POLICIAL ARGENTINO: 09/01/2012 - 10/01/2012

miércoles, 26 de septiembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 48

SEIS DE LA MAÑANA DEL DOMINGO, EN UN HOTEL DEL CENTRO DE LA CIUDAD

— Necesito ver a un médico— gruñó Corrente mostrándole la mano: el pulgar todavía le sangraba si lo apretaba.
Jumbo asintió sin hablar y con cara de aburrimiento: la cantinela de Corrente estaba durando mucho para su gusto.
— ¡Esa mujer está completamente loca!— continuó despotricando el mayor mientras se calzaba los pantalones con una sola mano—. ¡Cristo Santo, me atacó amparada en una placa de la PDP! ¡Me mutiló!
 — Corrente, cierre la boca o se la cierro de un tortazo— masculló Jumbo.
El otro lo miró de mala manera pero algo en la expresión de Jumbo lo hizo cambiar de idea, y terminó de vestirse sin hablar.
— Necesito recuperar algunos efectos personales que la comisario Marceau me sustrajo— escupió Corrente con altanería.
— ¿Quiere hacer la denuncia por robo?— Jumbo preguntó con cara de inocente.
— Se lo tendría bien merecido...
 — Le recuerdo que la denuncia de la comisario contra usted por hostigamiento todavía está pendiente.
 — ¡Hostigamiento! ¡Qué caradura! ¡Ella viola mi intimidad, me ataca y me roba y yo, por tomar unas fotos inocentes, soy culpable de acoso sexual!
— Yo no mencioné el acoso sexual. ¿Lo tomo como una confesión?
 — ¡No se haga el gracioso!
 — Si quiere puedo llevarlo al aeropuerto— Jumbo se ofreció sin hacer caso del malhumor del italiano.
— No, gracias, puedo arreglármelas solo— ladró el otro. Luego miró la hora y dijo:— Capitán, tengo que hacer un llamado en privado. Si no le es molesto...
 Jumbo se encogió filosóficamente de hombros
 — Comprendo. Entonces, ya que no me necesita, me despido.

 Mientras él se alejaba hacia la puerta, Corrente se quedó rebuscando en el escritorio. Apenas salió de la suite, Jumbo llamó al oficial de Comunicaciones que esperaba en el estacionamiento del hotel, con un equipo de rastreo de llamadas. Cuando llegó a la camioneta, el hombre ya había pinchado la llamada de Corrente. El número correspondía a Milán y el mensaje era escueto. “Ruggieri, Massimo. Anulación definitiva de la transacción.” El oficial de Comunicaciones frunció el ceño sin entender. Jumbo había entendido a la perfección.

 QUAI DES ORFEVRES, LUNES POR LA TARDE

Los últimos dos días no habían sido gratos para Sulamit, yendo de una “localización protegida” a otra con los dos críos a cuestas, y tratando de controlar su propio miedo para no transmitirlo a los chicos. Ahora estaba encogida en el borde de una silla, sudando frío: no era la primera vez que pasaba una noche “adentro”, pero esta vez la situación no era la habitual. Y para colmo, habían dejado a Leo no sabía con quién. La mujer que hacía las preguntas parecía de hierro y trasmitía una sensación de voluntad y fuerza arrolladoras. Los ojos glacialmente grises no exhibían ninguna expresión, más allá del desagrado por lo que escuchaba. Se había mostrado cortés con ella y los nenes pero ya a solas, el interrogatorio había sido despiadado.
 Me va a encanar, estoy segura. 
Aguantó el pánico mientras firmaba sin ver una hoja, que otra mujer tan desagradable y fría como la primera— una jueza de instrucción —, le había puesto delante.
Y yo que creía que las tipas eran más suaves que los cabrones de los keufs. La habían escoltado hasta otra sala. Las luces se apagaron y se encendieron del otro lado de un cristal: entre los hombres en fila estaba el Nene Rimbaud. Ella comenzó a sentir nauseas por el miedo pero lo identificó, temblando como una hoja. Si tenía que hacerlo en un juicio, ella era carne de cañón. Se lo susurró entre sollozos a la tipa de gris. Volvieron a la sala de interrogatorios.
Dios, no me voy a salvar... 
Se retorció las manos con desesperación. Mi nene... Si tan sólo me aseguraran que a mi nene no le pasará nada... No se había dado cuenta de que la jueza también había entrado.
 — Sulamit Chenayeb, no hay cargos en su contra. Puede retirarse cuando lo desee— le informó la jueza y ella se sentó por la sorpresa—. Está incluida en el programa de protección de testigos. Le sugiero que regularice su situación migratoria cuanto antes.
 La tipa le tendió una tarjeta con el relieve del Ministerio de Justicia sin que se le moviera un músculo de la cara.
— Con la visa de residente le será bastante más fácil conseguir otro tipo de empleo. El Estado está organizando unos programas interesantes que incluyen el BAC (1) . Póngase en contacto con la persona que le indico aquí.
 Sulamit miró la tarjeta y miró a ambas mujeres. La de gris sonreía apenas pero el gesto le suavizaba la expresión adusta. Bajó las escaleras del Quai sin poder creerlo todavía. Le habían dicho que Leo la esperaría afuera y ahí estaba, de la mano de un hombre moreno de alrededor de veinticuatro años, bronceado y de rasgos agradablemente masculinos. Leo corrió a abrazarla y ella se aferró a su hijo como a un salvavidas. El hombre se identificó como el teniente Fabricio Rinaldi y los llevó hasta un automóvil con cristales oscuros, estacionado a unos metros de la entrada al Purgatorio identificada con el número 36.
 En cuanto vea en dónde vivo... pensó ella y enrojeció hasta la raíz del pelo. Cuando estaba a punto de bajar, se volvió hacia el hombre, suplicante.
 — Dígale... a Ortiz que yo no quería... Que por favor me perdone...
El hombre sonreía sin hacerle caso mientras sacaba un sobre del bolsillo, llamando “pequeña compensación” al contenido suficiente para comprarse una casita y vivir sin problemas el resto de su vida.
Y me va a sobrar plata para pagarle el Liceo al nene. No sabía de qué modo darle las gracias. El hombre los acompañó hasta la puerta mal pintada y ella volvió a ruborizarse.
— ¿Puedo ser curioso? Fernando le contó al coronel cuánto se preocupó usted por él, y que usted le cantaba. ¿Cómo se entendían?
— Yo le hablaba en ladino— y ante el gesto de desconcierto del teniente, ella aclaró: — es el español que hablan los judíos sefaradíes. Mis abuelos, ¿sabe?, ellos me enseñaron, lo mismo que las canciones. Son muy hermosas. Las canciones, digo.
Rinaldi asintió.
— Mis abuelos también me enseñaron su idioma y sus tradiciones. Es bueno conservarlas, ¿no?
Se sonrieron y el hombre se metió al auto. Ella levantó a Leo en brazos.
— Te invito a comer al lugar que más te guste.
— Quiero ir a casa, mami.
 — Seguro, mi bebé. Vamos a casa.

 MARTES, TEMPRANO POR LA MAÑANA EN LA WOLFFSCHANZE 

Marcel lanzó un vistazo previsor al pasillo para asegurarse de que nadie lo seguía. Lejeune se alejaba hacia las escaleras cuando él se deslizó, sin hacer ruido, hasta el que fuera el despacho de Ayrault. Revisó el lugar a toda velocidad.
Dónde carajo estará... Tiene que haberlo dejado ahora, no tuvo otra oportunidad mejor. 
Repasó todos los cajones del escritorio y hasta se tiró debajo de él. Irritado, se apoyó en el sillón monumental mientras pensaba en dónde podría estar el maldito aparatito. ¿En la lámpara del techo? Necesitaría una escalera y no había ninguna cerca. No estaba en la lámpara de escritorio, ni en el mueble de archivo. ¿Qué era lo que todavía no había revisado?, sacudió el sillón.
Mierda. El sillón.
Repasó la superficie mullida con las yemas de los dedos, sintiendo cada pliegue del cuero. No en el asiento, cualquiera que lo usara se daría cuenta. Bajó la mano hasta la parte inferior y su índice detectó un tajito mínimo en el tapizado. Forzó el dedo por la abertura y encontró lo que buscaba.
Y ahora, dilema de conciencia: si lo saco, sabrán que sabemos y quizás intenten algo peor. Si lo dejo, lo harán en nuestras narices y vuelta a empezar detrás de ese condenado hijo de puta.
 El bip-bip del buscador le ahorró el resto de sus dudas retóricas: Michelon lo llamaba. Dejó lo que había encontrado en donde estaba, resignándose a lo que el destino disfrazado de Orden del Temple, les deparara a Ayrault y a la Brigada Criminal.
 **** 
Michelon no pudo esconder la expresión de disgusto al ver a Lejeune pasearse por las instalaciones de la Wolffschanze, oficialmente allanada por la Brigada Criminal y en pleno procedimiento de requisa. Le hizo una seña a Meyer y éste dejó su puesto junto a los oficiales de Sistemas, y salió tras Lejeune como un perro detrás del rastro y con la pertinente cara de bulldog. Dubois se acercó obediente y esperó sus órdenes en silencio. Desde que había regresado a la guarida de Ayrault, luego de la misteriosa desaparición de la madrugada del domingo, Dubois sólo abría la boca si alguien le preguntaba algo; el resto del tiempo, el capitán mantenía las mismas expresividad y comunicatividad que una pared.
Michelon estaba al tanto de lo ocurrido en la mansión gracias a Massarino, que había mantenido una larga conversación con el inspector general Lejeune. De resultas de dicha conversación, Lejeune se había hecho cargo de una muy necesaria limpieza en el hôtel particulier del XVII° al mejor estilo RG. Verbigracia: sin que trascendieran más detalles que los de un frustrado intento de robo a mano armada en el domicilio particular de un empresario extranjero. El comunicado de prensa era más digerible— y publicable—, que la versión mucho más ajustada de”secuestro de menor” y “diplomático extranjero”, que hubiera generado toneladas de papel de diario.
Madame espió de reojo a Dubois, plantado detrás de ella. Parece un zombie. Le hizo señas y el otro se le puso al lado.
— Todas esas cuentas que están apareciendo— señaló las pantallas—, ¿teníamos registro de esto en el material de Henri?
— La mayor parte— comentó Dubois mientras leía los papeles recién impresos—. No hay mucho nuevo aquí...— Dubois cerró repentinamente la boca.
Se le erizaron los pelos del lomo, pensó Madame al verle la mirada oscura: Lejeune regresaba al centro de cómputos.
 — No puede mantenerse alejado de esta habitación— rezongó Madame.
 Desde el otro extremo, Viktor Witowlski de Sistemas asomó primero los lentes, después el resto de la cabeza y el cuerpo. Abrió la boca pero la presencia de Lejeune lo hizo cambiar de idea. Al pasar delante de ellos, se detuvo a saludarlos.
— Comisario Michelon, qué gusto verla.
Witowlski la había saludado dos horas antes. Madame enarcó una ceja interrogativa y Witowlski señaló al cielorraso. Dubois sacó un Gauloise y mientras se cubría la boca con las manos para encenderlo, murmuró:
— ¿El despacho principal?
— Sí.
— Espérenos ahí en cinco minutos— ordenó al tiempo que soltaba una bocanada de humo.
 Witowlski tosió y siguió hasta el extremo de la fila de pantallas. Ellos dos continuaron interesados en los papeles que leían hasta que Lejeune dejó de observarlos.
 — Quiero ver los subsuelos de este lugar— anunció Michelon y Dubois la escoltó por el pasillo.
Subieron igual que chicos haciendo una travesura; Witowlski los estaba esperando. El teniente estaba tan excitado con sus descubrimientos que casi no le acertaba a las teclas.
 — Es otra contabilidad, distinta a la de abajo. Una sola persona tiene acceso a ésta: los log-in son siempre los mismos. Verifiqué otras dos cosas: uno, ninguna de las otras terminales accede a este sistema aún con el mismo log-in, por lo tanto no están conectadas y ésta sí. Segundo, es siempre la msima persona porque— Witowlski sonrió pretencioso—, comete siempre los mismos errores de ortografía.
 Madame sonrió satisfecha de la perspicacia de Witowlski.
— O sea que podríamos haber tenido un presidente de Francia que no sabe escribir el francés.
Los tres se rieron bajo pero a Dubois la risa no le duró y le pidió a Witowlski que entrara al sistema.
Aunque no entendieran una palabra de contabilidad, inclusive un chico podría comprender los saldos bancarios que denunciaban que el ex-futuro presidente de Francia poseía mucho más dinero que lo que sus actividades ilícitas podían justificar.
— ¿Qué significa esto entonces?— se preguntó Michelon a media voz, mientras se hamacaba en el sillón enorme.
Dubois apagó el Gauloise y encendió otro antes de responder mirando la brasa.
— Que estaba estafando a todos sus socios.
— Eso ya lo sabíamos: tenemos los registros de desvíos de fondos de las campañas además de los ingresos por las armas también.
— Los ingresos “oficiales” por las armas querrá decir. Estos montos — Dubois señaló varios renglones —, no se corresponden con porcentajes de comisión: son valores de embarques como los que yo negocié.
 El capitán la miró a los ojos por primera vez en toda la mañana y siguió hablando.
— La muerte de Giuliani no se debió sólo a que se oponía a la nueva "business line" de Ruggieri, sino que fue la excusa para justificar la “pérdida” del embarque que Ayrault después negoció por las suyas, quedándose con todo. Ruggieri tuvo su tajada, cierto, pero intuía que la jugada era demasiado peligrosa y estaba asustado. No estaba decidido del todo a poner BCB en manos de su socio: Ayrault había comenzado a robar a la Orden y le estaba tomando gusto.
— Entonces, ¿por qué participar del secuestro si tenía el dinero que quería?— preguntó Madame.
— Ayrault no es tan cretino como para no saber que sus socios ya lo tendrían bajo estrecha vigilancia gracias a los "inconvenientes" que él mismo había inventado. Seoane le ofreció una carnada que él no podía rechazar: eliminar a los número uno y repartirse la organización entre ellos. Era perfecto para Ayrault. Nunca imaginó que Seoane no tenía intenciones de repartir nada y que pensaba liquidarlo, lo mismo que a los demás.
 Michelon sacudió la cabeza.
 — ¿Y si llegaba al Elysée? Las encuestas eran impresionantes. Y con ese programa del sábado se había metido al electorado en el bolsillo. Jesús, el desgraciado se oía tan convincente, tan patriótico, que si yo no hubiera sabido lo que sabía...
 — Hubiera tenido una posición envidiable para negociar. O muy vulnerable, no sé. El poder es la tentación suprema. Quién sabe si no deseaba llevar un anillo de sello él también: Presidente, Gran Maestre...Muchos sueños de poder juntos.
Transcurrió un silencio interrumpido sólo por el arder de la brasa del Gauloise con cada pitada, mientras Witowlski los miraba con temor reverente y sin atreverse a respirar. 
— ¿Cuáles son los bancos, Witowlski?— preguntó Michelon y el teniente imprimió los datos.
Madame apretó los labios con resignación
—Bueno, no esperaba otra cosa: están fuera de nuestro alcance. Sólo habrá orden judicial cuando se inicie el proceso y si esto sale a la luz. Y la verdad es que no me atrevo a poner las manos en el fuego por nadie. Durante este tiempo que Marceau siguió los asesinatos de este animal, me desengañé de unos cuantos jueces.
 ¿Le había parecido a ella o la mención de los crímenes y de Marceau habían hecho que Dubois se quedara congelado durante un instante? Y a propósito, ¿dónde cuernos se metió Marceau?
 — Unos cuantos deben andar detrás de esta información— comentó Dubois a sus espaldas.
— No sé para que le serviría a nadie— intervino Witowlski —. Son cuentas con claves de identificación electrónica que conoce únicamente el titular. Cualquier intento de hackearlas hace saltar las firewalls del sistema, y el atacante queda señalado por un flag electrónico que permite rastrearlo por cualquier sistema de comunicación. Es algo así como un Echelon para bancos. Mejor que el Carnivore del FBI— al teniente le brillaban los ojitos de excitación—. El titular de una cuenta de éstas puede operarla desde cualquier parte del mundo...
 — ... incluso desde la cárcel — Michelon terminó la frase y Witowlski se quedó con la boca abierta.
— ¿Podríamos pinchar las llamadas que haga este tipo y tratar de rastrear las cuentas?— preguntó Dubois.
 — Imposible: la llamada se interrumpe. El sistema detecta la interferencia y anula la operación.
 Dubois apretó los labios hasta que se le pusieron blancos y después murmuró.
— No podemos hacer nada... Volvamos abajo o Lejeune comenzará a sospechar.
 — ¿A qué se refiere con que no podemos hacer nada?— Madame preguntó al capitán mientras bajaban. — Impedir que la Orden del Temple recupere el dinero que Ayrault les robó— Dubois la miró inexpresivo.
 — ¿Cómo lo sabe?
Dubois se encogió de hombros.
— Tengo la corazonada.

****

 Eran más de las ocho de la noche cuando Lejeune volvió a rondar el despacho de Ayrault. A esa hora, el personal de la Brigada Criminal había terminado la requisa precintando el edificio completo, y no quedaba un solo archivo electrónico o en papel que la Brigada no hubiera detectado y registrado.
Bien por Michelon, pensó con sombría alegría. Del sillón extrajo un transmisor inalámbrico miniaturizado y sintonizado con su sistema de audio, que personalmente había instalado durante las primeras horas del día, cruzando los dedos para que nadie lo sorprendiera en una situación cuanto menos sospechosa, porque, ¿qué tendría que hacer el director de RG, inspector general Patrice Lejeune, hurgando en el tapizado de un sillón giratorio? Se metió el mic en el bolsillo del saco y lo palmeó satisfecho.
Los hombres de la Brigada sí que eran eficientes: ese Witowlski valía su peso en oro.
 Ni hablar de Dubois: Michelon sabe elegir a su gente.
Hizo el llamado desde su auto.
— Habrá que hacerlo salir — concluyó y recibió autorización para proceder.
 Un elemento de la Orden que él no conocía tomaría contacto para organizar los movimientos. Le dieron el nombre, que no significaba nada para él: Gaetano Corrente. Con la satisfacción del deber cumplido, Lejeune puso el auto en marcha y se fue a casa.

(1) Bachillerato

sábado, 15 de septiembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 47


 Tres de la madrugada


El hombre de unos veinte o veintidós años tenía el uniforme azul manchado de sangre, y el brillo de la locura en los ojos del color del lapislázuli. Sus facciones clásicas podrían haber sido hermosas si no hubieran estado deformadas por la rabia. Cerró la puerta sin soltar al viejo.
— ¡Nos están dando un poco de trabajo, tu... “hijo”... — masculló agitado—, y el otro hijo de puta!— un ramalazo de dolor le cruzó la cara y le arrancó una mueca sardónica. La sangre le brotó del hombro humedeciéndole la camisa.
Odette se quedó muda y el corazón se le precipitó en picada al vacío. Por Dios, nena, no te aterrorices. No es él. La bestia está muerta. El color de los ojos y del pelo, la altura y el porte militar pero por sobre todo el uniforme azul y la mirada rabiosa, le dispararon la adrenalina y le confundieron las imágenes.
Con un esfuerzo violento de la voluntad, apretó el puño tembloroso alrededor de la culata. No llores, estúpida. Sintió el ardor de la lágrima trazarle un surco en la mejilla. ¡En el nombre de Dios, no llores! 
El parecido existía más en su memoria distorsionada por el miedo que en la realidad. Se obligó a ponerse de pie. Un flashback aterrador le conmocionó las entrañas. No pienses en eso ahora.
— ¡Suelte el arma!— el hombre sacudió al viejo con el mismo ímpetu con que le gritaba a ella—. ¡Suéltela o lo mato!
La amenaza tuvo la virtud de traerla a la realidad inmediata. Se enfocó en el hombre, el arma y la mano que la esgrimía. La mano temblaba. Perdió demasiada sangre. En otras circunstancias sería fácil dominarlo pero está fuera de sí y dispuesto a cualquier cosa. Una súbita frialdad la invadió, levantando un muro entre sus terrores desbocados y lo que sucedía en ese instante: era policía una vez más y había un rehén en manos de un enajenado.
— ¿No me escuchó? ¡Suéltela!
Ella bajó el arma pero no la soltó.
— Por supuesto que lo escucho— hizo contacto visual y no se desprendió de los ojos azules—. Pero no puedo creer que usted piense matarlo. No todavía, al menos: él guarda información que ni siquiera Ortiz conoce.
La vacilación del hombre le dio un aleteo de esperanza. Un poco de tiempo, nada más...
— Si lo mata ahora, perderá un tiempo precioso tratando de reunir los pedazos de información quién sabe por dónde. Usted no organizó todo esto nada más que matar a un anciano al que todavía necesita.
— ¡Usted qué sabe de mis motivos!— gritó el hombre. El movimiento brusco lo hizo respirar con dificultad y otro espasmo lo sacudió. La sangre estaba manchando la ropa del viejo.
— No conozco sus motivos pero sí sé que es demasiado joven para morir. ¿Cuántos años tiene, veintiuno, veintidós?
— ¡Qué le importa!— la voz le vaciló.
— Su nombre sonó tanto y en tantas bocas importantes que creí que era mucho mayor. Porque usted es Seoane, ¿no es cierto?
— ¡”Seoane” es un invento de él!— aulló— ¡Otra mentira más! ¡Soy un Von Schwannenfeld!— restalló con orgullo rabioso—. ¡Ese debió ser mi apellido y el de mi hermano! ¡El apellido de mi padre!— le gritó al viejo en castellano—. ¡Le quitaste todo, hasta el nombre!
— ¡Le salvé la vida quitándole el nombre!— el viejo destilaba veneno— ¡El Angel Rubio de Majdanek! ¡Le di la oportunidad de empezar de nuevo, le di a mi hija...! ¡Mire cómo me pagó: con  traición sobre traición, él, mi nieto y usted! ¡He criado serpientes!
¿De quiénes habla Seoane? Lo acusa al viejo... ¡Dios! El padre nazi, el hermano... ¿Seoane es hermano del Brigadier? ¿Cómo carajo es que el otro es nieto del viejo y éste no? Los razonamientos se le entrechocaban a la velocidad del rayo.
— ¡Mi hermano no te traicionó! ¡Vos te dejaste llevar por las palabras de ese negro de mierda! ¡Te puso en contra de mi hermano, de mi viejo y ahora de mí, pero se acabó! — apretó el antebrazo alrededor del cuello descarnado y por primera vez, ella tomó conciencia de lo frágil que era el condenado viejo.
Herido y todo, Seoane tenía la fuerza suficiente como para desnucarlo con sólo apretar un poco más el brazo. Sin embargo, la MK le temblaba tanto en la mano, que ella dudó que Seoane pudiera sostenerla mucho más.
Hubo gritos en el corredor. La puerta  batió contra la pared y rebotó. Marcel entró seguido de Ortiz.
— ¡Seoane, suelte el arma! No le queda un solo hombre— ordenó el coronel, apuntándole.
 — Me queda él— los ojos de Seoane brillaron mientras sacudía la MK. ¡Si alguien se mueve, lo mato! ¡Los mato a los dos!— balanceó el arma entre el viejo y ella.
Desde el corredor más voces llamaron a los gritos y ella reconoció una o dos. ¿Auguste y la Caballería otra vez? Te debo muchas, hermanito.


Ortiz y Marcel bajaron las armas a medias. Seoane tenía las pupilas muy dilatadas y ya no podía ocultar los escalofríos: estaba entrando en shock hipovolémico. Lo único que lo sostiene es la desesperación. Todavía puede hacer estragos. Ese pensamiento la empujó a hacer la movida siguiente.
— Si nos mata, ¿cómo saldrá de este lugar?— Odette señaló al viejo con la barbilla—. No dudo de que él preferiría dejarse matar antes que darle a usted alguna garantía, pero yo sí puedo ayudarlo a salir de aquí.  Déjelo y lléveme con usted.
Seoane evaluó sus palabras en silencio y ella se aferró a esa mínima ventaja.
— No está en condiciones de exigir mucho. Está solo, si dispara es hombre muerto y usted lo sabe — ella se agachó a dejar su pistola en el suelo y se incorporó despacio sin dejar de mirarlo— ¿Por qué está buscando que lo maten? Está perdiendo mucha sangre, déjeme llevarlo adonde puedan parar esa hemorragia.
En ese momento, ella corría más riesgo que el viejo y lo sabía: estaba en la línea de fuego entre Ortiz y Seoane, prácticamente protegiendo a éste último con su cuerpo. Seoane miró a los hombres y su mirada era la de un chico asustado por la enormidad de lo que hizo.
— No se haga matar...— ella insistió a media voz—. No permitiré que nadie lo haga, se lo prometo. Déme el arma— dio un paso adelante y tendió la mano—. Esto ya no tiene ningún sentido.
— Yo...yo lo hago por mi hermano... — él levantó el mentón de líneas orgullosas, pero le temblaba.
— Su hermano...— ella meneó la cabeza—. No vale la pena que usted arriesgue su vida por él.
— ¡Usted qué sabe de mi hermano!
— Demasiado— hubiera querido morderse la lengua por la intensidad con que lo dijo, pero era tarde.
— ¿Qué quiere decir con eso?
Lo miró a los ojos. Encontró locura, desesperación, pero no maldad. Tuvo un ramalazo de compasión.
Deje el arma— murmuró y se acercó—, no se haga matar. Es tan joven... 
Él empujó violentamente al viejo a un costado y saltó sobre ella, enterrándole el cañón en la garganta.
— Ud. no es como su hermano, no me hará daño…
La mirada furiosa y azul evocó a la otra y durante dos latidos de corazón, el horror la estremeció de vértigo. No pudo evitar que una lágrima le rodara hasta la barbilla.
— ¡Usted... usted sabe!— exigió Seoane con voz angustiada de niño—. ¡Necesito saber la verdad!  ¡Dígame c-cómo murió Federico!
Esa verdad ya no importa ...— ella susurró entre lágrimas —. Él está muerto. Es usted el que necesita ayuda...
 ¡Alguien tiene que decirme alguna vez la verdad!— suplicó él a los gritos.
— Yo lo maté.
La voz entre dientes la sobresaltó y giró apenas la cabeza: Marcel estaba desencajado y pálido como un muerto.
— ¿Q-quién... le dio la o-orden? ¡Fue él!— Seoane miró al viejo—. ¡Él...!
¡No necesité la orden de nadie!— Marcel lo interrumpió y el odio le rezumaba en la voz—. La había torturado y violado y yo lo maté.
Seoane la soltó como si el contacto le quemara la mano; Ortiz masculló un insulto grueso; el viejo se quedó rígido, la taladrándola con los ojos. Toda la humillación sufrida a manos de la bestia se le trepó por el cuerpo y se le enroscó en la garganta, dejándola sin aire. Hubiera gritado hasta dejar de recordar.
Marcel tiró el arma y se adelantó, dejando atrás a Ortiz. Sombrío y altivo la apartó a un lado y se enfrentó a Seoane deteniéndose en la boca de la MK. Una fuerza y una violencia incontenibles emanaban de él, algo que nadie en ese lugar podría detener.


 — Él había tirado el arma porque creía que éramos de los suyos. Iba a violarla otra vez antes de matarla y yo le disparé mientras estaba desarmado. Le vacié un cargador completo encima. ¿Qué más quiere saber?
El otro recobró su dimensión real, la de un crío asustado y solo.
— Entonces...— las lágrimas rodaron por la cara de angel—,...era cierto... Yo no quería...Creía que eran héroes... Que yo era... de su misma sangre...¡Me mintieron!– sollozó— ¡Toda mi vida!
Marcel se apiadó.
— Démela— extendió la mano con la palma hacia arriba y hacia el arma— ,déjeme ayudarlo.
— No  puede...— Seoane lloraba angustiado— ¡Nadie puede!
El pobrecito se volvió hacia Ortiz, juntó los talones y le hizo una venia temblorosa.
— Mi coronel... no tenía nada contra el chico...
Levantó la MK, se la metió en la boca y disparó.

****

El estallido del disparo se le eternizó en los oídos mientras la sangre le salpicaba la cara y las palmas de las manos. Retrocedió y se encogió en un rincón, mientras el universo se volvía de gelatina espesa y roja, y ella era una mosca atrapada en ese horror viscoso de muerte. La muerte que se desparramaba a su alrededor, cercándola con una crecida que le mojaba los pies. Se volvió hacia la pared y cerró los ojos muy apretados, hasta que le dolieron. Voces masculinas se alejaban aullando una cacofonía de gritos y órdenes.
Hubiera querido volverse invisible y escapar de ese lugar maldito adonde había ido a buscar a Marcel y lo había perdido. Hubiera querido estar muerta desde mucho tiempo atrás, cuando el animal le había arrasado el cuerpo, porque aun después de muerto le había hecho daño. Puso una mano en el suelo y la alfombra estaba húmeda de la sangre de Seoane. Tuvo nauseas. Una arcada violenta la puso de rodillas. Percibió una presencia junto a ella; una mano grande y firme le tomó la cara y le sostuvo la frente.

— ¿Qué más te hizo?
Miró hacia arriba y encontró los ojos de él, duros e imperiosos, exigiendo el resto de la verdad.  No puedo decírtelo... Negó con la cabeza y cerró los ojos.
— ¡Qué más te hizo ese hijo de puta! —la levantó por los hombros y la sostuvo contra la pared, impidiéndole esconderse— ¡QUÉ MÁS! ¡QUIERO SABER LA VERDAD!
Las palabras le retumbaron en la cabeza y le reventaron en el pecho.
— ¡ABORTÉ! — gritó desde la raíz de su desesperación —. ¡Creí que me volvía loca de miedo! ¡Me violó y tuve que abortar!
Él la miraba sin entender su agonía. Lo hubiera abofeteado para hacerlo comprender.
— ¿No te das cuenta todavía? ¡La noche anterior habíamos dormido juntos...! ¡Podría haber sido tu hijo pero yo no estaba segura! ¡Tuve que hacerlo! — sollozó a los gritos.
Él la soltó y ella se deslizó hasta el suelo, encogiéndose sobre el vientre que todavía evocaba toda aquella brutalidad hacia su carne. Sin mirar, supo que él se alejaba y que estaba sola en esa habitación que se había convertido en su infierno.

****
— Comisario...
La voz de Meyer la hizo volverse a medias. Lo miró por encima del hombro mientras se lavaba las manos en la cocina de la mansión, único lugar de ese rincón del Purgatorio en el que no había cadáveres. No quiero que me vea la cara. Debo estar hecha un monstruo.
— Diga, capitán.
— ¿Quiere que la lleve a su casa?
Las piernas le temblaban, estaba mareada y las nauseas iban y venían a su antojo, pero mierda si lo admitiría delante de nadie. Y además, a él ya no le importa. Negó con la cabeza.
— Mi auto está abajo. No, ocúpense de… — hizo un movimiento amplio con el brazo—,... de esto.
Meyer vaciló.
— ¿Está segura? Massarino me dijo que...
— Puedo arreglármelas sola, gracias. Estoy bien— suspiró y se apoyó en el mármol con ambas manos.
— Ajá— evidentemente, Meyer no estaba dispuesto a creerle.
— Capitán, ¿quiere hacerme un favor?
Se volvió y se apoyó contra la mesada, con los brazos cruzados. Si Meyer tenía algo que decir acerca de su aspecto, se guardó de soltar palabra.
—Usted conoce al mayor Corrente. Le hice una visita esta madrugada y ... bueno, no lo dejé en una situación airosa. Apenas pueda, vaya al hotel de Corrente y... dígale que puede irse cuando quiera— le dio el nombre del hotel y la habitación; Jumbo asintió sin hablar.
— Capitán, una cosa más. Seguramente Corrente esté de muy mal humor.
Meyer enarcó las cejas y encogió los hombros y ella aclaró:
— Quiero decir que tenga cuidado. No vaya solo: es peligroso.
— Lo mismo que Dubois— afirmó Meyer sin que se le moviera un solo músculo de la cara de querubín. Algo en la mirada del capitán le dijo que sabía mucho más de lo que se atrevía a expresar con palabras.
— Sí, lo mismo que Dubois— respondió a media voz.
Meyer se miró los zapatos, la miró a ella, murmuró un “De acuerdo” y se fue.
Ella juntó coraje y recorrió los pasillos hasta las cocheras procurando hacerse invisible. Estaba a punto de subirse al auto cuando una voz algo cascada la detuvo.
— ¿Por qué se va?
Respondió sin volverse.
— Ya consiguió lo que quería. Déjeme en paz.

****

Un ejército de agentes especiales de RG en uniforme de fajina entraba discretamente a la casa, cuando Auguste encontró a Marcel de pie en medio de la planta baja, inmóvil y con los brazos caídos. Tuvo que llamarlo dos veces para que el otro se diera la vuelta y lo enfrentara, con la mirada vacía. Algo de su expresión extraviada lo conmocionó pero hizo un esfuerzo por ocultarlo.
— Te llevo a tu casa...— lo tomó del brazo.
Marcel se encogió de hombros y lo siguió sin abrir la boca.
— ¿Cuándo lo supiste?— preguntó Marcel cuando se detuvieron en la puerta de su edificio.
— Aquella noche— Auguste sabía perfectamente a qué se refería—. El médico que la examinó en el hospital me dijo que estaba muy alterada y que no le permitió auscultarla. No tuve ninguna duda de porqué, pero en ese momento no me importó— admitió con culpa —. Estaba viva y era suficiente.
— No me lo dijiste— dijo Marcel sin acusarlo.
— No podía. Era... demasiado.
— Ya lo sé.
— No sabía nada de... lo otro. No sé qué decir o qué...
— Nada. Ya no importa—  Marcel meneó la cabeza sin mirarlo, abrió la puerta del auto y bajó y Auguste se quedó con una amarga sensación de pérdida.


lunes, 3 de septiembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 46

DOS DE LA MADRUGADA
La puerta voló en astillas y tres sombras aparecieron tirando desde el pasillo. Ortiz saltó a cubrir con su cuerpo al viejo y Marcel disparó desde el suelo adonde había rodado. Las balas arrancaron esquirlas de las paredes y se enterraron en los muebles cerca de sus cabezas. Somos cadáveres pero alguno viene conmigo, pensó Marcel sin dejar de disparar. Tres fogonazos se intercalaron con los estampidos secos y las tres sombras cayeron al suelo. La media luz del pasillo contorneó una silueta en el vano.
— ¡Afuera, rápido!
 La voz hizo que Marcel perdiera el equilibrio durante un segundo completo. ¡No, mierda, no!
— ¡Usted!— gritó el coronel al volverse hacia la puerta—. ¿Qué...?
 — ¡Después, Ortiz! ¡Muévanse!
Marcel se lanzó sobre la silueta y la metió de un tirón en la habitación, lanzándola contra una pared.
 — ¡Qué carajo...!—aulló rabioso mientras le quitaba el arma de la mano.
 Jamás terminó la frase: Odette deslizó una pierna detrás de las suyas y lo hizo caer con una zancadilla, al tiempo que sacaba otra pistola de la parte trasera del cinturón y disparaba con calma horrorosa. El universo entero pareció deslizarse en cámara ultralenta en un ángulo imposible, mientras el proyectil pasaba por encima de su hombro y perforaba la garganta del tipo que había aparecido de la nada, en el hueco de la puerta. La sangre lo salpicó antes de que tuviera tiempo de volver a respirar.
 —¿Qué carajo hago? Salvarte el culo, Dubois— lo dijo con el tono con que comentaría el parte meteorológico y a él se le renovaron las ganas de darle una paliza por ser tan ferozmente estúpida como para haber regresado.
 Las entrañas se le retorcieron de miedo, un miedo auténtico y visceral que le anulaba la capacidad de raciocinio. Nunca había sentido tanto miedo en toda su vida, ¿o sí? Cuando corría por los pasillos escaleras arriba hasta la calle, con su cuerpo inerte y medio desnudo en los brazos... La posibilidad de que les dieran alcance y la mataran lo había aterrorizado. Sus músculos intoxicados de adrenalina revivieron las mismas sensaciones atroces y se obligó a contener el impulso de hacer lo mismo. Esta vez no tenía adónde correr: no tenía modo de sacarla de allí y ahora sí, ellos la matarían.

 **** 
Ortiz reaccionó antes que él y tomando el fusil de uno de los muertos, salió al pasillo momentáneamente despejado por Odette. Corrieron hasta un corredor lateral. Ortiz movió un panel disimulado en la boisserie y entraron a una habitación sin ventanas, no demasiado grande en comparación con las del resto de la casa, suntuosamente amueblada y alfombrada. Las paredes tapizadas en cuero de color rojo inglés aseguraban que ningún ruido se filtrara al exterior. La sensación era la estar en el despacho que contenía el tesoro de un banco. Esa habitación era el corazón de la casa... y de la Orden. Marcel tuvo un escalofrío.

 — Necesito proteger a mi padre. Seoane va detrás de él— Ortiz se volvió hacia Odette.
 — Déjelo con uno de sus hombres— ella respondió encogiendo un hombro—. Yo voy con ustedes.
 — ¡Estás completamente loca!— Marcel la zamarreó pero ella continuó sin preocuparse por los sacudones.
— Somos compañeros, Dubois— Odette lo enfrentó.— En la PDP, en la Orden o en donde sea. Puedo reducir a uno de los mejores hombres de la organización, sacarle información y armas; puedo entrar a uno de los bunkers más protegidos de París... Puedo matar. ¿La Orden no trabaja con mujeres? Es hora de revisar el estatuto: algunos artículos quedaron obsoletos porque si volviste para quedarte, yo también me quedo. J’y suis, j’y reste (1). Me lo gané.
 ¿Qué estás diciendo? La mano con que la sujetaba por el brazo apretaba con tanta fuerza que le dolía. Su consciencia osciló y se dividió en “aquí y ahora” y “afuera”. ¿Cuál era la probabilidad de que Auguste, fiel a su tenacidad de sabueso, los localizara y sacara a Odette de ese infierno? ¡Massarino, en dónde carajo estás! “Afuera” estaba a años-luz de distancia; había un único modo de alcanzarlo y se rozó la hebilla del cinturón.
  Yo creí que te había salvado y viniste a poner tu vida en mis manos otra vez. ¿Por qué atarte a mi decisión de vivir o morir? “Aquí y ahora”, ella lo obligaba a considerar una nueva posibilidad. Si supieras lo que yo sé... Ni yo mismo sé si puedo soportarlo. Quería gritar de furia y decirle que ellos no podían... Porque él era quién era. Todas especulaciones estériles. Fallar era un lujo que “aquí y ahora” no podía darse. Tengo que sacarte de aquí. Debo sobrevivir para que sobrevivas. Si después la verdad los mataba a ambos, eso ocurriría “afuera” y ellos habrían tenido su oportunidad “aquí y ahora”. Un puntapié feroz en medio de la tibia terminó de devolverle el sentido de la realidad.
 — ¡Carajo...!— rezongó mientras la sacudía.
Ella volvió a patearlo, esta vez en la otra pierna.
— ¡No me zamarrees más! Y te guste o no, todavía soy el jefe y puedo darte órdenes. Estamos en jurisdicción de la PDP, en medio de un operativo, y yo represento la máxima autoridad en estos momentos— los ojos oscuros chispearon triunfales.
 Respiró, la oscilación se detuvo y el tiempo fue uno solo, real e inmediato. Ella había vuelto a hacerlo: enfocarlo y devolverle el equilibrio y la serenidad; enfrentarlo a la elección de vida o muerte y obligarlo a elegir la vida, bajándolo del carrusel. Basta de gritos en el fondo de la cabeza. Basta de respuestas condicionadas: ella estaba viva, lo desafiaba y lo ponía a prueba como lo había hecho siempre, exigiéndolo todo de él. Tal como ella se ofrecía en ese instante. Comprendió el mensaje. Estoy al mando. Mis decisiones. Contuvo el ademán de frotarse la pierna para aliviar el dolor. Ni muerto pienso darte el gusto. 
 — Jurisdicción las pelotas. Esto es una sede diplomática y por lo tanto territorio extranjero, así que tu autoridad no vale un carajo. Acá yo doy las órdenes— Marcel se golpeó el pecho con el índice—. No te muevas de este sitio hasta que regresemos. ¡Y no te le despegues!— señaló al viejo.
Sin hacerle caso, Odette sacaba una armería completa de la mochila que había traído con ella.
 — ¡Te estoy hablando! ¿Entendiste?
 — Seguro, Ranxerox — ella sonrió como un gato echado al sol y le tendió la pistola-ametralladora que acababa de armar.

— Quiero encontrarte aquí cuando vuelva — Marcel deletreó a media voz.
 — Tendrán que sacarnos con la fuerza pública — la sonrisa felina se hizo más amplia.
 Una palabra más y te desmayo y te meto en un baúl. Mejor me voy ya mismo. Dio media vuelta y ella lo llamó.
— ¡Eh, Ranxerox! ¡La American Express!— una sonrisa de Gioconda le iluminaba los ojos sombríos— ¡“Nunca salga sin ella”!— le arrojó una Beretta 92 Combat y dos cargadores que él atajó en el aire.
 — ¿De dónde sacaste todo esto?— sacudió la Beretta y la Uzi.
— Se las pedí a otro amiguito. Ya te dije, estuve haciendo méritos para ser compañerita de ustedes en la Orden.
— ¡Como vuelvas a mencionar el tema, te mato!— ladró furioso.
Mon plaisir . (2)
Le dio la espalda y se fue detrás de Ortiz, prometiéndose que en cuanto volviera le daría a la bruja los azotes en el culo que se merecía y la promesa lo hizo sentirse ridículamente feliz.

 DOS Y MEDIA DE LA MADRUGADA

Se quedaron solos en medio de ese silencio tenso y ominoso que precede a las confesiones. Ella recargaba la pistola dándole la espalda. El viejo la percibía vibrar de pura tensión, predador alerta listo para saltar sobre el cuello de la presa. Tigra. El nombre le viboreó entre los recuerdos. Una vez había ido a cazar al tigre que le estaba devorando al ganado. La perrada lo había perseguido y acorralado, y el jaguareté se había defendido con saña incomparable, destrozando tripas y morros a diestra y siniestra. Tuvo que rematarlo para que no siguiera carneándole perros. Al acercarse vieron que era una hembra y en el cubil encontraron dos cachorros, bellos y feroces como la madre. Alguien los llevó a un zoológico y el baqueano sentenció: “La tigra siempre pelia más qu’el macho”.
 La voz de terciopelo quebró sus evocaciones y el silencio como si fueran de cristal.
— ¿Qué es lo que quiere de Dubois?
La tigra mostró las garras. Resolvió que valía la pena jugar el juego.
 — ¿Por qué supone que quiero algo de él?
 — Su verdugo privado me lo dijo.
—Yo no tengo “verdugos privados”.
 — ¡No me diga! ¿Acaso Corrente es otra cosa?—ella  se burló.
— No sé de qué habla.
— Por supuesto que lo sabe. Inclusive sabe que yo no podría haber entrado aquí si no hubiera sido por Corrente y la información que me dio.
— ¡Nadie de la Orden le daría jamás una información que usted pudiera utilizar…!— se envaró.
 — Se equivoca— ella lo interrumpió.
 Metió la mano en la mochila y le arrojó algo que parecía un guante. Él lo revisó intrigado y al encontrar el pedazo de carne adherido al látex lo soltó como si quemara. La miró asqueado y ella le devolvió una sonrisita sarcástica.
 — Me pregunto porqué carajo Corrente no se cargó a Dubois todavía.
 — ¡Ese no es vocabulario para una dama!— restalló golpeando el suelo con el bastón.
— No soy una dama. Corrente supo todo el tiempo, o casi, en dónde estaba Dubois. ¿Qué esperaba para completar su trabajo? Es uno de sus soldados más eficientes y trabaja en exclusiva para usted. ¿Por qué Corrente, que buscó desesperadamente a Dubois por media Europa, querría quedarse en París tan tranquilo? Quizás porque sabía en dónde estaba su “encargo” y debía esperar sus instrucciones. ¿Qué es lo que quiere de él?— exigió.
 La verdad es un látigo muy cruel. No creo que le guste cuando yo lo haga chasquear.
 — Saber si merece llevar el apellido Contardi.
 Ella sonrió con incredulidad. No se engañe, no es poca cosa, pensó el viejo conteniendo una mueca irónica.
 — ¿Y a quién puede importarle un apellido? Marcel no lo necesitó jamás para ser quien es.
 Ya no es “Dubois” sino “Marcel”. La tigra está peleando por lo suyo.
 — Sí importa. Dubois me debe mucho y tiene que pagar.
— ¿Él le debe a usted? ¿Qué?
 — La vida de mi nieto.
 Lo miró extrañada.
— El chiquito Ortiz está a salvo. ¡Está loco si cree que Marcel tuvo algo que ver con el secuestro...!
— No hablo de Fernandito sino de mi nieto, el hijo de mi hija. Mi único heredero varón. Usted también lo conoció.
— Yo no...
— El “Brigadier”. Así lo conocían en Francia.
Ella retrocedió lo mismo que si la hubiera golpeado.
 — Y si no fuera porque Dubois es un Contardi — se ensañó disfrutando de la victoria —, ya habría pagado con su propia vida. Ahora saldará su deuda de otra forma.
 — ¡Un Contardi! — los dientes le rechinaron — ¿Qué puede haber de bueno en llevar la sangre de ese monstruo?
Se preparó para rematarla.
— Marcello Contardi era mi hermano.

 **** 

Los ojos como carbones se llenaron de furia desesperada: la había herido y acorralado. Una lágrima solitaria recorrió el rostro de cera y se le estrelló en el pecho y en la mirada había un dolor enorme, atroz, casi físico. Pero ella se volvió hacia la pared y se sostuvo con una mano cubriéndose la cara con la otra, negándose a su escrutinio.
— ¿Marcel lo sabe?— preguntó con voz ronca.
— Yo se lo dije— se vanaglorió.
 Ella se volvió hacia él con lágrimas en la mirada violenta.
— No se atreva a hacerle más daño del que ya le hizo— susurró.
— ¿Me amenaza? ¿A mí?— casi sonrió.
— Sabe bien que no amenazo— ella levantó la barbilla—. Si vuelve a lastimarlo, lo mato.
 No lo dudaría ni por un instante, mi tigra. 
 — Él deberá elegir— la desafió.
Se dijeron con las miradas cosas que ninguno expresó en voz alta.
 — Sí, pero solo. Déjelo en paz— respondió ella por fin.
— ¿Tan segura está de su poder sobre él?
Ella esbozó un gesto de desprecio.
— Usted está tan seguro de su poder sobre los demás que da por sentado que todos deseamos esa clase de poder. Marcel es libre de hacer lo que desee y yo respetaré su decisión.
 Era la victoria que buscaba pero tenía sabor amargo. Desvió la mirada de agua para no prenderse de esos ojos oscuros como lagos turbulentos que lo obligaban a recordar, pero el recuerdo pudo más y le mordió el alma. Ombretta... Hacía mucho que no se permitía evocar siquiera su nombre y le dolió con una intensidad que no esperaba. La misma mirada, la misma intensidad, el mismo fuego... para otro. Para mí, nada más que indiferencia y desprecio, que son peores que el odio. ¿Por qué no puedo odiar como Marcello? Nos equivocamos, hermano. No las odiamos: ellas no nos permitieron amarlas. Mi cobardía mató a una, vos te vengaste del modo más terrible de la otra. Que Dios nos perdone. 

**** 

Algo helado circuló por la habitación sin ventanas, porque un escalofrío sacudió a ambos de pies a cabeza. Le pareció que el estremecimiento la había devuelto al equilibrio, poniéndola alerta y haciendo que dejara de prestarle atención a sus veladas amenazas.
— ¿Dónde está la otra puerta de este cuarto?— ella susurró con todos los sentidos puestos más allá de él.
Sorprendido en sus cavilaciones se volvió con torpeza y con el bastón golpeó un panel de cuero repujado. — ¿Puede abrirse desde aquí?— preguntó ella por completo enfocada en el enemigo detrás de la puerta.
— Sí, pero también desde el otro lado— aclaró, nervioso.
— ¡La puta madre!— masculló ella y se interpuso entre él y el panel—. Apague la luz y quédese detrás de mí— ordenó y él ni siquiera vaciló en cumplir la orden.
Escuchó el clic de la pistola y después nada más que la respiración de ella. El panel crujió con suavidad. El soplo de aire frío le erizó el vello de la nuca y le entrecortó el aliento. El panel se abrió, una hendija fría en medio de la oscuridad. Una presencia se percibió en el vano. El hombre esperaba, cauteloso. Ellos no se movieron ni respiraron. Desde algún lugar más abajo, alguien preguntó en castellano.
—¿Y?
Sin decidirse a entrar, el hombre respondió también en castellano.
— ¡Nadie!
 — ¡Entrá y despejá el pasillo!
El que hablaba todavía estaba gritando la orden cuando un estampido y un fogonazo cortaron la niebla estigia de la habitación. El hombre se desplomó hacia atrás, impidiendo el paso de los que venían por el corredor que subía desde las entrañas de la casa. La escuchó saltar y cerrar el panel.
 — ¡Vámonos!— susurró ella mientras lo agarraba del brazo.
Salieron al corredor principal con el corazón en la boca y ella empujó un mueble pequeño contra el panel exterior del saloncito, para impedir la salida de los atacantes. El estampido de los disparos subía desde la planta baja.
 — ¿Adónde?— preguntó sin mirarlo, atenta a ambos extremos del pasillo.
 ¿Adónde? ¡Ya no queda un maldito lugar seguro en esta casa! 
 — ¡Adónde!— ella lo urgió.
Pero él no podía hablar y señaló con el bastón hacia el extremo de la escalera. Ella corrió y le hizo señas para que se acercara. En su vida le había parecido tan largo ese condenado corredor.
 — Tenemos que encontrar a Marcel y a Ortiz, o...— ella calló lo que ambos no osaban pensar: si están muertos—, o tratar de salir.
Más gritos y andanadas de disparos. Alguien corría escaleras arriba y emprendía el segundo tramo hacia el último piso. Ella insultó a todo el santoral y lo empujó dentro del cuarto más cercano. Cuando cerraba la puerta, un bulto oscuro saltó sobre ellos pero ella disparó primero y el tipo cayó como un fardo. Ella lo sacó del cuarto sin demasiados miramientos y se atrincheraron en un pequeño estudio a oscuras, del otro lado del pasillo.
 El deseo de vivir le pulsó en el bajovientre. No quiero morirme cazado como una rata. Esta vez la muerte no lo esquivaría. Era consciente de ser un estorbo y un riesgo para ella; sin él, ella ya se hubiera abierto camino hasta Dubois pero estaba allí, protegiéndolo. Cumpliendo con su deber. Se sintió tremendamente viejo y frágil y con la certeza de que su único lazo con la vida pasaba por las manos delicadas de su más encarnizada enemiga. “Non ho amato mai tanto la vita”(3) . Scarpia (4) también lo habría dicho en mi situación.
 — Váyase— murmuró con un esfuerzo de la voluntad.
La voz le llegó desde sus espaldas.
 — Mi trabajo es mantenerlo con vida.
— ¿Por qué? Usted me odia— se volvió en la oscuridad mientras escuchaba el cliqueteo del arma amartillada.
Ella permaneció callada unos momentos.
— No. No lo odio— respondió con tanta calma que no tuvo más remedio que creerle.
— ¿Por qué no?— insistió, testarudo—. Mi familia le hizo mucho daño a usted y a los suyos. Mi nieto ordenó la tortura de Jean-Luc Marceau. Marcello violó a su madre y trató de hacer lo mismo con usted. Ódieme y váyase.
La escuchó inspirar y suspirar.
— Usted carga con esos crímenes, no yo. No lo odio. El odio casi me mata y casi me hizo matar a otros.
— ¿Qué es lo que quiere, entonces?
 — A Marcel.
— Ambos lo queremos.
 — No se equivoque: yo lo amo. Si tengo que perderlo, que sea porque él decide apartarme de su lado.
— ¿Me está diciendo que usted lo seguiría? ¿Cualquiera fuese su elección?
Esta vez el silencio fue casi demasiado largo.
— Sí— le temblaba la voz.
Cuánto ha madurado mi tigra; cuánto ha aprendido. Me derrota con mis propias armas. La puerta se abrió violentamente y alguien se abalanzó sobre ella. Ella lo esquivó en el último momento y rodó por el suelo disparando pero falló. Despreocupándose de un viejo inerme como él, el hombre le dio la espalda y se lanzó sobre ella al tiempo que disparaba. Sin detenerse a pensar, él encendió la luz y con el bastón golpeó al hombre en el codo, apartándole la mano con la que sostenía el arma. Otro bastonazo en el hombro hizo que el tipo se volviera a medias, incrédulo, mientras lo insultaba y le apuntaba. Ella se incorporó de rodillas y tiró, y el tipo cayó con la sorpresa estampada en los ojos muertos. Ella se dejó caer contra la pared mascullando la obscenidad que él estaba pensando. Un brazo de hierro le enlazó el cuello desde atrás y sintió el frío del arma en la sien.
— ¡Al fin, viejo de mierda!— jadearon a sus espaldas y reconoció la voz: Seoane.


**** 

Auguste sintió fallarle las rodillas cuando Meyer y él sólo encontraron cadáveres y silencio en el garage de la mansión. Casi se alegraron cuando los estampidos de metralla resonaron por todo el edificio.
 — No tengo señal, carajo— gruñó Jumbo, y ambos se lanzaron de cabeza a las escaleras.
Cuando les dieron el alto gritando en castellano, los dos voltearon y dispararon con reflejos reptilescos sobre tipos en uniforme de la PN. Les llevó sus buenos minutos dejar a los de azul fuera de combate, con Jumbo tirando desde el suelo, despatarrado gracias al disparo de un arma de buen calibre. El olor dulzón de la sangre se enseñoreaba del lugar, sin distinguir colores ni uniformes. Auguste se acercó a ayudar a Jumbo, que levantó el pulgar mientras se incorporaba resollando como una ballena con asma.
 — Hace falta algo un poquito más contundente para sacarme del juego— fanfarroneó el capitán entre jadeos.
— Por si acaso, préndale una vela a San Chaleco de Kevlar— retrucó Auguste.
 Jumbo le tocó el brazo silenciándolo; luego hizo señas afirmativas señalando primero el localizador y después el techo. Subieron cautelosos. Los gritos y disparos amainaron hasta un silencio de mal agüero. La señal se volvió loca, Jumbo se largó a correr desaforado y Auguste lo siguió con el corazón en la boca. Cisne,en dónde estás.

(1) Aquí estoy, aquí me quedo
(2) Un placer
(3) "Jamás amé tanto la vida".Último verso del aria "E lucevan le stelle", de "Tosca" de Puccini
(4) Villano de "Tosca", ordena el fusilamiento de Cavaradossi y es asesinado por Tosca cuando intenta violarla.