POLICIAL ARGENTINO: 14 mar 2010

domingo, 14 de marzo de 2010

La mano derecha del diablo- PROLOGO-2º PARTE

MILÁN, 1930
"Desnudo" Guido Cadorin

Esperaba el encuentro desde hacía meses, espiando cada carta que su madre recibía. En el último año Vittorio había viajado varias veces y su padre, ninguna. Enojado y envidioso, no se atrevía a hablar con su hermano. Debe considerarme nada más que un crío.
Vittorio era extraño. Joven y sin embargo seco y severo como el viejo. Mientras él moría por entrar al tout—Milano y se enfurecía con su madre por ser tan pacata y tan rústica que no se atrevía a alternar con las señoras elegantes, Vittorio, que tenía todo al alcance de la mano para hacerlo, evitaba la vida social tan a menudo como podía.
En el último año, él había madurado mucho y no sólo físicamente. Era casi tan alto como Vittorio, lo cual significaba que pronto sobrepasaría a su padre. En unos años más el parecido físico con su hermano haría que los confundieran con mellizos.
Pero es en lo único en que nos parecemos. Mi hermano debería ser cura. En sus soliloquios lo llamaba "il cardinale", un poco por burlarse y otro poco por imaginarlo como un Richelieu severo. Vittorio tenía costumbres en exceso ascéticas para sus propias ansias juveniles. Seguramente jamás le haya levantado las faldas a ninguna mucama, pensaba tirado en su cama. Él ya se había ocupado de cubrir esos vacíos en su educación de una forma más que eficiente, y la experiencia adquirida estaba comenzando a rendir sus frutos: el personal femenino más joven de la casa se peleaba en secreto por entrar al dormitorio del padroncino (1), que disfrutaba de los favores de todas sin despreciar a ninguna. Inclusive Miss Parsons parecía haber escuchado ciertos rumores porque se sentaba cada vez más lejos de él a la mesa de estudios.
Una mañana, cuando su madre había hecho una de sus raras salidas — a la iglesia, a confesar alguna estupidez — decidió que ya era hora de probar el menú inglés. Los conocimientos obtenidos gracias a los voluntariosos servicios de las mucamas demostraron ser mucho más útiles de lo que hubiera esperado, porque Miss Parsons se rindió como una colegiala asustada. Descubrió que la reputación de la corsetería francesa no era en vano. Resultó excitante saber que debajo de ropas grises y frías se escondían fuego y encajes. Fue toda una experiencia el iniciar a una Miss Parsons deliciosamente madura y maravillosamente bien dispuesta a aprender.
Seguramente mi madre ni siquiera conozca el satén para la ropa interior. Es mejor que no alterne con damas de nuestra clase social, sería terrible que descubrieran lo vulgar que es, se avergonzaba secretamente.
La tarde en que llegó su padre, él estaba con el tutor. Casi olvidó pedirle permiso para salir corriendo hasta el vestíbulo. Dos pasos antes de la puerta del corredor interno se plantó, recompuso la expresión, se acomodó la camisa y abrió. El aspecto de su padre lo dejó helado: había envejecido terriblemente desde la última vez que lo había visto, menos de un año atrás. No se le escaparon los ojos llenos de lágrimas de su madre, abrazada a la cintura del viejo. Tampoco se le escapó la expresión extraña de él ni la forma en que acariciaba los cabellos negros: su padre jamás hacía manifestaciones de afecto delante de la servidumbre. Algo serio le pasa al viejo, se dijo. Esperó silencioso a que le prestaran atención y cuando su padre lo hizo, leyó la inocultable sorpresa en sus ojos.
—Has crecido mucho, Marcello— murmuró el viejo al tenderle la mano recién desenguantada y fría.
— Padre, cómo está Ud— y al tomársela, la notó huesuda y arrugada. Sintió que el coraje que habia estado reuniendo durante tanto tiempo se le diluía y decidió hablar antes de perderlo del todo.
— Yo también quiero hablar contigo — murmuró el viejo. En ese momento, se alegró de haber pedido audiencia aunque se desilusionó un poco cuando su padre le dijo que hablarían más adelante.
El resto de la tarde fue insoportablemente largo y durante la cena familiar, se intercambiaron noticias sobre los dos continentes. ¡Qué maldita manía de no discutir temas personales en la mesa, Santo Dios! ¡Se trata de mi futuro!, quería gritarles a sus padres.
Cuando se fue a dormir descubrió que le era imposible y se levantó para escurrirse hasta la biblioteca, como lo hacía habitualmente. Había llevado su habilidad de recorrer la casa por los corredores internos de la servidumbre al estadio de arte. Las reuniones secretas de los hombres mayores ya no lo eran para él. Sí en cambio algunos temas sobre los que, por más averiguaciones subrepticias que había realizado, no había llegado demasiado lejos. Palabras que no se mencionaban, sitios, cargos apenas sugeridos; todo tenía una aureola de poder que él percibía y no podía alcanzar.
Unos ruidos ahogados le llegaron a través de las paredes del estudio de su padre cuando pasó rumbo a la biblioteca y lo picó la curiosidad. Se detuvo a escuchar y lo que oyó resultó inconfundible para sus oídos acostumbrados a los sonidos del amor furtivo. ¿El viejo está con una mujer en el estudio? La idea lo sorprendió tanto que casi tropezó. Volvió sobre sus pasos a la carrera y apoyó la oreja en el panel de madera : no hay dudas, ¡el viejo está montándose a alguien! Muerto de curiosidad se deslizó a su punto habitual de observación.
Su padre estaba con una mujer. Blanca, de formas armoniosas y suaves encerradas en el más delicado de los satenes. Desde el agujero minúsculo sólo podía verla desde los hombros para abajo, lo mismo que a su padre. Las piernas envueltas en medias negras se enlazaron en la cintura del viejo como dos serpientes lujuriosas mientras su padre, de pie frente al escritorio, la poseía lentamente, disfrutando de cada arremetida. Alcanzaba a ver las manos y brazos enguantados, rodeados por un pañuelo de seda sujeto al tirador de un cajón, y el torso bellamente esclavizado por el corsé, ahora a medias desnudo, bajo las largas manos arrugadas que acariciaban los senos espléndidos apenas cubiertos por el encaje.
¡Viejo fauno, se trajo una prostituta a casa!, pensó entre furioso y divertido. La escena se volvía ora violenta, ora sensual. La mujer lo provocaba una y otra vez, prisionera de las manos como garras y de los pañuelos de seda. Eran un monstruo de dos cabezas, un Girión sensual que contorsionaba sus dos mitades en éxtasis.
La excitación le quitó el aliento. No podía dejar de mirar mientras odiaba a ese anciano lascivo que manoseaba el cuerpo joven y duro. ¿Puta, cuánto te paga para que finjas de esa manera?
Se forzó a alejarse hasta la biblioteca. Si antes no podía dormir, ahora era imposible. ¿Quién es la fulana? Deseaba a esa mujer con toda la violenta furia adolescente de que era capaz. ¿Cuándo la trajo a casa? ¿Cómo? Bah, mi madre es tan santurrona, debe estar durmiendo hace rato. Volvió al corredor pero cuando llegó hasta su observatorio privado, el estudio estaba vacío. Qué imbécil, se insultó. Demoré demasiado.
La escena se repitió varias noches esas semanas. En una ocasión alcanzó a presenciar la “ceremonia” completa : el viejo la desnudaba; la vestía besándole cada rincón del cuerpo maravilloso, enfundándole las medias y enlazándolas en los portaligas; él mismo sujetaba los cordones del corsé y de los zapatos interminablemente altos; ella se dejaba adorar como en un ritual pagano, hasta que el viejo elegía en dónde ataría a su tesoro para consumar el sacrificio. Luego seguían las súplicas, los ruegos y las más dulces torturas. No se atrevía a agrandar el agujero en el panel por temor a que lo descubrieran y sufría en silencio por ver la escena en su totalidad.
Estuvo tan distraído todo ese tiempo, que inclusive se olvidó de la audiencia y por lo visto de unas cuantas cosas más porque su tutor lo reprendió más a menudo que de costumbre.
—¿Qué te pasa, muchacho? — ladró el viejo cascarrabias—. ¿En dónde tienes la cabeza? ¡No sé ni para qué me preocupo por ti!
La llamada de atención le recordó que quería hablar con su padre sobre su futuro. Lo haría al día siguiente, sin falta.
Se prometió que la anterior había sido la última noche en que lo espiaría. Tengo que demostrarle que puedo ser muy bueno en mis estudios y en todo lo que me proponga, si quiero que me apoye. Después de todo, si el viejo quiere divertirse, no es asunto mío. Yo también me divierto. Se miró al espejo mientras se acomodaba la camisa: no es asunto tuyo pero esa tipa te caló hondo. Ya sabía que era morena y pequeña. Bueno, evidentemente le gustan las de ese tipo. Yo prefiero las rubias. Las mucamas de la casa ya sabían de sus gustos y Andreina se aprovechaba de sus trenzas doradas para obtener ciertos pequeños favores y vanagloriarse delante de las demás.
Quería retirarse temprano: mañana es el gran día. Estudió hasta tarde y se durmió sobre los libros. Despertó aturdido, incómodo y con dolor de cabeza y fue a la cocina a tomar una aspirina. Como siempre que andaba de noche por la casa, usó los corredores de la servidumbre.
Al pasar por el estudio, los ruidos lo atrajeron como un imán. Se obligó a seguir hasta la cocina pero al volver, la curiosidad y su sexo malhumorado e imperativo lo llevaron hasta el panel de siempre.
Ahí estás, zorra. Se prometió que encontraría a esa mujer y repetiría el ritual hasta el más mínimo detalle. Imaginó sus manos ajustando los lazos hasta casi quebrar la cintura y se mareó de voluptuosidad.
Parece que llegué en el momento culminante. El rostro de fauno mostraba la tremenda tensión previa al orgasmo. El cuerpo blanco se retorcía jadeante entre súplicas, deseable y hermoso en su desesperación. Por fin acabaron, él resollando desplomado sobre el escritorio y ella cubriendo de besos las arrugas repugnantes.
Te odio, puta, se mintió, te aborrezco por acostarte con este viejo decrépito. Cerró los ojos y se recostó contra la pared opuesta al panel, tratando de empujar hacia el estómago el nudo de deseo que lo estrangulaba. Oyó murmullos y se acercó a espiar. La escena lo sorprendió: el viejo estaba sentado en su sillón, envuelto en su bata de seda, y la mujer estaba sobre sus rodillas, también en bata, acariciándole la cara y el cabello. La larga melena negra se le desmadejaba por la espalda y el viejo la acariciaba distraído. Hablaban en voz queda, así que pescó la mitad de la conversación susurrada entre amantes.
— Si te pidiera que te quedaras, ¿cuánto tardarías en detestarme por haberlo hecho?
— No digas eso... — murmuró el viejo.
— Una mujer puede dejar todo lo que tiene por quien ama...
— Ya lo sé... — la interrumpió el viejo y la besó.
— ...pero un hombre..., tú, en tu posición... No, vida mía, no puedo...— la mujer contuvo un sollozo.
— Entonces ven conmigo.
Hubo una larga pausa antes de la réplica de ella.
— ¿No quisiste llevarme antes, por qué tendrías que hacerlo ahora? Está bien así. Yo lo entiendo. Es que te amo demasiado y cada día me es más difícil vivir lejos de ti
— No me arrepiento de nada de lo que hice en mi vida— el viejo reclinó la cabeza contra el respaldo mientras sujetaba a la mujer contra su pecho—, excepto el no haber tenido el coraje de tenerte junto a mí. Fui un cobarde...
— No es verdad...
— ... y lo descubro apenas hoy, cuando ya es demasiado tarde.
Comprendió que ella lloraba y ahogaba las lágrimas en el pecho del viejo. No entiendo nada. ¿El viejo quiso dejar a mi madre por ésta? Porque si no, ¿de qué otra cosa pueden estar hablando ?
La conversación continuó en tonos susurrados y tuvo que hacer un esfuerzo considerable por entender algo. Están hablando de mí, se sorprendió. ¿Por qué habla de mí con esa...? Una sospecha espantosa se le aferró a la garganta y no le dejó pasar más saliva. La pareja se levantó y abrazados, fueron hacia la puerta del estudio. Reunió el coraje que le estaba flaqueando y se precipitó por los corredores hasta el piso de arriba. No es cierto, no puede ser. Corrió como un loco, los ojos llenos de lágrimas rabiosas.
Al asomarse al corredor principal, los vio entrar al dormitorio. Cuando la puerta doble se cerró tras ellos, se metió en su cuarto. Ciego de furia golpeó los muebles y las paredes, ahogando como podía los gritos que pugnaban por escapársele de la garganta.
La puta del viejo asqueroso, la ramera voluptuosa que esclavizaba a su padre y a él, la mujer que deseaba hasta la exasperación como nunca antes a otra, era su propia madre.

Reale Accademia Militare di Modena

Se despertó gracias a los golpecitos en la puerta y lo hizo de un malhumor insoportable. Le latían las sienes por haber dormido mal y antes de verse al espejo supo que las ojeras lo traicionarían. No se molestó en responder pero quien golpeaba evidentemente gozaba de ciertos privilegios en la casa porque entró sin esperar su permiso.
Casi dio un salto en la cama al ver a su madre inclinada sobre él para besarle la frente.
Dai, caro, alzati (2). Tu padre te está esperando — se acercó a la percha-valet y dejó colgado algo en ella —. Eres un poco joven todavía para esto, pero quiero que tu padre vea cuánto has crecido y madurado. Ya eres todo un hombre, hijo mío — sonrió dulcemente.
Odiaba su sonrisa, su dulzura, sus besos. La odiaba desesperadamente desde hacía una noche. No te acerques, quería gritarle, pero las palabras se le enredaban en la lengua. Se levantó de un salto, sin mirarla, a lavarse la cara. Cuando regresó, ella todavía esperaba.
— ¿Vas a quedarte ahí mientras me visto? — masculló entre dientes.
— Ya me voy. Quería nada más que vieras lo que te traje. Espero que te guste— señaló la ropa colgada.
Se acercó, tratando de pasar lo más lejos posible de ella. Cuando revisó la ropa casi se cayó sentado : ¡pantalones largos! No pudo evitar mirarla sorprendido. La mano pequeña y suave le recorrió la mejilla.
— Te espero en el corredor. No tardes — y salió.
Se vistió a los trompicones y cuando terminó, el espejo le devolvió una imagen desconocida: podría haber estado mirando a Vittorio en uno de sus trajes de tarde. Levantó la cabeza en un gesto arrogante, el mismo gesto que su hermano y su padre, y se admiró frente al cristal. Su estampa le dio confianza; parecía mucho mayor que sus casi quince años. Salió del cuarto dispuesto a enfrentar al mundo entero si era preciso. Su madre lo esperaba al final del corredor.
— Estoy tan orgullosa de ti — murmuró al verlo.
Se sonrojó sin querer y la detestó todavía más por ello. Ella extendió la mano y la retiró de inmediato.
— Iba a tomarte de la mano— se excusó —, pero ya no eres un niño. Deberías llevarme del brazo. Sacudió la cabeza sin hablar y le ofreció el brazo que ella pedía. Mientras bajaban las escaleras se cruzaron con Andreina. La mucama no pudo disimular la sorpresa y lo miró como si acabara de descubrirlo, admirada y con la boca abierta. De reojo pescó la sonrisa, entre reprobadora y divertida, de su madre. Cayó en la cuenta de que ella sí sabía de sus correrías por los cuartos de la servidumbre. No supo cómo pero logró mantener la compostura. Volvió apenas la cabeza y Andreina le dedicó una mirada perdidamente enamorada que le dio la seguridad que le faltaba junto a su madre. Sonrió para sus adentros y se prometió que esa noche celebraría sus pantalones largos a toda orquesta.
A punto de entrar al estudio, en un extremo del corredor se arremolinaron las faldas negras y los delantales blancos para desbandarse luego por toda la casa. Esta sería una noche muy larga. Serviría para celebrar tanto como para olvidar.
El viejo estaba sentado ante su escritorio monumental. Tuvo que hacer un esfuerzo para arrancarse de la memoria las imágenes de las noches pasadas. Si los cajones de este mueble hablaran... Se sentó frente a su padre, reuniendo coraje y saliva, pero el viejo le ahorró el aliento. — Sé que estuviste esforzándote mucho en tus estudios, Marcello — él asintió vigorosamente —, y que hay un motivo muy importante para eso.
El viejo hizo una pausa para que él hablara.
— Padre... — no tartamudees, cretino, se insultó. Se miró los pantalones largos y recobró el habla—. Quiero ingresar a la Accademia Militare. Sé que puedo hacerlo. No lo desilusionaré.
El viejo lo miró largamente, los ojos del color del agua traspasándole los suyos. Después meneó la cabeza.
— Me esperaba algo así. Tu madre me puso al tanto de algunas cosas y tu tutor me lo confirmó — tosió para aclararse la garganta —. Existen... algunos inconvenientes, por así llamarlos. Pero le prometí a tu madre que... lo solucionaría.
¿De qué habla el viejo ? ¿Qué tipo de inconvenientes ? ¿Será por mi madre? Miss Parsons se lo había explicado. No es de familia noble como el viejo y por otra parte, yo no tengo derecho al título, soy el segundón, eso lo heredará Vittorio. Pero por lo demás, soy tan hijo y tan noble como mi hermanito mayor. Su padre continuó.
— Has demostrado ser lo bastante mayor para enterarte de ciertas cosas. Si puedes divertirte como un adulto — lo miró significativamente y él tuvo la presencia de ánimo suficiente para aguantarle la mirada —, puedes también entender cosas de adultos.
— Precisamente de eso se trata, padre — se atrevió a interrumpir —. Sé que tanto Vittorio como Ud. se ocupan de asuntos importantes. Quiero demostrarles a ambos que ya no soy un niño y que quiero estar preparado para ocuparme también de esos asuntos.
— No tengo dudas de que estás más enterado de algunas cosas más de las que yo o tu hermano imaginamos — lo reprendió apenas —. Eres un muchacho brillante, Marcello. Quizás un poco demasiado impetuoso para tu edad. Pero de lo que quiero hablarte tiene que ver con la Accademia.
Hubo una pausa incómoda y el viejo retomó el discurso, en voz más baja.
— Yo... cometí un grave error del que me arrepiento profundamente, porque le hace daño a quien amo más que a mi vida— ¿Mi padre hablando de amor ? Bueno, después de haber visto o, quién lo que vi, quién sabe, pensó sarcástico. — Quizás algún día te encuentres en mi situación y espero no cometas la misma equivocación. Y las consecuencias de ese error hoy pueden ir en contra de tus intereses, figlio mio(3).
Era la primera vez que lo llamaba de esa forma. Se mordió para no interrumpir.
— Pero he decidido reparar ese error antes de que sea demasiado tarde.
— ¿De qué habla, padre ? — preguntó, muerto de curiosidad.
— Que me casaré con tu madre para que puedas ingresar a la Accademia. De otro modo jamás te lo permitirían.
Se hundió en el asiento como si lo hubieran golpeado en la cara. ¡Soy un bastardo! Le costó seguir prestando atención a cuanto su padre decía. El viejo llamó al ama de llaves para pedirle que buscaran a su madre. Cuando ella entró al estudio, él la llamó a su lado.
— Le he explicado a Marcello cómo son las cosas— su madre bajó los ojos, levemente ruborizada. ¡Puta, no eres más que la puta del viejo! ¡Cómo pudieron hacerme esto, avergonzarme de esta manera!
— Y también le dije que me casaré contigo.
Ella trató de interrumpir y el viejo le tomó la mano y se la besó.
No, Ombretta, debe hacerse así si Marcello quiere ingresar a la Accademia. Nadie podrá entonces poner ningún tipo de impedimentos. Dependerá exclusivamente de ti, hijo, de tu inteligencia. Que no se diga que un Contardi no pudo demostrar su capacidad porque alguien no supo reparar un equívoco a tiempo.
Su madre miró al viejo fauno con ojos llenos de amor y lágrimas.
— Me pondré celoso de ver que te preocupa tanto este joven caballero— sonrió su padre.
¡Está completamente chocho, viejo estúpido! Quería salir de esa habitación, de la casa y no verlos nunca más. En los días que siguieron se encerró con el pretexto de estudiar. Su tutor se sorprendió de su aplicación y su celo, y lo felicitó. Cuanto más pronto me vaya, mejor. Incluso trataba de evitar las cenas familiares, dentro de lo posible y de lo cortés. El viejo jamás se había quedado durante tanto tiempo.
Las mucamas comenzaron a acusar parte de la violencia interior arrolladora que lo impulsaba. Me negaron la honra de ser un hijo legítimo. Nadie me negará jamás nada. Nunca más, se prometió y desataba su furia impotente con las doncellas, que se peleaban por saltar dentro de su cama. Andreina y Miss Parsons compartían por igual sus negras fantasías y eran sus víctimas complacientes, sin saber que reemplazaban a una mujer prohibida.
Pasó los exámenes de admisión tan limpiamente que mereció una felicitación. El mismísimo viejo sucio se reunió con los capitostes de la Accademia, que le palmearon el hombro y estrecharon la mano de su padre con respetuosos “Signor Conte”. Estarían orgullosos de tener a un Contardi entre ellos. ¡Por supuesto que lo estarán, si lo que esperan es usufructuar las influencias del viejo! Sentía que en esos pocos días no había madurado, sino envejecido.
Estaba acomodando su ropa y sus cosas en las maletas cuando su madre entró a su dormitorio.
— ¿Estás contento, figlio mio ? — preguntó ella con voz cantarina.
— Sí, madre — respondió sin volverse. ¿No te das cuenta de cuánto te detesto?
Hubo una pausa larga.
— Yo soy nada más que una muchacha de pueblo. Me enamoré de tu padre y sigo tan enamorada de él como la primera vez que lo vi. Nunca le pedí nada a cambio y él quiso dármelo todo. Lo más importante en mi vida han sido tú y él, y nunca quise otra cosa más que mi familia. Marcello... me harás mucha falta, lo sabes. Pero estoy orgullosa de ti y de lo que conseguiste.
¿Qué conseguí, que el viejo se casara contigo?, estuvo a punto de soltarle. Asintió mudo. Ella se acercó y lo abrazó.
— Estás casi tan alto como tu padre — y se empinó en la punta de sus piececitos para besarlo en la mejilla. ¡No me toques, por Dios, no te acerques! Te odio tanto, mamá.
— Tu padre quiere que nos tomemos una foto. Regresa a Buenos Aires y quiere llevársela con él. El fotógrafo está esperándonos en el estudio. Estaré abajo.
Cuanto antes baje, mejor. Terminó de vestirse y corrió a tomarse la condenada fotografía. Se tomaron una los tres juntos, él sintiéndose un idiota hipócrita junto a sus padres, y luego una él y su madre solos, él de pie detrás del sillón. Por indicación del fotógrafo puso la mano sobre el hombro de su madre.
Cuando el fotógrafo y su padre salieron del estudio, se dio cuenta de la expresión desconsolada de su madre.
— ¿Qué te pasa ? — preguntó seco.
Ella se quebró y se sentó a llorar en silencio. Se quedó petrificado, embargado por una emoción que no podía soportar.
— No quiero que tu padre me vea llorar— murmuró y respiró profundamente para recomponerse.
— No te preocupes, siempre vuelve — se sorprendió consolándola con torpeza.
Ella levantó los ojos oscuros y maravillosos, llenos de dolor.
— Ya no volverá, Marcello. Tu padre se está muriendo.

MILÁN, 1943

La mansión estaba más silenciosa y oscura que lo habitual en esos tiempos sombríos, lo cual no colaboró con el ánimo igualmente sombrío del mayor Marcello Contardi. El personal se retiraba temprano y se apagaban todas las luces posibles. En el único lugar de la casa en donde se mantenían encendidas era en su dormitorio y su estudio, por expresa orden de Ombretta.
Hacía ya mucho tiempo que Ombretta había dejado de ser "mamma” para sus adentros y el “madre” era una mera formalidad que cumplir en público o delante de la servidumbre. Detestaba evocar la silueta armoniosa y de curvas dulces, aquel rostro delicado y esa voz cantarina. Ombretta intuía su malestar sin comprenderlo y se mantenía alejada de él, aunque en varias ocasiones la había pescado en el extremo de algún corredor o asomada al vano de alguna puerta, observándolo con una mezcla de tristeza y orgullo por ese hijo al que ella le importaba cada vez menos.
Esa noche, Marcello no estaba de ánimo conversador. Ni siquiera el revoloteo de Andreína lo entusiasmó y la despachó secamente. El régimen de Mussolini había fracasado e Italia ya había perdido la guerra escandalosamente. El piloto austríaco Scorzeny había rescatado al Duce de su prisión en el Sasso, en la cara de los Carabinieri — o con su connivencia, nunca se sabría del todo— , pero Mussolini estaba destinado a ser un títere de Hitler durante lo que quedara de la guerra o lo que le quedara de vida. Marcello no se hacía demasiadas ilusiones, ni siquiera respecto a la utópica y absurda Repubblica di Salò que Mussolini había declarado en el Norte dominado por los partisanos. Entretanto, los americanos hacían una jugada que sería clásica en ellos: aliarse con sus enemigos públicos número uno para atacar a otro enemigo mayor. Le famiglie (4) de la Cosa Nostra de Chicago y Nueva York les habían abierto las puertas de Sicilia a los Marines, allanándoles el camino hacia el continente. Era una clase de favores que solía pagarse a precios muy altos.

Croce al Merito di Guerra - Medaglia d'Argento al Valore Militare (condecoraciones II Guerra Mundial- Ejército Italiano)
Con el Ejército dividido entre los fieles al Duce y los monárquicos, Badoglio coqueteaba con los Aliados tratando de salvar lo que pudiera de los agonizantes gobierno y fuerzas armadas, y una Italia derrotada desde el día mismo en que había entrado al Eje, le declaraba la guerra al III Reich.
Le dedicó una mirada de desprecio a la fotografía con las condecoraciones por su desempeño en la campaña de Abisinia. En algún cajón de sus armarios, dormían la Medaglia d’Argento al Valor Militare y la Croce al Merito di Guerra. Pocas cosas lo hacían sentir tan impotente como esas condecoraciones. La campaña a Rusia había sido desastrosa y el Ejército había sufrido suficientes pérdidas como para que la Medaglia d’Argento no significara nada. Se tiró en la cama a fumar, con la guerrera desabrochada y sin quitarse las botas. Después de un rato, sacó la carta de Vittorio de un bolsillo y se dedicó a descifrar el código de encriptamiento.
El contenido le hizo esbozar una media sonrisa: los alemanes estaban seriamente preocupados por el futuro del III Reich. Parece que ya no creen que durará mil años, pensó con desprecio, mordiendo el cigarrillo, un lujo que escasos oficiales podían darse a esa altura de la guerra. Se recostó en el cabecero de la cama: la oferta de los alemanes a cambio de una vida nueva en “territorio no hostil” se medía en lingotes de oro, pero Vittorio se proponía obtener mucho más que dinero: ciencia y tecnología de avanzada, como pago por asegurarle a la élite de las fuerzas armadas germanas un futuro posible, lejos de Europa. No podía menos que aprobar la contrapropuesta de su hermano.
Él sería el enlace entre ambos continentes, supervisaría que los depósitos se efectuaran a tiempo y que los viajeros embarcaran con adecuados sigilo y discreción. Su participación en los negocios familiares se depositaría en una cuenta en Montevideo, que a su debido tiempo sería transferida a Suiza. No había querido recurrir a ningún banco europeo durante la guerra: nadie sabía qué ocurriría con esos depósitos cuando todo terminara, y ahora que los brutos americanos parecían haber entendido el arte de la guerra, y habían conseguido revertir sus impresionantes derrotas y marchar lento pero seguro a la victoria final, quién podía imaginar qué harían al toparse con la impasibilidad de los banqueros helvéticos.
Aplastó el cigarrillo con descuido. Por fin algo bueno saldrá de toda esta mierda.
Unos golpecitos discretos a su puerta lo sorprendieron y guardó la carta. Mañana le responderé con un telegrama. Invitó a quien golpeaba a entrar, deseando que no fuera Andreina: no tenía deseo alguno de sexo esa noche. Era Ombretta. A los cuarenta y un años la belleza se le había vuelto tran trágica como la de la Addolorata y su pena interminable lo enfurecía. Desvió de inmediato la mirada que revelaba cuanto él se esforzaba por ocultar.
— No te robaré mucho tiempo, figlio mio. Sé que estás cansado.
Él asintió sin hablar.
— Vuelvo a Nápoles, con mi familia...
— ¿Nápoles? ¿Te volviste loca? — casi rugió.
— Ya no puedo seguir viviendo aquí, sola — Ombretta tragó saliva para tomar valor —. Sufro demasiado en esta casa vacía que me recuerda a tu padre.
— ¡Padre murió hace doce años!— escupió rabioso, muerto de celos de ese fantasma que todavía rondaba la casa y la vida de Ombretta.
Ella continuó sin hacer demasiado caso de su enojo.
— Parto pasado mañana. No quise hacerlo antes porque quería decírtelo personalmente— suspiró —.Pure tu mi manchi (5)... pero sé que no es recíproco— una lágrima se le deslizó hasta la barbilla, pero orgullosamente, ella no la enjugó. Se quedó paralizado, escuchándola —. No soy la madre que merece un Contardi. Tampoco fui la esposa ideal para un noble como tu padre. Prefiero volver a donde pertenezco.
Le respondió con una absoluta estupidez.
— Permíteme que te dé una escolta adecuada. Es una locura viajar sola por Italia en estos tiempos.
Por un instante, Ombretta creyó que esa escolta sería él y cuando por su mirada comprendió que no sería así, su rostro se apagó como una vela que agoniza.
— No es necesario...
— Es lo menos que puedo hacer por tí, madre. Dame unos días para organizar el viaje.
— No es...
— Lo hablaremos mañana en el desayuno — dio por terminada la conversación y Ombretta asintió desvahída y se marchó a su cuarto.

***
Se levantó muy temprano a despedir a su madre. Ella se empinó y lo besó en ambas mejillas, dejándoselas empapadas con sus lágrimas. Se subió al automóvil sin siquiera preguntarle si la visitaría, porque ambos sabían que él no lo haría, pero le dejó en la mano un papelito cuidadosamente doblado, escrito con la caligrafía infantil que tanto lo avergonzaba y donde le indicaba la dirección de sus parientes.
— Escríbeme — susurró Ombretta y él le mintió diciendo que lo haría.
Un instante antes que el auto arrancara, ella saltó y corrió a colgársele del cuello y apretarse contra su pecho mientras sollozaba. Se quedó rígido y apenas atinó a rodearla con un brazo y acompañarla de regreso al auto. En un impulso, tomó las manos y la cara de su madre y las cubrió de besos, mientras murmuraba vaya a saber qué locuras. Feliz, Ombretta le acarició la cara y lo besó en la frente, diciendo:
Figlio mio, Iddio ti benedica.(6)
Le temblaban las piernas cuando se incorporó y cerró la puerta del auto, agradeciendo que nadie de la servidumbre hubiera presenciado la despedida.

Bombardeo de Nápoles, 1943



No golpeaban a la puerta: estaban aporreándola. Andreina se había despertado primero y llevaba su buen rato sacudiéndolo. Saltó de la cama desnudo e irritado, y manoteó la bata.
El ama de llaves, también en ropa de cama, lo acompañó hasta la planta baja donde un sargento en uniforme manchado esperaba en medio del recibidor. Era uno de los hombres que había enviado como escolta de Ombretta. El sargento estaba pálido.
— Mayor Contardi— jadeó, haciendo la venia —, lamento informarle que su señora madre murió durante un ataque Aliado a la ciudad de Nápoles.
El hombre se quedó mudo y él también. Sólo después de unos instantes negros como su desesperación y su furia, pudo preguntar cuándo.
— Ayer, señor. Mi más sentido pésame, señor. No fue posible rescatar ningún cuerpo...Señor — el sargento terminó la frase con un murmullo.
El ama de llaves se adelantó y con un susurro invitó al hombre a pasar a las cocinas a beber algo caliente. Él estaba paralizado, como golpeado por un rayo, y se quedó mirándolo seguir a la vieja con la cabeza gacha. De pie en medio de la nada, oyó a lo lejos al coro de mujeres llorar y desgañitarse. Dio media vuelta y regresó a su dormitorio, seguido tímidamente por Andreina que pretendía hacerle compañía. La echó del cuarto a los gritos, cerró la puerta con llave y se desangró los nudillos golpeando las paredes hasta que el dolor insoportable de las fracturas lo obligó a detenerse. De rodillas en medio de la habitación, aulló como un animal. Afuera, Andreina sollozaba, pidiendo que la dejara entrar.
Siguió gritando y sacudiéndose contra las paredes hasta que la voz del doctor Ruggiero Bozzi logró traerlo de regreso a la realidad en la que Ombretta estaba muerta.

***
La voz melodiosa y educada de Valentina Bozzi respondió a sus bruscos rezongos y le hizo cambiar de humor y de tono de voz. Valentina entró al cuarto y se sentó tímidamente en el borde de la cama, tomándole la mano enyesada, mientras la doncella retiraba la bandeja con el desayuno.
— ¿Te duele un poco menos esta mañana?
Asintió con una sonrisa.
La mia fata dei capelli biondini (7) me hace olvidar cuánto me duele — respondió y Valentina se ruborizó. La inocencia y la dorada belleza de Valentina lo conmovían. Con la mano sana, Marcello le acarició el pelo.
Fresco del Albergo Ambasciatori,
por Guido Cadorin (1927)
La excusa para verse tan temprano en la mañana era que el padre de Valentina, el doctor Bozzi, quería verlo si es que él se sentía en condiciones. Lo esperaba en su estudio.
Ruggiero Bozzi lo había trasladado a su propia casa en el mismo vecindario elegante que los Contardi, dos días después de haber recibido la noticia de la muerte de Ombretta. “Es preferible que se aleje un poco de ese lugar: le trae demasiados recuerdos”, había sonreído apenado el doctor Bozzi.
Desde hacía unos ocho meses, Marcello escoltaba a la esposa del doctor, Donna Maria Pia Cacchierano in Bozzi, y a su hermosa y jovencísima hija, Donna Valentina Bozzi, en sus escasas salidas. Milán estaba todavía ocupada por los alemanes y no era seguro para nadie circular por la ciudad.
Ponerse el uniforme con un brazo enyesado hasta el hombro era una tarea engorrosa, pero se negaba sistemáticamente a que las mucamas lo ayudaran.
— Siéntate, Marcello. ¿Te molesta que te tutee? — Bozzi hizo que le ofrecieran café, que aceptó gustoso.
— En absoluto, dottore Bozzi.
Se entretuvieron en hablar de generalidades hasta que el mayordomo se retiró, pero él intuía que Bozzi quería hablarle de algo importante y privado. ¿Quizás acerca de Valentina? Se dijo que muy pronto debería comenzar a considerar el pedido de mano de la signorina Bozzi, sobre todo teniendo en cuenta que la había seducido en la mismísima casa de sus padres. Al fin y al cabo, él era un Contardi, un oficial del Ejército italiano y un hombre de honor, y Valentina una cría inexperta que se había aterrorizado tanto ante sus avances, que ni siquiera había podido negarse. En cierto sentido, la seducción había sido casi una violación. Y Valentina era menor de edad.
— ¿Marcello, recuerdas la conversación que mantuvimos hace una o dos noches, respecto de la posibilidad de transferir, ...eh... fondos…. a América? — Bozzi dejó flotar la frase en el aire.
— Argentina — aclaró él —. Sí, la recuerdo perfectamente.
— ¿Ya han comenzado a ... transferir?
— Hemos hecho una o dos operaciones a modo de prueba y fueron exitosas.
La conversación continuó en los mismos términos crípticos, pues nunca se sabía quién de entre la servidumbre de la casa podría ser informante de los alemanes, los partisanos o el mismo Ejército, aunque contaran con un oficial temporariamente albergado en casa. Por aquellos días, la traición empañaba las relaciones sociales milanesas.
El doctor Bozzi tenía un severo problema llamado Konrad Von Schwannenfeld, mayor de los SS que había estado a cargo de "campos de trabajo" en Polonia, y que conocía demasiado bien las idas y venidas de la familia como para que el doctor se quedara tranquilo. El mayor Von Schwannenfeld estaba enterado de las “transferencias” y le había manifestado a Ruggiero Bozzi su interés en realizar una: la de su propia estimable persona. Marcello releyó atentamente las líneas que Bozzi había escrito a toda velocidad y rompió el papel para después quemarlo.
— Puede hacerse. Pero tendrá que esperar. La lista de espera es larga.
Unas semanas más tarde Marcello ya no tenía el brazo enyesado, y la discreción imponia que estuviese instalado en su casa, porque después de todo, Milano è un paese(8) y no era cuestión de desatar habladurías. Regresaba de visitar a los Bozzi en carácter de prometido oficial de Valentina cuando encontró un Mercedes Benz negro estacionado en el lugar de su propio auto. Con fría cortesía milanesa, invitó a Konrad Von Schwannenfeld con grappa y café y se dedicó a estudiarlo. Casi tan alto como él aunque más corpulento; mandíbula firme y levemente prominente; ojos del color del lapislázuli, crueles y duros. El epítome de la raza aria en uniforme gris y negro e insignias de plata se acomodó en un sillón, dejando la fusta en una mesita. Resultaba bastante fácil imaginar la rapidez con que Von Schwannenfeld había intimidado al buen doctor Bozzi.
El mayor parecía conocerlo muy bien y tenía información de primera mano acerca de los operativos de transferencia. Con la copita de grappa haciendo equilibrio sobre el taco de la bota, el mayor quiso saber si existía alguna posibilidad de saltear turnos. Teniendo en cuenta todo lo que él había averiguado acerca de Von Schwannenfeld, la prisa del alemán era muy comprensible. El tipo le caía particularmente desagradable, pero hizo gala de un tacto exquisito al explicarle que todas las "transferencias" estaban meticulosamente planificadas, lo mismo que la obtención de la documentación nueva, que insumía bastante tiempo en su confección; además era preciso asegurar que las remesas previas de fondos se hicieran en tiempo y forma. La burocracia era inevitable aunque la maquinaria estuviera muy bien aceitada.
El mayor comenzó a mostrarse inquieto. Era evidente que no estaba en posición de amenazarlo abiertamente, pero Marcello no se hacía muchas ilusiones acerca del tipo de presiones que el otro podría ejercer. Recordó la desazón del doctor Bozzi. “Quítemelo de encima, por favor, mayor”, le había rogado, abandonando el “tú”. Mientras se bebía su grappa, evaluó la situación: Von Schwannenfeld estaba acorralado o pronto lo estaría y se volvería más peligroso aún. Sirvió una nueva ronda de alcohol y miró al otro a los ojos.
— De cualquier forma, mayor, estoy seguro de que podré hacer algo por sus prioridades — mencionó una fecha y Von Schwannenfeld se chupó las mejillas y asintió.
Se puso de pie para dar por terminada la visita y el alemán le tendió una mano húmeda de transpiración fría: el tipo estaba asustado. Durante varios días tuvo la curiosa sensación de ser observado en todas sus idas y venidas, aunque nadie lo molestó. Sabía que su correspondencia era interceptada y se lo hizo saber a Vittorio, no fuera el caso que se tratara de los Aliados.
La vacante para Von Schwannenfeld se produjo intempestivamente o no tanto, eso dependía del punto de vista: uno de los viajeros había sido hecho prisionero gracias a una denuncia anómima. Sacarlo de Gran Bretaña llevaría su buen tiempo si es que los ingleses no lo ahorcaban primero. Sin querer darse espacio para sospechas, se comunicó con el mayor para darle la buena noticia. VonSchwannenfeld le preguntó cómo podría agradecerle.
— Olvídese del doctor Bozzi y de su familia, mayor — le espetó fríamente —. Y eso me incluye.
El otro chocó los talones y desapareció en medio de la noche lluviosa junto con su Mercedes negro.
Tres meses más tarde, en uno de los febreros más fríos que recordaba, y mientras dejaba a su futura familia política en la puerta de su casa, les dispararon desde un automóvil gris medio desvencijado. El doctor Bozzi fue alcanzado por uno de los proyectiles y no sobrevivió, él recibió las esquirlas que arrancaron las demás balas contra la mampostería del frente de la casa, y Donna Maria Pia y Valentina salieron ilesas. Mientras disparaban, los insultaron en alemán.

MILÁN, 1969

Entró al edificio de BCB sacudiendo bruscamente las puertas y sin saludar. El pretexto era recoger unos papeles que necesitaba para la reunión de negocios de esa noche, y que su secretario había olvidado entregarle, contrariedad que bastaba para mantener su malhumor durante el resto de la semana según la dura experiencia del personal de la empresa. La verdad era que necesitaba calmarse y recobrar la presencia de ánimo suficiente para mantener un encuentro racional con cualquier otro miembro de la raza humana. Cerró de un portazo, dejando bien a las claras que no deseaba interrupciones y se desplomó en el sillón giratorio, respirando con fuerza.
Había ido al teatro a ocultarse en el anonimato de la platea vacía y oscura para presenciar el ensayo que personalmente se había encargado de exigir al regisseur. La había acechado lo mismo que un animal de presa, detrás del escenario y por los pasillos hasta el camarín, pisando sobre sus pasos leves. Había estado a punto de cumplir con la amenaza de matarla, tan violentos eran los sentimientos que ella le provocaba. Si cerraba los ojos podía evocar las sensaciones y sentir en la yema de los dedos la piel húmeda de transpiración y miedo, y los músculos estremecidos por el esfuerzo inútil de resistirse a su verga enfurecida.
Hecho un bollo informe en un bolsillo del pantalón, estaba el pañuelo de cuello que había usado como mordaza. Lo acercó a la nariz y lo olió, tratando de rescatar el tenue aroma de la piel que había vejado sin compasión. Se frotó el trozo de seda por la cara y el recuerdo le golpeó nuevamente el plexo y le descendió hasta las entrañas. Demasiado intenso, demasiado breve. La detestaba demasiado como para haber agotado su odio en ese único acto de brutalidad.

Descubrió que las manos le temblaban. ¿Por qué? ¿Acaso ella no había afrentado su orgullo masculino al despreciarlo? ¿Él no la había humillado en lo más íntimo de su condición de mujer, reduciéndola a la de hembra? Se había cobrado la afrenta con saña pero, ¿verdaderamente la odiaba? No se atrevía a responder a esa pregunta. Creyó que sentiría satisfacción y la única sensación que perduraba eran los resabios de aquella rabia irracional e impotente. Hundió la cabeza entre las manos. Había creído que el ejercicio de la violencia le provocaría un placer más duradero y se había equivocado. Se sentía afiebrado, consumido por ese sentimiento fatal que lo carcomía como una enfermedad. Había creído que podría extirparla de su vida y lo unico que había conseguido había sido marcársela a fuego en la piel. La sed espantosa que sentía ya no se le apagaría y lo que había hecho lo había convertido en esclavo de su propia ira.
En un paroxismo de furor impotente, golpeó la pared del despacho. El estallido de dolor le atravesó el brazo y le alcanzó el cerebro una fracción de segundo después. Se miró la mano fracturada con fascinación hipnótica. Puta, te odio. ¿Cómo pudiste hacerme esto? Lo agudo del dolor lo hizo evocar otro parecido, mucho tiempo atrás, cuando era joven y creía que Valentina podría borrar los recuerdos de otra mujer imposible. Valentina jamás lo habia conseguido y él jamás se lo había perdonado.
— ¡Puta! — repitió en voz alta, casi a los gritos, odiando ya no sabía a quién.
En el hospital, nadie le preguntó cómo se había provocado la fractura. Valentina hacía ya tiempo que no le preguntaba nada. El lugar de la muñeca donde se había fracturado le dolió durante los siete años siguientes, tiempo suficiente para imaginar todas las venganzas posibles y elegir la más cruel. Como siempre, las elecciones de Marcello Contardi llevarían sus actos mucho más lejos de lo que él podría imaginar.



(1)Patroncito
(2)Vamos, querido, levántate
(3)Hijo mío
(4)Las familias
(5)También tú me haces falta
(6)Hijo mío, que Dios te bendiga
(7) Mi hada de los cabellos rubios
(8)Milán es un pueblito