POLICIAL ARGENTINO: 9 feb 2012

jueves, 9 de febrero de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 34

VIERNES, AL AMANECER



— Señor...
Lejeune levantó a medias la vista de la nota que leía e interrogó al teniente con la mirada. El otro se mordisqueó el labio superior antes de hablar.
— Está resistiendo demasiado.
— ¿Qué dice el médico?
El teniente meneó la cabeza con un gesto entre negativo y desalentador. Lejeune sintió que la rabia le estrujaba el escroto. Lo necesito receptivo. La Orden lo necesita. Ortiz me cortará las pelotas en pedacitos si este condenado de Dubois no colabora. 
Aplastó los papeles sobre el escritorio y azotó el sillón contra la pared.
Dubois y la puta que te parió.
Sacó el sobre blanco con la tarjeta que había traído uno de los grupos de apoyo recién llegados. “Ella sabrá quién la envía”, le había asegurado Ortiz la noche anterior, cuando él lo había llamado para pasar el reporte de situación.
 Quieren resultados, carajo. Está bien, voy a dárselos.
Tamborileó los dedos sobre el escritorio. El relevo de Michelon estaría fuera del país un día más del previsto y eso le había empeorado el malhumor.
  Carajo, este boludo de Ayrault casi nos echa encima a toda la Brigada Criminal.
En la sala de monitoreo, los hombres se aburrían frente a las pantallas y el oficial a cargo de la de la celda de Dubois le cedió el lugar. Lejeune activó el micrófono.
— Capitán, insiste en no entrar en razones— no obtuvo respuesta pero no esperaba otra cosa—. ¿Quiere hacerse matar?
Cero reacción. Te lo buscaste, boludo de mierda.
— Lo necesitamos vivo y con muchas ganas de colaborar, pero mi paciencia y mi tiempo tienen límites. No así mis métodos. ¿Quiere seguir probando?
El “váyanse al carajo” fue menos que un susurro pero se escuchó.
— ¿Sabe, Dubois? No soporto a los héroes. Sostengo que son todos unos boludos y Ud. no es la excepción. ¿Quiere saber qué es lo que está haciendo la comisario Marceau en estos momentos? Está a punto de venir a ver lo que queda de Ud. Si yo estuviera en su lugar, trataría de recomponerme un poco — hizo una pausa.
¡Tiene que reaccionar!
El silencio se prolongó demasiado.
— ¿No me cree? Siempre hablo en serio, mejor que lo aprenda. Preste mucha atención porque su aprendizaje empieza ahora.

QUAI DES ORFÉVRES, VIERNES A PRIMERA HORA DE LA MAÑANA
Con el pretexto de confrontar las pruebas fotográficas, Odette había pasado buena parte de la noche en el laboratorio junto a Paworski, a la espera de alguna condenada señal de detección del radiofaro. A las tres y media el ingeniero le rogó compasión y ella lo mandó a dormir.
Ella en cambio, sin olvidar sus obligaciones y violando las recientes disposiciones oficiales, le había enviado a Bedacarratx desde su departamento y por correo electrónico privado— si me pescan me echan a patadas de la PN —, copias de los negativos que Michelon le había dado para que pudiera comparar los patrones que él mismo había establecido y avanzar en los casos pendientes. La cabeza le daba vueltas, pero no podía dormir y se duchó para arrancarse el cansancio del cuerpo.
Regresó al Quai antes de las seis. La falta de sueño y el nerviosismo comenzaron a afectarla y los papeles se le cayeron varias veces de las manos y del escritorio.
Mejor me tomo un café y me pongo a archivar.
Miró la hora varias veces pero las agujas se habían detenido en las 6:45. Ni siquiera la hora decente para llamar a Bedacarratx. Volvía a su despacho con un vasito de café y una aspirina cuando Jumbo la alcanzó por el pasillo con cara de pocos amigos.

— ¿A qué hora se fue anoche?
— No me fui anoche. Volví a casa hoy a las cuatro y regresé hace un rato.
Meyer la empujó dentro del despacho y cerró la puerta tras de sí.
— Gendarmería reportó el hallazgo del auto que Dubois había alquilado en Dijon, lleno de agujeros de bala, con los vidrios rotos y un lateral y el baúl hundidos.
—¿Qué... qué más... encontraron?— preguntó ella mientras el piso se le movía debajo de los pies.
— Había rastros de sangre importantes; los gendarmes suponen que se trataba de varios cuerpos. El forense calcula que pudo haber ocurrido entre las cuatro y las seis de la madrugada del martes. Demoraron en pasar la información porque no podían identificar la procedencia del vehículo y quién lo había rentado. Había cápsulas servidas de 9mm, comunes y acorazadas y Dubois llevaba un cargador de acorazadas...
— ¡La sangre, Meyer! ¿Analizaron la sangre?— preguntó mordiéndose para no gritar.
— Fue lo primero que hicieron: ninguna corresponde a la de Dubois— Jumbo le rozó el hombro con la manaza.
— ¿Y qué hay del radiofaro ese de mierda?— estalló ella sin poder contener el temblor de la voz.
— Debe estar bloqueado por una transmisión más fuerte. Podrían haberselo quitado pero pienso que es lo menos probable. Dubois no haría ninguna locura, y si tiene forma de comunicarse o enviar alguna señal desde donde esté, lo hará. Démosle tiempo. En cuanto pueda escabullirme— Jumbo lanzó una mirada significativa a su alrededor—, iré a ver qué puedo encontrar.
— Dubois estaba camino de París.
— ¿Cómo lo sabe?
— Corrente también lo buscaba— le contó de la extemporánea visita del mayor, sin abundar en los detalles. No quiero a Meyer de niñera—. Por los sitios que enumeró, es la ruta más rápida de regreso desde Milán, si uno viene en auto. Tenemos un radio por dónde empezar a buscar.
— No se mueva del Quai— Jumbo sacudió el índice—. Le prometo mantenerla al tanto de todo.
Ni pensaba prestarle atención a Jumbo y su perorata de seguridad personal.
A la mierda con todos.
Apenas el capitán salió de su despacho, tecleó con dedos rígidos de miedo el número de Corrente y le respondió la voz metálica de la casilla telefónica de mensajes.
¿Dónde te metiste, cretino? ¿Para esto lo buscabas, condenado hijo de puta?
Le dejó un mensaje levemente más civilizado que sus pensamientos, pidiéndole que se comunicara con ella porque tenía novedades. El interno zumbó y lo levantó de un tirón antes de que sonara por segunda vez.
— ¿Comisario Marceau?
¡No conozco esa voz! La paranoia profesional le hizo encender el rastreador de llamadas.
— Soy yo.
— ¿Ya conoce las novedades? Imagino que sí porque la Gendarmería y Meyer son muy eficientes.
Las palabras le hicieron saltar dos latidos.
— ¿Quién es Ud.?
— No necesito decirle que por la seguridad de Dubois, apague el rastreador. ¡Hágalo ahora, comisario!— restalló el tipo. No tuvo más remedio que hacerle caso—. No importa quién soy sino lo que puedo hacer. ¿Quiere volver a ver vivo a Dubois?
Esta vez el costado izquierdo le dio una punzada.
— ¿Qué es lo que quiere?— articuló cuando pudo mover las mandíbulas.
— A usted. Y no intente avisarle a nadie. De cualquier modo lo sabremos, ¿comprendido? Vaya sola hasta el estacionamiento subterráneo del Pompidou. Allí la recogerán.
—¿Cómo sabré quiénes son?
— Ellos saben. A las nueve, en el Pompidou.
El clic la dejó sin respiración. Contra la advertencia, trataba de teclear el número de Auguste cuando golpearon a la puerta de su despacho. Dejó el auricular tratando de recomponer la expresión.
— Señora, llegó un presente para Ud. ¿Es su cumpleaños?— Bardou se asomó con cara de asombro.
— No, Bardou— casi no le salía la voz—. ¿Qué es?
El cabo entró con una sonrisa de circunstancias y un copón lleno de rosas negras. La belleza mortífera de las flores la clavó al piso.

— ¡Guau! ¡ Cuestan una fortuna!— chilló Sully desde la puerta y codeó a Bardou para que saliera— Deben estar reconciliándose. Debería mandarle algo más que flores.
Le dolía el pecho de desesperación mientras rebuscaba en el ramo con dedos como de madera. ¡Dónde está la puta tarjeta! Reconoció la caligrafía angulosa antes de poder leer el texto.

“Usted me necesita. Yo la necesito. Le ofrezco un buen trato y esta vez ganamos los dos.”

VIERNES, NUEVE DE LA MAÑANA
Intentó por tercera vez: “el comisario Massarino está en una reunión y no puedo interrumpirlo”, “Todavía no salió”, “Apenas esté disponible la llamará”, y todo el rosario de excusas del imbécil de Blanchard. “Por favor, avísele que llamé”, repitió.
Entró al estacionamiento y no vio ningún vehículo en movimiento. ¿Espero en el auto? Tendría la oportunidad de salir más rápido si... No había terminado de armar el pensamiento cuando un camión pequeño se acercó impidiéndole el paso. Un hombre joven en overol azul gastado se acercó con un pimpollo de rosa negra en la mano.
— ¿Comisario Marceau?
Asintió, tensa; el hombre le ofreció la flor y ella la dejó caer dentro del automóvil.

— Acompáñeme, por favor— la tomó del brazo con una violencia que desdecía la cortesía del “por favor” y la llevó hasta la parte trasera del camión. Abrió la doble puerta y la empujó dentro. En la entrada del estacionamiento, una Trafic con problemas de arranque obstruía el ingreso a una fila de automóviles.
Tienen todo controlado.
Las puertas se cerraron con un “clanc” ominoso. El vehículo arrancó y la sacudió contra las paredes desnudas. Un miedo irracional se le trepó por las piernas y le aferró las entrañas. Como pudo, se arrimó a una de las paredes mientras el camión aceleraba rabioso. Varios cambios bruscos de dirección cumplieron con el objetivo de desorientarla, además de desollarle los nudillos. Se sentó en un rincón y entonces distinguió en la penumbra de la cabina, el lente de una cámara fijada en un ángulo de la carrocería. La luz testigo titilaba roja.
¿Me están filmando, por qué?
El camión se detuvo y abrieron la puerta. Los faros de un auto la encandilaron y se cubrió la cara. Dos hombres subieron de un salto; uno la levantó de un brazo y le esposó las manos a la espalda y otro la vendó con algo negro. Entre ambos la bajaron y la metieron a un auto con interiores que olían a cuero y perfume masculino caro. Al entrar, rozó otro asiento delante de ella. Una limusina...
— Vamos— golpearon y sonó a vidrio. El auto se movió.
El corazón le latía al doble de lo normal.
— ¿Quién es “madame”?— preguntó en castellano alguien sentado frente a ella—. ¿El tira se aburre y nos mandó a buscarle diversión? No vale, él jode y la tropa mira.
— ¡Si fuera para Etchegoyen no sería una mina, boludo!— se rieron a carcajadas—. Es la mina del tipo que trajeron el martes, ese Dubois.
—¿Viste lo que hizo con los que lo fueron a buscar? ¡Los destrozó! Menos mal que Etchegoyen mandó otra unidad de refuerzo. Schwartz está entusiasmadísimo. ¿De dónde lo habrán sacado?
— Alguno de los servicios de acá, seguro. Nadie más aguantaría tanto. ¿Y vos, cuánto aguantás?— la mano del que hablaba le rozó el pelo y ella se apartó. Los tipos se rieron por lo bajo—. Lo apretaron y no aflojó así que Etchegoyen nos mandó a buscarla. Hay que aplicarle tratamiento.
— ¡Upa! ¿Y para esto Ortiz le prestó la limo al enano?
— Ordenes de Etchegoyen. La cámara— ordenó el mismo tipo con voz repentinamente dura, y un ‘ping’ le dijo que se había encendido una camcorder.
¿Por qué graban todo esto?
Hicieron silencio, y eso la asustó más que el tono obsceno de la conversación en un argot por momentos ininteligible. Una mano le acarició una pierna y se metió debajo del vestido, mientras una voz burlona hacía un comentario grosero. Se apartó con brusquedad y los tipos se rieron. Un dedo le rozó la línea de la mandíbula y se le metió entre los labios. Intentó alejarse y la mano le estrujó el mentón y la empujó contra el asiento. Una tira de cinta adhesiva le cruzó la boca mientras otro par de manos le separaba las rodillas.
Mientras uno la agarraba por los cabellos, el otro le hizo saltar los botones de la delantera del vestido. El pánico la aturdió y se contorsionó aterrorizada mientras le forzaban las piernas brutalmente. El golpe en la entrepierna le hizo doblarse en dos, gimiendo por el aire que no le llenaba los pulmones, pero el que la sujetaba por el pelo la enderezó de un tirón.
Unas manos transpiradas le manosearon los pechos y le retorcieron los pezones, y se arqueó de dolor. Sus propios gritos le retumbaban en el interior del cuerpo. Un acceso de tos amenazó con asfixiarla y en medio de las convulsiones, sintió que le separaban otra vez las rodillas. El miedo cedió ante el instinto y disparó ambas piernas juntas, pero el animal le sujetó los tobillos y se los retorció hasta separárselos. Sintió frío sobre el estómago y los muslos: le estaban abriendo el vestido. El pulso terminó de enloquecerle cuando una mano le manoseó los calzones, pero el puñetazo en el estómago fue completamente inesperado. Creyó que se ahogaría con su propio vómito y luchó desesperada contra el reflejo.

El juego espantoso se prolongó hasta que la limusina se detuvo. La bajaron casi a la rastra, le arrancaron la cinta adhesiva y la arrojaron dentro de lo que ella percibió como un cubículo. La bocanada de aire la mareó. Respirar normalmente era un acto más allá de sus fuerzas. Le llevó varios latidos de corazón el comprender que por fin la habían dejado sola. Entonces, se acurrucó contra una pared y lloró de desesperación.

****
— ¿Está mirando, Dubois? ¿Cuánto tiempo más permitirá que continuemos? Vino aquí por Ud. ¿Ud. no hará nada por ella?
El micrófono cliqueteó y la proyección en el techo volvió para torturarlo. No podía emitir un solo sonido coherente. Las lágrimas le quemaban la cara y el cuerpo entero se le estremecía de agotamiento e impotencia. Los voy a matar a todos con mis propias manos, se prometió.
— Tengo más para ella y para Ud— insistió la voz odiosa—. Espere y verá que siempre hablo en serio.

MINISTERIO DEL INTERIOR. DESPACHO DEL CRIO . MASSARINO. VIERNES POR LA TARDE
Blanchard dejó una pila delante de él y Auguste resopló mentalmente, soltando el teléfono. No había tenido un solo minuto libre para saber en qué andaba su hermana. Paworski prometió llamarme si se enteraba de algo. Probó con Meyer sin éxito, mientras pasaba los papeles casi mecánicamente. Una de las hojas con membrete oficial lo clavó en el asiento.
— ¡Blanchard!— llamó—. ¿Cuándo llegó esta circular?— agitó el papel delante de la cara de su asistente.
— Esta mañana... o ayer a última hora, no recuerdo— Blanchard se encogió de hombros—. Pensé que se había enterado durante la reunión. Bueno, lo sabe todo el mundo que Michelon fue relevada del puesto.
Llamó al Quai: Odette no estaba y ya había cambiado la guardia. Nadie sabía nada de ella.
—Blanchard— volvió a llamar y el otro asomó la cabeza—. ¿Hoy no hubo llamados?
— Bueno, llamó su esposa ... — Blanchard se permitió una sonrisita de circunstancias.
— ¿Nadie más?
— Ah, sí, también llamó la comisario Marceau. Temprano. No volvió a llamar— la sonrisita se amplió.
Auguste contuvo un insulto muy gráfico.

— Siempre que llame la comisario Marceau, pásela de inmediato. Por favor.
— Por supuesto, comisario, no voy a olvidarlo— el idiota levantó las cejas, socarrón.
Probó con el celular de Odette y luego con su casa, sin resultados. Con una sensación ominosa, pasó la descripción del auto, pidiendo que lo localizaran en su celular apenas tuvieran novedades.
A las once de la noche reclamó información sin éxito. A las dos de la mañana se fue a dormir, más que inquieto. ¿En dónde estás, Cisne?