar sentado porque sintió las piernas flojas. Había empezado a responder cuando su interlocutor le quitó el teléfono a Fernandito, que lloraba a los gritos. Otra pausa durante la que no respiró, clic, el distorsionador.
— El chico está bien... por ahora. Viajó en primera clase, tiene niñera... Debería darme las gracias por ocuparme tanto de él. Tengo una buena idea de cómo me lo puede agradecer...— se burlaron del otro lado—. No olvide traer todo lo que le pedimos... o no vuelve a verlo.
— Dígame dónde...— pudo articular.
— Espere nuestro próximo llamado en París. Cuando llegue, llame al número que le dicto...
Escribió con dedos endurecidos por la furia y la humillación. No terminó de escuchar el clic que tecleó casi histérico. La voz femenina de la computadora de Telecom France le informó dulcemente que no podía realizar la llamada por tratarse de un abonado inexistente y que verificara su información.
Boludo, porqué no lo pensé antes... Los nervios le jugaban en contra. Accedió al sistema de rastreo de la Orden e ingresó el número. La espera fue corta: el número no estaba asignado, ni siquiera bajo clearance de seguridad. La movida de los tipos era estratégica: están esperando a que lleguemos a París para habilitarlo, y saben que no podemos llegar en menos de veinte horas.
No lo había creído posible hasta ese momento. Sólo los servicios de seguridad tienen acceso a algo así. O nosotros. Un dolor súbito le acuchilló el estómago y le hizo rechinar los dientes. Nos traicionaron desde adentro.
De pronto, todo su universo estable y seguro basculó y se desordenó por completo. No se trataba de una traición unipersonal como la del Brigadier; era algo mucho más grande, planificado y ejecutado como sólo la Orden sabía hacerlo. Finta tras finta, capa sobre capa, encubriendo a los verdaderos traidores y a sus verdaderos motivos. Ya no podía confiar en nadie y sin embargo, debería emprender el operativo simulando que lo hacía si quería cazar a los hijos de puta. Estaba entre el yunque y el martillo: si dejaba entrever sus sospechas, la vida de Fernandito no valdría nada. Si se sometía a los pedidos del traidor, exponía al tatita. Sin considerar el peligro que corría la organización entera.
José se tomó tres dedos de whisky de un solo trago y se sirvió otro. El alcohol le quemó la garganta. ¿De cuántos hombres podía estar absolutamente seguro? Cuatro, cinco, no más. Insuficientes para el caso de tener que enfrentar una acción armada por parte de un enemigo, al tiempo que llevaban adelante una misión de rescate. Necesito a alguien en Francia. Alguien sin relación con los hombres de Buenos Aires o los de Nueva Central a quien poner a cargo de lo de Fernandito. Pero la Central de París había sido desmantelada. El sudor le corrió frío por las sienes. La puta madre que los parió, esos canas de mierda nos barrieron a todos los efectivos. Voy a llamar a Lejeune. Lo mejor sería hacer la llamada desde casa, corría menos riesgos de pinchaduras. Me estoy volviendo paranoico.
****

Casi aplastó el auricular contra el teléfono: Lejeune tampoco tenía información sobre algún elemento confiable para ejecutar un trabajo semejante. No le había hablado del otro problema, tan grave como ese:  las precauciones nunca eran demasiadas, y menos ahora.
— ¿Novedades?— preguntó el tatita mientras entraba al estudio y se sentaba en su bergère.
El viejo escuchó atentamente el estado de cosas mientras sorbía un whisky. Los ojos helados lo espiaron por encima del borde de cristal y por un momento sintió una mano fría atenazarle el escroto. No estoy a la altura de sus expectativas. Nunca lo estuve... 
— Estoy de acuerdo con la estrategia, José— murmuró el tatita dejando el vaso a un costado y él tuvo que esforzarse por no dejar entrever el alivio que sentía—. Dejémoslos creer que pueden seguir adelante.
— Pero no nos queda nadie en Francia, ningún hombre con el entrenamiento adecuado, carajo— masculló. Casi estuvo a punto de disculparse con el viejo por el exabrupto.
— Sí tenemos— el tatita sonrió lobuno cuando él lo miró extrañado—. El único hombre que nos quedó en Francia— Se levantó y de un compartimiento de la cajafuerte, sacó un DVD y lo cargó en el home-theatre.
La curiosidad del coronel se acabó en un instante: una sesión de “sólo-para-tus-ojos” de Prévost. Gracias a Dios el viejo bajó el volumen. Hijo de puta degenerado, cuánto me alegro de que te hayan llenado la barriga de plomo. La picana recorrió el cuerpo que se sacudía en espasmos agónicos. Cómo se le puede hacer eso a una mujer. Desvió la vista cuando la picana se le hundió entre los muslos haciéndola gritar hasta enronquecer. La atención se le evadió de las atrocidades que veía, fijándose en las axilas rasuradas de la mujer. Mirá vos. Una europea con las axilas depiladas. El cuerpo contorsionado sacudió la grilla.
— ¿Hace falta ver esto?— masculló irritado—. Páselo más rápido.
— Espere. Ahora viene lo que quiero que vea.
Jacques entraba con un hombre alto y de contextura fuerte, de unos treintaypico de años. El hombre se acercó a la grilla y le sacó la venda a la mujer. Para no mirar la cara deformada por el dolor y el miedo, José clavó los ojos en el cuerpo desnudo sin verlo.
— Mire, José— lo llamó el viejo.
"Su prueba más importante, Maurizio. Mátela." La voz de Jacques repetía la orden por última vez en su vida.
La mano del que llamaban Maurizio se levantó hasta la cara de la mujer, con la MK lista para disparar. Jacques sonreía. Prévost no despegaba los ojos del cuerpo jadeante y mojado, que se retorcía agónico y sin voz. Los disparos estallaron por los parlantes y la pantalla ennegreció.
— Fue la noche en que coparon Central. ¿Sabe quién es el hombre?— el viejo lo interrogó con la mirada. — El oficial que Lejeune propuso para llevarse a RG: el capitán Marcel Dubois. El infiltrado de la Brigada... Según el informe del coronel Jacques, era un elemento excelente. Jacques estaba fascinado por su 'Maurizio De Biassi’: se tragó que era militar, un mayor retirado de los Cascos Azules
El viejo apagó el equipo y se echó hacia atrás en el sillón del escritorio.
— ¿Qué le parece? Un profesional de los nuestros y con placa de policía.
Se miraron callados. El nudo en la garganta todavía le molestaba pero José se permitió el lujo del alivio.
— Voy a llamar a Lejeune. Que lo ubiquen en donde esté y no le pierdan pisada. Viajo a Central tan pronto como esté listo el avión.
Estaba encendiendo un Marlboro cuando la voz del tatita lo distrajo.
— Voy con Ud.
— ¿Qué? ¡No, ni lo sueñe! Perdóneme, señor, es demasiado peligroso— le faltó cuadrarse.
— Quiero... ver— el viejo lo miró sin dejar traslucir nada.
— ¿Ver qué? ¡Tatita, por Dios!— los nervios lo hicieron caer en el apelativo íntimo y cariñoso de su infancia—. Voy a tragarme el anzuelo, pero de ningún modo es el caso de exagerar...
El viejo meneó la cabeza.
— Me necesita si quiere que esos sinvergüenzas se traguen el anzuelo, la plomada y la caña. Y además, bueno, hay... cosas... que... tengo que ir a ver.
Está demasiado misterioso, pensó y el pensamiento lo sorprendió.
— ¿Puedo preguntar qué cosas?
— A su debido tiempo, José. Prometo no esconderle nada, pero por ahora...— tosió con esa tosecita de ocultar cosas que tenía el tatita—, déjeme guardarme algo para mí. A mi edad, no me quedan demasiados placeres.
— Estoy solo en esto: los hombres en los que puedo confiar los cuento con los dedos de una mano.
— Solo, no: me tiene a mí.
José se acercó al bergère y se inclinó. Estuvo a punto de tomar la mano vieja y arrugada entre las suyas para rogarle.
— Por favor, quédese en Buenos Aires.
— Ni loco. No tengo en quién confiar— lo estaba derrotando con sus mismos argumentos.
Éste no es un viaje de placer— insistió José, a sabiendas de que era en vano.
— Ya lo creo que no. Llámelo nomás al franchute y póngalo a trabajar. ¿Cuánto tiempo tenemos?
José sacudió la cabeza mientras media sonrisa se le escurría por entre los labios y levantó el auricular.