POLICIAL ARGENTINO: 31 mar 2012

sábado, 31 de marzo de 2012

La manoo derecha del diablo - CAPITULO 36



CUATRO DE LA TARDE
Gritos y pasos a la carrera. Alguien aulló una orden y la soltaron. Comenzaron a ladrar en otro idioma. El que gritaba enfurecido era extranjero, pero evidentemente tenía el rango suficiente para mandar y que le obedecieran. Pisadas recias. Más voces. En medio del griterío escuchó el “Dubois”, seguido de una catarata de instrucciones. Un grupo se alejó apresurado. El recién llegado continuaba dando órdenes secas, esta vez también en francés; podía sentir la presencia del hombre a menos de un metro de distancia. Se agachó junto a ella, que continuaba de rodillas y ella percibió los restos de perfume mezclados con tabaco rubio y transpiración reciente. Olor a hombre limpio: el pasajero habitual de la limusina, porque era su perfume el que había impregnado el vehículo.
— ¿Puede ponerse de pie? — preguntó en un francés perfecto y sin rastros de acento.
Odette no tenía aliento para responder y sacudió la cabeza. Él la ayudó a incorporarse. Súbitamente recordó que ese tipo gentil y perfumado era uno más de entre los hijos de puta de ese antro. Con más precisión, el que daba las órdenes. Retrocedió varios pasos, tropezó y cayó. Un terror irracional la invadió al sentir que la tomaban por los hombros.
— ¡No!
—Tranquilícese— dijo —, no quiero hacerle daño. Voy a quitarle esa venda y las esposas.
La venda cayó y la luz tenue de la habitación la deslumbró. Después de soltarle las manos, el hombre la hizo girar hacia él y le examinó las muñecas. Ella trató de impedirlo y trastabilló, mareada. El hombre tuvo que sostenerla.
— No quiero lastimarla, créame— repitió él. La soltó con suavidad y desvió la mirada del vestido hecho jirones.
Ella se cubrió como pudo y enfocó la visión: la habitación era una sala amplia y de techos bajos. Una puerta entreabierta mostraba una escalera ascendente. Pantallas de video ocupaban casi todas las mesas disponibles. Dos hombres jóvenes en uniforme negro y armados esperaban de pie junto a la puerta. Tres operadores, también de uniforme, permanecían en sus asientos, mudos e inexpresivos.
Uno de los uniformados armados se acercó a ellos, llamando “coronel Ortiz” al hombre junto a ella. Éste se volvió y el subalterno le habló en voz baja. El tal Ortiz pidió una silla y la hizo sentar. Luego, se acercó a una pantalla. El operador tecleó nervioso, equivocándose en dos ocasiones. Ortiz desvió la mirada hacia ella varias veces. Se puso a temblar sin poder contenerse: Dios santo, voy a caerme de la silla. Abrió los ojos con dificultad y el hombre estaba delante de ella.
— Venga conmigo. Éste no es sitio para hablar.
Quería decirle que no podía pararse pero no tenía voz. Abrió la boca dos o tres veces y se desmayó.

****

Recuperó el sentido en una habitación pequeña mal iluminada por un artefacto barato, sin llaves de luz ni picaporte o cerraduras a la vista. Una celda. Habían tenido la gentileza de dejarla sobre un catre sin sábanas y le habían quitado los zapatos. Un hombre joven y de rasgos armoniosos, alto, de cabello oscuro y la piel con el bronceado que da el ejercicio al aire libre; el mismo que había hablado con Ortiz, esperaba junto a la puerta. Hablaba un francés de extranjero, sin inflexiones ni guturalidades.
— Tiene un baño a su disposición. Si me permite su ropa, le conseguiremos algo limpio.
— ¿Quiere que me desvista?— tartamudeó.
El hombre señaló un ángulo de la habitación que ella todavía no había visto.
— Por favor. El coronel Ortiz lamenta esta situación terrible. En el baño hay toallas y... shampú— lo dijo como si le ofreciera un objeto obsceno—. Deje toda su ropa. También la interior. Voy a esperar afuera— el hombre dio media vuelta marcial.
— ¡Espere!— lo llamó y el hombre se volvió a medias—. ¿Qué... qué hora es? ¿Qué día... cu-cuando...?
— Son las cinco de la tarde del sábado— salió y cerró la puerta y se escuchó correr una traba.
Bien, sigo siendo botín de guerra. Obedeció la orden: ¿acaso era otra cosa? Se desnudó temblando de asco. Se sentía inmensamente sucia y degradada y no le quedaba un lugar en el cuerpo que no recordara el suplicio de esas horas.
Abría la ducha cuando oyó pasos masculinos en la habitación y el terror la paralizó. Contuvo el aire hasta que la puerta volvió a abrirse y cerrarse, y la traba corrió. Reunió coraje para asomarse a espiar: se habían llevado toda su ropa. Mi Dios, me dejaron desnuda...
Se metió temblando bajo la ducha y se puso a llorar, al principio contenida y después a los gritos, mientras el agua le arrastraba las inmundicias del cuerpo pero no del alma. Cuando se calmó, empuñó el jabón como un arma y se lavó con desesperación. El inquilino precedente había olvidado una afeitadora descartable y la fuerza de la costumbre la hizo rasurarse las axilas. Lo hacía desde que se acordaba, en la escuela de danzas y para imitar a mamá que también se depilaba axilas y piernas aunque no tuviera función. Sus compañeras del liceo y de la universidad pensaban que era rara porque se depilaba. La parte de su cerebro que había recuperado la capacidad de raciocinio, reconoció la sintomatología del pánico en sus divagaciones.
Le temblaban las piernas y tuvo que sentarse en el inodoro para cerrar los grifos. Mejor salgo antes de desmayarme, pensó sin detenerse a averiguar si era por el exceso de vapor o por el miedo que no cedía.
El espejo le devolvió una imagen bastante devaluada de sí misma. Se peinó con los dedos tratando de recuperar algo de la gloria perdida. Un momento aún, señor verdugo. Si María Antonieta lo dijo, yo también. Quiero verme digna cuando me ejecuten. Se envolvió en las toallas y se sentó en el catre con la firme decisión de no despegar los ojos de la puerta. ¿Y ahora?

****

El roce en el hombro la hizo saltar como un resorte y descubrió que las toallas se habían salido de su sitio. Carajo, ¿me dormí? Se cubrió como pudo, sin mirar al que había entrado.
— Le traje ropa— el mismo hombre joven de antes señaló una bolsa grande.
— ¿Me quedé dormida?— preguntó. La afirmación silenciosa la dejó atónita— ¿Cuánto?
— Casi dos horas. Vístase. El coronel la espera.
Salió y cerró tras de sí, y ella saltó de la cama reuniendo fuerzas para odiarlos a todos.
La calidad y el corte del sencillo vestido de cashmere eran simplemente soberbios y totalmente inadecuados para el lugar y las circunstancias: estaba hecho para destacar cada contorno y envolver las piernas en una caricia que la obligaría a un andar felino. Buscó la etiqueta sabiendo que leería Armani. La ropa interior de encaje ostentaba la caligrafía melosa de Victoria’s Secret, lo mismo que las medias. Los zapatos eran perfectos en diseño y altura: Ferragamo.
Se sintió insultada. No podría pagar ni los calzones con mi sueldo. En la bolsa de los zapatos había una encantadora cajita de maquillaje.
Pero qué corteses: me secuestran, me torturan, casi me matan y después, servicio de hotel cinco estrellas.
En un impulso rabioso, aplastó la cajita encantadora contra el espejo manchado del baño. “Hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta”, gritó mientras convertía el espejo en añicos. Una astilla le lastimó la mano y tuvo que llevársela a la boca para detener la sangre. Basuras, escorias, ¿qué mierda pretenden? “Tratamiento”, por supuesto. Mejor que Pavlov y el Viejo de la Montaña juntos. Premios y castigos; cajita encantadora y Armani o calabozo y ruleta rusa. “¿Qué prefiere, comisario? ¿Un terrón de azúcar o el látigo?”
Rescató la caja del lavatorio lleno de vidrios: estaba sana. La abrió y se miró en el espejito. Hagámosle creer a estos cerdos que estás dispuesta a comerte sus terrones de azúcar.

SEIS DE LA TARDE
José había regresado de muy mal humor a la sala de monitoreo, a presenciar los interrogatorios. Pobre tipa, la hicieron mierda. Odiaba admitir que no se había preocupado por el modo en que se ejecutaban sus órdenes. Parece que los viejos métodos no son fáciles de desterrar.
Paseaba la mirada distraída por los monitores mientras atendía a medias las respuestas de los hombres que ‘Etchegoyen’ había destacado para la misión, y la imagen lo sorprendió: la hembra bajo la ducha no era la pobre desgraciada que habían tirado en un catre. Miró la pantalla con disimulo hasta que alguien lo llamó, y se descubrió torpe y apresurado al cambiar de ventana. ¿Qué carajo hacés, José, espiás mujeres como un colimba? Disgustado consigo mismo, puso atención al grupo mal predispuesto que reportaba a regañadientes. Nada más falta que digan que se limitaron a cumplir órdenes.
Se enfocó en lo urgente: la situación podía empeorar en cualquier momento. Le dio la espalda al grupo con la espantosa convicción de que en ese preciso momento, entre esos tipos estaban los que tratarían de apuñalarlo por la espalda. Pisaba a ciegas sobre arenas movedizas y debía continuar avanzando. ¿Cuándo lanzarían el operativo? ¿Con cuántos hombres? ¿Cuántos de los que él creía de su lado responderían como tales? Demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Estaba comenzando a arrepentirse de haber traído al tatita. Estamos corriendo un riesgo muy grande. Si fallo, la Orden queda decapitada. El pensamiento le arrasó la boca.
Casi dos horas después, había salido de la sala de control a preguntar por ‘Etchegoyen’, pero éste no había regresado desde la mañana temprano. Desde su suite en el segundo piso llamó por el celular, pero ‘Etchegoyen’ tenía el suyo apagado. Carajo, justo ahora... La pantalla de la laptop saltaba ordenadamente por todo el circuito cerrado y le dedicó una ojeada distraída: mostraba la celda de ella, pero ella yacía desmadejada en el catre con las toallas desparramadas a su alrededor, un brazo por encima de la cabeza y el otro cubriéndole los ojos. Algo se le escurrió entre los otros pensamientos cuando la cámara hizo el zoom programado, y se acercó a mirar, jurándose a sí mismo que no era simple voyeurismo. ¿Qué es ...? Algo le dio la alerta y dejó la mente en blanco mientras miraba sin ver el cuerpo desnudo de axilas depiladas. El recuerdo llegó con una nitidez lacerante. No puede ser... Buscó el CD que había traído de Buenos Aires y lo cargó. ¿Estoy loco o las dos son...?
Adelantó el video hasta el acercamiento previo al momento del disparo, y comparó las imágenes. Continuó hasta que la mano masculina arrancaba la venda negra y fijó la toma. Con una sensación nauseabunda de vacío en la boca del estómago, sacó el CD a los manotazos: la mujer que la Orden había utilizado para probar el condicionamiento de Dubois y la de la celda, eran la misma. ¡La reputa madre que los parió!
El carrusel del circuito cerrado había continuado con monotonía y la celda ya no estaba en pantalla. Furioso, buscó los archivos de grabaciones del "agujero". Minimizó la ventana asqueado de sí mismo y de todos los que lo rodeaban. ¿Qué le habían hecho? Deberías decir “qué le hicimos”, José. Apoyó la frente en ambas palmas. Necesitaba desesperadamente poner todos sus esfuerzos en rastrear a los traidores y esas imágenes lo habían golpeado bajo. Inspiró hasta marearse. Las prioridades son la vida de mi hijo, la seguridad del tatita y la permanencia de la Orden, trató de convencerse. Pero si ella está viva, entonces el condicionamiento de Dubois...Una mano gélida le rozó los testículos. El hombre había levantado el arma, la había mirado y encañonado. Parecía obvio que no había reconocido a su compañera en el operativo, que había estado a punto de disparar, y que si no lo había hecho era porque los de la Brigada Criminal habían llegado primero. Pero lo que parece obvio, a veces...
Llamaron a la puerta y él rezongó un “pase” entre dientes.
Rinaldi entró, cerró y quedó en posición de firmes. A una seña suya, le informó.
— Ya está despierta, señor.
— Llévela a la biblioteca.
Rinaldi sacudió la cabeza y se fue.
Antes de salir, volvió a mirar la pantalla: alli estaba ella, destrozando el espejo y aborreciéndolos a todos. Se quedó helado cuando le vio maquillarse la sonrisa de odio con la misma furia.

****

Casi no podía tenerse en pie bajo la ducha que le picoteaba los hombros y la cabeza con agujas calientes. Tuvo que apoyar ambas manos en los azulejos blancos para sostenerse. Los cuatro días de miserias humanas se deslizaron con el agua purificándole la piel pero no los sentidos. Una única idea pertinaz y monomaníaca ocupaba todos sus pensamientos: los voy a matar uno por uno. Salió de la ducha y se quedó de pie, desnudo y chorreando, tratando de recuperar el equilibrio alterado después de tanta inmovilidad forzosa, esposado a una cama mientras la sangre le quemaba de furor. Levantó la cabeza y descubrió en el espejo los ojos de alguien alienado. Un ruido persistente, rítimico y veloz le sonaba en algún lugar de la cabeza; le llevó sus buenos segundos comprender que era su propio pulso. Un hormigueo eléctrico desagradable le recorría los músculos y cuando se miró las manos, le temblaban.
No reconoció la voz que siseaba en el parlante y que lo sorprendió. Giró con brusquedad, mareándose.
— Dubois, la perra lo traicionó: acaba de negociar con Ortiz. Véalo usted mismo y decida.
En el techo apareció una proyección muda: el hombre moreno se alejaba de la cama revuelta y del cuerpo desnudo. Luego, ella poniéndose unos calzones de encaje negro delicadísimos, lo mismo que el corpiño que le calzaba a la perfección. Otro salto de la proyección: se estaba maquillando con una sonrisa felina.
— ¿Lo ve? Todos tenemos un precio y parece que encontraron el de ella. Se quedó solo, Dubois. Somos su única opción. Sea razonable, le estamos dando una oportunidad de oro.
El parlante cliqueteó, extinguiendo el ruido a estática. La furia le incendió las venas como un veneno. Voy a matarlos a todos. A todos.

****

El viejo conectó su propio circuito cerrado y sintonizó la celda de Dubois. Por fin nos veremos las caras pero quiero tener una avant-premiére en vivo. El hombre se bañaba como un autómata, quitándose del cuerpo los días de violencia corporal. Bah, es fuerte; está preparado para eso y mucho más. Quiero saber qué hay de lo otro.
Enfocó las cámaras con el zoom hasta encontrar lo que buscaba: los ojos. Los halló vacíos. No, así no nos sirve. No quiero un muñeco... Siguió como un sabueso tras la mirada perdida. No puede ser, está fingiendo, ¿no es cierto? No usted. No un Contardi. Se hace el muerto como el tigre, que yace listo para saltar a la garganta de los perros.
Se afanó buscando obsesionado la chispa que le dijera que estaba en lo cierto. Golpeó el suelo con el bastón, de pura impaciencia, hasta que descorazonado y a punto de apagar la pantalla vio la mirada torva, furiosa; el gesto familiarmente violento. Menos de un segundo, cierto, pero lo vio. Respiró un poco más tranquilo: no me equivoqué.