POLICIAL ARGENTINO: 2008

lunes, 22 de diciembre de 2008

La dama es policía - CAPITULO 18


ALSACIA, EL MISMO DÍA, POR LA TARDE
El ómnibus arrancó casi instantáneamente, dejando sobre la acera a una mujercita vestida de modo anodino, con una valija gastada en una mano y un bolsito en la otra. Cruzó la calle con la cabeza gacha, sin mirar a ninguna parte. No había mucho tránsito del que preocuparse: los pueblitos alsacianos conservan todavía esa tranquila paz medieval de la hora de la siesta, y ella hizo lo posible por no interrumpir el silencio. De todos modos, era dudoso que alguien hubiera reparado en ella, vestida como iba con un abrigo descolorido y deformado por el uso, el pelo corto cayéndole sin gracia sobre la cara y con una actitud de sumisión que la fundía con el entorno.
Golpeó a una puerta maciza y oscura, única abertura en el paredón blanco que se extendía silencioso a lo largo de una manzana. Esperó un rato hasta que se abrió una pequeña celosía en el portón. Luego, éste le dio paso y se cerró casi sobre sus talones, sin un solo chirrido de los enormes goznes de hierro.
La religiosa anciana que la había hecho pasar le sonrió, y juntas cruzaron el patio soleado y lleno de parterres con flores y verduras. Quién iría a imaginar que las tomateras podían resultar decorativas. Al llegar a la galería del lado opuesto al portón, se detuvieron ante otra puerta similar, más pequeña. La anciana golpeó suavemente y luego abrió, invitándola a entrar, para marcharse en silencio.
—¡Adelante, hija! Bienvenida a esta casa.
La superiora era una mujer madura, de rasgos severos pero bondadosos. La dulzura de sus ojos suavizaba la adustez de su complexión. Bajo el hábito se adivinaba un cuerpo alto y robusto, y sus manos mostraban los signos del trabajo manual duro. Seguramente se ocuparía en persona del huerto y el jardín.
—Siéntese, hija por favor. ¿Desea tomar un té?
La otra asintió apenas y la superiora lo sirvió en una mesita cercana al escritorio. Mientras le alcanzaba la taza, continuó.
—Me alegra tanto que haya elegido unirse a nosotras. No muchas jóvenes lo hacen en estos tiempos de inquietud. A decir verdad, en estos últimos tres años sólo dos hermanas jóvenes hicieron sus votos. Ya las conocerá. ¡Ay, si sólo hablo yo! ¡Dios me perdone! ¡Adelante, hija, adelante!
La mujercita la miró agradecida, bebió un sorbo de té y sonrió.
—Madre, usted es muy amable. Para mí es un honor el solo hecho de estar sentada aquí con usted. Espero merecer los votos dignamente — dijo mientras bajaba la cabeza.
—¡Qué alegría oírla! Hoy en día no hay mucha vocación religiosa en los jóvenes. No digo ya de profesar, sino simplemente de acercarse a la Iglesia para ayudar o buscar consuelo y consejo. No, las cosas están cambiando mucho—mientras hablaba se levantó, rodeó el escritorio y tomó a la otra por las manos para hacerla levantar —.Vamos. Le presentaré a sus compañeras. Éste es el Libro de las Horas, y éste, el reglamento y la historia de nuestra Orden.
Salieron de la rectoría y cruzaron el claustro hacia un pasillo que se abría en el extremo este del patio. El sol recortaba las sombras del jardín contra los muros encalados y una brisita suave que agitaba las flores simulaba una función de títeres sobre el improvisado telón. La sensación de paz era abrumadora; ese lugar era un paraíso fuera del tiempo, donde las mezquindades de la vida diaria no tenían cabida.
Llegaron a una biblioteca pequeña donde estaban trabajando dos mujeres jóvenes. El amor con que trataban a los viejos libros no era fingido. Los retiraban con cuidado de los estantes para desempolvarlos, revisar si tenían manchas de humedad o roturas y los registraban en un enorme libraco, apartando los dañados.
—Marie y Denise son nuestras bibliotecarias. Hermanas, ésta es Odile. Ha ingresado hoy en el convento.
Las jóvenes se acercaron a saludar sonriendo cálidamente a la recién llegada.
—Su habitación es la cuarta del ala de novicias. Las hermanas la acompañarán a acomodar sus cosas. Luego vuelva a la biblioteca y ellas la acompañarán a recorrer nuestro pequeño hogar. Hasta luego.
Cuando las hermanas se hubieron asegurado de que su nueva compañera podría encontrar el camino de regreso a la biblioteca y la dejaron sola, ella puso la valija sobre la mesa-escritorio-tocador, junto con los papeles que le había dado la superiora.
Cerró la puerta con llave con la precaución de no hacer ruido. Suponía que en el convento nadie trababa las puertas y que todas golpearían antes de entrar, pero prefirió no arriesgar. Tiró el abrigo descuidadamente sobre la silla, pateó los zapatos a un rincón y se tendió en la cama con los papeles. Del reglamento sacó una carta manuscrita, cuidadosamente doblada. Caligrafía firme y clara, de trazos abiertos, sin adornos, que evidenciaba una sinceridad y una firmeza de carácter que ya había apreciado en las entrevistas anteriores.

“Estimada Cap. Marceau:
”No voy a ocultarle mi temor ante la situación que usted me hizo conocer. Debo admitir que me costó muchísimo creer que pudiera estar ocurriendo algo así y ahora sufro por lo que pueda ocurrir con mis hermanas (y, por supuesto, con usted), aunque me hayan asegurado que toda la operación estará bajo control.
”Tal como le informé telefónicamente, recibimos hace dos meses una carta de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo solicitando albergue para dos de sus miembros. Estas dos personas estarán aquí la semana próxima, por lo que confío en que usted pueda conocer bien los manejos de la Casa para ese entonces. Le repito que nadie, ni siquiera nuestro confesor, conoce su identidad o lo que está a punto de ocurrir aquí. No es que desconfíe de mis amadas hermanas, pero me preocupa que sabiéndolo, se asusten o intenten alguna acción que pueda perjudicarnos, a usted o a nosotras. Que el buen Dios me perdone por este pecado que estoy cometiendo al ocultar la verdad, pero no sé qué más pueda hacer para proteger a mi comunidad. Espero que dé resultados y esta pesadilla concluya de una vez por todas, sin más víctimas. Todas las noches rezo por esas pobres niñas, rogando por que sean encontradas con vida y devueltas a su vida normal y a sus afectos. Espero que el Señor las esté acompañando y se apiade de ellas”.


Odette bajó la carta un momento: el Señor no se había apiadado, al menos hasta ahora.

“Como usted sugirió, me comuniqué con otras Órdenes y me confirmaron las desapariciones de novicias y religiosas jóvenes. También recibí cartas de nuestras Casas en Italia y Alemania; desgraciadamente, en dos de ellas desaparecieron hermanas hace poco. En el listado de nombres que adjunto los últimos tres corresponden a esas desdichadas. ¡Qué desgracia el no comunicarnos con más frecuencia! ¡Qué error el no acercarnos entre las Órdenes y Casas! Todo esto se habría sabido antes, y quién sabe si se podría haber detenido. De nada vale lamentarse ahora.
”Estoy aterrorizada. Lamento profundamente haber dudado de usted en un principio, pero espero que pueda comprender nuestra situación: vivimos alejadas del mundo y éste golpea a nuestras puertas para traer una espantosa realidad. Suya...”


La superiora era aquella dama a la que Odette casi había amenazado con la reglamentaria. Recordó la escena y casi se rió pero la risa se le deformó en un gesto amargo. La religiosa era valiente e inteligente y estaba más que dispuesta a reparar sus involuntarios errores.
Tomó el Libro de las Horas y de él extrajo un plano del convento señalizado cuidadosamente. Lo mismo no me servirá de mucho saber por dónde pueden entrar de contrabando nuestros hermanos Templarios. La obligada pasividad de su cobertura la hacía sentir impotente. Comparó la lista de nombres con la suya para comprobar que no tenía los últimos. Cargó los datos con rabia, rompió la lista y la carta y las quemó con la vela que estaba encendida frente a una imagen de la Inmaculada.
En el convento había una salita de radio que prácticamente no se usaba desde que la habían instalado, y —oh, la modernidad y el progreso— teléfono y telefax. Era un buen lugar para trabajar por la noche, ya que estaba alejada de los claustros internos y cerca de la capilla. Esa misma noche enviaría la información actualizada.
Ya había pasado un tiempo más que prudencial para acomodarse en su celda. Guardó sus efectos personales y salió a buscar a Marie y Denise para recorrer el convento, hacer las presentaciones de rigor y dar inicio a su “noviciado”.


ALSACIA, PRINCIPIOS DE LA CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
Los días en el convento le trajeron una paz interior y una introspección que no esperaba. Las mismas piedras de las paredes trasuntaban tranquilidad. Aun cuando todas las noches se ponía en contacto con la Brigada y con Auguste para intercambiar información, la locura del mundo exterior no llegaba a alcanzarla del todo. Con la madre Martine mantenía largas conversaciones cada vez que podían, en horarios en los que no había interferencia con el resto de las hermanas. Era un placer intelectual hablar con esa mujer. Una mente franca y sutil, ligada a sus votos hasta la médula y, sin embargo, abierta y comprensiva. Una verdadera madre para sus compañeras. Se habían descubierto la una a la otra y gozaban del placer de la mutua compañía. La superiora era graduada en Psicología; se lo había comentado durante una de las primeras reuniones.
—¿Sabe? Muchas se acercan al noviciado por problemas familiares o desengaños amorosos...
—¿Todavía? —interrumpió Odette, sorprendida.
—Así es. Y parte de mi tarea como superiora es detectar la verdadera vocación en mis novicias. No es sencillo abrazar la vocación religiosa y los votos que exige. Muchas de las que se postulan terminan como misioneras laicas. Otras, y no pocas, vuelven a su vida anterior después de comprender que lo que buscaban no era a Dios.
—No se puede buscar nada antes de encontrarse a sí misma. De otro modo, siempre se tiene una terrible sensación de vacío, de querer lograr objetivos inasequibles. Si no aprendemos a conocernos, caemos en el bovarismo de fingir lo que no se es o lo que no se puede ser.
—Y de psicóloga a psicóloga, el bovarismo ha hecho estragos en nuestras filas. Por eso, actualmente nos ocupamos de evaluar lo más a fondo posible a nuestras postulantes, para evitarles sufrimientos inútiles en una vida que no estarían capacitadas para afrontar.
—Madre, usted habla de ser religiosa como si se refiriera a un castigo, en lugar de una elección.
—Hija, no todas las personas tienen su fuerza de voluntad y su convicción para encarar las cosas que hacen.
—Que no es su caso.
—No, no lo es. Profesé mis votos con la misma alegría en el corazón que hoy día. Lo cual no quiere decir que en todo este tiempo no haya tenido vacilaciones, dudas y momentos de debilidad, como cualquier mortal. El amor a Dios y la fe me sostuvieron en cada traspié.
Odette observó en silencio a esa mujer maravillosa, que había elegido un destino muy especial de sacrificio hacia los demás. La conversación tomó un giro más íntimo. Después de preguntarle la edad, la madre Martine se sorprendió a medias.
—Parece bastante más joven... Sólo los ojos la delatan —hizo un gesto con la cabeza—.Quiero decir, la expresión de la mirada.
Ya no hay inocencia en mis ojos. Asintió en silencio con una sonrisa triste.
—¿Cuánto hace que enviudó?
—Casi doce años.
—¡Mi Dios! ¡Era muy joven cuando se casó!
—Tenía veinte años... Jean-Luc murió muy poco antes de que yo cumpliera los veintitrés — recordó con amargura. La otra la observó en silencio durante unos momentos.
—A los veinte hice mis votos —evocó la superiora.
—Otra clase de amor. Más dulce. Más duradero. Debe de lastimar bastante menos.
—Eso fue casi herético —la reprendió la madre Martine, aunque la disculpa ya estaba presente en sus ojos. Al instante siguiente, sin embargo, contraatacó —¿Siempre está tan a la defensiva? ¿Tanto daño le hicieron, o se hizo a sí misma, que no baja nunca la guardia?
Se le secó la boca. Respiró profundo para darse tiempo a pensar una respuesta adecuada, pero la otra había encontrado la grieta en su muralla y estaba dispuesta a agrandarla.
—¿Por qué se encierra de esa forma? Si es por lo que imagino, no me parece una buena razón. No una razón cristiana, al menos...
Dios, esta mujer me está desnudando el alma. La dejó continuar.
—La venganza, hija mía, no es un sentimiento noble.
Odette enfrentó la mirada de la superiora.
—Admito, madre, que no les está reservado a los hombres hacer justicia por propia mano.
—¿Lo admite de corazón, o es un enunciado meramente intelectual?
Se miraron y Odette respondió:
—Madre, soy policía. Muchas de las cosas que debe hacer la policía en general están, no digo reñidas con la moral cristiana, pero sí al menos en oposición con algunos de sus principios.
La superiora intentó interrumpir, pero la detuvo con un gesto.
—Si tuviéramos que atenernos al dogma y enfrentar a los delincuentes nada más poniendo la otra mejilla, las estadísticas criminales se triplicarían en menos de dos meses.
—No soy tan necia como para no entender eso —la superiora sonrió débilmente —.Yo me refería a su estricto caso personal.
Touché. Un verdadero perro de presa, madre. Una vez que tiene el rastro, lo sigue hasta el final. Mantuvo la expresión plácida pero impenetrable.
—Ahí está otra vez —la acusó la superiora—, levantando barreras entre usted y los demás. ¿No puede perdonar?
Cerró los ojos y se aferró a los brazos del sillón.
—¿A quién debo perdonar, madre? ¿A los que están haciendo esto a sus hermanas? ¿A los que sienten tanto desprecio por la vida humana que son capaces de comerciar con ella de todas las formas posibles? ¿A los que deciden con displicencia que la agonía y muerte de otro sean muerte y agonía para los que lo aman? —cerró los ojos y no vio los de la superiora llenarse de lágrimas —. No, madre, todavía no pude aprender a perdonar.
Se recostó en el respaldo del sillón. Después de un largo silencio, habló otra vez, en voz baja.
— Por favor, discúlpeme, no quise ofenderla. En absoluto. A veces me apasiono demasiado...
—No me ofendió. Siento un gran dolor... por usted.
Odette miró el reloj de pared con un nudo en la garganta.
—Mejor que nos vayamos a dormir. Las seis de la mañana llegan rápido.
La superiora la despidió con un abrazo.
—Por lo menos, perdónese a sí misma. Es una buena forma de empezar.


La madre Martine observó a Odette salir en silencio. Cuánto dolor, cuánta rabia contenida lleva. Qué vulnerable fue alguna vez. Quién sabe si podrá volver a ser feliz. ¿Cómo habrá sobrevivido? Su familia debe ser la clave. Cuando habla de ellos lo hace con tanto amor; sublimó todos sus sentimientos en ellos. Lo que debe ser toda una hazaña para ella. La sensualidad le brota por los poros aunque se vista de novicia y vaya sin maquillaje. La había observado cuando estaban a solas, que eran los escasos momentos en que ella se relajaba y se permitía abandonar su papel, que por otra parte desempeñaba a la perfección. La madre Martine se había sorprendido de verdad cuando Odette le confesó su celibato. ¿Una mujer así no había sentido la necesidad de volver a...?
—¡Madre! —había respondido Odette, sorprendida — ¿Y usted me hace ese tipo de preguntas? Que yo recuerde, las religiosas también practican el celibato...
—Tenemos nuestros votos... —se defendió.
—No es una cuestión de votos, sino de decisión y voluntad. No me molesta la libertad sexual ajena en tanto y en cuanto no cuestionen mi propia elección, que, en definitiva, también es de libertad.
—Y su elección es...
—La que es. No disfruto del sexo sin amor y pretendo que mi prójimo lo respete, de la misma forma que respeto lo que los demás hagan de su vida privada.
Toda una convicción y una elección de vida. La vio con otros ojos y la respetó más todavía por eso.


Odette se metió en la cama, pero la conversación con la madre Martine la había dejado un poco alterada. Cristo, qué capacidad para ver más allá de las corazas. Lo mismo que mi madre. Miró otra vez la hora. Demasiado tarde para llamar a Auguste, aunque fuera a casa. Mañana.
Su hermano la mantenía informada. Varza había entrado en acción y ya había novedades. Los implicados eran escalofriantes. Auguste y su gente habían identificado al hombre que había entrevistado a Marcel en el Ritz: era un alto funcionario del Vaticano. Absolutamente repugnante. Por lo que habían averiguado a través de Varza, hasta el momento era el único religioso relacionado con la Orden. Pero también constituía un signo nefasto de penetración. Extremadamente peligroso. Mierda, ¿ya llegaron hasta la Piazza San Pietro?
En cuanto a Marcel, su hermano le comentaba lo poco que sabían aun cuando ella no preguntara. Él sabía que ella quería saber... Auguste, no me estás jugando limpio.
Marcel. Ya no más Dubois. Sus compañeros anteriores no habían sido más que apellidos. Mantener las distancias era el lema, sobre todo con los que querían acortarlas a toda costa. La típica pregunta: "¿Dormimos juntos?" La típica displicencia al hacerla. La típica persistencia ante el gentil aunque firme “gracias, pero no”, hasta que llegaban al típico fin de fiesta: pretendidamente romántico o abiertamente grosero, variaciones sobre un mismo tema.
Él, en cambio, era tan diferente. Había respetado las distancias que ella había impuesto pero confiaba en ella. La había aceptado como líder en el caso y no sólo porque Odette era su superior. De verdad confiaba en ella. Como aquella mañana, en su casa. El recuerdo la asaltó, llenándola de prevención. ¿Cuánto más podía confiar Marcel en alguien?
Por su carrera y su profesión, Odette conocía muchos casos de violencia familiar y sus consecuencias. Quizás él no hubiera sufrido la violencia física que su padre aparentemente ejercía contra su madre, pero la psicológica nunca estaba ausente. ¿Cómo habría sido? En esas relaciones víctima-victimario, el agresor culpaba al otro de infidelidad o incumplimiento de los deberes familiares y conyugales, sumiéndolo en una falta total de autoestima y quitándole toda posibilidad de defensa. La víctima terminaba creyéndose responsable de todo lo que se la acusaba y perdía la capacidad de reaccionar. Los hijos eran el elemento de presión para forzar al otro a soportar lo insoportable. Casi en todos los casos, el agresor y el agredido provenían de familias igualmente patológicas. La violencia física no era conditio sine qua non, pero con el tiempo se degeneraba en ella.
Constanza Contardi-Bozzi había resistido diecisiete años junto a su marido y el día en que se atrevió a abandonarlo, su propio hijo debió defenderla. Por lo que había dicho Marcel, Odette podía suponer que su padre jamás lo había tocado. Quizás por esa razón su propia reacción le había resultado traumática.
Para un adolescente que no había conocido otra cosa en su infancia, que había creído que su vida familiar era la “normalidad”, ese acto de violencia debía haberle costado mucho en el plano emocional. Casi lo mismo que el haber presenciado u oído las peleas, o quién sabe qué mas, entre sus padres, durante años.
Marcel se había reconstruido a sí mismo sin ayuda externa o de su núcleo familiar, reducido finalmente a la madre, que necesitaba tanto o más apoyo que él mismo. Había resultado bien, en términos generales y de acuerdo con las evaluaciones que la Escuela de Policía realizaba de sus aspirantes. "Sujeto normal, sin inclinaciones patológicas de ningún tipo hacia la violencia o la pasividad total, con las reacciones esperables y aceptables de cualquier otro candidato". Deberían expulsar a esos imbéciles que hacen las evaluaciones psicológicas.
Durante los últimos días antes de iniciar su etapa del operativo, Odette había llevado a cabo sus propias pequeñas y totalmente objetables investigaciones privadas. Jean-Pierre Dubois todavía vivía y continuaba en la Gendarmería. Esto último no era novedad: el expediente de Marcel lo mencionaba. En su momento, Jean-Pierre había confirmado la versión de divorcio que había dado su hijo: mutuo acuerdo. Jamás se había vuelto a ver con su familia ya que su ex mujer se había radicado en París.
La fotografía enviada por fax no era una excelente reproducción pero, a los cincuenta y tres años, el coronel Dubois seguía siendo un hombre muy atractivo. A los veinte debió haber sido devastador,pensó. Era fácil imaginar cómo una mocosa de dieciocho años como Constanza se había flechado con la virilidad y la seducción del joven oficial. Podía imaginar también el escándalo: la hija única y heredera de los Contardi-Bozzi, enredada con — o, mejor dicho, embarazada de— un gendarme de provincia. Su familia la había repudiado, negando a su único nieto la posibilidad de encontrar la familia y la contención que tanto necesitaba. Marcel le había confesado que apenas los conocía; quizás en alguna oportunidad hubo algún intento de acercamiento. Hijos de puta, los abandonaron. Si Constanza hubiera contado con su familia, las cosas posiblemente hubieran sido distintas... Meras especulaciones.
Marcel era tan parecido a su padre como era posible pero no tenía esa dureza terrible en la mirada, ni el gesto de violencia contenida de la boca. Era como un niño crecido demasiado rápido, que conservaba la mirada despejada y alegre, esa expresión que sólo se tiene cuando todavía se es inocente en algún lugar del corazón. La misma mirada que Auguste. El descubrimiento la había sorprendido y —carajo— emocionado.
Sin embargo, a los treinta y dos, el teniente no había tenido ninguna pareja estable o convivencia de ningún tipo. Cero compromisos, y eso también significaba algo. En algunos casos, los hijos de familias con problemas desembocaban en la homosexualidad o la asexualidad lisa y llana, para evitar relaciones que implicaran el riesgo de repetir su historia. No era ese el caso de Marcel. La forma en que lo había notado observándola era suficiente para saberlo, y por si eso no bastara, había dado señales claras, al menos para ella, de que se sentía atraído por ella. Sin embargo se había mantenido cuidadosamente distante. Había confiado en ella y se había retirado como si temiera exponerse. Mis mismos temores ante la posibilidad de una relación con compromiso incluido.
Es tan vulnerable, debajo de esa apariencia de “policía adulto con el mejor entrenamiento de los cuerpos europeos”. El policía adulto tenía una mirada demasiado dulce. Era para maravillarse que hubiera podido preservarla. Y esa vulnerabilidad y esa inocencia que te descubrí están haciendo estragos en mis propias defensas. No quiero involucrarme. Perdí mi inocencia hace mucho tiempo y no soportaría ser vulnerable otra vez. No quiero causarte dolor ni que me lo causes a mí. No quiero volver a sufrir por alguien. Me importan una mierda tu vida y tu pasado.
Se revolvió inquieta en la cama. No te mientas, estúpida. Ya es un poco tarde para salir indemne de esto. Te guste o no te guste, estás involucrada.
Saltó de la cama en mitad de la noche. El corazón no le cabía en el pecho. ¿Qué van a hacerle esos monstruos? ¿Adónde lo enviamos? ¿Qué si alcanzan ese núcleo de violencia, laboriosamente domado y encerrado durante años y lo liberan? Una bomba de tiempo activada. Cristo, no quiero que te pase nada. Por favor, te quiero de regreso sano y salvo. No cedas. No bajes la guardia. Es una orden, querido.


SUBURBIOS DE PARÍS, CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
—Nos vemos en una semana, De Biassi.
Hamad se despidió y subió al camión frigorífico que conducía D’Ors. A Marcel no le sorprendió que nada más que dos hombres pudieran realizar todo el operativo. Estamos preparados para eso, pensó con orgullo. Uno de los pallets que habían estado cargando había caído al suelo y se había roto. Sin pensar, tomó una tableta y la dio vueltas entre las manos.
—Es buen chocolate. Un poco amargo, para mi gusto. Y un poco caro —comentó Hamad, displicente —. De cualquier forma, nuestros clientes lo compran sin protestar. Dicen que siempre es una experiencia diferente.
Se rieron a carcajadas. En los últimos días, Hamad había aliviado un poco la presión y Marcel estaba más libre. Ya no tenía tantas pesadillas y se movía cómodamente por las instalaciones. Soy uno más; me aceptaron, pensó casi con alegría.
Al desnudarse para dormir, la tableta le cayó del bolsillo del pantalón. Se tiró en la cama y pensó que no estaría nada mal comérsela. Se metió un trocito en la boca y una imagen lo asaltó: labios de mujer, jugueteando con una barra de chocolate. El corazón le salteó un latido. Esos ojos. La boca. ¿Quién? Cerró los ojos para aferrar el rostro que se le escapaba. Su cuerpo recordaba mejor. Pero nunca tuve a esa mujer... Un escalofrío le recorrió la espalda. El nombre. Comió otro trocito y el tacto aterciopelado del chocolate le inundó la boca: dulce y amargo a la vez. Así... ella es... así. ¿Cómo puedo saberlo, si nunca...? Aferró las sábanas mientras se revolvía en la cama. No sabía si la furia era por desear poseerla o por no haberla poseído nunca. La buscó inútilmente, experimentando en la piel sensaciones que recordaba haber intuido y nada más. La odió por no estar ahí debajo de él. El orgasmo le llegó con violencia inusitada. Todavía agitado, se levantó para lavarse. Cristo, no hacía esto desde que dejé el Liceo. La excitación no terminaba de abandonarle el cuerpo. El espejo le devolvió una imagen que no esperaba. Vio a sus ojos reflejados en el cristal, recuperar lentamente la cordura. Odette. Ése es el nombre.

Respiró profundo varias veces pero la tenaza que le apretaba la garganta no se aflojó. Miró al espejo y se reconoció. Estaba pálido y bastante más delgado, pero los músculos se le delineaban recios. No estaba tan en forma desde que dejé el rugby. Los recuerdos, sus recuerdos, le llegaron de golpe. Tuvo que sostenerse del lavatorio porque le temblaron las piernas. Volvió a la cama y mecánicamente se comió el resto de la tableta. Respiró despacio. Tranquilo, viejo. Mantengamos la calma. Si éstos se dan cuenta de lo que pasó, soy historia. No lo consiguieron. No me condicionaron. Sigo siendo Marcel Dubois, teniente, Brigada Criminal, Policía Judicial, Prefectura de París.


—A De Biassi lo vi distinto —comentó Vaireaux—. Menos obnubilado.
—Le ordené a Hamad levantar el pie del acelerador —Jacques meneó la cabeza —Íbamos a tener problemas.
—De cualquier forma, respondió muy bien. La frecuencia de los audios también fue más elevada que lo habitual. Pensé que iba a quebrarse en algún momento, pero resistió.
—No hay nada que hacer; los militares son los mejores.
—Eso porque te tira el uniforme, coronel... —comentó sarcástico Prévost—.Nuestros civiles no tienen nada que envidiarles.
Jacques evitó mirarlo, encendiendo un cigarrillo
—Pensé que iban a usar algo con De Biassi —siguió Vaireaux—. Polvo, heroicas, algo de eso.
—¡No! — Jacques saltó sobre las palabras de Vaireaux —. A éste lo quiero limpio. A la larga es un arma de doble filo y resulta más caro que el servicio que prestan.
—No exageres... —Prévost se picó.
—No exagero... ¿Cuánto nos está costando Hamad? ¿Cómo terminó Weiss?— Jacques se irritó.
Se miraron. Vaireaux se removió incómodo en su sillón y Prévost apretó los labios y miró a otra parte. Weiss había causado el accidente que había terminado con él y con Kurt Von Kopff. Iban juntos en el automóvil de Von Kopff al puerto de Niza, desde Monte Carlo. Tenían que recibir un cargamento de armas y en una de las curvas más cerradas y empinadas de la carretera, inexplicablemente Weiss aceleró. Tuvieron que cortar los cuerpos para sacarlos del interior del vehículo. Los análisis de sangre determinaron que el chofer del industrial austríaco había consumido una gran cantidad de cocaína de alta pureza, poco antes de sentarse al volante.
—Las armas las recuperamos —Prévost se encogió displicentemente de hombros y jugueteó con el anillo de sello de su anular izquierdo.
—Y perdimos un cliente magnífico, las relaciones que él traía —lo acusó Jacques, molesto—, y la ganancia de la operación. Y a Weiss.
Carajo, Weiss era un muy buen profesional. Ex teniente coronel del ejército alemán, había abandonado el servicio activo debido a sus convicciones algo radicales. Había dirigido el operativo en Francfort en forma sublime. Weiss era un artista en lo suyo. Y el cretino de Prévost había insistido en acelerarlo con un poco de blanca, para poder presionarlos a él y a Von Kopff.
El Brigadier tiene razón: es muy difícil trabajar con civiles. Se desmadran y pierden la línea y los objetivos, se repitió Jacques por enésima vez en esos días. El Brigadier se lo había explicado claramente con el ejemplo de sus propias actividades en su propio país: mientras habían mantenido a los civiles fuera de las operaciones, todo había funcionado a la perfección. En cuanto comenzaron a intervenir los servicios secretos y la policía, la situación se volvió inmanejable. Los civiles no mantienen la conducta. Estuvieron a punto de perderlo todo. Les había llevado más de diez años estabilizar la situación, y no habían podido recuperar el poder nuevamente, no como hubieran deseado. Ahora, los civiles lo tienen. Se necesita mucho más dinero para silenciar o corromper a mucha más gente, y los resultados nunca son los mismos, reflexionó Jacques.
Y sin embargo, el mismo Brigadier había introducido a Prévost en las sutilezas de la picana, sutilezas que el verdugo de la Orden, como se llamaba medio en broma a sí mismo, había elevado hasta la categoría de arte. Los audios de Vaireaux eran impresionantes, por llamarlos de alguna manera. Incluso él, a veces, se resistía a presenciar las diversiones de Prévost. Rata necrófila. Igual que el enfermo de D’Ors. Otro civil.
Con De Biassi las cosas van a empezar a cambiar. Quiero volver a los viejos tiempos de disciplina y orden. Sólo la violencia necesaria para generar las reacciones necesarias. Basta de vicios. Prévost podría ser un muy buen primer objetivo para el mayor. Al Faid compra el paquete accionario de nuestro querido Armand en la TP, nosotros seguimos reteniendo el control y todo vuelve a estar en su lugar: Su Alteza, feliz con sus virgencitas y su petrolera nueva; nosotros, con la casa en orden y con un elemento más de presión contra Muammar. Amigo de Prévost. Y quién sabe, después podríamos terminar el asunto de las monjas antes de que estalle por algún lado. No me gusta meter mujeres en los negocios. A la larga te traen problemas. Era mucho mejor cuando esos asuntos los manejaba Fiore; ése tenía estómago para cualquier cosa que tuviera que ver con perversiones. Tendré que hablar con el número uno. Con el Brigadier no se pueden discutir ciertas cosas... Cuando estos dos se vayan. Mejor a solas.
Con Vaireaux cruzaron miradas a espaldas del otro. Era el único de los tres que no llevaba el anillo. Quizá deberíamos ofrecerle uno, pensó mientras se tocaba el suyo. Vaireaux entendió el gesto. Podemos contar también con el doctor. Odia a Armand tanto como yo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

La dama es policía - CAPITULO 17


SUBURBIOS DE PARÍS, MADRUGADA DEL DÍA SIGUIENTE
“Papá está peleando otra vez con mamá. Está furioso". Corrió a su habitación para taparse la cabeza con la almohada y no oír los gritos. "¿Por qué está tan enojado? Salimos con mamá de paseo y ella se encontró con una señora muy elegante. Me dijo que es mi abuela, pero no le creo. La señora me miró raro y dijo: ‘Se parece a él’. Me dio un beso. Yo no quería besarla. No quiero que sea mi abuela. Se lo dije a mamá cuando volvíamos a casa, y mamá lloró. Le prometí que iba a querer a esa señora para que no llorara más”.
Los gritos pudieron más que su miedo. Se levantó y salió de su habitación sin hacer ruido. La puerta del dormitorio grande estaba entreabierta. Como en un sueño, vio cómo papá empujaba fuerte a mamá sobre la cama. Mamá tenía la bata que le habían regalado para su cumpleaños. La habían elegido con papá, de color azul que era el que más le gustaba porque mamá parecía una princesa con él. Papá estaba de pie, desabrochándose los pantalones. “Puta —gritó—, puta mentirosa. ¿Dónde estabas?” Mamá lloraba. Vio cómo papá le hacía eso terrible a mamá, eso que la hacía llorar tanto. Corrió a su habitación a esconderse bajo la almohada otra vez. No, papá, por favor. Por favor. Por favor...

Se despertó ahogado por la angustia. Las sábanas estaban empapadas de sudor. Abrió y cerró los ojos varias veces para asegurarse de que estaba despierto, y se sentó en la cama. Durante décimas de segundo de terror, no reconoció el lugar. No es mi dormitorio , recordó. Estoy en los cuarteles de la Orden. Cuando se puso de pie, notó que todavía le temblaban las piernas. Tardó cincuenta latidos de corazón en recuperar el ritmo cardíaco normal. Qué me está pasando, por Dios. Hace años que superé esa pesadilla. Había dejado atrás su infancia el día que se fue con su madre, y la había sepultado cuando ella había muerto. Te odio, papá. Creí que había enterrado también esos sentimientos. Se dio una ducha para que el agua le arrastrara la transpiración y los recuerdos, pero la sensación de violencia perduró. Golpeó las paredes mojadas hasta que le sangraron los nudillos. Cristo, ¿cuánto tiempo más voy a pasar en este lugar atroz?


SUBURBIOS DE PARÍS, TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Las jornadas eran agotadoras: instrucción al más puro estilo militar. Hamad era como su sombra, desde que se levantaba hasta que caía en la cama por la noche. Sólo después de tres días Marcel consiguió colocar algunos blips. El cinturón había sido una buena idea, después de todo; era uno de los poquísimos efectos personales que le habían permitido conservar, junto con los Muratti de mierda. Lo habían provisto de un uniforme militar completo, en color negro. La Beretta la conservó, sin los proyectiles, por supuesto. Hamad no se había sorprendido por las full-metal jacket. Sonrió aprobadoramente, o eso parecía cuando enseñaba los dientes menudos y desparejos.
—Así que no te gusta perder el tiempo hablando —le dijo, señalando las balas y los cargadores en su mano.
—A nadie le gusta — lo enfrentó impasible.
Hamad se rió.
—¿Y tuviste oportunidad de probarla en... Angola?
—En Somalía y Etiopía —casi deletreó. Me estás buscando la lengua. —Sí. Con resultados espectaculares. Había mucho para probar.
Las instalaciones eran sorprendentes, sobre todo el polígono de tiro en el último subsuelo del edificio. Nadie hubiera sospechado que en medio de uno de los suburbios más importantes de París existiera semejante sitio. Las armas que vio allí eran de última generación.
—Sólo tenemos lo mejor, De Biassi —alardeó Hamad. No lo llamaba por su nombre, y él lo imitó.
Las horas en el gimnasio eran terribles, casi una tortura en sí mismas: entrenamiento a primera hora de la mañana y a última de la tarde. El único sitio, aparte del comedor, donde se cruzó en ocasiones con otra pareja de entrenador y discípulo.
Al cuarto día, su carcelero — porque había llegado a la conclusión de que Hamad no era otra cosa— le informó que recorrerían el edificio en su totalidad. La fachada era una fábrica de chocolates. Había un sector de oficinas, una playa de expedición, camiones refrigerados para el traslado de la mercadería, más un depósito donde se apilaban pallets de cajas de chocolate de procedencia suiza, ya rotuladas, listas para despachar. Se mordía de ganas de preguntar, pero Hamad le ahorró la molestia: no pudo aguantar los deseos de vanagloriarse de ser uno de los más antiguos dentro de la Orden.
—Los camiones tienen muchos usos. Básicamente nos permiten trasladar cualquier tipo de mercadería hasta los puertos de embarque, sin ningún tipo de sospecha.
Se acercó a unos cajones de madera, con un tamaño tal que hubieran podido contener una motocicleta de baja cilindrada. También con rótulos y sellos de exportación. El interior estaba aislado —acústicamente, le explicó Hamad— con espuma rígida de alta densidad, que además acolchaba la paredes del cajón y recubría la chapa metálica de dos milímetros de espesor que estaba debajo de la madera. Hamad le señaló unas perforaciones con conexiones roscadas en una de las tapas.
—Mercadería especial. Necesita ventilación constante. Aquí se conectan las mangueras de entrada y salida de aire comprimido.
—¿Qué tipo de mercadería?
—La que le interesa a “tu” Alteza —Hamad sonrió sardónicamente.
Le mostró el interior de los vehículos. Uno estaba dividido por una compuerta hermética que cerraba un compartimiento insonorizado, con aire acondicionado y cuchetas adosadas a las paredes. La parte delantera se empleaba para la carga de pallets. Había otros en los que el compartimiento interior no tenía ningún equipamiento especial. Con ésos se trasladaban armas u otro tipo de mercancías, le informó el otro en tono casual. Marcel no quería pensar en el horror de los cajones y lo que transportaban.
Pasaban horas en el armado y desarmado de equipos de explosivos y armas de fuego. Hasta poder hacerlo a ciegas, insistía Hamad, así que el discípulo practicaba en completa oscuridad, en posiciones imposibles, mientras el otro controlaba sus movimientos con equipo de infrarrojo.
—Deben ser parte de tu cuerpo —repetía Hamad. El tipo era además un maestro en el uso de armas blancas, que prefería, cosa que a Marcel le resultaba siniestra.
—Vas rápido con las armas de fuego. Muy bueno. Te voy a entrenar con mis favoritas —le prometió Hamad mientras balanceaba un cuchillo de comando, y Marcel no pudo evitar un estremecimiento.
Le presentaron a Lucien Vaireaux, a cargo de los audiovisuales. La primera noche que asistió a uno, tuvo náuseas todo el tiempo. Casi no pudo comer y, ya en su habitación —ahora dormía solo, en otra ala del edificio—, se precipitó al baño a vomitar.
Las imágenes lo persiguieron durante días. Una habitación vacía excepto por una grilla metálica vertical y una mesa con algunos instrumentos quirúrgicos más otros cuyo uso desconocía. Un hombre bajo y grueso, con uniforme de la Orden, esperaba en el lugar.
Hamad se había acomodado a su lado y Jacques apareció para sentarse en la butaca libre del otro lado. Mejor que pongas cara de circunstancias, viejo. Esto es una prueba. Pase o muera. Se había cruzado con Jacques en contadas ocasiones, pero siempre en momentos en que, sospechaba, estaban evaluando sus reacciones. La voz de Vaireaux explicaba en tono académico lo que ocurría en el video. Marcel dedujo que el tipo o bien era médico o tenía conocimientos suficientes de medicina como para describir lo que estaban proyectando de la forma en que lo hacía.
—Las descargas eléctricas provocan tetanización: los tejidos se rigidizan y sufren espasmos. Si se prolongan el tiempo suficiente, el individuo pierde la función respiratoria...
Gracias a Dios que estoy sentado. Ya no escuchaba a Vaireaux, pero no podía apartar la mirada de la pantalla. No se dio cuenta de que Hamad y Jacques cruzaban miradas de mutuo entendimiento por detrás de él. En un momento, Jacques se levantó y le palmeó el hombro en un gesto de aprobación. Marcel se sobresaltó y le clavó los ojos. El otro sonreía complacido.
A partir de esa tarde asistió a los audiovisuales con una frecuencia que le causaba escalofríos. Por las noches, las pesadillas se le mezclaban con las imágenes en flashbacks aterradores.
Los videos de entrenamiento eran diferentes. Por lo general se trataba de métodos diversos de sabotajes, copamientos, descripciones detalladas de preparación de explosivos y otras exquisiteces por el estilo. Sin embargo, no alcanzaba a comprender por qué le dejaban una sensación de violencia que no tenía relación con las imágenes que recordaba.
Los días comenzaron a sucederse sin que tuviera conciencia de ello. Era como vivir dentro de un banco de niebla permanente, donde lo único real era el instante en que quedaba solo en su habitación. Recordaba colocar los blips, sabiendo que tenía que hacerlo con cuidado, pero sin estar muy seguro de por qué tenía que hacerlo. El espejo le estaba devolviendo una imagen que, por momentos, no reconocía como la propia. Dos o tres veces vio que el otro a quien veía en el espejo lloraba, pero no pudo saber por qué. Por las noches, antes de caer rendido en la cama, todavía lograba repetirse:
—Soy Marcel Dubois, teniente, Brigada Criminal, Policía Judicial, Prefectura de París.
Pero ya ni siquiera estaba seguro de si eso era verdad.



PARÍS, L A DÉFENSE, FINES DE LA TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Se revolvió en la cama mientras la excitación le trepaba hasta la garganta. No necesitaba pensar; sus manos recorrieron rápidamente el camino de su cuerpo hasta que alcanzó el orgasmo. Tres minutos. Satisfacción instantánea. ¿Satisfacción? Mejor, evacuación de una necesidad biológica postergable, a diferencia de las otras, más vitales, más crudas.
Sin embargo, la sensación que le quedó en la boca y el cuerpo no fue de rabia amarga y mal contenida, como le ocurría habitualmente. Se sorprendió de descubrir que no le había bastado y que no estaba molesta por eso: sólo excitada, más que antes. ¿Qué? ¿Mis demonios están de regreso?
Sus demonios personales y privados. Los que había vislumbrado durante su adolescencia como algo natural, inherente a su propio cuerpo. Nada más normal para una estudiante de ballet que se mira durante horas al espejo. O una esgrimista que disfruta del esfuerzo del deporte y la calma que sigue después, bañada en algo más que en transpiración. Nunca se había avergonzado de satisfacer las exigencias de su naciente sensualidad.
Más adelante, con Jean-Luc, había descubierto el resto de sus sensaciones y emociones. Habían sido amantes hasta el límite y lo habían sobrepasado largamente. Él sabía manejar sus demonios, seducirlos, engañarlos, provocarlos y desatarlos. Ella había aprendido de él, y él le juraba que había superado al maestro.
Después... después. Un después largo y oscuro. Lleno de odio, de desesperación, de impotencia y, finalmente, de nada. Fue como sellar una puerta con un bloque de granito. El cuerpo se le convirtió en un extraño que la acompañaba inerte. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos, tres años luego de la muerte de Jean-Luc? Ni siquiera lo recordaba. Los deseos se le congelaron en las entrañas.
Hasta dejó de pasar ante el espejo para otra cosa que no fuera ver con qué ropa salía a la calle. Inclusive el pelo corto era una ventaja: no se necesita mirarse para peinarse. Se mutiló emocionalmente como se había mutilado el cabello.
Hasta que un día, quién sabe en reacción a qué estímulo, qué sensación, se reencontró violentamente con sus pasiones. Al principio, intentó que el hombre de sombras de su fantasía tuviera el rostro que había amado hasta la locura. Lo único que consiguió fue anular instantáneamente todo el deseo que la estaba ahogando. El resultado fue una angustia atroz y la vergüenza de sentir que ensuciaba los momentos que habían vivido juntos.
Durante un tiempo después de eso, sus demonios la dejaron en paz. Creyó que había encontrado la forma de ahuyentarlos de su cuerpo y de su vida, hasta que el acoso fue tan fuerte que pactó con sus propios deseos. No serían tales: solamente necesidad fisiológica. Sin hombres-sombra. Sin imágenes ni recuerdos. Ni siquiera como en su adolescencia, en la que se permitía soñar. Con el tiempo, cayó en la cuenta que ya no podía atrapar ni revivir los recuerdos de su amor. Le dolió espantosamente y negó su sensualidad otra vez, a modo de castigo por no poder recordar. Intento inútil. Los demonios no se dejaron embotellar. Negociemos. Nadie puede humillarme tanto como yo misma. Y ahora nuevamente la sombra la asaltaba y ella se dejó llevar. Pulsiones de vida, en contra de las pulsiones de muerte que la habían empujado durante tanto tiempo. ¿Me estoy proporcionando una excusa?
Al principio, el espectro en su cama no tuvo sino un rostro fragmentario y un cuerpo que ella debía adivinar. Hasta esta noche, en que le dio mirada a los ojos, calor a las manos y fuerza viril al cuerpo que imaginaba poseyéndola. No quería imaginar su voz pronunciando su nombre, porque no quería pronunciar el de él. No quiero. Es mentira que te deseo, porque me niego a desear sin amar. La pasión sin amor es revulsiva: después del magro placer de saciar la urgencia del cuerpo, llega la repugnancia por el compañero de cama que lo único que busca es su propia, egoísta satisfacción y finalmente, el asco por mí misma. No es eso lo que necesito, ni lo que quiero. Pero me niego también a amar sin desear. El pensamiento la sorprendió con la guardia baja.
Fuera de mi vida. De mis noches. De mis urgencias.
Entonces no te acaricies imaginando sus manos, hipócrita. Si vas a echar a tu hombre-sombra de tu dormitorio, no lo busques.
A las cinco de la mañana, resignada a no dormir, se levantó a ducharse y preparar las pocas cosas que llevaría a Alsacia, ese día, antes del mediodía. Se los advierto, monstruos: se quedan en casa. Una risita en el interior de su cabeza la convenció de que estaba perdiendo la discusión.

martes, 11 de noviembre de 2008

La dama es policía - Capítulo 16


SUBURBIOS DE PARÍS, EL MISMO DÍA, AL ATARDECER
—Mayor, tome asiento, por favor.
Jacques le señaló el sillón situado al otro lado de su espléndido escritorio. La habitación estaba decorada ostentosamente: paredes cubiertas de boiserie, techos artesonados, lámparas de cristal y alfombras costosísimas. Pero no había una sola ventana, y la sensación de pesadez y opresión era inevitable.
—Permítame reiterarle cuánto nos complace tenerlo entre nosotros.
Marcel asintió secamente, sin sonreír.
—Monseñor ya se lo dijo, pero es importante que sepa que somos muy rigurosos con nuestra selección.
No lo dudo. Si no estuviera aquí, tendría grandes posibilidades de estar flotando en el Sena. El otro continuó mientras jugueteaba con un anillo de sello en su mano izquierda.
—Su perfil es excelente, por no hablar de su representado. Estábamos deseosos de... entrar en contacto con Su Alteza.
O sea que la Orden ya tenía la mira puesta en Al Faid desde hace tiempo. Razonablemente lógico: Al Faid era un hombre poderoso, de gran influencia en su región. Musulmán hasta la médula y pacifista a ultranza, se mantenía neutral en las eternas disputas, escaramuzas y guerras propiamente dichas, mantenidas por sus vecinos entre sí y con los israelíes. Marcel volvió su atención a Jacques.
—Mayor... ¿puedo llamarlo Maurizio?
—Adelante... Señor Jacques —tenía la sensación de que Jacques ostentaba algún rango delante de su nombre. La actitud física del otro traicionaba la pretendida distensión con la que estaba hablándole.
—Por favor, obviemos los tratamientos distantes. Todos me llaman Jacques, a secas.
Marcel asintió con una media sonrisa. Jacques le ofreció un Gauloise, pero él negó con la cabeza, sacó el paquete de Muratti y encendió uno. Si éstos no me matan antes, voy a morirme del asco de fumar esta basura. Aspiró el humo mientras el otro volvía a hablar.
—Deseamos que tanto Su Alteza como usted confíen plenamente en nosotros. Nuestro objetivo es que dicha confianza sea mutua. Para eso, preparamos en este centro a los que ingresan en la Orden mediante un entrenamiento riguroso, aunque en su caso no será muy diferente de lo que hizo en el ejército. Ese entrenamiento permite crear lazos con nuestros hombres, que fortalecen nuestra relación tanto con ellos como con sus representados.
¿De qué mierda habla...? Condicionamiento. Apretó la mandíbula y siguió fumando en silencio sin distender los hombros. No se perdió la mirada apreciativa y la sutil aprobación de Jacques. Todavía estoy en el papel, si los Muratti no me hacen vomitar.
—Durante las próximas tres o cuatro semanas compartiremos mucho tiempo juntos, usted, yo y un entrenador personal que le asignaremos —el tono de voz de Jacques cambió sutilmente; ya no era una charla de presentación —. Todo dependerá de sus respuestas. Permanecerá dentro de los límites del edificio. No mantendrá ningún tipo de comunicación no autorizada. Estará permanentemente acompañado por su entrenador durante la instrucción. Es probable que se encuentre con otros que están en alguna etapa de su entrenamiento, quizás algo más avanzados que usted.
O sea que soy la última adquisición. Jacques hizo una pausa para permitirle hacer preguntas, pero Marcel prefirió mantener la boca cerrada y las orejas paradas. El otro sonrió apenas y continuó.
—Desalentamos todo tipo de relación entre nuestros hombres hasta que hayan cumplido la etapa final o hasta que lo consideremos adecuado. De todos modos, es una instrucción intensiva, por lo cual no echará en falta las relaciones sociales.
Órdenes estrictamente militares. Y esto no es un ‘centro de entrenamiento’: es un campo de concentración. "No" a deambular en solitario por las instalaciones, "no" a establecer contactos con el exterior, "no" a respirar si no me lo ordenan. Traducción: Jacques tiene poder de vida y muerte sobre sus hombres. Jacques seguía hablando.
—...Nuestros hombres trabajan solos o en parejas a lo sumo. Con instrucciones precisas. Organización en células que responden a un superior inmediato: es la forma de hacer más eficiente nuestro trabajo.
Terrorismo liso y llano. Marcel aplastó el cigarrillo en el cenicero y encendió otro para tener algo que hacer con las manos. No te vayas a poner a temblar ahora, viejo.
—Por supuesto, nuestros servicios cuestan dinero —continuó Jacques—. Su entrenamiento, Maurizio, cuesta dinero. Pero si Al Faid es un conocedor, como nos permitimos creer, encontrará que el precio es razonable, y la oferta, incomparable.
Ahora sí tengo náuseas.
—Entiendo que Su Alteza está abandonando su posición neutral por otra... más radical —Jacques esperó su respuesta.
—Así es. Logré convencerlo de plegarse a los otros países del bloque. Es muy difícil hacer negocios en estos tiempos si no se toma una posición definida —lancemos una sonda, a ver qué pasa —. Su Alteza estaría interesado en la adquisición de armamento adecuado para medidas defensivas... en principio.
Los ojos del otro brillaron, y no pudo evitar una sonrisita feroz. Así que también armas. ¿Qué más venden?
—Su Alteza podrá comprobar que nuestros servicios son muy amplios. La Orden también posee empresas en las que puede invertir sin riesgo...
Una alarma se le disparó en el cerebro. ¿Empresas?
— A decir verdad— continuó Jacques—, pensábamos que el pago por nuestro primer servicio podría hacerse mediante la compra de acciones de alguna de ellas.
Entonces, esas pobres desgraciadas son un anzuelo más para agarrar a los ‘clientes’ por las pelotas. Una vez que se entra en el negocio ya no se sale... vivo. Se las arregló para asentir y sonreir.
—Por supuesto, existen muchas formas de pagar los servicios — Jacques parecía estar vendiendo electrodomésticos por televisión. Cuántos eufemismos, basura, pensó Marcel —.Información bursátil, inversiones, invitarnos a intervenir en alguna operación financiera de importancia...
Hijos de puta, te proveen de todo: mujeres del tipo que elijas, armas, inversiones, un asesino profesional que, casualmente, responde al condicionamiento de la Orden. A cambio, te piden nada más que un pequeño gasto de inversión e información o lo que carajo puedan sacarte. Sin duda que el entrenado por la Orden debe saber cómo obtener lo que la Orden desea de un representado renuente. Me está doliendo la cabeza.
Gracias a Dios, Jacques dio por terminada la entrevista. Después de una llamada, apareció un hombre bajo, cetrino y delgado, de rasgos árabes. Se lo presentaron como Nasir Hamad.
—Nasir, tu nuevo discípulo.
Hamad asintió con un gesto duro en la boca y lo estudió apreciativamente, sin decir una palabra. Marcel se levantó y, respetando su papel, saludó a Jacques cuadrándose, al tiempo que chocaba ligeramente los talones. En un acto reflejo, el otro respondió de la misma forma. Marcel dio media vuelta y salió con Hamad.


Por una puerta lateral disimulada en la boiserie, un hombre bajo y grueso entró en el despacho y tomó asiento en el sillón que Jacques había ocupado durante la entrevista con el "nuevo". Jacques se sentó del otro lado.
—¿Y, Prévost? ¿Qué te pareció?
—Interesante, el mayor... ¿Será realmente italiano? Tenía toda la facha, pero a veces...
—¿Qué? ¡Todavía no conozco a nadie que no lo sea y pueda fumar esa mierda de Muratti!
Se rieron a carcajadas y Prévost suspiró.
—Tengo que irme. Reunión de directorio y asamblea de accionistas. No pueden vivir sin su presidente.
Se rieron otra vez. Prévost preguntó:
—¿Cuándo llegan las nuevas?
—No seas impaciente. El objetivo es Alsacia y, con lo de Al Faid, creo que en tres semanas, más o menos, podríamos estar haciendo la entrega.
—Me aburro... —se encogió de hombros. Jacques aguantó una mueca de disgusto. —¿Quiénes van esta vez?
—D'Ors y Hamad.
—¡Hamad! Te recuerdo que entregamos vírgenes, coronel...
—No te preocupes. D'Ors lo maneja bien.
—¿Cuántas?
—Dos, seguro. Sería ideal que consiguiéramos tres. Si De Biassi es lo que promete, estará listo en poco tiempo.
—La extra... la elijo yo.
—Sólo para tus ojos —Jacques sonrió.
Prévost perdió momentáneamente el control y una mueca perversa le retorció la cara. Demoró unos segundos en recuperar la compostura. Después de que se fue, Jacques se quedó pensativo. Se está volviendo tan peligroso como Hamad, advirtió.

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES, FIN DE LA SEGUNDA SEMANA DE NOVIEMBRE
—¿Qué sabemos de Dubois? —preguntó Odette mientras se asomaba al despacho de su hermano.
Auguste levantó la mirada. Desde que Dubois había sido aceptado en la Orden, no habían tenido más comunicaciones. Ahora dependían de los blips.
—Ayer detectamos algunos blips más. Si no me equivoco, los está ubicando de a poco por dos motivos: primero, porque es la forma más segura de hacerlo, y segundo, porque es su manera de avisarnos que sigue con vida.
Odette tuvo un leve sobresalto. Cisne, ¿te preocupa Dubois?, se preguntó Massarino. Se guardó la sonrisa para otra ocasión.
—Bien hecho —comentó ella en tono neutro—. El Cro-Magnon piensa —agregó en voz baja.
—¿El qué?
—Nada. Una observación personal —pero no pudo evitar una sonrisa de Gioconda.
Por supuesto que es personal, querida, pensó Auguste. Hace años que no te escucho ponerle sobrenombres a nadie.
—Dijiste Cro-Magnon...
—Bah. Ya lo ascendí en la escala biológica. Está a punto de graduarse de Homo sapiens sapiens —Odette replicó y volvió a salir.
Definitivo. Esta vez, vamos por el buen camino. Y si a Dubois se le ocurre arruinarlo, lo estrangulo con mis propias manos.


Comisario de división Claude Michelon


PARÍS, LA DÉFENSE, MISMO DÍA POR LA NOCHE
Agregó otro chorrito de edulcorante líquido al café con leche y lo dejó enfriarse tranquilo en la taza. Se recostó en la cama, pensativa.
Ya estamos aquí, al borde del precipicio. No tengo vértigo. Sólo la necesidad de saltar. ¿Qué hay allí abajo? ¿Las piedras sobre las que voy a estrellarme, o el mar en el que puedo nadar y salvar la vida? Nadie me sostendrá en la caída esta vez. Estoy sola. Pero sé que te voy a encontrar. ¿Qué había en tus ojos cuando le hiciste esa atrocidad a Jean-Luc? ¿Qué sentiste al destrozarle la vida? Si puedo, si llego, si vivo, juro que no vas a hacérselo nunca más a nadie. Aunque tengamos que matarnos juntos. El pensamiento le provocó un instante de aprensión.
La misma aprensión que había vislumbrado en Auguste y en Michelon durante el encuentro a última hora del día. Madame la había estudiado en silencio. Mantenía con sus subordinados una distancia que le permitía evaluarlos lo más objetivamente posible, y eso era algo que Odette apreciaba profundamente. A mí tampoco me gusta involucrarme.
—Capitán —le dijo la comisario—, la cobertura que preparó para usted me resulta un poco arriesgada. No sé si estoy totalmente de acuerdo con que se mueva tan... desprotegida.
Auguste le había dicho lo mismo. Carajo, ¿empezamos otra vez?
—Madame, lo estudié desde todos los puntos de vista posibles: no tenemos otra forma de infiltrarnos. Dubois desde adentro de la Orden, y yo como rehén.
—¿Qué pasa si los... selectores... cambian de idea a mitad de camino?
—Ya lo pensé. Es un riesgo que debo correr, pero tengo probabilidades a favor.
—Explíquemelas —la voz de Michelon sonó como un fustazo.
—Si como sospechamos, trafican con mujeres vírgenes, no debería haber demasiado peligro durante el traslado. No pueden arriesgarse a arruinar la “mercadería” —sonrió, sarcástica —.Después, una vez dentro, es cuestión de mantener los tiempos y el plan que establecimos.
—¿Y si hay algún retraso?
—Por lo que observamos, las “entregas” siempre se hacen entre una y tres semanas después de los secuestros. En cuanto a qué es lo que hacen con las mujeres durante ese tiempo, sólo podemos hacer suposiciones, todas desagradables. Pero, otra vez en beneficio de la satisfacción del cliente, no creo que les causen daño físico. Más bien tengo la impresión de que se ocupan de anular la resistencia psicológica de las mujeres o prepararlas para algún tipo de reacción que busque el comprador.
—¿Qué pasa, entonces, si comprueban que entre las elegidas hay una que no se amolda fácilmente a sus especificaciones? —Michelon sonaba sombría.
—Espero que no tengan tanto tiempo a su disposición - Odette enarcó una ceja.
—O tanta capacidad de observación —la comisario la miró fijamente.
—Por favor, son posibilidades absolutamente remotas —intervino Auguste, preocupado—. Está previsto que la fase final concluya apenas lleguen a destino. Para eso están preparados los detectores y los equipos: para evitar demoras.
—Massarino —Michelon replicó —, nunca confíe demasiado en los equipos. Confíe en la gente. Yo lo hago, con buenos resultados —los miró severa —.No quiero perder a mis oficiales. Y eso lo incluye a usted, comisario, y a Marceau, a Dubois. Son “mi” gente. Si no confiara en la capacidad de ustedes, jamás habría permitido este operativo y habría dejado que se ocuparan los cuerpos especiales.
—Hasta ahora no consiguieron nada, Madame —le recordó Auguste—. Por eso hacemos este intento.
Michelon se quedó callada, bebiendo el café sin mirarlos. El cortapapeles de plata le daba vueltas entre las manos, en un ballet que pintaba chispas por las paredes del despacho.
—Madame... —Odette interrumpió la calma tensa —.Ya verificaron los “antecedentes” de Dubois. Los contactos confirmaron las llamadas. Si estos tipos sospecharan algo, ya lo sabríamos. No tengo ninguna duda de que Dubois ya estaría muerto a estas alturas— la mención de la idea le dio una punzada en el estómago —.Él es quien más tiempo pasará ahí dentro. Es el que afronta la prueba de fuego. Dependemos más de él y de sus reacciones que de las mías. Si puede superarlo, y creo que lo está haciendo, el operativo se resuelve en cuestión de horas.
—¿Capitán, pensó en la posibilidad de que actuemos mientras Dubois esté con ellos, sin que usted intervenga?
—¿Y qué conseguiríamos? Si en estos momentos no tienen que hacer ninguna entrega, la probabilidad de que haya mujeres en ese sitio es baja. Tienen una fachada impecable. Por vías legales no hubo forma de pasar de la puerta del lugar. Están limpios. Hasta con algunas pequeñas contravenciones impositivas, como cualquier empresita que se precie de serlo. ¿Qué demostraríamos sólo con Dubois entre esa gente? Tenemos que atraparlos in flagrante, sin dejarles oportunidad a simular otra cosa. Caerles encima cuando estén en plena operación —bebió un sorbo de café y continuó —.No sabemos cómo y cuándo trafican con todo lo otro que suponemos.
Se quedó pensando para sí: ¿Qué demostraríamos si lo dejamos solo y, en contra de todos los pronósticos, lo condicionan? Carajo, teniente, estás empezando a preocuparme.
—Se mueven con mucho cuidado —intervino Auguste—. Camiones en regla, mercadería en regla, entradas y salidas de puertos en regla. Ni siquiera cometen infracciones de tránsito —hizo un gesto de disgusto —.Parece que estuvieran siempre enterados de nuestros movimientos, de los de la Aduana, de Gendarmería —y en voz más baja —:eso es algo que también me preocupa.
No se miraron, pero la sensación de incomodidad de los tres pesaba en el aire del despacho. ¿Un informante dentro de la misma policía?
—No podemos ponerles las manos encima desde afuera — Odette se dio cuenta de que hablaba con los puños apretados y las uñas clavadas en las palmas — .Nos queda esta posibilidad: atacar por el punto más débil que tienen y que no pueden controlar. Podrán estar preparados para un ataque frontal. Quizá... —miró rápidamente en dirección de su hermano —, podrán tener información sobre los movimientos de la policía, pero dudo mucho de que imaginen una infiltración de este tipo. Si lo conseguimos, van a estar completamente al desnudo.
La comisario se recostó contra el respaldo del sillón, sin distenderse.
—Comprenden que hay un momento de la operación en el que estarán a ciegas...
—Es el riesgo más grande que corremos —replicó Odette, sin dar tiempo a Auguste—. Pero ellos también estarán a ciegas. Ya lo están, con Dubois adentro.
Michelon se quedó en silencio una vez más, haciendo girar el cortapapeles.
—No está convencida... —comentó Odette en tono neutro.
—Sí, capitán, lo estoy. Ocurre que también estoy preocupada. Por Dubois. Por usted.
El hecho de que lo dijera sin que le variara un ápice la expresión la estremeció. De pronto, el cortapapeles se quedó quieto. Madame había tomado una decisión.
—Bien, entonces. Adelante como lo planearon. Massarino... —Auguste la miró sin pestañear —,Paworski es responsable por los equipos, así que está en el operativo. Él me lo pidió.
Tanto Odette como su hermano se sorprendieron. Michelon continuó.
—Y no conozco a nadie mejor para esto. De cualquier manera, sabe estrictamente lo que necesita saber para intervenir. Él manejará la información que quiera o no quiera darle a su gente, aunque sé que no dejará filtrar ningún dato que pueda afectarlos. Comisario, capitán, merde —y sonrió apenas.


Merde, break a leg, in bocca al lupo... ¿Cuántas formas hay de desear buena suerte? Hará falta mucho más que eso. Jugó con la cucharita en el café con leche frío. Porque de veras nos estamos metiendo en la boca del lobo. ¿Cómo se siente uno de estar ahí, teniente? Es una experiencia que vamos a compartir muy pronto. Espero que no te coman. O a mí. O a todos.

sábado, 1 de noviembre de 2008

La dama es policía - Capítulo 15

Ritz Hotel de París

PARÍS, SEGUNDA SEMANA DE NOVIEMBRE DE 1996
Mientras acomodaba sus pertenencias en la lujosa suite del Ritz, Marcel pasó delante del gran espejo del vestidor y su reflejo lo tomó por sorpresa. La barba y el corte de cabello le daban un aspecto por completo diferente — y apenas perverso —, al habitual. Qué increíble es no reconocerse en el espejo. Odette estaba en lo cierto:la caracterización era convincente sin resultar artificial; el cambio sutil de color de cabellos no estaba nada mal y le agregaba años. Ella también había insistido en el estilo de ropa. "Los italianos son peculiarmente severos con su ropa informal y absolutamente desprejuiciados con la ropa formal" le había dicho, y él se había provisto de un guardarropas un poco excéntrico para su gusto pero que le quedaba pintado.
— ¡Qué buen look, Duque de Mantova! — lo había piropeado con una chispa de diversión bailándole en los ojos oscuros—. Casi me arrepiento de que no hayamos elegido “Gualtier Maldé” como seudónimo.
—Estás a tiempo de elegir “Gilda” para el tuyo.
—No soy del estilo y no doy el phisique du rôle (1).
—¿Por qué?
—No me dejo seducir en la iglesia y tengo registro de contralto.
—La mala de la película. O de la ópera. Entonces Amneris...
—O Carmen...
—¡Eh, ésa es soprano!
—Ah, ah, el papel original se escribió para mezzo y una de las primeras en cantarla fue una contralto. Las sopranos lo interpretan de puro envidiosas.
—No veo qué tengan que envidiar. Las sopranos son las chicas buenas.
—Bah, las chicas buenas van al cielo, las malas vamos a todas partes.
—Excelente motivo.
Habían bromeado mientras iban por los pasillos del segundo piso, Odette camino a su cubículo atestado de expedientes, y él, al Laboratorio de Electrónica, a hacer la última prueba y ajuste con los blips.
—Parece un esnob italiano de clase alta. No: mejor, un rufián —comentó un Paworski más seco que lo habitual. Contuvo la sonrisa mientras pensaba en el protagonista de "Rigoletto": el aspecto exterior coincidía con lo que trataría de representar. Si podía ser convincente, eso ya era harina de otro costal.
Marcel se recostó sobre la cama enorme y tomó el paquete de cigarrillos con la mecanicidad del hábito, sólo para recordar que la bruja de mierda le había prohibido sus amados Gauloises. "Nada de eso", había ladrado Odette. "Muratti, MS o alguna marca estadounidense". Claro, ella no fuma, carajo.
Como siempre, tenía razón: los extranjeros no fuman Gauloises. Frunció la cara ante los asquerosos Muratti y encendió uno. Algo bueno tiene que resultar de esto: en una de esas dejo el vicio. Al fin y al cabo, es el único que tengo y me encariñé.
Un recuerdo lo asaltó: una mano grande y fuerte sobre su hombro infantil, sosteniendo un Gauloise a medio fumar, mientras los ojos preocupados revisaban el magullón de la rodilla con una sonrisa cálida. La misma mano y el mismo Gauloise acunándolo cuando se había pescado el sarampión. Se había acostumbrado a quedarse dormido con el olor del tabaco de la mano de su padre. La puta que lo parió, no quiero acordarme. Apartó esas memorias tiernas en favor del rencor acumulado por años de lejanía y de dolor sordo, reflejo del de su madre. No sabía si ella lo había perdonado alguna vez; él no tenía intención de hacerlo.
Volvió sus pensamientos a preocupaciones más actuales. Durante los últimos días había curioseado en los escasos ratos libres, en busca de literatura sobre la Orden del Temple, sus orígenes y hazañas en el Cercano Oriente y sus relaciones con los infieles. Lo de "infieles" es bastante relativo: para los musulmanes, los verdaderos infieles serían los cristianos, razonó. Uno de los grupos más interesantes lo constituía la secta de los Asesinos del Viejo de la Montaña. Los puntos de contacto entre esa secta y los grupos terroristas le arrancaron más de una sonrisita irónica. O la historia se repite hasta el aburrimiento, o la Humanidad no encontró soluciones mejores todavía, o ambas cosas a la vez.
En la Escuela de Policía habían estudiado casos de lavado de cerebro a secuestrados hasta convertirlos en parte del “equipo”. El lavado de cerebro era la especialidad de los grupos comando: en algún punto del entrenamiento, se recurría a técnicas sospechosamente similares para generar en sus miembros la capacidad de respuesta incondicional a las necesidades del grupo y la aceptación y ejecución de las órdenes sin discusión. Por muy sutil que fuese, el condicionamiento existía siempre en todas estas organizaciones, fueran militares, policiales o clandestinas. Con Odette habían discutido la posibilidad de que la Orden empleara esos mismos métodos con sus reclutados, y ella había insistido en que él se interiorizara en técnicas de resistencia mental.
—No sabemos qué pueden intentar. Si te aceptan, quién sabe cuánto tiempo deberás permanecer bajo vigilancia hasta que puedas moverte libremente. Podrían incluso usar drogas heroicas.
Era una posibilidad desagradable pero real, considerando las circunstancias.
Ella le recordó los casos de jovencitos rescatados de manos de sectas religiosas, y del tiempo de recuperación psiquiátrica que llevaba devolverlos a la normalidad.
—En muchos casos la recuperación nunca es completa. Depende del tiempo que hayan pasado en esa situación y de la intensidad y el tipo de condicionamiento...
—Vamos, Odette. No soy un adolescente con conflictos familiares por resolver —la interrumpió, un poco picado—. Soy un policía adulto con el mejor entrenamiento de los cuerpos europeos.
Odette le echó una mirada de esfinge, larga y silenciosa, y desvió luego la vista hacia otra parte. Se sintió tentado de preguntarle en qué estaba pensando, pero la expresión de ella desanimaba cualquier intento.
—Por favor, Marcel. No bajes la guardia ni por un momento.
Es la primera vez que me pide algo ‘por favor’. ¿Qué es lo que la preocupa tanto? Sintió una punzada en las entrañas. ¿Es por mí? Ella disimuló un sobresalto pero él lo notó y durante una décima de segundo tuvo la impresión de que Odette lo estaba evaluando. No, no a él, sino a lo que estaban a punto de iniciar, y lo ojos oscuros se velaron de temor. No el que se siente ante el peligro personal, sino el que causa saber que otros van a correrlo. Después, levantó nuevamente la barrera entre los dos y su rostro fue la habitual y hermosa máscara de impasibilidad a que lo tenía acostumbrado. Le tendió la mano al tiempo que le decía:
In bocca al lupo(2) , teniente. Te queremos de regreso vivo.
Marcel se atrevió a retenerle la mano por medio segundo más de lo prudente, y ella no la retiró.
—Tengo toda la intención de regresar y en las mejores condiciones posibles. Merde, capitán.
Ninguno de los dos sonrió: ya no era tiempo de bromas. Se dio cuenta de que también tenía miedo por ella, y le apretó la mano. Ella lo interrogó con la mirada. ¿Y si te pido que no intervengas en esto? La sensación de peligro lo abrumó. Qué frágil te ves, capitán Marceau...¿Y tengo que dejarte correr semejante riesgo sola? Pero tenía la lengua pegada al paladar, y no pudo decir nada.
Todavía se sostenían la mano, mirándose en silencio, cuando Massarino entró. El comisario lo había citado para ajustar los últimos detalles. Notó cómo Massarino los observaba con expresión indefinible mientras ella salía, y tuvo otra vez la sensación incómoda de que los otros dos compartían algo que él desconocía.
Después de repasar algunos detalles del operativo, el comisario pidió café para ambos. Bebieron sin hablar pero era obvio que Massarino estaba preocupado.
—¿Hay algo que quiere decirme? —preguntó Marcel, inquieto.
—Teniente, este caso es muy delicado —dijo Massarino por fin, como si le costara pronunciar cada palabra—. Tenemos sospechas firmes sobre las posibles ramificaciones de esta gente. No creo que la Orden termine en sí misma; más bien me da la impresión de que es una de las tantas extensiones de algo mucho, mucho más grande.
—¿Una red de prostitución, tráfico de drogas, algo así?
—No sólo eso, teniente. Cuando circula mucho dinero sucio, se ensucian demasiadas cosas. Si podemos agarrarlos y poner fin al horror que desataron, magnífico. Pero creo que no se acaba ahí — dijo, apretando los labios hasta que fueron una línea en su cara—. Vamos a encontrar algo más grande y más desagradable, me temo. Los supuestos clientes de la Orden están o han estado bajo investigación, no una sino muchas veces. Por contrabando de armas, drogas, por cualquier cosa que se pueda comprar y vender con beneficios inmensos. Hasta ahora no se les pudo comprobar nada. Ni la MILAD(3) ni la UCRAM(4) pudieron infiltrarse nunca. Estos tipos tienen muy bien cubierto el culo: alguien de muy arriba los protege.
La expresión de Massarino era feroz. Los ojos se le habían ensombrecido y parecía un predador a punto de saltar sobre la víctima. El comisario siguió hablando.
—No creo que esperen este intento nuestro. La Brigada nunca intervino hasta ahora, y nos cuidamos muy bien de que nadie, fuera de nosotros tres... usted, Marceau y yo... supiera algo. Sólo Michelon está al tanto de todo el operativo. No arriesgue su vida en una comunicación o un contacto antes de tiempo. Con los rastreadores que lleva y que le instalamos podremos seguirlo dentro de lo razonable. Estaremos detrás de usted durante toda la operación. Tenga en cuenta que en algún momento, de usted dependerá la vida de las mujeres que se encuentren con usted.
No lo dijo, pero ambos sabían que en ese momento, también la vida de Odette dependería de él.
Aplastó el Murati de mierda en el cenicero, pensando seriamente en dejar de fumar, y se concentró en recordar lo que había aprendido sobre técnicas de condicionamiento mental. Todas incluían un agotador entrenamiento físico, pero eso no le preocupaba; había jugado durante muchos años al rugby como aficionado y rechazado la oferta de pasar al profesionalismo, para ingresar en la Escuela de Policía. A veces dudaba de su capacidad para hacer buenas elecciones.


Cascos Azules: violaciones a los derechos humanos en Somalia
Cascos Azules en la mira
Respondieron a su llamada más pronto de lo que esperaba. Estaban muy interesados en conocerlo. O el contacto de Odette era realmente bueno o... Mejor creer lo primero.
La primera entrevista la mantuvo, prudentemente, en el mismo Ritz. El aspecto del hombre de la Orden era desagradable, aunque vistiera traje gris oscuro y camisa celeste con cuello romano, con la cruz sobre el pecho. Unos lentes de marco redondo y dorado daban algo de expresión al rostro anodino, de cejas casi inexistentes de tan claras. Los ojos, de párpados pesados, estaban permanentemente entornados, de forma que el azul pálido del iris casi no se veía. Llevaba el cabello claro muy corto, al estilo militar. Le tendió una mano blanda y fría. Todo en él exhalaba violencia contenida. Se presentó simplemente como “Monseñor”. Marcel venció la repugnancia que le causaba el individuo y se sentaron en el bar del lobby.
Cuando el otro cruzó sus manos sobre la mesa en un gesto clerical, casi no pudo ocultar un respingo de sorpresa al ver el anillo con amatista en la mano izquierda. Entonces ‘Monseñor’ es realmente un monseñor. El estómago le dio una punzada de asco.

—Entiendo que usted representa a interesados en nuestros servicios, señor De Biassi. ¿O debería decir "mayor"?
Mayor Maurizio De Biassi, de los Cascos Azules italianos. La cobertura que Massarino había preparado. Marcel asintió con un gesto seco y cuadró ligeramente los hombros.
—Así es, monseñor. El príncipe Al Faid tuvo la oportunidad de comprobarlos personalmente. —Mantener una expresión impasible le estaba dando acidez.
Entregó a "Monseñor" la carpeta de cuero con interiores forrados en seda verde y con la media luna del Islam estampada en relieve en la tela, con sus “antecedentes” y las cartas en árabe y en francés.
El otro hojeó los papeles sin expresión alguna en la cara, pero pudo observar cómo en un momento los ojos de Monseñor se abrían rápidamente, sorprendidos. Un esbozo de sonrisa —si es que esa mueca era una— le apareció en las comisuras.
—Estaremos en contacto, mayor. Pronto tendrá nuestras novedades.
Se dieron la mano, nuevamente de pie. Por supuesto que pronto tendremos novedades. Si no me aceptan... No tenía dudas acerca de sus posibilidades de supervivencia si los antecedentes no eran convincentes.
La Beretta Combat 92, nueve milímetros, esperaba en la cartuchera, cargada y sin el seguro. Con trece bellísimos proyectiles acorazados, full metal jacket. Totalmente antirreglamentaria, pero espectacularmente eficaz. Qué otra arma podría llevar un ex de Constantini. “Espero que no la necesites”, le había dicho Odette cuando fueron a buscarla a la armería de la Brigada. “Se van a enterar muy rápido si la necesito antes de tiempo”, le había respondido él.

Beretta International
Se comunicó con la Brigada para pasar lo que sabía sobre "Monseñor". Quizás sirviera de algo.
Un día después, "Monseñor" en persona lo visitó en el Ritz. Esta vez, la mueca intentaba ser una sonrisa franca.
—Mayor, será un verdadero placer tenerlo entre nosotros. ¿Cuándo podemos contar con usted?
—Como le dije ayer, estoy a su entera disposición. Tengo órdenes estrictas de Su Alteza.
Se dieron la mano y acordaron que una limusina lo recogería esa misma tarde.

(1)el aspecto físico para el papel
(2)Buena suerte (lit.: en la boca del lobo)
(3)Unidad Anti-Droga de la Policía Nacional
(3)Unidad Anti-Mafia de la Policía Nacional

martes, 21 de octubre de 2008

La dama es policía - Capítulo 14


Gauloises y Gitanes:símbolos de Francia
PARÍS, PRIMERA SEMANA DE NOVIEMBRE DE 1996
Marcel repasó una vez más el equipo mientras fumaba el último Gauloise. Los dichosos blips. Nunca había vuelto a los laboratorios de tecnología electrónica después de su paso por la Escuela de Policía. No sabía si los talleres eran sofisticados o no lo eran, pero las placas de integrados, testers, chips y quincallería electrónica desparramados por todas partes no ayudaban a mejorar la imagen del lugar. Varias pantallas destripadas exhibían sus interiores sin pudor, lo mismo que los ordenadores personales. Parecían esqueletos vacíos de animales exóticos. Para colmo, el jefe de ingenieros, Nikolai Paworski, era un bicho desagradable por el cual resultaba difícil sentir algo lejanamente parecido a la simpatía. Y además estaba empezando a dolerle la boca, pues el efecto de la anestesia se iba perdiendo. Se frotó la mandíbula como si eso sirviera de algo. Era el último lugar del mundo en donde hubiera pensado encontrar a Odette, sentada sobre una de las mesas y prestándole suma atención a Paworski. Carajo, por qué no estudié ingeniería. Al acercarse, vio una chispa de diversión en los ojos de ella.
—¿Ya perdiste tu primer molar en cumplimiento del deber?— dijo Odete haciéndoles señas para que se uniera al grupo.
—Me está empezando a doler —miró a Paworski con rencor—.Podrían hacer los localizadores un poco más chicos.
—¿Más chicos? ¿Usted tiene idea del esfuerzo que representó diseñar un chip que cupiera en una muela? —rezongó el otro, y miró acusador a Odette—. Las muelas de Marceau ya nos dieron bastante trabajo.
—Insisto en que deberíamos contratar ingenieros japoneses —respondió Odette, frunciendo la nariz. Marcel no sabía si reírse o no.
—El reglamento debería prohibir que se aceptaran personas por debajo de ciertos estándares físicos e intelectuales —el comentario de Paworski sonó ácido pero Odette no se molestó.
—Nikolai, uno de estos días voy a arrinconarlo en este laboratorio y exigirle que se case conmigo.
—Antes debería demostrarme que le gustan los hombres.
—Si usted se decide por las mujeres, estoy primera en la lista.
Entró uno de los técnicos, Thibaud, todavía con el abrigo puesto.
—Perdón, me retrasé por el tránsito...
Paworski le echó un vistazo devastador.
—Lástima. Unos minutos más y Paworski era mío— Odette miró al ingeniero con ojos entrecerrados.
—No insista, Marceau. Nunca podrá ponerme las manos encima.
El ingeniero se alejó para buscar algo en el otro extremo del laboratorio. Marcel asistía a la escena sin entender del todo. ¿Paworski tiene sentido del humor? Interrogó a Odette con la mirada y ella le guiñó un ojo cómplice.
—Acá están —gritó Thibaud, alcanzándole una caja a su jefe. Sin darle las gracias, el otro le arrancó la caja de las manos y regresó.
—Para usted, Dubois. Los blips.
La caja contenía esferitas de menos de medio centímetro de diámetro, de material negro y con aspecto de munición de arma de fuego. Marcel miró al ingeniero levantando las cejas.
Blips. Localizadores. No tan miniaturizados como los que les instalaron a ustedes — aclaró Paworski
—¿Por qué se llaman blips? —preguntó Marcel.
—Porque hacen “blip” cuando aparecen en las pantallas de los equipos de detección —la obviedad de la respuesta hizo sonreír a todos, menos a Paworski, por supuesto.
Thibaud intervino, ansioso por un poco de gloria personal.
—Son localizadores para relevamiento. Pueden detectarse a cuatrocientos metros o más, y permiten recomponer un mapa en tres dimensiones del lugar, si se colocan los suficientes blips, claro.
—¿Cuánto es “suficientes”? —preguntó, preocupado.
—Seis por cada planta del edificio —aseguró Thibaud.
—Debería funcionar con cuatro —intervino Paworski, molesto por la intromisión de su subordinado.
—Seis es más seguro —insistió el otro.
—Los localizadores de ustedes dos son diferentes. El rango de detección no es tan amplio, sólo cien metros, pero se intensifican mutuamente cuando están a menos de diez metros de distancia entre ambos.
Odette, que sonreía a medias, enarcó las cejas en un gesto de diversión.
—¿De qué están hechos? —preguntó, levantando una esferita.
Thibaud se apuró a contestar.
—El núcleo del localizador es un isótopo... —Paworski le echó una mirada furibunda y Thibaud se tragó el resto de la frase. El silencio que siguió fue desagradable.
—Lo lamento. Es información clasificada —el tono de voz era brusco: el ingeniero jefe estaba incómodo.
Marcel notó que ya no había diversión en la mirada de Odette: su rostro era una máscara de impasibilidad. Paworski se había puesto nervioso, eso era evidente. El asistente se escabulló por el laboratorio, pretextando algo ininteligible en voz baja.
—Los equipos de radio... también están listos —Paworsrki tartamudeó mientras les entregaba el material.
Odette bajó de la mesa y se apoyó contra ella, cruzada de brazos y con expresión de esfinge. Miró alrededor y, después de comprobar que no había nadie trabajando cerca, preguntó:
—¿De qué están hechos, Paworski?
La cara del ingeniero era un muestrario de culpabilidad. Odette insistió.
—¿Kolya?
—No sé a qué...
—Los blips —ladeó la cabeza.
El hombre inspiró, apretó los labios y miró a todas partes antes de responder.
—Usamos... cerio 141, cerio radiactivo.
Los ojos de Odette se entrecerraron y Paworski se puso violáceo.
—Una cantidad muy pequeña, se lo juro —el hombre parecía a punto de llorar —.Tiene una vida media de treinta y dos días. No... no puede afectar ningún órgano importante; la radiación gamma es muy baja y en menos de un mes les retiramos el implante —Paworski estaba sudando. Marcel tuvo ganas de estrangularlo.
—¿Con quién estamos durmiendo, Kolya? —la voz de Odette era una navaja.
—Inteligencia —murmuró el otro.
Odette tomó su equipo y lo invitó a salir con un gesto. Marcel tomó la caja de los blips y el radio y salieron en silencio.
En el ascensor Marcel dijo:
—Dejémosle los blips de mierda a Paworski.
—Ya es tarde para reemplazarlos. Lo mismo que las prótesis. Los equipos de detección ya deben de estar sintonizados en la frecuencia de estas basuras. ¡Dios! —susurró ella mientras salían del ascensor, camino al despacho de Massarino—. Empiezan por el laboratorio. ¿Y después, qué?
Entraron en la oficina del comisario, que al verlos frunció el entrecejo y lo interrogó con un gesto.
—Tenemos el material electrónico —respondió Marcel, mientras Odette se quedaba de pie en silencio, apoyada contra el archivero.
—A Paworski se le escapó un dato interesante —dijo ella entre dientes.
—¿Qué?
—Los blips. Están construidos con material radiactivo.
—¡Imposible! —Massarino se sobresaltó —.No tenemos acceso a esa tecnología.
—Nosotros no, pero Inteligencia sí. Me gustaría saber cómo mierda llegaron hasta nuestros laboratorios —parecía que Odette mordía las palabras.
El comisario no se molestó en ocultar su desagrado.
—Sabía de un programa de colaboración, pero nunca pensé que fuera esto. La puta que los parió —masculló Massarino—. ¿Y los localizadores de ustedes dos?
Las caras de ambos eran respuesta más que suficiente.
— ¡Qué puta mierda...! —sacudió el escritorio al golpearlo con la mano abierta.
—¿Por qué con Inteligencia? —estalló Odette—. ¡Para ellos somos menos que nada! ¡Escoria que junta la escoria de la calle! ¡Nos desprecian! ¿Qué? ¿Ahora somos sus conejitos de Indias? —estaba a punto de perder los estribos.
Massarino los miró alternadamente. La situación se estaba poniendo difícil y Marcel tuvo la incómoda sensación de que el enojo y la discusión eran acerca de algo que él desconocía.
—Les juro que no sabía que se trataba de esto. Tengo que hablarlo con Michelon...
—¡No puedo creerlo! Cuando la PJ les pidió colaboración, ni se molestaron en contestar —la voz de Odette le temblaba y bajó hasta un susurro ronco —.Estaría vivo si esas ratas hubieran ayudado. ¡Lo dejaron ir solo al matadero! O lo mandaron a sabiendas.
Massarino cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Odette, las cosas pueden haber cambiado.
—¡Claro que cambiaron! ¡Ahora Beaumont es general! —se cubrió la boca con las manos.
Hicieron un silencio durante el cual ella se recompuso y se sentó. Massarino pidió café para los tres. Marcel anotó mentalmente que, en cuanto pudiera, preguntaría al comisario —a solas— por ese Beaumont y el pleito con Inteligencia.
—¿Cómo mierda se las va a arreglar Dubois para contrabandear los blips? —Odette estaba pensando de nuevo como policía. Massarino respiró mejor y Marcel, también.
—No digas palabrotas. No es propio de una dama —el comisario la reprendió.
—No soy una dama —ella lo miró sombría.
Carajo, ¿qué pasa entre estos dos? Marcel se sintió incómodamente de más. Por suerte, el tono de la conversación cambió. Discutieron varias posibilidades. Como munición, no; le quitarían las armas en la primera oportunidad. Tampoco en un doble fondo del equipaje. Lugar demasiado común.
—Tiene que ser algo más sencillo —apuntó el comisario.
—Ajá. Más obvio —Odette se hamacó en el sillón —,“La carta robada”, de Edgar Allan Poe.
—¿Qué? —preguntaron los hombres a la vez.
—Una carta robada que estaba oculta a la vista, mezclada con otras cartas. El lugar obvio. ¿A qué se parecen estas mierditas? - Odette jugueteó con los blips haciéndolos rodar por el escritorio.
— No juegues con eso — Massarino torció la boca.
Odette moduló un "qué hinchapelotas" y el comisario miró al techo, moviendo la cabeza. Marcel no sabía si reirse.
—Municiones, bolillas de rodamientos, perlas... —enumeró Marcel, tratando de cambiar de tema.
—¡Eso! Perlas, cuentas, abalorios... Un cinturón. Sí, un cinturón. Me gusta —Odette movió la cabeza con expresión pensativa.
—¡Pero eso es de mujer! —protestó Marcel.
—Si es italiano, no —intervino, mirando a Odette, que hacía un gesto afirmativo—. Un cinturón de cuero trenzado con abalorios negros.
—Abalorios radiactivos —Marcel sonrió siniestro.
El intercomunicador interrumpió las risas.
—Marceau, responda a Laboratorio por favor —ea Paworski.
—Estoy en el despacho de Massarino —aclaró Odette por el micrófono.
El teléfono sonó instantes después. El comisario hizo señas para que ella levantara el auricular.
—Marceau —estalló el parlante. Odette se lo apartó instintivamente de la oreja.
—¿Cuándo van a cambiar esta mierda? —gruñó—. Sí, Paworski, no grite. Este aparato amplifica demasiado.
—Marceau... quería disculparme... por lo de esta tarde... los blips.
El parlante les taladró los oídos a todos. Odette mantuvo el auricular alejado.
—Está bien. Todos cumplimos órdenes.
El otro vaciló.
—Teníamos una cita en el gimnasio...
—A las seis —Odette sonrió a medias.
—A las seis. Nos vemos.
—Kolya... Por favor, que alguien cambie este interno.
—No es mi...
—Kolya...
—Mañana lo cambian.
Mientras ella cortaba la comunicación, Massarino preguntó:
—¿Van a tirar?
Odette asintió con un gesto.
—No entiendo. ¿Por qué en el gimnasio, y no en el polígono? —preguntó Marcel, extrañado.
—Esgrima. Con el príncipe Paworski jugamos a los Tres Mosqueteros —Odette tenía una expresión traviesa —.Estrictamente deportivo.
—¿Príncipe?
—Bueno, en los Estados Unidos, Paworski sería uno más de tantos canas polacos. Aquí puede darse el lujo de decir que desciende de la más rancia nobleza europea. Si le creen o no, eso es otra cosa.
Se rieron los tres.
— Aaaah...¿Por eso es tan...?— Marcel torció la cara en un gesto altivo.
Ella se rozó la punta de la nariz con el índice y levantando las cejas.
—Su Alteza consiente en mezclarse con nosotros, pobres plebeyos —agregó Marcel en tono teatral.
Odette se encogió de hombros con una media sonrisa.
— Pero pienso cobrarme lo de esta tarde —su expresión era la de un predador.


Se escurrió hasta el gimnasio, que estaba vacío salvo por Odette y Paworski. Estaban tan concentrados en lo que hacían que no notaron su presencia. La tensión entre ambos podía olerse: se les notaba en las actitudes físicas, expectantes, listos a responder a los movimientos del otro. Marcel siempre había creído que la esgrima era un deporte anticuado y sin demasiada fuerza. Elegante, pero muy elaborado para su gusto. Artificioso. Sus opiniones estaban cambiando en ese preciso momento. Odette y Paworski se atacaron velozmente, saltando uno contra el otro con movimientos felinos. No hablaban, nada más acusaban los golpes secamente. Se dio cuenta de que estaba tan tenso como ellos, con el aliento contenido y los puños apretados en los bolsillos del pantalón.

¿Más esgrima?: FencingPhotos

Hubo una sucesión sorprendente de ataques, fintas y contraataques. Ninguno de los dos parecía defenderse en exceso; se estudiaban para golpear donde la guardia del otro lo dejara al descubierto. En un momento, Paworski avanzó sobre Odette, que paró y contraatacó a toda velocidad. El otro intentó una parada a su vez, pero ella penetró su guardia y lo alcanzó. Ambos retrocedieron.
—¡Cuatro iguales! —gritó Paworski.
Fueron al centro de la pedana otra vez. Con el rabillo del ojo vio que Massarino estaba a su lado, también observando.
—No lo vi entrar —susurró sorprendido.
El comisario le tocó el brazo en un gesto que indicaba silencio. Podían oír jadear a Odette y Paworski.
En garde(1) —murmuró el ingeniero. Cruzaron las armas con ferocidad. En un momento, Odette levantó el florete, ofreciendo el flanco. El arma de Paworski buscó el punto débil. Odette paró, contra-atacó y fue a fondo en el mismo salto.
Coupé(2)!
Paworski bajó su arma.
Touché (3)
Se quitaron las caretas y se dieron la mano sonriendo. Paworski saludó militarmente con galantería y se retiró por el lado opuesto del gimnasio. Mientras pasaba entre Massarino y él, desprendiéndose el borde de la chaquetilla, Odette murmuró en tono vengativo:
—Abalorios radiactivos.

(1) En guardia
(2) Golpeado
(3) Tocado