POLICIAL ARGENTINO: 07/01/2009 - 08/01/2009

miércoles, 22 de julio de 2009

La dama es policía - CAPITULO 29

Quai des Orfèvres

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. MIÉRCOLES POR LA MAÑANA
—Savatier se suicidó en la celda. Desgarró las sábanas y se ahorcó— Auguste soltó la novedad al tiempo que entraba junto con su hermana al despacho de Michelon.
—Ese hijo de puta no tenía las pelotas para suicidarse— Odette se puso pálida. Michelon y Auguste la miraron sorprendidos.
—Cuando le metí el tiro entre las piernas casi se desmayó. ¡Se lo cargaron, carajo!
—¡Cristo, el vocabulario! —rugió Auguste.
—Acabo de comprarme el último "Diccionario Francés de Insultos Modernos" —fue la respuesta entre dientes—. Están siempre un paso adelante —se quedó de pie frente al escritorio. Miró a Michelon y repentinamente ambas mujeres exclamaron:
—¡Beaumont!
Odette se precipitó hacia la puerta y él tomó el teléfono para ordenarle a Dubois que la acompañara.
—¡No!
—No vayas sola— su tono no admitía réplica; Odette apretó los labios.
—No voy a golpear a Beaumont otra vez— le respondió mordaz.
—Massarino tiene razón— intervino Michelon—. Hay un suboficial de guardia, pero visto cómo están las cosas, no será suficiente. ¡Corran!
Auguste se quedó mirando a Odette. El gesto de contrariedad de su hermana no era precisamente por la suerte de Beaumont. ¿Qué mierda está pasando entre Dubois y ella? Estaba seguro de que el sábado se habían acostado. Había insistido en que Odette fuera a almorzar a su casa el domingo de puro curioso, para tratar de sonsacarle algo y ver si había resultado. Parecía que sí: Odette estaba en las nubes, y no era nada más que por el sueño atrasado. Después, el lunes por la mañana... algo había pasado la noche anterior. Las reacciones de Odette de esa mañana eran un indicador claro. Siempre había respondido a la violencia con violencia. Seguía pensando con la mente clara, pero la adrenalina había estado presente en cada uno de sus actos: Savatier y Beaumont habían sufrido las consecuencias aunque se lo tuvieran merecido. Extrañamente, no hubo pelea con Dubois, o al menos no que él supiera. Pero el teniente andaba por los pasillos hecho un zombie, y Odette seguía exhibiendo una mirada asesina. En cuanto vuelvan, lo agarro a Dubois y lo encierro en una sala de interrogatorios. Una buena dosis de violencia policial no nos vendría nada mal.



Hospital Hotel-Dieu de Paris

Marcel la esperó en la playa de estacionamiento y le hizo señas en cuanto la vio. Se metieron en el auto de él sin dirigirse la palabra. Después de unos minutos de tensión, él encendió la sirena y arremetió contra el tránsito. El nudo en la garganta no lo dejaba hablar. Cristo, necesito desespe-radamente hablarle, explicarle, y no encuentro el puto momento.
Subieron corriendo las escaleras del hospital, cruzándose con varios tipos de blanco y de verde que salían, y que silbaron divertidos y dijeron inconveniencias al paso de Odette. Imbéciles. Escorias. Ahora no tengo tiempo de cagarlos a trompadas.
Corrió detrás de ella escaleras arriba hasta el primer piso. Cuando pasaron delante de la sala de controles, sonó la alarma de uno de los monitores cardíacos. Odette retrocedió para ver de qué paciente se trataba.
—¡Es el de Beaumont! —murmuró sin aliento.
Casi no la alcanzó. Afuera de la habitación, el uniformado los saludó sorprendido. El general estaba muerto.
—¿QUIÉN ENTRÓ? —le gritó Marcel al suboficial sujetándolo del brazo, mientras Odette llamaba a los médicos.
—¡Una enfermera, teniente! Traía una bandeja con jeringas y esas cosas. ¡No sé, parecía...! —El pobre hombre estaba asustado.
—¿Cuánto tiempo estuvo dentro? ¿Cuándo salió? —le costaba articular las palabras.
—¡Qué sé yo! ¡Como diez minutos! ¡Acaba de salir! —señaló el otro extremo del pasillo, por el que se alejaba una mujer con uniforme de enfermera.
Odette tragó saliva y murmuró:
—No hay mujeres en la Orden —y salió disparada detrás de la tipa.
Marcel soltó al suboficial y la siguió. Le dio la voz de alto, pero la otra no se detuvo. Los dos corrieron gritando a los que se asomaban desde las habitaciones para que se mantuvieran dentro. La mujer giró fulmínea; sostenía una pistola y vaciló un instante antes de disparar al verlos a los dos. Marcel aplastó a Odette contra la pared y la arrastró hasta el piso para cubrirla, mientras sacaba su arma y respondía al fuego de la mujer.
Le dio en un brazo, pero ella siguió disparando. El siguiente tiro de Marcel le agujereó la frente. Dejó a Odette en el suelo y se precipitó hasta el final del pasillo, impidiendo que se acercaran algunos curiosos. Al lado del cuerpo estaba caída una peluca con la cofia de enfermera. Era un hombre. Odette se acercó respirando con dificultad y se agachó a su lado.
—Mi Dios, es uno... de los que estuvieron... en el convento —jadeó.
—Nasir Hamad.
—Ya me parecía que no era griego. Se presentó como Petrakis... ¡Auch!
El monstruo de Hamad. La Brigada no lo había localizado por medio de los listados secuestrados en la Orden. Evidentemente tenía más de un alias. Y alguien que le cuidaba el culo. Mientras se llevaban el cuerpo, Marcel oyó que ella se quejaba. Vio preocupado cómo se tomaba las costillas y se recostaba contra la pared.
—Me dolió... —dijo ella, inspirando con cuidado—. Ranxerox.
—Vamos a ver a un médico— trató de sostenerla, pero ella le apartó la mano con brusquedad.
—No. Vámonos. No hay más nada que hacer aquí.
—¿Qué es eso de “Ranxerox”?
Ella no respondió.
Ya en el auto, Odette rezongó:
—Siguen un paso adelante de nosotros. Creí que no quedaba nadie que no hubiéramos detectado.
—Los operadores financieros de la Orden no están en Francia. —Ella lo miró sorprendida. —En la fábrica no se manejaba dinero. Se desviaba todo por dos o tres empresas locales y...
—¡No dijiste nada!
—¡Nadie me preguntó! ¡Me echaron como a un perro sarnoso! —respondió furioso.
—¡Dios, qué sensibles estamos! —después de un momento tenso preguntó, imperiosa: —¿Qué sabías?
—Querían que Al Faid invirtiera en acciones de algunas empresas que poseen, además de permitirles a ellos participar en los negocios del emirato. Cosas así.
—¿Nombres? —su tono era absolutamente profesional.
Él hizo un esfuerzo por recordar.
—Las principales eran Trans-Petrol y Com... ComInTel.
En un alto del semáforo, Odette saltó del auto y corrió a comprar el diario. Y algo más. Al tiempo que subía otra vez, le arrojó sobre las piernas una revista de historietas.
—"Ranxerox"— le dijo, y se dedicó a buscar la sección financiera del periódico—. Aquí están— silbó asombrada—. ComInTel cotiza en París y Nueva York... Trans- Petrol... no hay nada... ¡Sí! Nueva York y Tokio! ¡Mierda! Deben de ser muy importantes para que figuren en un diario local —se quedaron en silencio mientras él conducía a toda velocidad.


"RanXeroX" de Tanino Liberatore

Al llegar, y como ella no hizo ningún gesto en contrario, la siguió hasta el despacho de Michelon. Las caras de Massarino y Madame le dijeron que ya conocían las novedades.
—Le cambiaron el oxígeno por anhídrido carbónico. Lo mataron en menos de cinco minutos—. Michelon estaba pálida de ira y contrariedad— ¿Es que no vamos a tomar nunca la delantera con estos tipos?
Odette se sentó, todavía masajeándose las costillas, y pidió cuatro cafés. Al menos me tuvo en cuenta, pensó Marcel mirándola con una punzadita en las entrañas.
Mientras los otros bebían, Marcel relató los hechos del hospital. Habían identificado a Hamad como el suboficial que había entrado en la celda de Savatier, poco después de la medianoche pasada.
—Puedo entender lo de Beaumont, pero... ¿Savatier? ¿Qué sabía de importante para que lo liquida-ran? ¿Y cómo llegó Hamad hasta él? — Los tres lo miraron en silencio. —¿Quién le cubría las espaldas? El uniforme, la placa... Pudo entrar hasta la celda... Se necesita una autorización escrita... — la comprensión lo hizo abrir los ojos en un gesto de horror: ¡Savatier sabía quiénes somos...!
—O una llamada... Alguien importante. No sólo están delante... Están más arriba— la voz de Mas-sarino era durísima—. Hijos de puta, conocen nuestros movimientos. Los tenemos adentro.
Michelon asintió lentamente y se mordió el labio en un gesto de rabia impotente. Marcel continuó:
—¡Entonces no tenemos forma de romper el círculo! ¡Van a cerrar la puerta de la trampa con nosotros adentro!
Odette seguía pensativa, haciendo dibujitos en el margen del diario, hasta que en un momento levantó la vista; tenía la expresión de un predador.
—No... Estarán muy arriba, pero podemos tomar la delantera... con algo que ellos no pueden controlar— miró el reloj—. Las nueve —dijo para sí—. En Nueva York son las cuatro de la mañana. Madame, ¿puedo hacer una llamada internacional?
La comisario asintió, intrigada.
—¿Ebenezer? —adivinó Massarino, no demasiado sorprendido.
—Ebenezer Benzacar —confirmó ella mientras tecleaba el número.
Michelon insistió en que la conversación fuera a micrófono abierto y la hizo llamar por su línea privada.
—Ya no confío ni en nuestra central telefónica, carajo.
El teléfono sonó interminablemente hasta que, del otro lado, una voz masculina respondió con una grosería en inglés.
Who in the fuckin’ hell...?
Ebenezer, it’s Odette. I’m terribly sorry to wake you up, sweetheart... Please, honey... Ebbie...
Del otro lado hubo un silencio. Michelon pidió que continuaran en francés, y Odette asintió.
—Querido, lamento despertarte a estas horas. Por favor, Ebenezer, soy Odette...
—¿Odette? ¿Cisne? —la voz sonaba incrédula—. No. Me están jodiendo. ¿Quién habla?
—¡Sefaradí tozudo, mejor que saques el culo de la cama ya mismo!
—¡Ese sí es mi Cisne! —una carcajada sonó del otro lado—. Por si no te diste cuenta de la hora...
— Perdón por la hora, Ebbie. No quise gritarte, te lo juro. Necesito pedirte un favor— Odette lo apremió.
—Lo que quieras.
A toda velocidad le explicó sobre la Orden, la Trans-Petrol y ComInTel mientras Marcel garabateaba algo en un papel y se lo alcanzaba. Odette le pasó los nombres al otro. En voz baja, Massarino los puso en antecedentes a él y a Michelon acerca de Benzacar; Marcel le preguntó si era pariente del Benzacar director de orquesta.
—Es su hijo —respondió en tono neutro el comisario, con expresión indefinible.
—Trans-Petrol— se oyó el silbido de Benzacar—. Son pesos pesados. Conozco personalmente a algunos de sus directivos. Armand Prévost es el presidente de la TP.
Prévost. Marcel aguantó un insulto pero el corazón le dio un vuelco.
—Sé de lo que estoy hablando. Tengo pruebas— Odette rebuscó en su bolso y sacó un CD, que insertó en el equipo de Michelon— .Necesito que veas tu correo electrónico. Te estoy enviando un archivo de video en este momento.
Después de minutos interminables, la voz del otro lado retumbó en el silencio del despacho.
—Ya lo estoy recibiendo... No puedo acceder...
—La contraseña es D-E-B-I-A-S-S-I.
Se oían las teclas del otro lado de la línea.
—Ahora sí... Dios, ¿qué... qué están haciendo? — el hombre del otro lado estaba horrorizado.
—¿Viste alguna vez a esos tipos?
—Es... Prévost, sin duda... El otro... no puedo... Sí, ¡el coronel Donatien Jacques! Tiene un cargo importante en ComInTel. ¡Mi Dios, qué horror!... No conozco al tercero...
—Es uno de los nuestros —Odette tenía los ojos cerrados y la frente apoyada en la mano—. Un oficial infiltrado en la Orden.
—¿La... mujer? —La voz sonaba ahogada.
—Viva... por un pelo.
—Es atroz... Son unos...
—Eran. Están muertos. Nuestra gente llegó a tiempo. ¿Nos vas a ayudar?
—Los voy a destrozar, nena— el hombre vaciló un momento—. Odette... pero ¿la mujer ...?
Marcel volvió a anotar y le pasó el papel a Odette. Ella lo leyó y lo miró sorprendida.
—Ebenezer— sin responder a la pregunta del otro—, tenemos un regalo para hacerte. El atentado en Francfort. Creo que a algunos amigos tuyos pueden interesarles estos datos —Odette leyó len-tamente la información que le había pasado; la voz le temblaba.
—Hijos de puta... —el hombre del otro lado estaba llorando—. ¡Los voy a hacer mierda, te lo juro! Hoy mismo. Tengo amigos en Tokio y Londres. Vamos a abrir el fuego en todos los frentes. En cuanto a los otros tipos... no te preocupes por buscarlos. Mis amigos se hacen cargo— y después de un momento: —Odette... ¿son los mismos?
El teniente la vio cerrar los ojos con expresión de dolor. El papel quedó hecho un bollito irreconocible. Odette inspiró como si le costara articular las palabras.
—Sí. Completamente segura —la voz le sonaba amarga —.Nos deben mucho...
Michelon y Massarino parecían compartir el mismo secreto. Marcel se sintió excluido.
—Nunca olvidar... —la voz en el parlante era un murmullo.
—Nunca perdonar —Odette completó la frase en el mismo tono —.Tengo que hacer otra llamada, querido. ¿Podrías... borrar ese archivo?
—No hay problema. No me interesa el porno duro.
—No es porno. Es homicidio. O casi.
—Mil disculpas, Cisne. No es un momento para bromas.
—Está bien. Un beso a Rebecca.
—Besos a todos. Shalom.
Shalom.
Mientras Odette extraía cansadamente el CD, Marcel le dijo en voz baja:
—Quiero verlo.
Ella vaciló un instante y se lo dio sin mirarlo.
—La contraseña es...
—De Biassi —asintió mientras se guardaba el CD en el bolsillo.
—Dubois —Michelon le clavó los ojos de hielo—. ¿Cómo es que usted estaba al tanto de tal cantidad de información y no nos la dio?
—Las carpetas. Las que revisé ayer. Y además... se lo dije a... a Marceau —le echó un vistazo rápido—.¡Me echaron como a un perro del centro de operaciones!
—Muy bien, San Bernardo, siéntese y cuente lo que sabe.
Mientras Marcel se sentaba en el banquillo de los acusados, con Massarino y Michelon mirándolo sombríos, Odette salió del despacho diciendo que tenía que hacer una llamada personal.



Le Figaro

Mario Varza estaba desayunando con su mujer antes de salir hacia la empresa, cuando la mucama les alcanzó el teléfono. Beatrice respondió y le entregó el inalámbrico con expresión furiosa.
—La señora Marceau, señor —le informó la mucama.
La cara de Beatrice era una tormenta de emociones. Mario se levantó y se encerró en el estudio.
—Odette...
—Mario, ¿cómo está?
—Bien, bien, gracias. ¿Usted?
—Bien. Quiero avisarle sobre unas empresas... Tiene acciones de la Trans-Petrol o ComInTel?
—No, no directamente, quiero decir. Algunas de mis subsidiarias...
—¿Y sus operadores de Nueva York?
—Tendría que verificar. Puede ser que sí.
Odette le explicó rápidamente lo que ocurriría en la Bolsa de Nueva York y posiblemente en Londres y Tokio.
—Entonces no nos vamos a quedar atrás —respondió Mario, excitado—. Tengo amigos que invirtieron con ellos, aquí y en Francfort. Vamos a darles por el culo, literalmente.
—¿Al Faid?
—No se preocupe. Yo me encargo de ponerlo sobre aviso.
—Mario, una cosa más— ella vacilaba, cosa extraña— .Hay una firma... de una familia milanesa, Contardi Bozzi; creo que se dedican a artículos de cuero o algo así...
—Equipajes de lujo y esas cosas. La crema de la sociedad, muy nariz parada. Hace un año el viejo Contardi quedó fuera de los negocios por un ataque. Su mujer, donna Valentina Bozzi in Contardi, tomó las riendas de la empresa y le está yendo muy bien.
—No quisiera que se vieran afectados por la corrida. ¿Puede hacer algo?
—Puedo intentar... ¿Tiene alguna relación con ellos?
—No, nunca tuve contacto personal con ellos... Son parientes de alguien que sí conozco, y... no quisiera que salieran perjudicados.
—Debe de estimar mucho a ese conocido para salvarle el culo a gente con la que no tiene relación.
Intuyó que ella contenía el aire. Finalmente Odette admitió en voz baja:
—Es alguien muy importante... para mí.
Mario sintió un pinchacito de celos en las entrañas.
—Haré lo que pueda por avisarles a tiempo.
—Gracias. Haga saltar a los polentoni por el aire.
—No sabe con cuánto placer. Hasta pronto.
—Hasta pronto. Un beso a su abuelo.
Mientras él colgaba con una media sonrisa triste, Beatrice se le acercó con los ojos llameantes.
—Era esa puta francesa —siseó entre dientes.
—¿De qué estás hablando?
—¡No te hagas el estúpido! ¡Todo el tiempo llamándola, señora Massarino de aquí, señora Massarino de allá, y ella te devuelve las llamadas! ¡Que se haga llamar Marceau no me va a engañar! ¡Le conozco perfectamente la voz!
Comenzó a entender. Beatrice confundía a Lola Massarino con su hija; la voz de ambas era idéntica. Había notado cómo últimamente se precipitaba a responder las llamadas. Ah, mia divina Beatrice. Sei gelosa. La miró como si la descubriera por primera vez. No lo puedo creer. ¿De veras te importo tanto? Un latido de esperanza le sobresaltó el pecho.
—¿No vas a contestarme? —ella pugnaba por no llorar.
Él decidió aprovecharse de la confusión.
—Te acordaste un poco tarde de que tenías un marido de quien ocuparte, ¿no te parece?
Beatrice se cubrió la boca con las manos mientras lloraba en silencio. Mario la aferró por los hombros y la pegó a su cuerpo. La sintió temblar.
—No sabes cuánto me alegra que tomes conciencia de mi persona, Señoría. Deberías saber que no soy hombre de tener amantes. No soy Salvatore. Si me interesara otra mujer, serías la primera en enterarte. Y, sí, agradecería un poco, sólo un poco, de tu ocupadísima y preciosa atención.
La soltó con brusquedad. Beatrice estaba desencajada. Mientras tomaba su portafolio y el abrigo y salía, la oyó llamarlo. No. Tengo que ganar esta batalla y la guerra. Veamos si podemos recuperar lo que perdimos, mia cara.


Michelon vio entrar a Marceau con el rabillo del ojo. Dubois seguía revisando el listado e identificando nombres. Habían hecho llevar las carpetas. Miró el reloj; eran las once de la mañana.
—Va a ser un día muy largo —comentó Marceau, apoyándose contra su escritorio. Se revolvió el pelo y se lo acomodó en su gesto habitual.
—No vamos a tener novedades hasta dentro de seis o siete horas, por lo menos —asintió Massarino.
—Puede ser que sepamos algo de Milán y Francfort antes— Marceau y Massarino se miraron breve pero significativamente, mientras el comisario hacía un leve gesto de asentimiento.
El clan de los italianos en acción, pensó Madame. ¿En qué andarán estos dos? Si lo que imagino es aproximadamente cercano a la verdad, los titulares de los diarios de estos últimos tiempos no los sorprendieron del todo. Pero se manejan con cuidado. Nada que pueda perjudicar o complicar a la PJ. En fin, contactos son contactos. Yo también tengo algunos ligeramente reprobables.
Hubo una pausa. La pobre Sully tuvo la mala idea de aparecerse en ese momento, buscando a Marceau.
—Capitán, me están reclamando un expediente, el número... —Archivos a la carga otra vez. Marceau respondió cansada pero gentilmente:
—Está en mi escritorio, Sully. ¿Ya lo buscó ahí?
Sully echó una ojeada rápida. Tenía público. Con una sonrisita cómplice, replicó:
—No es que quiera criticar, pero el orden no es precisamente una de sus virtudes—enarcó una ceja y miró a su público.
Marceau ni siquiera le dedicó una ojeada.
—Mi única virtud, cabo, es reconocer que no tengo ninguna— hizo una pausa para esperar la réplica de la otra, que no llegó—. Ni virtudes... ni virtud. Pero eso usted lo sabe muy bien.
Marceau se volvió para clavarle los ojos de terciopelo. Sully se puso pálida y retrocedió. Dubois cerró los ojos un momento y el gesto le bastó a Michelon para entender unas cuantas cosas e imaginarse el resto.
Marceau se cruzó de brazos y se apoyó contra el sillón de Massarino.
—El expediente que busca es el primero de la pila a la derecha de la pantalla. Si es tan gentil —remarcó las palabras—, devuélvalo a Archivos, por favor.
La cabo dio media vuelta y salió. Parecía a punto de echarse a llorar. Marceau hizo un gesto con la cabeza y miró al techo.
—Necesito tomar un poco de aire —dijo, y tomó el picaporte para salir.
—¿Adónde vas? —Massarino sonaba preocupado.
—A caminar un rato.
—¿Qué.. qué hago con esto? —preguntó Dubois, señalando la revista de historietas. Todavía la tenía en la mano.
—Ilustrarte —fue la respuesta seca de Odette mientras cerraba.
Dubois se quedó mirando la puerta como un chico al que le robaron un juguete.
—"Ranxerox" —murmuró Michelon para sí, mirando la tapa de la revista. Y luego, en voz alta e inocente: —¿Le pasa algo, teniente?
—No.... Sigamos —y Dubois tomó el listado que estaba sobre el escritorio.
No te pasa nada y yo soy Caperucita Roja. Y Marceau que te regala revistas de historietas para que te "ilustres".



Puente de L'Alma

Llovizna. Odio los paraguas. Odio mojarme. Odio estar encerrada. Salgamos. Caminó sin pensar. Sus pies sabían adónde ir. Después de vagar no supo cuánto, llegó al puente de L’Alma. Se acodó sobre el parapeto a mirar el río picoteado por la llovizna que insistía en volverse lluvia. Nunca perdonar, nunca olvidar. Perdonar, no había perdonado. Olvidar... Aquí hicimos una vez el amor, pero mi piel ya no puede recordarlo. No puedo evocar las sensaciones.... Lo único que tengo es el dolor y la amargura del dolor. Las lágrimas se le mezclaron con la lluvia. Creí que podía sentirme viva otra vez, pero la desconfianza pudo más. No se pasan años escudada en situaciones ambiguas para protegerse y se sale ilesa cuando se decide cambiar. Menos todavía con alguien como Marcel, que arrastra sus propios terribles fantasmas. Mis fantasmas y los tuyos no se llevan muy bien. Si pudiéramos perdonarnos a nosotros mismos... perdonar lo que la vida nos hizo a los dos... Duele. Me duele tanto, tanto. Creí que no podría sentir tanta angustia otra vez, tanto... ¿amor?
—¿Capitán Marceau?
Se volvió, confundida. Un agente, de patrulla.
—El comisario Massarino pasó un radiomensaje para que la llevemos de regreso, si quiere.
Lo miró sin expresión. El hombre le devolvió la mirada, extrañado.
—Está lloviendo, capitán. ¿No quiere...?
Pobre hombre, se está mojando. Asintió y subió al automóvil en silencio.
—Hace frío —comentó el suboficial al volante.
—Sí, y el río está un poco revuelto.
No está tan mal hablar del clima. Es un tema sociable y neutro. Sin el clima, el noventa por ciento de los ingleses no podría iniciar una conversación. Lo leí en una encuesta en el 'Times'.
—El comisario dijo que si quería la lleváramos a su casa— el agente se volvió para mirarla.
—Muchas gracias, pero no. Volvamos a la Brigada— se estremeció de frío.
Pasó por el baño para tratar de reparar lo irreparable. Se lavó la cara y se secó el pelo con el secamanos. Se maquilló de nuevo. Un desastre. Gracias a Dios no me mojé el vestido. La lana apesta cuando se humedece.
Buscó un chocolate en los cajones de su escritorio. Me estoy muriendo de hambre. Cuando miró la hora vio que eran casi las cinco de la tarde. Cristo, con razón. Desayuné a las seis y media. El interno sonó una vez, y saltó sobre él.
—Marceau.
—Novedades. Suba a mi despacho a ver la diversión.
Michelon. Entonces, ¿ya hay noticias? Salió a la carrera, todavía con una barra de chocolate entre los dientes. Volvió a recoger el resto de la tableta y voló al otro piso.


Por fin estamos adelante nosotros, Michelon se permitió una sonrisita siniestra. A pesar de las presiones de la UCLAT y de la UCRAM, que literalmente estaban aporreándole las puertas del despacho para intervenir en el caso. No nos van a quitar el mérito de haber hecho volar por el aire a estos hijos de puta.
Marceau entró en el momento en que el noticiero daba el informe financiero. En la pantalla de la PC podían verse las fluctuaciones de las Bolsas más importantes del mundo. Se miraron rápidamente, se tomaron de la mano por encima del escritorio y escucharon las noticias mientras Internet seguía disparando cifras silenciosas. Las imágenes del televisor mostraban la habitualmente bulliciosa Bolsa de Valores de Nueva York, convertida en un pandemónium de gritos e insultos. Las cifras de Francfort, Londres y Milán llegaron a manos de los periodistas. Le costaba tragar saliva. Miró a Marceau y vio que estaba pálida y tensa como un resorte a punto de ser disparado.
Los periodistas no cesaban de repetir que la situación era inédita: varias empresas internacionales, aparentemente sin relación entre sí, estaban perdiendo cotización en forma abrupta. A primera hora de la mañana la Bolsa de Nueva York se había inundado de vendedores de las acciones de Trans-Petrol y ComInTel. Los valores habían caído a cifras ínfimas. La situación de Tokio era prácticamente la misma, con la diferencia de que allí, en el momento más negativo de la jornada, había aparecido un pool comprador que adquirió varios de los paquetes accionarios en picada por valores irrisorios. Se hablaba de una empresa árabe recientemente asociada con NSI. Se creía que la situación podría repetirse en el resto de los mercados.
—Los tenemos. Por fin —Michelon levantó el teléfono para pedir las órdenes de detención de los directores franceses de la TP y ComInTel y sus subsidiarias—. Debería llamar a los de Delitos Financieros —agregó.
—Como no nos detengan a nosotros... — Marceau la miró de reojo, con una barra de chocolate a medio comer en la boca. Se rieron a carcajadas, aflojando los nervios. Marceau le ofreció una barrita, que la comisario aceptó complacida
—¡Ah, qué delicia! — se sorprendió Michelon. El chocolate era exquisito.
—Es italiano. Prometo que cuando le regale una tableta no voy a comérmela por el camino.
Saborearon en silencio. Michelon miró subrepticiamente la marca. Tengo que decirle a Laure que lo compre. El sexo y el chocolate son una combinación maravillosa.
—Capitán, ¿puedo hacerle una pregunta?... Personal, creo.
Marceau la miró intrigada.
—¿Cómo conoció a Benzacar?
Marceau esbozó una sonrisa triste.
—Su padre era director de orquesta. Como muchos hijos de artistas, Ebenezer viajaba con Ezra y Myriam a todas partes donde actuaran, lo mismo que Auguste y yo. Ezra dirigió muchas veces cuando mis padres bailaban. Con Ebenezer jugábamos detrás de las bambalinas. Es hijo único, así que éramos amigos y hermanos a la distancia. Todos nos encariñamos mucho. Cada vez que Ezra actuaba en Europa, tratábamos de asistir a alguna de las funciones y ellos iban a ver bailar a mis viejos cada vez que podían— Marceau sonreía nostálgica- Ebenezer y Auguste eran muy compinches y se las arreglaban para hacerme la vida imposible, pero era mutuo —rió brevemente—. Myriam quería que su hijo estudiara dirección y composición, pero él tenía tanta vocación por la música como yo por la danza, así que...
—Se dedicó a ser agente de Bolsa —la comisario completó la frase —. Lo de su padre fue terrible.
En el atentado habían muerto cincuenta personas y salido heridas otras ochenta, sin contar con que el teatro había quedado prácticamente demolido desde el foso de la orquesta hacia atrás.
Marceau suspiró y asintió.
—Myriam no pudo recuperarse. Murió cuatro meses después— luego comentó en tono melancólico: — Me degradaron por asistir al funeral de Ezra en Ginebra.
—¿Qué?
—El vuelo de regreso se retrasó y me presenté a tomar mi puesto quince minutos tarde —se encogió de hombros, con una media sonrisa resignada.
Michelon se quedó mirándola en silencio, en tanto que las pantallas del televisor y la PC insistían con las malas noticias para las finanzas.
—Y hoy intercambiaron favores —dijo en voz baja.
—Ojalá nunca hubiéramos tenido que hacerlo —respondió Marceau con voz ronca.


—Laure, necesito el expediente de Marceau.
A los quince minutos su asistente le llevó la carpeta. La comisario rebuscó rápidamente. Acá: hace casi siete años. El comisario de división era Ayrault. Basura machista pronazi. Ayrault había sido, reconocidamente, el terror del personal femenino de la Prefectura de París durante años.
—¿De veras no sabías nada? —preguntó Laure con incredulidad.
—En esa época yo estaba en el Ministerio del Interior —respondió la comisario, encogiéndose de hombros con una mueca de desagrado.
Laure se ocupó de ampliar la sucinta información del expediente:
—La degradó y la asignó a Archivos. Dos meses. De uniforme. —Michelon la miraba con la boca abierta. — Después del "período de ablande", intentó poner en práctica la etapa final de su estrategia de seducción y la llamó a su despacho, o sea éste mismo — Laure señaló el suelo con el índice —, pero Marceau apretó el botón de llamada general del intercomunicador y las "propuestas" y amenazas de Ayrault se difundieron por todo el edificio. ¡Un escándalo! No era la primera vez que el comisario acosaba a una mujer, pero fue la última— Laure rodeó el escritorio y sacó el último cajón de la derecha—. Todavía están acá— le mostró el interior con la madera marcada por rayaduras paralelas—. Las marcas en la culata del rifle. Una por cada uniforme.
—¡¿Cómo... cómo lo sabías?! ¡Nunca me dijiste nada!
—Se juntaba en este despacho con un par de secuaces y me pedían estupideces a cada rato para que yo entrara y escuchara todo lo bueno que me estaba perdiendo gracias a mi condición sexual, y cómo el personal femenino de la Prefectura de París hacía cola para encamarse con alguno de ellos. Así me enteré de lo de las marcas... ¡Decía que con las estrellas se había ganado el derecho de pernada!
— Jesús, qué animal... No, es injusto para los animales.
Laure le besó el cabello.
—Estoy completamente de acuerdo, Claudette.
Volvió al expediente. En dos meses, Marceau había acumulado cuatro veces más sanciones que en los diez años de carrera. Estupideces tales como llevar las jinetas mal cosidas, entregar un expediente desordenado o no hacer la venia ante un superior. A Ayrault lo habían retirado discretamente y a Marceau le habían devuelto el rango, pero no había tenido una sola promoción más. La habían saltado sistemáticamente.
Hijos de puta chauvinistas. No era justo que Marceau estuviera arriesgando el cuello en la calle. El haberla relegado tanto tiempo era desperdiciar el talento estratégico y la amplitud de visión de una oficial que merecía el comisariato mucho más que un montón de capitostes pomposos como los que pululaban por todas las divisiones de la Policía Nacional. Y el cerdo se está postulando como alcalde en su ciudad de residencia. No vendría nada mal poner al electorado al tanto. Un poquito de reparación histórica... Notable cómo Marceau pudo aguantar a esa rata de Ayrault. Tiene un genio explosivo, pero sabe esperar pacientemente. 'Siéntate a tu puerta y verás pasar el cadáver de tu enemigo', dicen los árabes. No es que se siente, precisamente, pero no se precipita, hasta el momento exacto. Entonces, que se cubran para evitar las esquirlas. Si aprende a dominar un poco, sólo un poco, ese temperamento, será una sucesora magnífica.
—¿Nos vamos? —preguntó Laure.
—Ya es hora. Mañana, la mitad de la Policía Nacional va a estar haciendo cola a la puerta de este despacho y no precisamente con intenciones amorosas— se levantó con cansancio—. Ah, y quiero que Mantenimiento borre las marcas de este cajón.
—Sí, mi comisario —Laure hizo la venia.
—Muy graciosa —y le pellizcó la nariz.

domingo, 5 de julio de 2009

La dama es policía - CAPITULO 28

Foto de Flickr: Esprit de Sel
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES POR LA TARDE
—Comisario, use la máscara para entrar ahí abajo.
No necesitaba el consejo: el hedor del lugar se estaba filtrando desde el segundo subsuelo por el hueco del montacargas y por la escalera de incendio que rodeaba el hueco. La sorpresa había sido mucho más que desagradable, sobre todo porque las ratas presentaron batalla. Finalmente las combatieron con el método expeditivo del lanzallamas. Cerraron la puerta metálica tan rápidamente como lo permitió la cerradura eléctrica y esperaron a que se extinguiera el fuego, que se demoró sus buenos quince minutos, antes de volver a abrirla. Había olor a cloacas mezclado con el de la carne hedionda y quemada de esos bichos asquerosos, más otro, muy identificable, a cadáveres en descomposición.
Auguste ya conocía al enemigo: había sufrido la presencia ubicua de las ratas durante su infancia en las bambalinas y los sótanos de la Ópera-Garnier. Siempre había un tramoyista persiguiendo a alguna que intentaba comerse las cuerdas de los contrapesos; los vestuaristas se quejaban a la administración del teatro porque cada tanto, los trajes más antiguos aparecían mordisqueados; a pesar de los intentos de exterminio, las chicas gozaban de buena salud y de un increíble poder de recuperación.
Tuvo un encuentro cercano con una de buen tamaño una vez que, aburrido, se escurrió del camarín de sus padres durante un ensayo general. Fue a su lugar favorito, los talleres de escenografía. Tenía muchos amigos entre los escultores, pintores, carpinteros y demás artesanos que trabajaban en el teatro. Era tarde, el taller estaba vacío y subió por la escalera de una escenografía para deslizarse por la balaustrada. Cuando se estaba trepando, un bulto gris chilló delante de su nariz. Saltó por encima de él mientras la cola larga y dura le rozaba la cabeza. Él gritó y salió corriendo aterrorizado; en sus siete años de vida nunca se había enfrentado a un enemigo tan feroz. Tardó bastante en volver de visita al taller, pero tuvo la valentía de no contarle nunca a nadie que había huido frente a una rata. Durante un tiempo mantuvo una conducta tan ejemplar que su madre pensó que estaba enfermo.
Cuando Odette tuvo edad suficiente para acompañarlo en el safari, la llevó a ver la ruta de los bichos y las hileritas de paseantes que hacían equilibrio en la cuerda floja de los contrapesos de los telones. Afortunadamente, su hermana siempre mostró un respeto muy saludable por las chicas, y lo consideraba un héroe por su hazaña contra el rey de los ratones del "Cascanueces", que era casi la versión que le había contado de su encuentro con el peligro.
Para vanagloriarse, también la llevó a conocer al empleado de la empresa de exterminio de plagas. Odette le hizo tantas preguntas que el pobre tipo, aburrido de aguantarlos, rezongó preguntándoles si no serían los hijos del conde Drácula, tanto interés mostraban por las ratas. “No. Somos los hijos del señor y la señora Massarino”, respondió él. El hombre abrió la boca y la cerró con el asombro dibujándole una expresión cómica en la cara. Los hermanos aprendieron muy temprano la importancia de los nombres influyentes. Después, hecho un almíbar de amable, el hombre les dio una de las mejores clases de su vida sobre biología de roedores. Les explicó las costumbres y les mostró las señales del paso de los bichos, dónde dejaban los excrementos, qué comían —prácticamente de todo— y los sitios en los que preferían vivir y anidar; por último les mostró todos los venenos que llevaba. “¿Y si no quieren comerse el veneno?”, insistió la chiquita. “Entonces las corremos con fuego, pero eso es peligroso y sólo puede hacerse en cloacas o lugares que puedan cerrarse, para no dejar salir a las ratas o, peor, propagar el incendio”. Tampoco era cuestión de arrasar París por unas ratas de porquería.
—Comisario, habría que llamar al forense —la voz del oficial salía deformada por el filtro antigás.
—Vino conmigo. Está poniéndose la máscara.
Carajo, siempre creí que los forenses eran capaces de aguantar cualquier cosa. Los ojos del patólogo, única parte de la cara visible detrás de la máscara, se habían abierto de horror. No era para menos: aquello era un osario. Los hombres recogieron los restos en bolsas de plástico. Gracias al cielo que Odette no está aquí, pensó Auguste.



—¿Qué había?— preguntó Marceau a media voz.
—No creo que les guste— Massarino los miró a ambos con una mueca inconfundible. Un par de auxiliares del forense estaban cargando bolsas de plástico negro. Nikolai Paworski miró al comisario y señaló con la cabeza hacia el fondo del pasillo.
—Una auténtica Corte de los Milagros, ¿eh?
Massarino asintió, todavía asqueado y pálido. Ráfagas de hedor trepaban por el hueco del montacargas. Subieron a la planta baja en silencio. Por fin el comisario habló.
—Un minicementerio. Sin demasiados restos, porque las aguas servidas habrán arrastrado la mayor parte y los bichos hicieron lo suyo también.
—Habría que demoler este edificio de mierda hasta los cimientos— dijo el ingeniero sin mirar a nadie. Con lo que había visto con Marceau y Dubois en el pasillo del segundo subsuelo era más que suficiente para tirar abajo todo el lugar. Digna copia de un campo nazi de exterminio resultaron las catacumbas; habían reemplazado el horno por las cloacas.
—Los cimientos... —murmuró Marceau—. Estábamos en los cimientos del edificio...
—Los muros son muy viejos —comentó Massarino, y cruzó miradas con Marceau. Comunicación telepática. Cuando estos dos empiezan a hablar en código Morse, uno se queda indefectiblemente afuera, pensó Paworski, un poco molesto.
—¿Como las cloacas? —Marceau.
—Más viejos. En esta zona no son tan antiguas —Massarino. Y después de un silencio: —¿Pagaron para que la traza pasara por aquí?
—Qué vecinos influyentes... —acotó Marceau, sombría—. ¿Quién es el verdadero propietario? —y señaló con un movimiento de cabeza a su alrededor.
—Buena pregunta, mejor respuesta.
—Te atrapé, rata— Marceau no se refería a ninguno de los presentes—. ¿Qué tenemos?
—Nada, ni papeles ni escrituras— Massarino negó con gesto torcido —.Los abogados que detuvimos tampoco tenían nada.
—¿Extranjeros?
— Más que una posibilidad. Pero sería peor que buscar una aguja en un pajar.
—¿Ya te diste por vencido?— Marceau azuzó al comisario.
—¿Apostamos? — Massarino levantó una ceja desafiante.
—Pero si los encontramos...
—Nada. Si los encontramos, nada— aclaró Massarino—. Nada de desapariciones.
—Uf…— Marceau echó la cabeza hacia atrás, visiblemente molesta.
—Uf, un carajo— contestó el comisario.
Paworski los miró sorprendido. ¿Massarino tratando así a Marceau?
—No quiero movimientos raros. Es una orden.
E indiscutible, o por lo menos eso se desprendía de la expresión y el tono duro del comisario.
—Sí, comisario— Marceau aflojó los hombros y no volvió a replicar.
Ésta es buena. Parece que Massarino sabe cuándo aplicar el peso de la autoridad, el ingeniero sonrió para sus adentros.
—¿Qué es esa cantidad de carpetas que Dubois, Meyer y los otros llevaron a la Brigada?- preguntó Massarino.
El comisario cambió de tema. ¿Negociando la paz? Paworski paseó la mirada de uno a otro mientras ella explicaba.
—Paworski también encontró grabaciones de entrevistas.
—Vamos a tener unos días muy entretenidos cazando ratas por todo el país — Massarino esbozó una sonrisita siniestra.
—Ya lo creo — acotó el ingeniero — A los de la Riviera no va a gustarles nada arrestar a los que los invitan a las fiestas...
—¿Qué tal los próximos titulares de las revistas de actualidad? “Visitamos la elegante celda del barón von Deustche”... “Motín de presos por la falta de champaña en los almuerzos: Exigimos que se nos trate de acuerdo con nuestra clase social”... —Marceau tenía una expresión malévola.
—Abajo el clero y la monarquía— Massarino se rió.
—Viva la Revolución — y se rieron los tres.


Marcel corrió al gimnasio sólo para encontrar a Paworski que se ejercitaba con unas pesas. A los cincuenta y siete años, el ingeniero conservaba el físico ágil y nervioso de un deportista. Eran bastante más de las siete y media. Sin darse cuenta, Marcel golpeó el marco de la puerta de entrada con el puño. Mierda. Necesito encontrarla, hablar con ella. Paworski se volvió.
—Se fue hace diez minutos.
No hacía falta que dijera quién. El gesto de contrariedad de Marcel debió de ser tan evidente que, cuando daba media vuelta para irse, Paworski lo llamó.
—Dubois... —hizo una pausa, esperando que lo mirara—. Habitualmente me interesa un cuerno la vida del prójimo, y creo que eso es evidente —el ingeniero sonrió a medias. Marcel lo miró con el entrecejo fruncido.— Pero voy a hacer una excepción. No por usted, sino por Marceau.
¿De qué está hablando? Su silencio invitó al otro a continuar.
—No es fácil trabajar con alguien brillante, más inteligente que uno. Sobre todo si ese alguien es una mujer. Cuando se consigue aceptar ese hecho, trabajar con Marceau constituye un absoluto placer intelectual, del que personalmente disfruto tan a menudo como puedo.
Marcel se quedó sin palabras.
—Placer que, imagino... repito: i-ma-gi-no —remarcó Paworski— sólo debe ser superado por el de llevarla a la cama.
Marcel lo miró con la mandíbula encajada y los puños apretados, pero el otro no se amilanó.
—No cometa el error de subestimarla, Dubois. Sus compañeros anteriores fueron unos imbéciles que, o no soportaron que ella fuera dos pasos delante de ellos, o creyeron que era una muñequita con la que entretenerse en horarios de trabajo.
—Nunca... nunca pensé en ella... de esa forma —. Era cierto.
—Le creo. Segunda advertencia, teniente. No crea en las estupideces que circulan por este lugar. En los años que he pasado aquí, nadie ha podido alardear de haberle tocado siquiera un pelo de la cabeza. Y no sólo eso. Estoy por demás seguro de que ella jamás ha sido ni será la amante, no ya de los que le adjudican de oficio, sino de ningún tipo que camine por la faz de la Tierra, simplemente porque no es segunda en nada ni de nadie — Paworski hizo una pausa, esperando que asimilara lo que acababa de decir. —¿Sabe? Tiene una voz magnífica. Una vez le pregunté por qué demonios no se había dedicado a la lírica en lugar de venir a hacerse matar en la Brigada. Me respondió que las contralto nunca son prime donne. ¿Entiende lo que quiero decir?
Marcel bajó la cabeza, atormentado por los recuerdos. Dios, cómo pude...
—Pero... —vaciló. Paworski parecía saber —¿Y... Massarino? —preguntó casi sin voz.
—Observe, Dubois. Aprenda. No sé qué clase de relación tienen pero no es lo que el populacho imagina.
Marcel se sobresaltó pero no abrió la boca. Paworski siguió.
—Es algo mucho más profundo... pero no carnal, no al menos de cuestiones de cama. A veces pareciera que se leen la mente mutuamente, y eso me da escalofríos... Es extraño de entender... pero comparten algo muy íntimo... que no es el dormitorio.
Hicieron un silencio muy largo. Por fin se atrevió a preguntar otra vez.
—¿Por qué me dice todo esto?
Paworski hizo una pausa. Lo miró a los ojos y Marcel reconoció sus propios sentimientos en el otro.
—Porque yo también estuve enamorado de ella.

BUENOS AIRES, MARTES POR LA TARDE
—¡Dame ese fax! —se lo arrancó de las manos con violencia. Ahí estaban. Los nombres, las direcciones. Las fotos.
—¡Pará, boludo! ¡Lo vas a romper!
—¿El tipo quién es? —preguntó el Tigre.
—El comisario que dirigió el copamiento.
—¿Y ella? ¿Es la minita del quía?
—No. Cana también. La hermana.
—¿De quién?
—¡Del comi! ¡Dejame de joder!
Mengele se acercó en silencio, a leer por encima de su hombro.
—Marceau —murmuró ominoso—. Igual que la encomienda.
El Brigadier miró con esos ojos azules terribles.
—¿Qué querés decir?
—Lo que te vengo diciendo desde hace un montón. ¿No te acordás de cuando al Tano lo fueron a ver esos “parientes”? ¿Lo que le habían preguntado?
—¡Carajo, siempre hinchando las pelotas con eso! ¡Pasó hace trece años! ¿Quién mierda...?
—Ella, pelotudo —se le acercó hasta que pudo sentirle el aliento—. Es la mujer. ¿Por qué mierda no leés? —Mengele estaba blanco de rabia. Parecía a punto de pegarle una trompada.
Es cierto. Yegua de mierda, ¿buscás vengar a tu macho? ¿Nos cagaron todo un operativo de años por cargarnos a un cana? Miró la fotografía. No tiene nada que ver con el tipo. Él tendría arriba de cincuenta si viviera. ¡La puta que la parió!
—¿Estas fotos son actuales? — el Tigre ocupándose de minucias, como siempre.
—¡Cómo no van a ser actuales! —rugió Mengele.
—Linda, la turra —se miraron con Cachorro—. Che, Mengele, ¿estás seguro de que es la mujer del paquete? Es un poco joven.
—¡Terminen de hablar pelotudeces! — el Brigadier los fusiló de una mirada.
—Cagamos. El jefe está caliente.
—Nos vamos para Lisboa. Vos —al Tigre—, vos —al Cachorro—, el Mula y el Yarará vienen conmigo. Como ordenó el viejo, pero antes vamos a dar un paseíto por Europa.
Hizo una pausa y siguió con el odio tiñéndole la voz.
—Tenemos un fin de semana. No lo voy a desperdiciar. Mengele, vos también. Estamos todos en el mismo barco.
—¿Y si se avivan?
—¡De qué!
—¡De que no fuimos! ¡Las órdenes son estar antes del lunes! —el Cachorro siempre tan obediente.
—Las conexiones con África son una mierda. El Yarará ya se comió sus buenos plantones anclado en Lisboa y Dakkar.
—Seguro, hermano— el Yarará asintió. —Además, es un “toco y me voy”, ¿no, jefe?
El Brigadier lo miró con furia, pero después se rió.
—“Toco y me voy”... Va a ser un poquito más que “toco”...
—¿Qué pensás hacer? —Mengele se cruzó de brazos, con cara de culo.
—Los voy a reventar. A la puta esa y al hermanito.
—Estás pensando en caliente. Eso no sirve, es una pelotudez. No podés pisar la mitad de Europa. Y estás desobedeciendo órdenes directas.
—No me busqués, Mengele.
—No te pongas al viejo más en contra todavía. Bastante quilombo tenemos como para que te dediques a asuntos personales. Ya hablaste con el tira de allá. Dejá que se encargue él.
—¡Es un pelotudo! ¡Un inútil! Hoy, ¿entendés? ¡HOY consiguió todos los datos! ¡Forro! Como no se encargue de los que le tocan a él, lo reviento. Esos canas ya se cargaron prácticamente a todos —bajó la voz, ronco de rabia—. Falta que vengan a golpear la puerta para rompernos el culo en casa. No, macho, los voy a hacer mierda personalmente.
—¿Y vos qué sabés si consiguieron los datos hoy? ¿Te creés que arriba no estaban enterados de quiénes eran?
Lo miró furioso. Sí, el viejo tiene que saber. Guacho de mierda, ¿lo supo todo el tiempo? La boca se le deformó en una mueca de violencia. ¿Y por qué los va a perdonar? ¿Tiene miedo? ¿De quién? Si nadie nos toca el culo. ¿El viejo se volvió cagón? No. El pensamiento lo azotó como un trallazo. Es un manejo de Ortiz. Negro de mierda, te diste el gusto de ponérmelo en contra. Estás todo el tiempo con él, llenándole la cabeza. Me odiás y yo también te odio. Me quitaste el lugar junto al viejo, pero te voy a devolver el favor. Nadie me va a sacar lo que me pertenece ni decirme lo que tengo que hacer. Voy a arreglar este quilombo, y cuando vuelva, van a saber quién manda. Se terminó Ortiz. Se terminó el viejo.
La decisión le recorrió el cuerpo con un estremecimiento. Se terminó el viejo. La sola idea del poder que iba a caerle entre las manos le sacudió la entrepierna.
—Te estás jugando la cabeza por una calentura... —insistió Mengele ante su silencio.
Agarró al doctor del cuello de la camisa y lo sacudió contra la pared.
—¿Qué te pasa? ¿Tenés sangre de pato? Cuando hay que apretar a alguno, mandar a la parrilla, trasladar, cogerse minitas, laburo fácil, ¿eso sí te gusta? ¿Reventar por encargo a periodistas sí te gusta? ¿Y ahora que hay que defender lo nuestro, me decís que estoy caliente? ¡Claro que estoy caliente! —lo sacudió de nuevo—. ¡Muy caliente! ¡Tanto que la puta esa va a maldecir el día en que nació!
Siguió sacudiéndolo y golpeándolo. Para cuando pudieron sacárselo de entre las manos, Mengele estaba muerto.
—Tírenlo por ahí. Total, a este hijo de puta no lo quería ni la familia. Preparen todo. Y ni una palabra del paseíto.
—Sí, señor.
El Tigre le hizo señas al Cachorro. Se acabó la joda. El jefe se calentó en serio.