POLICIAL ARGENTINO: 10 ago 2008

domingo, 10 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 7


Adolph Eichmann
Eric Priebke


BUENOS AIRES, 1931
Su padre se murió de cáncer, en silencio, sin una sola queja. Como correspondía a un hombre de campo. Lo enterró en la misma estancia, detrás de la capilla, junto a la tumba de su madre y su hermana. No lloró, porque los hombres no lloran. A su padre no le hubiera gustado. La peonada lloró, silenciosa. Las mujeres no; se dieron el gusto de desgañitarse por el patrón.
Se quedó en la estancia revisando papeles, aprendiendo todos los días algo más sobre todo lo que tenía entre las manos. Era monstruoso. Increíble de tan grande. Increíble lo corrupta que podía llegar a ser alguna gente que se encaramaba en las ancas del poder.
— Usted no se corrompa con porquerías —le había dicho su padre, que se había negado a que le dieran la morfina que lo dejaría morirse sin sufrir—. No tome basura por estar a la moda. Que los mequetre-fes y los petimetres se inyecten lo que quieran. Nosotros se la vendemos. Pero donde se come... ya sabe.
Le hizo caso y se volvió espartano como el tatita. Buscó una mujer adecuada a la vida dura de la estancia. Martita fue una buena esposa. Le dio cuatro hijas, ningún varón. Se murió tan calladamente como había vivido. Se sintió en paz en ese aspecto. No era hombre de muchas mujeres.
En Europa ya se estaba cocinando la guerra. Por lo que sabía, más dura que la anterior. La Gran Guerra había sido la última de caballeros, y la que se venía sería la primera de crápulas. Problema de ellos. A veces viene bien estar en el culo del mundo, en el otro extremo del planisferio. Les vino muy bien a sus nuevos y particulares aliados.
Una noche, sentado en el estudio, recibió un telegrama. Lo necesitaban. Había que sacar a muchos nombres importantes de Alemania, antes de que los aliados los alcanzaran. “Eso cuesta”, respondió escuetamente. El telegrama siguiente trajo nada más que un número, el de una cuenta bancaria en Suiza. La respuesta fue el nombre de un barco cerealero que anclaría en un puerto seguro. Esperaría dos días y volvería a Buenos Aires. El barco fue y vino muchas veces.
Los fondos a la cuenta, también. Y las influencias. Y la información. Todo conocimiento es materia negociable. Esa ciencia nueva que estaban desarrollando. Los estadounidenses se habían repartido con los rusos a los científicos italianos y alemanes que la habían formulado. Los estadounidenses habían atacado primero y la guerra había terminado. Un negocio un poco peligroso. Habría que estudiarlo. Pero los desarrollos de armas más sofisticadas, aviones más veloces, submarinos más resistentes... El cuerno de la abundancia de la industria pesada. Diversificar. Tanto en productos como en ubicaciones. No concentrar más que el poder.


Foto: Página 12
"La iglesia genovesa abre archivos nazis para frenar las versiones"- Página 12
"La Odessa que creó Perón"- Página 12

Los nombres que llegaron en el barco cerealero eran peligrosos. Ninguno se quedó en Buenos Aires mucho tiempo. Ayudar, sí. Hacer estupideces, no. Se dispersaron por el Chaco paraguayo, el Impenetrable argentino, la selva boliviana y brasileña. Con el tiempo, todos esos sitios se llenarían de gringuitos rubiotes y de ojos azules como el cielo, que chapurreaban un argot incomprensible, mezcla de ale-mán, guaraní y portugués. A los nombres les gustaban los harenes de hembras paraguayas, hermosas y bien dispuestas; en Asunción hay muy poco que hacer a la hora implacable de la siesta. Lo mismo del otro lado de las fronteras difusas de una Sudamérica que no terminaba de definirse a sí misma a la hora de los límites.
Uno solo se quedó, el que se enamoró de su hija mayor, que ya pintaba para soltera. Las otras, más achispadas, se habían casado con milicos y con tipos de la sociedad patriarcal que las veían como una espléndida relación con el poder. Todas parieron hembras.
Dora se enamoró como una vaca estúpida del alemán, y él, que casi podría haber sido su padre, la correspondió con el mismo amor inmune a la crítica. Y tan enamorados estaban que lo sorprendieron. Puso condiciones. El nombre que llevaba él era inadmisible públicamente. Tendría que aceptar cambiarlo. Podrían arreglar eso sin problemas. Con Europa devastada, no había fuentes de información confiables. Se fraguaría toda la documentación y pasaría a ser español, de Galicia. Los celtas y los germanos tienen características físicas similares. Lo dejó elegir un nombre de la guía.
Segundo: el acento tendría que borrársele de las palabras. Se solucionó con un instructor de idiomas severo hasta el castigo.
Tercero, pero no se lo dijo a los tórtolos: Quiero un nieto varón. Se mordió y esperó sin demasiada esperanza.
Dora, la vaca boba de Dora, y su alemán devenido gallego y en el límite de la madurez, le dieron el varón que había esperado durante veinticinco años. Comenzó a sentir una especie de aprecio por la hija que se había quedado en la estancia con él de puro soltera y por ese marido extraño que se había conseguido.
En secreto admitía que el mocoso le sacaba los pantalones, metafóricamente hablando. Era un ángel, como lo había soñado cada vez que cumplía sus deberes maritales con Martita. Y los ojos azules del gurí eran iguales a los de él. Como l’agua, decía la peonada. Todos, incluso las mujeres viejas de la estancia, decían que el mocoso se parecía más al abuelo que al padre, y eso lo llenaba de tanto orgullo como si él mismo lo hubiera engendrado.
Marta, si vivieras para ver este nieto. Lo habríamos disfrutado. Se encontró con el recuerdo lejano y polvoriento de su mujer, recuerdo que había enterrado con ella en el mismo día y en la misma tumba. Había sido una buena compañera: callada, sumisa, siempre a la espera de sus palabras. Te quise. Me parece que te quise. Debe de ser este mocoso que me ablanda.