POLICIAL ARGENTINO: 08/01/2012 - 09/01/2012

domingo, 26 de agosto de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 45

HÔTEL PARTICULIER DEL XVII° ARRONDISSEMENT. UNA DE LA MADRUGADA



Estaban a menos de doscientos metros de la mansión cuando un patrullero que venía por la calle transversal dobló delante de ellos y se alejó veloz, aunque no tanto como para que Marcel no viera que a bordo había tres hombres. Raro, siempre son uno o dos.
 Volvió a concentrarse en los demás ocupantes de la limo. Si llevaba la mano hasta la sien podía sentir pulsar la vena bajo sus dedos como un ser vivo e independiente. El corazón le latía detrás de la lengua, tanto que no estaba seguro de poder hablar sin tartamudear. ¿Cuántos hombres quedarían en la casa? ¿De cuánto tiempo dispondría para llevar a cabo lo que se proponía? Primero Ortiz, después el viejo. Después... lo que pueda. No quería pensar en el resto de la frase.
 Marini estaba comunicándose con Rinaldi.
 — ¡Recuperamos la casa, señor! ¡Todo normal, señor!— ladró en castellano, sin volver la cabeza.
La limusina aceleró. A menos de cien metros de la entrada principal había un patrullero vacío estacionado.
Marcel se preguntó si sería habitual tanta presencia policial en el arrondissement, aunque tratándose de una zona con residencias de diplomáticos, bien podría ser que la vigilancia fuera mayor. Si los vecinos supiesen lo que pasa detrás de esos muros, habrían volado al otro lado de la ciudad. Los portones les abrieron paso, aunque no tan rápido como para no ver otro auto con uniformados pasar por la esquina más alejada.

Entraron. Algo hizo que el pelo de la nuca se le erizara; algo más que la conciencia de estar yendo al último lugar del mundo en donde querría estar alguna vez. Algo así como instinto, que martilleaba sobre la curiosa idea de que algo no estaba del todo normal ahí afuera. Demasiados patrulleros, demasiados uniformados.
 — Tenemos que hablar usted y yo, Dubois— la voz del viejo lo arrancó de sus elucubraciones—. Antes que cualquier otra cosa.

 **** 
Odette recorrió frenética la manzana de la Wolffschanze, mascullando insultos que hubieran sonrojado a un camionero. Las calles anónimas y oscuras estaban vacías: la limusina de mierda había desaparecido. ¡Los bastardos hijos de puta se lo llevaron!
Se presionó con cuidado cada costilla y probó a inspirar profundamente y soltar el aire dos o tres veces: le dolía, claro, pero no como para alarmarse. Más tranquila respecto de la integridad de su osamenta, condujo a casa violando todos los semáforos de la ciudad, en tanto que terminaba de dar forma a sus ideas. Alguien había dejado un celular sobre el tablero del auto y con una sola mano al volante, tecleó el número del hotel cinco estrellas para verificar que cierto huésped todavía estaba allí.
Se lavó con cuidado, se acomodó el pelo y se maquilló a conciencia: rimmel y lápiz labial, nada mejor para la autoestima y la reafirmación del ego. Después de atragantarse con dos analgésicos para hipopótamos y rugbiers, y media taza de café tan oscuro como sus pensamientos, se enfundó el vestidito negro que le diera tantas satisfacciones y se calzó unos stiletti asesinos. La cartuchera con la reglamentaria y los dos cargadores tintinearon junto con la navaja suiza, el spray paralizante, el juego de ganzúas y el resto del equipo en el fondo del bolso. Antes de salir se miró al espejo: vestida para matar y nunca mejor dicho.

 UNA Y TREINTA DE LA MADRUGADA EN UN HOTEL DEL CENTRO DE PARÍS
 Una desagradable sensación de incomodidad despertó a Gaetano Corrente y cuando intentó mover el brazo que se la estaba produciendo, se descubrió esposado de pies y manos a la cama tamaño king en la que se había quedado dormido pocas horas antes, completamente desnudo y extenuado por la sesión de sexo pago. Se habría quejado si no hubiera estado amordazado con cinta de embalar. Algo sedoso pero muy resistente le rodeaba el cuello, estrangulándolo e inmovilizándole la cabeza contra la almohada. Corrente se aterrorizó y el miedo le aferró el escroto.

 — Ne ha il sonno pesante, maggiore — la voz aterciopelada se burló de sus esfuerzos por liberarse—, No haga eso: se ve ridículo.
 Sentada junto a su cabeza, ella explicó lo que quería. El aroma de su piel lo incitó, haciéndolo olvidar el pánico de segundos antes. Indiferente, ella le mostró los documentos que acababa de sacar de su maletín, y él tuvo que asentir o negar con mínimos sacudones de la cabeza, pues ella no le quitó la cinta ni desató la media negra que le sujetaba el cuello. La odiaba cada vez que ella cruzaba y descruzaba las piernas, observando socarrona sus esfuerzos por no mirar el encaje de las medias de liga y lo que se entreveía más arriba. Todo ese odio y esos esfuerzos se le estaban acumulando en la entrepierna en forma alarmante.
Porca puttana , si tuviera una mano suelta, me las pagarías. Impotente, tuvo que ver cómo se guardaba sus elementos de trabajo, las llaves del auto alquilado, sus armas y sus cargadores y toda su identificación. Por último, la perra se puso guantes quirúrgicos y sacó una navaja suiza, y él comprendió de una sola mirada lo que ella haría. Las gotitas de sudor helado le corrieron desde las sienes hasta las orejas y los tendones del cuello le dolieron de gritar bajo la mordaza. En un alarde de consideración, ella le vendó el dedo.
Antes de irse, le advirtió:
 — En unas horas vendrán a buscarlo. Si me dijo la verdad— la voz era sutilmente amenazadora—, le traerán sus cosas y lo acompañarán al aeropuerto. Aproveche y descanse.
 Él gimió bajo la mordaza y sacudió los brazos. Retorciendo el cuello, la vio rebuscar en el escritorio hasta encontrar el cartelito de “No molestar”. Antes de salir, ella les dedicó a él y a su más fiel y sufriente amigo una sonrisa de Gioconda.

 UNA Y CUARENTA Y CINCO DE LA MADRUGADA EN EL HÔTEL PARTICULIER
— ¡No es cierto!
No es cierto, viejo de mierda. Un sentimiento atroz y helado le nació en el bajovientre y se le trepó por la espalda como un animal.
 — No tengo motivos para mentirle, Dubois.

El viejo le entregó un portafolios delgado. Había unas iniciales enlazadas grabadas en bajorrelieve pero no se detuvo a descifrarlas: era más importante el contenido. Las manos le vacilaron visiblemente cuando metió todo de nuevo dentro del portafolios. Hubiera querido arrojarlo al fuego y al maldito viejo detrás de su portafolios y después él mismo para acabar con la tortura.
— Siéntese. Tenemos que hablar usted y yo.
— ¡No vine para eso!
 — Por supuesto que no. Vino a matarnos si le era posible o morir en el intento si no lo conseguía— el viejo lanzó una tosecita—. Tengo demasiado años como para dejarme engañar por alguien de su edad, aunque se trate de uno de mis mejores hombres.
— No soy “uno de sus mejores hombres”.
— Claro que no: es el mejor. No podía ser de otra forma y me enorgullece.
— ¡Tampoco soy uno de sus toros campeones!
 — Tiene sentido del humor. Me gusta— el viejo se sirvió un whisky y se arrellanó en su sillón — Sírvase— no le ofrecía, se lo ordenaba.
La revulsión interna le estaba haciendo estragos en la calma que trataba de mantener. Te mataría con mis propias manos... ¿Y qué conseguiría: cambiar lo que soy?  Necesito algo fuerte, se convenció mientras se servía el whisky, de espaldas al viejo para que no lo viera temblar.
El viejo señaló el sillón frente al suyo con un ademán amplio y una sombra de sonrisa irónica en los labios pálidos y delgados. Marcel bebió un tercio del whisky de un solo trago y el alcohol le golpeó el estómago como un ariete. Se hubiera bebido lo que le quedaba pero no quería perder un ápice de lucidez frente a esa serpiente.
— Diga de una vez qué quiere.
— A usted, Dubois. Usted me debe.
 — ¿Qué?— el desprecio se le coló en la voz.
— La vida de mi nieto— los ojos del viejo se volvieron fríos—. La sangre se paga con sangre y pienso arreglar las cuentas de una vez por todas.

 ****

 Odette detuvo el auto a dos calles de la mansión para calzarse el guante de látex quirúrgico al que había adherido la yema del pulgar de Corrente. El vestidito negro y los zapatitos de Cenicienta habían sido reemplazados por botines, pantalones y camiseta también negros, definitivamente más acordes con las circunstancias. Abriendo apenas la ventanilla, sacó la mano enguantada y apoyó el pulgar en la lectora mientras contenía la respiración. En una de las esquinas había un patrullero vacío pero dejó de prestarle atención cuando los portones se abrieron deslizándose en silencio a los lados. Cerró los cristales y entró.
En el garage habían retirado los cuerpos y sólo quedaban los autos. Al pasar, posó la mano en el capot de la limo: estaba tibio. Los pasajeros habían llegado no hacía mucho. ¿Cuánta gente habrá quedado en pie después de lo de anoche? Schwartz dijo que Seoane llegaría a las seis. ¿No debería haber alguien de guardia?
Demoró medio minuto en localizar la salida de la servidumbre y escabullirse por allí hacia los pisos altos. Una vez acostumbrada a la penumbra y a los ruidos, comenzó a distinguir las voces del otro lado de las paredes. Asomó la nariz a un corredor silencioso. Un hombre en el uniforme negro de la Orden montaba guardia en el extremo de la escalera principal. Volvió sobre sus pasos: el corredor interno tenía ramificaciones laterales que debían servir para que el servicio entrara a los cuartos. Qué discreción la de la servidumbre de otros tiempos. Hoy en día la empleada doméstica poco menos que te tira de la cama.
Recorrió ambos pasillos con cautela y al escuchar el sonido apagado de pasos, apagó la linterna. Lo que escuchó después le hizo saltar tres latidos de corazón.

 ****

 José entró sin golpear. El tatita y Dubois continuaban sentados uno frente al otro en una calma engañosa: ambos estaban en guardia y la expresión del francés era sombría; los músculos de las mandíbulas y el cuello se le marcaban tensos, demacrándole el rostro.   Durante menos de un instante las facciones de ambos hombres se le antojaron idénticas: los mismos huesos altivos bajo la piel; las cabezas arrogantes; las bocas apretadas en un gesto de severa contención. Ambos fríos y dispuestos a todo; ambos muy lejos de ese lugar, librando un duelo silencioso en el que él no tenía cabida.
Se sintió ajeno a ese hombre al que amaba como a un padre, al descubrir en los ojos de agua la misma expresión que cuando miraban al nieto, allá en la infancia lejana en la que él, José, era sólo un “criadito”. El rencor acumulado durante tantos años amenazó con desgarrarle el pecho. Dubois también estaba herido pero se rebelaba contra ese dolor como un animal embravecido.
Ojalá pudiera hacer lo mismo. ¿No comprendo o no quiero comprender? Las llamadas telefónicas susurradas, la correspondencia entrevista, los pequeños secretos del viejo cobraban forma y unidad en ese instante. Se quedó de pie junto a la puerta, rígido y sin respirar mientras buceaba en sus propios sentimientos. El tatita desvió los ojos y encontró los suyos. No hubo sobresalto en la mirada de agua, pero sí una sombra de desazón. Se sintió impotente frente al silencio violento y glacial que se había aposentado en la habitación. Ahí dentro, los destinos de los tres pendían de un hilo. Estaban fuera del tiempo, los tres con sus rencores y sus dudas a flor de piel, percibiéndose unos a otros en sus luchas internas. Recibió el ruido de disparos casi como una bendición que los arrancaba de esa estasis mortal.

viernes, 17 de agosto de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 44

MEDIANOCHE EN EL SEGUNDO PISO DE LA WOLFFSCHANZE

Marcel corrió hasta el final del corredor por donde se había ido el idiota llevando a Odette a la rastra, pero no vio a nadie. ¡La puta que lo parió, dónde mierda se metieron! A punto de largarse hacia las escaleras, un ruido amortiguado a sus espaldas le erizó los pelos de la nuca. Prestó atención. Pasos. Muchos pasos sordos y a un ritmo que reconocería dormido: el despliegue de un comando en operativo de copamiento. ¿Quiénes son? La posibilidad de que fueran los hombres de Seoane era desastrosamente alta. ¡Tengo que ir a buscar a Odette! Los pasos se acercaron, y se metió en una habitación vacía y a oscuras al principio del corredor, sin sacar el dedo del gatillo de la Uzi. Escuchó la respiración pesada de los tipos y espió por la hendija entre la puerta y el marco: uniformes negros. El corazón le saltó dos latidos. La puerta se abrió violentamente y dos tipos de negro y encapuchados lo encañonaron.
— ¡No se mueva! ¡Las manos separadas del cuerpo!
El más alto lo empujó contra la pared y le incrustó el fusil en los riñones.
— ¡Gire despacio! — ordenó el tipo mientras se encendía la luz.
 Se escucharon más portazos a lo largo del pasillo. De reojo, vio que el segundo hombre retrocedía hasta la puerta y salía, atento a lo que ocurría afuera. Levantó los brazos y comenzó a girar. El que lo encañonaba movió apenas el arma y él deslizó una pierna detrás de los tobillos del tipo y lo hizo volar por el aire, mientras que con el antebrazo golpeaba el fusil. Parece mentira que semejante mastodonte pueda dar una voltereta como esa. El tipo abrió los ojos enormes de asombro pero se recuperó instantáneamente y saltó sobre el arma. No lo suficientemente rápido, porque él la alcanzó antes y le apuntó al tipo, al tiempo que le arrancaba el pasamontañas.
— Jumbo, se supone que venías en mi auxilio.
— ¡Boludo! ¡Casi te vuelo la cabeza!
— ¿Ah, sí? ¿Y cómo, querubín? Soy yo el que apunta.
 — No fanfarronees tanto, bomboncito— Meyer levantó la zurda: sostenía una Tomcat ridículamente diminuta en su manaza pero muy efectiva a la altura de la entrepierna a la que estaba apuntada.
 — Bien hecho, compañero. Estoy tan contento de verte que tengo ganas de besarte.
 — Después, mi amor. Ahora tenemos que salir.
— Tengo una idea mejor.

**** 

El hombre de la garita de vigilancia del garage, tenía el quepis enterrado hasta las orejas y la visera sobre la cara. Ayrault lo saludó desde el auto y el tipo sacudió la cabeza. A Ayrault le gustaba el aspecto engañoso de su Wolfsschanze; disfrutaba del esplendor de su propio despacho y de la opulencia escondida en los pisos superiores, que imitaba el estilo de la antigua Central de la Orden del Temple en París.
El chofer del auto oficial lo había dejado en el departamento donde se alojaba cuando viajaba a la capital; él había despedido de manera algo más brusca que lo usual a la comitiva de asistentes, secretarios y adulones que zumbaba habitualmente a su alrededor. Janvier le había avisado de la llegada intempestiva de Seoane: ¿qué mierda podría haber pasado para que el tipo se adelantara? ¿Algo estaría saliendo mal? Era imposible que Seoane lo supiera antes que él. ¿Qué movería al tipo a llegar antes de lo convenido? Urgencias de pendejos, se encogió de hombros.
Un estremecimiento de anticipación le recorrió el cuerpo. Mañana. Falta tan poco para mañana... Seoane le había prometido un monto superior al exigido como rescate. Podría cubrir las deudas monstruosas que había generado la campaña política, entre sobornos, cuentas de publicidad y gastos de viajes. El sueño estaba ahí, al alcance de su mano y una vez en el Elysée, todo sería diferente. Todo, incluso su relación con el pendejo de Seoane y con la Orden misma. ¿Quién se atreve con el presidente de Francia? Tenía los hombres a su favor, el aparato político, el electorado... Su alcaldía en Chaumont había sido el ejemplo nacional de que cuando se quieren hacer las cosas bien, basta una mano firme y decidida.
“La gente está harta de ilegales que les roban el sueldo y atacan a sus hijos en la puerta de la escuela”, había pontificado desde su banca de diputado, apelando a ese chauvinismo fácil y efectista que siempre convencía al vulgo. El lema de su campaña plagiado a Monroe era “Francia para los franceses”, y había ganado adeptos en todo el territorio nacional. Francia para los franceses; yo soy francés; Francia para mí. El silogismo lo hizo sonreir cuando salía del montacargas al corredor del segundo piso. El que estuviera vacío y silencioso no lo sorprendió: en esos días la vigilancia se concentraba en los subsuelos. Sin mirar presionó la tecla del beeper, llamando a Janvier. Tener que llamar por segunda vez lo irritó. La tercera vez, regresó hasta el montacargas y aulló por el hueco. El montacargas bajó, y subió con Janvier que traía una pierna a la rastra.
— ¿Qué mierda te pasó?— rugió.
 — Anouk...— jadeó Janvier, desencajado.
 — ¿Anouk, qué?— lo sacudió por un hombro.
— La desgraciada me disparó. Vino con Seoane. Él me dio orden de despacharla lo mismo que usted y ...
— Y ella te despachó primero, ¿no? ¡Cretino! ¿Cuánto hace de esto?
 —Me caí y me golpeé la cabeza... pero me recuperé rápido... Tuve suerte, es nada más que un raspón...
— ¡Sabe demasiado!— sacudió al hombre por la camisa—¡Quiero ver el cadáver de esa puta con mis propios ojos!
— ¡Ya mismo, señor!— Janvier dio media vuelta y él lo agarró de nuevo.
 — ¿Dónde carajo está Seoane? ¿Para qué vino?
 Janvier le explicó y le dieron ganas de volarle la cabeza por imbécil.
 — ¿Por qué mierda no me dijiste nada cuando te llamé? — aulló a dos centímetros de la jeta del cretino.
— ¡Seoane habló de la otra localización...la que usted ya conocía! Dijo que los refuerzos no habían llegado a tiempo y que pasaba al plan alternativo!
Algo no salió bien. Ese idiota de Blanchard hizo cagadas. Una punzada de miedo le nació en la base de la espina dorsal.
 — ¡Que Seoane venga a verme!— ladró mientras Janvier se metía al montacargas y desaparecía en las tripas del edificio.
El tableteo inconfundible de una ametralladora destrozó el silencio y Ayrault se quedó paralizado, atento a los ruidos provenientes de los pisos inferiores. La indecisión le duró décimas de segundo. Que se maten entre ellos. No puedo quedarme y que me relacionen con este lugar. Que se arregle Seoane. Ni siquiera se molestó en pensar qué pasaría con los mocosos: eran descartables lo mismo que Anouk, Janvier y los demás ocupantes de la Wolffschanze. Todos, salvo él. Tuvo la precaución de recoger su arma del escritorio antes de correr al montacargas. Mientras bajaba escuchó ruidos por la escalera y al llegar al garage, se parapetó detrás de una columna para emboscar al que lo seguía. Cuando identificó el ruido, contuvo una carcajada: pasos de mujer.

**** 

— Comisario, se acercan dos vehículos— zumbó el radio.
Auguste sintió que la adrenalina se le disparaba, golpeándole el pecho de anticipación. ¿Cuánto hace que no estoy en la calle? Carajo, uno puede volverse adicto a esto. Ordenó al resto de las unidades mantenerse alerta, listas para reunirse con ellos delante de la entrada principal. Un comando, con Meyer a la cabeza, ya había entrado y en cualquier momento comenzaría la diversión. Reculó despacio con su auto, con las luces apagadas.
 — Mantengan las posiciones— radió en un murmullo.
El recuerdo del operativo de copamiento de la antigua Central le estrujó las entrañas. En dónde mierda estás, Cisne. El detector sólo señalaba a Marcel — un miserable puntito a 36,6 °C—, y no tenían idea de en dónde podría estar Odette hasta tanto no entraran. Los autos aparecieron de la nada y enfilaron hacia el garage quemando neumáticos. Auguste apretó furioso el acelerador y cruzó su auto delante de la entrada.
El conductor del primer vehículo clavó los frenos para no estrellársele encima, y desde el interior abrieron fuego sin demasiadas contemplaciones. Los hombres que iban con Auguste hicieron lo propio a discreción. Desde las ventanas del cuarto piso tiraron con ametralladoras y la calle se convirtió en un infierno de disparos y aullidos. Los del segundo auto bajaron dispararando; corrían todos hacia el edificio, cuando fueron interceptados por los hombres de Auguste que venían de la calle de atrás: estaban cerrando el círculo, pero las ratas se defendían con uñas, dientes y munición de grueso calibre. ¡Carajo, esto es una guerra civil! El audio zumbó un mensaje.
— ¡Comisario, me escucha?— Meyer ladró nuevamente por la cucaracha— ¡Localizamos a Dubois y estamos abriendo camino hacia afuera!
— ¿Qué hay de Marceau?
 — ¡Nada!
— ¡La puta mierda, encuéntrenla! — rugió.
 El fragor del tiroteo desde los pisos altos disminuyó. Bien por Meyer. No tenía novedades de Ortiz y el hombre que iba con él, pero antes de que tuviera tiempo de preguntar, desde los autos gritaron y tiraron las armas al medio de la calle. Tres tipos— los únicos en pie a esas alturas de los disparos —, salieron con las manos en alto. Los hombres de Auguste los rodearon, encañonaron y esposaron, y él se acercó corriendo.
— ¿Dónde está el hijo de puta de tu jefe?— gritó mientras le arrancaba el pasamontañas al primero y casi tropezó por la sorpresa: Blanchard. Se quitó su propio embozo y el otro abrió los ojos, aterrorizado. Auguste lo soltó con violencia.
— ¡Massarino!— gritaron a sus espaldas cuando amartillaba el arma para vaciarle el cargador.
Con un esfuerzo contuvo el dedo del gatillo y giró para ver quién carajo le había perdonado la vida a esa escoria: Claude Michelon bajaba de un auto oficial de la Brigada, en todo su férreo esplendor. Un tipo bajo y corpulento la seguía.
— Madame, no sabe cuánto me alegra verla— jadeó.
 Michelon asintió y preguntó por el cuadro de situación. Auguste le pasó el parte a las apuradas.
 — ¿Cómo llegó tan pronto...?
— Más tarde, Massarino— lo interrumpió.
Auguste lanzó una ojeada de refilón al tipo que la acompañaba. ¿El inspector general Lejeune? Y con una cara de culo que espanta... Mierda. Lejeune...¡Lejeune, hijo de puta madre!  La comprensión lo paralizó y la indignación le electrizó el cuerpo. Massarino, no pierdas la calma. Encajó los dientes hasta que le dolieron. Junto a él, Lejeune casi no respiraba, sin mirar a ninguna parte. Amagó a apartarse pero la mano de Michelon le apretó el brazo.
— Quédese conmigo, Massarino— susurró sólo para él—. Necesito apoyo.
 Iba por Odette pero después de todo, adentro estaban sus mejores hombres junto con Meyer y Ortiz. Y también Marcel. La miró de reojo: aun a la luz escasa de la calle, Madame se veía pálida. Le palmeó la mano con discreción.
— Cuente conmigo, Madame— e interpuso su metro con ochenta y siete y los algo más de noventa y cinco kilos de policía malhumorado, entre Madame y el bicho repelente de Lejeune, sin molestarse en dar las disculpas por haber pisado a un superior.

MEDIANOCHE EN LOS SUBSUELOS DE LA WOLFFSCHANZE 
La silueta se recortó en el contraluz ralo del garage, corriendo hacia la rampa. Ahí estás, putita. Ayrault se le cruzó delante, obstruyéndole el paso.
— ¿Adónde vas, nena?
La mujer dio un salto hacia atrás, evitando que la tocara.
— ¡JJ! ¡Me asustaste!
— ¿Qué estás haciendo acá? 
—Los tiros...— ella retrocedió —,...no sé qué pasa...
— ¿No viste a Janvier?— la tomó del brazo y se lo retorció—. Claro que lo viste, ¿eh? ¡Lo viste y le disparaste!— le enterró el cañón de la pistola en el estómago.
— ¡Él… él trató de...!
 — Este Janvier es un sentimental: seguro que antes de liquidarte quiso despedirse, ¿eh?— meneó la cabeza—. Es un completo idiota, siempre lo dije. No hay que enredarse con putas— con la mano libre le apretó el cuello —¿Quiénes son los que andan por el edificio?
—No sé...— tosió ella—, no los conozco...
La golpeó en la cara con la mano abierta y tuvo que sostenerla por el pelo para que no cayera al piso.
 — ¡No mientas, puta! ¡Me traicionaste y me las vas a pagar, pero antes vas a hablar!
— ¡JJ, te juro que no...!

Volvió a golpearla, esta vez en el costado y cuando la soltó, ella se desplomó a sus pies, doblada sobre el estómago. Se inclinó y le quitó la pistola que ella llevaba en la cintura. Seguro es la del cretino de Janvier. Por el hueco del montacargas resonaron gritos y disparos. Se están acercando. Tengo que salir ya mismo. Tenía que salvar su pellejo y el honor aunque el operativo fracasara. Contaba con las necesarias cabezas de turco pero no con tener que eliminar él mismo a nadie, ni siquiera a Anouk. Lejeune le había advertido que ya no le cubriría las espaldas en lo que se refería a sus diversiones, y él se había comprometido a abandonarlas. Había cumplido: no más jueguitos desde lo de Estrasburgo. Lo siento, ‘Etchegoyen’, esto es una emergencia. El arma está registrada a mi nombre y me delataría de inmediato. Prestó atención a la mujer que se removía en el suelo y se preparó para destrozarle el esternón. No tenía tiempo para más: sólo rematar. Son tan débiles, se quiebran tan pronto. Es como yo digo: ¿cómo carajo podrían servir en la Policía unas cositas tan ridículamente frágiles?
La levantó del suelo con una sola mano y la arrojó contra la columna. Disparaba el golpe cuando la reacción fulmínea de la mujer lo tomó por sorpresa. Despegándose de un salto, ella pivotó en un pie y lanzó el otro en un arco increíble y perfecto hacia su puño, vulnerándole la muñeca. El mismo pie continuó el trazo mortífero y se estrelló en su mandíbula, haciéndolo trastabillar y perder el equilibrio. Otro giro y otro golpe en la ingle le quitó el aliento. Ella ya no arriesgó más y se largó a la carrera hacia la rampa.

Ciego de rabia, aguantando las ganas violentas de vomitar y con un dolor que le apuñalaba las entrañas, corrió tras ella, 45 en mano, dispuesto a acabar con la arrastrada de una puta vez por todas. No podrán reconocer tu cadáver cuando yo termine con él, se prometió mientras corría.

 **** 

El disparo resonó a sus espaldas un segundo antes de que el edificio se sumiera en una oscuridad estigia. El apagón la desorientó y Odette se detuvo un instante a recobrar la noción del espacio a su alrededor. Inspiró tratando de no jadear. Más disparos provenientes de arriba la decidieron a guiarse por el ruido para llegar a la salida.
¿Y cuando salgas, nena? Una cosa a la vez. La rampa de salida estaba del lado opuesto a la que venía del segundo subsuelo. Avanzó cautelosa hacia donde tableteaba el tiroteo y entonces escuchó detrás y debajo de ella, el resuello de alguien corpulento. Miró por encima del hombro pero las tinieblas eran impenetrables. Corrió rozando la pared a su derecha. Un griterío infernal estalló por encima de su cabeza y una corriente de aire frío le agitó el pelo. ¡La calle! Tanteó con un pie y luego con el otro hasta sentir la pendiente. Cuando atacaba el tramo final, los faros de un automóvil desgarraron el aire negro del garage. ¡Ese condenado hijo de puta!
Ayrault disparó dos veces mientras conducía a golpes de volante. Uno de los proyectiles pasó silbando junto a su cabeza y se enterró en la pared que le servía de guía. Trocitos de revoque le saltaron en la cara. Se tiró al suelo, y el segundo disparo se perdió en la oscuridad. Los haces de luz barrieron enloquecidos el lugar y ella rodó rampa abajo, eludiéndolos. Desde el suelo distinguió un enjambre de bultos negros detrás del auto. ¿Y ahora, quién?
El automóvil retrocedió y viró en redondo a izquierda y derecha como un animal enfurecido, buscándola. Odette se incorporó y se lanzó a una carrera desesperada. Escuchó pasos que remontaban la rampa tras ella y el miedo la mareó: ¡carajo, viene por mí y estoy desarmada! El motor se quejó por la acelerada violenta y los neumáticos patinaron antes de rodar. Ella corrió zigzagueando, otro haz de luz la encontró y un disparo le pasó demasiado cerca. Ella y el que iba por ella, se tiraron al suelo y se levantaron a un tiempo. Ella apretó el paso y escuchó una andanada: ya no sabía quién era el blanco. El pavimento se nivelaba y siguió corriendo: la calle no podía estar a más de diez metros. Detrás de ella, los faros iluminaron el techo: Ayrault también estaba saliendo. Algo se interpuso entre la luz y ella y un instante después, ese algo la golpeó desde atrás.
El impacto la dejó sin aliento siquiera para gritar o defenderse. El tipo la levantó como si fuera un juguete y cargándosela al hombro se lanzó a la calle. Más disparos en todas direcciones arrancaron esquirlas de las paredes. Una debió rozar al que la llevaba porque el hombre ahogó un quejido bajo el pasamontañas, pero pareció que eso le dio el ímpetu final, porque de un salto ganó la calle. Rodó por el suelo con ella a cuestas, alejándose de la línea de fuego. Todavía debajo de la mole jadeante del tipo, oyó chirriar neumáticos. Sin dejar de cubrirla con su cuerpo, el hombre se movió para disparar y el estampido fue ensordecedor. Alguien aulló. El automóvil se detuvo. Ella no podía moverse o siquiera espiar, aplastada de cara contra el pavimento, y las costillas le estaban comenzando a doler.¡No puedo respirar! Trató de sacudirse de encima al hombre de un codazo pero sus intentos eran menos que cosquillas para él.
 — ¡Baje la cabeza, carajo!— acompañando la palabra con la acción, el tipo le sujetó la nuca y la mantuvo contra el suelo.
La voz la hizo respingar de la sorpresa: ¡Ortiz! ¿Qué mierda estaba haciendo ahí? Los tiros amainaron y el hombre se puso de pie, la levantó bruscamente por un codo y corrió con ella a la rastra, cubriéndola hasta pasar el círculo de autos.
Nadie les prestó atención, ocupados como estaban con los que tiraban desde el edificio. Pasaron la barrera protectora de los autos y Ortiz miró a su alrededor sin soltarla, buscando un vehículo al cual subirla.
 — ¡Espere!— chilló ella, tratando de soltarse—. ¿Qué hace aquí, coro...?
 Los ojos oscurísimos relampaguearon y la mano del hombre le cubrió la boca.
 — ¡Cállese! Hago nada más que lo que debo hacer. ¡Métase al auto y no salga!— ladró y la empujó dentro de uno, cerró de un portazo y regresó a la línea de fuego.

**** 

Meyer gruñó un “comprendido” y tironeó del brazo de Marcel al tiempo que se señalaba la cucaracha.
 — Es ese Ortiz. Marceau está fuera de peligro: acaba de dejarla afuera en un auto.
Marcel aguantó un suspiro de alivio. Ya está a salvo. Ahora es mi turno de terminar con esto.
— Necesito comunicarme con Ortiz— Meyer le pasó la cucaracha y el mic. Cuando se lo devolvió, Jumbo lo miraba con cara de velorio—. Lo siento, Jumbo. Tengo que hacerlo.
 — Vamos juntos.
— No. Tengo que terminar solo este asunto.
Jumbo lo miró a los ojos sin pestañear durante unos momentos.
— Encontraste al proveedor de Ayrault— dijo sin preguntar y Marcel asintió despacio.
— Es una jugada peligrosa. Empezamos esto juntos, lo terminamos juntos — decidió Jumbo.
— No esta vez. Necesito que... que la cuides.
Meyer tragó aire.
— ¿Le digo algo a Massarino?
— Lo que te parezca prudente— se encogió de hombros y sacudió la cabeza—. No. Es mejor que lo sepa todo.
— Ni siquiera yo sé todo— Jumbo replicó a media voz.
— Ya lo irás deduciendo. Tengo que irme— cabeceó hacia algún lugar afuera del edificio —. No la descuides.
 — Tranquilo— le dio una palmada en el hombro.
Marcel dio media vuelta y se perdió a la carrera por el corredor que daba a la salida lateral. Por eso no vio a Jumbo menear amenazadoramente la cabezota llena de rulos incongruentes con el uniforme de la Brigada Antiterrorismo, ni escuchó las obscenidades que murmuraba, haciendo referencia al escaso intelecto y al exceso de volumen de los testículos de su compañero. Tampoco vio la mirada que erróneamente todos confundían con inocente, y la decisión en ella que hablaba a las claras del poco caso que pensaba hacer el capitán Bernard Meyer de las instrucciones que acababa de recibir.

 **** 

El dolor la mordió como un animal. Respirar era un derecho que debía ejercerse con prudencia para no chillar demasiado. Se levantó la camiseta y se inspeccionó: un hematoma horrible estaba en plena onda expansiva. Dejó caer la cabeza contra el respaldo del asiento. El automóvil debía ser oficial pues así lo denunciaba la Motorola que zumbaba y cliqueteaba todo el tiempo, en la frecuencia de la PDP. Gracias, Dios mío, gracias por mandar a la Caballería.
 Salió del auto pero no reconoció a nadie, en medio del enjambre de uniformes y pasamontañas negros. Más allá del semicírculo de autos oscuros, en el centro, un automóvil gris plata exhibía varios agujeros en las puertas y los neumáticos. Si respiraba con cuidado no le dolía tanto. Es posible que esa bestia no me haya roto las costillas después de todo. Se acercó con precaución al teatro de operaciones. Nadie le hizo caso: lo que ocurría adelante era más importante.
Entre las cabezas oscuras identificó al instante, con alegría inesperada, una gris que destacaba orgullosa. ¡Madame está aquí! Y al parecer, al mando. Si hubiera tenido aliento suficiente habría corrido a abrazarla. Unos encapuchados tamaño King-Kong sujetaban a otro gorila de cara descubierta, que aullaba y despotricaba, el rostro de color rojo apoplético: el diputado Ayrault, que invocaba su inmunidad y su derecho a sus propios fueros, e insultaba y amenazaba a diestra y siniestra ante semejante atropello.
Odette alcanzó a los hombres más alejados del centro. Uno bajo y de espaldas de carnicero le llamó la atención; no uniformado como los demás, sino vestido con traje de buena calidad aunque algo vapuleado por las circunstancias y la hora. Al aproximarse al individuo, el olor a tabaco y sudor que lo envolvía le golpeó el olfato y desencadenó una catarata de recuerdos espantosos. ¡Es el que me amenazó en los sótanos de Ortiz! Pareció que él percibía su presencia porque giró a medias la cabeza y la miró. Un atisbo de sorpresa cruzó por la cara de sapo. El tipo lanzó un vistazo prudente, verificó que no les prestaban atención y se acercó con la obvia intención de cerrarle el paso.

 — ¡Comisario Marceau!— dijo en voz alta
Al oirlo, a Odette  no le quedaron dudas ¡Es él! ¿Qué mierda hace acá este hijo de puta?
—. Soy el inspector general Patrice Lejeune de RG. La felicito. Este asunto estuvo magníficamente bien resuelto.
La encerró entre su cuerpo y uno de los automóviles estacionados. Ella intentó liberarse pero el sapo asqueroso se lo impidió y continuó hablando, tan cerca que le olía el aliento repugnante.
 — Parece que hoy todos nos excedimos un poco en nuestros respectivos deberes y atribuciones— con la mano libre señaló hacia los autos—. Yo mismo malinterpreté órdenes y aquí estoy, tratando de remediar la situación que involuntariamente— destacó la palabra con letras de neón—, provoqué. Todos cumplimos órdenes. Incluso usted.
 — Jamás se me ocurriría torturar a nadie en cumplimiento de mis órdenes— lo enfrentó. Cucaracha, te patearía las pelotas. 
 Lejeune le leyó la intención asesina en los ojos y esbozó una mueca reptilesca.
— Vaireaux(1) no opinaría lo mismo— dejó transcurrir una pausa.— RG. Tengo buenos informantes, comisario. Aunque admito que me hubiera gustado verla en acción, a pesar de Vaireaux. Sin rencores. Hago lo que me ordenan, de la mejor forma posible, y a veces me equivoco lo mismo que cualquier mortal.
— ¿Equivocarse incluye drogar y programar a un hombre para convertirlo en una máquina de matar? Lejeune le aferró el mentón y la acercó a su cara, mascullando entre dientes.
— No quiera saber las cosas que se hacen en nombre del deber, aún dentro de la legalidad de las instituciones. Usted es una buena oficial, merece el puesto que tiene y más. No tengo nada personal en su contra ni en la de Dubois, tan buen oficial como usted. Me hubiera gustado conocerlo en otras circunstancias: es un elemento magnífico...
— ¿Para quién: la PN o la Orden?— replicó temblando de rabia.
La sonrisa de iguana le deformó más la punta aplastada de la nariz.
— Juzgue usted misma, comisario, y no se busque más problemas.
 — ¿Es una amenaza?
— Nada más que un consejo de alguien con más experiencia que usted. Ahora métase en algún auto y no vuelva a bajarse. No queremos que le pase nada— la soltó bruscamente y se alejó en dirección al grupo.

 **** 

— ¡Imbécil!— Ayrault le gritó a Michelon—. ¡Este procedimiento es ilegal y usted no puede arrestar a nadie! ¡La destituyeron por incompetente!
 El resto de los hombres de Massarino esposaba a varios más y los metían en los automóviles. Lejeune se acercó a ella. Madame le dedicó una ojeada helada y despectiva, pero apretó los labios y se guardó sus negros pensamientos acerca de la cabeza visible de RG. Massarino regresó junto a ella tan pronto como vio que Lejeune se le acercaba y la flanqueó silencioso. La mirada oscura del comisario iba de Ayrault a Lejeune, esperando la reacción de alguno de los dos.
 — ¡Vamos, dígaselo!— Ayrault estalló triunfal al ver a Lejeune—. ¡Dígales cómo los van a echar a todos a patadas en el culo de la PN!
La cara de Lejeune era una talla en piedra inexpresiva y dura cuando habló:
 — Jean-Jacques Ayrault, está bajo arresto. Cualquier declaración...
¡Esa escoria trabaja para la Orden!— Ayrault aulló como un poseso señalando a Lejeune—. ¡Es a él al que tienen que arrestar, estúpidos!— siguió gritándole a Michelon— ¡Idiota! ¿No entiende? ¡Lejeune se encargó de que te destituyeran, tortillera de mierda! ¡Es el que mueve los hilos para Ortiz y su chusma! ¡Él es Etchegoyen! ¡Es el alias que usa en la Orden!
— No sé de qué habla— replicó Michelon —. Resérvese las declaraciones para el juez de instrucción.
El rostro convulsionado de Ayrault se tornó violáceo.
 — ¡Hijo de puta madre, te vendiste!— vociferó acusando a Lejeune— ¡Todos se vendieron! ¡Pero no van a sacarla barata! ¡Los voy a hundir a todos!
 Lo metieron a empujones al blindado y la sirena ahogó los gritos del ex-futuro presidente.

**** 

Auguste lanzó una ojeada a su alrededor y su memoria holográfica le dijo que no estaba todo igual. ¿Qué es lo que hay de diferente...? ¡La “limo” no está! 
 — ¡Massarino!— Michelon le hacía señas.
Junto a ella estaba la mujer que había visto en la limusina, llevando de la mano a dos chiquitos de unos seis años cada uno. El estómago le dio un pinchazo de advertencia. Al acercarse, Auguste reparó en el parecido increíble entre ella y su hermana y comenzó a sacar conclusiones a toda velocidad.
 — ¿Dónde están los otros que venían con usted?— preguntó a la mujer.
 — ¡Y yo qué sé!— chilló ella, encogiéndose de hombros en un gesto esclarecedor — ¡Esos dos nos hicieron bajar a los chicos y a mí y se llevaron al viejo! ¡Nos dejaron en medio de este despelote de tiros...! ¡Hay dos criaturitas acá!
— ¿Quiénes dos?— Auguste se inquietó.
— ¡Los dos que me trajeron hasta acá! ¡El grandote ese del carácter de mierda y el morocho más delgado!— la mujer torció la boca—. Quisieron dejar también al viejo pero el viejo no quiso. ¿Qué van a hacer con nosotros?— sacudió la barbilla, beligerante, sin soltar los chicos de su mano.
 En un aparte acordaron con Madame trasladar a los tres al Quai y retenerlos allí hasta tanto pudieran darle protección adecuada. La misma Michelon se encargaría de llevarlos y de interrogar a la mujer, nada más que por precaución.
— ¿Y Marceau? — preguntó Madame antes de subir al auto.
— No sé nada de ella todavía— admitió contrariado.
 Pasó la voz: nadie había visto salir a Odette. Auguste ladró por el handy, tratando de localizar a Meyer.
 — El coronel Ortiz sacó a Marceau del edificio— fue la respuesta cortante de Jumbo antes de cerrar su handy.
— ¿Y Dubois? ¿No estaba con usted?— Auguste insistió a los gritos pero al parecer, Jumbo estaba ocupado en otra cosa.
Preguntó por Marcel al resto de los hombres, que se encogieron de hombros. Estoy empezando a ponerme nervioso. 
— ¿Qué te pasa, Massarino, perdiste a tu putita? — aulló el cretino de Blanchard, que ya esposado y junto al resto de los detenidos, todavía tenía ganas de provocar.
Antes te salvó Michelon pero ahora voy a darme el gusto. Auguste se acercó mientras el imbécil suicida seguía provocándolo.
 — ¿La trajiste para que se diviertiera un rato y se te escapó con alguno? Por qué no te vas a buscarla? ¡Debe andar cogiendo en algún auto!
Auguste agarró el cogote del tipo con una sola mano y lo puso a medio centímetro de su cara.
 — Marceau es mi hermana, imbécil de mierda— farfulló—. Si algo le pasó gracias a ustedes, hijos de puta, ¡no van a llegar vivos a La Santé!
 — ¡Comisario!— uno de sus hombres le sujetó el puño que volaba a la cara de Blanchard— Cuando Ayrault salía con su automóvil, uno de los nuestros dejó a una mujer dentro de uno de nuestros autos. No se ensucie las manos, no vale la pena.
 El oficial agarró a Blanchard por el cuello de la camisa y lo metió de prepo en uno de los camiones. Temblando de indignación, Auguste fue hasta los autos y le informaron que faltaba uno. Se puso a pensar a todo vapor.
Marcel se ocupa de hacernos saber en dónde se encuentran, pero él no da señales de vida. ¿Por qué carajo se iría con nuestros soliti ignoti (2) ? ¿A hacer qué cosa? ¿Odette sabía lo que tenían pensado hacer y por eso Ortiz trató de quitársela de encima? Apuesto unas cuantas fichas a eso. Y ya que estamos, pongamos unas fichas más a que Odette no piensa dejar a Marcel irse con ellos fácilmente. Massarino, ya sabemos lo que hay que hacer.
Mientras tecleaba el número de Paworski, Meyer apareció buscándolo y con novedades acerca de Marcel. No necesitaron hablar para decidir lo que tenían que hacer.


(1) Médico de la OCT que se ocupaba de mantener con vida a los torturados y a las mujeres secuestradas para tráfico, "La dama es policía"
(2) Los desconocidos de siempre

viernes, 3 de agosto de 2012

La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 43

QUAI DES ORFÉVRES, ONCE Y MEDIA DE LA NOCHE

“Si nos pescan nos cortan las piernas”, le había asegurado Meyer. No tengo la menor duda que será algo más sensible que las piernas, pensó Auguste mientras subía desde la playa de estacionamiento. Un suboficial con demasiados humos le había exigido la identificación pero la credencial del SSMI abría más puertas de las que uno podría creer. El cónclave secreto era en el laboratorio de Paworski. Cuando llegó, Meyer y el ingeniero estaban instalados delante del monitor más grande, con el resto del lugar a oscuras y la puerta cerrada con llave.
 — Parecemos conspiradores— se burló Paworski.
— ¿Y qué cree que estamos haciendo?— Auguste le devolvió la burla. Paworski sonrió pero no replicó mientras se ocupaba de los controles. — Carajo— masculló el ingeniero—, hace mucho que no hago esto.
— Debería practicar más a menudo— comentó Auguste, mirando la pantalla con preocupación. Ni una puta señal cruzaba el mapa— ¿Qué podría pasar que anulara la señal? — Que hayan destruido o roto el radiofaro.
— ¿Dubois podía activarlo a voluntad?
— Sí. De hecho, la única otra forma de activación es si el detector de temperatura del radiofaro recibe una señal continua inferior a los 32 grados Celsius.
Es decir, si está muerto, cosa que aparentemente no es así. Todavía, Auguste pensó con un estremecimiento.
— Paworski, ¿ la señal podría ser tan débil que hicieran falta equipos más sensibles?— aventuró.
— Lo diseñé con un isótopo de larga vida y emisión constante. No debería haber problemas— murmuró Paworski mientras ajustaba controles y selectores.
Hubo una pausa más larga de lo deseado y las respiraciones de todos se volvieron pesadas.
 — Massarino, perdone que insista pero... ¿Está seguro de buscarlo en París intramuros? Quiero decir...
— Ya sé lo que quiere decir. Sí, estoy seguro, sólo que no quiero arriesgar un movimiento que podría resultar desastroso a nivel diplomático— por no hablar del despelote que ocurriría en la PN, en el MI y en cuanta puta repartición hubiera un puto uniforme azul. Mierda, me estoy volviendo tan malhablado como mi hermana.
Una eternidad de tres minutos transcurrió en medio de un silencio de muerte.
— Comisario, tendríamos que pensar en otra cosa...— decía Jumbo cuando un bip solitario cruzó la pantalla. Se quedaron paralizados, sin respirar. Otro, otro y otro más y ¡la señal!, la putísima señal se estabilizó.
Se detuvieron a cien metros del edificio de construcción de menos que mediana categoría y con aspecto de abandono, salvo por una o dos ventanas mal iluminadas; bien podría tratarse de uno de tantos ocupados por sans-papiers (1).
— Paworski, ya estamos en las coordenadas.

— Busque un automóvil, Massarino— la voz salía metálica por el radio—. La imagen satelital señala un automóvil grande.
Auguste ordenó a los demás autos que rodearan la manzana. La calle estaba vacía. El radio chirrió: una limusina se movía por una calle lateral. Los demás no habían detectado ningún vehículo.
— Paworski— Auguste insistió —, ¿está seguro de que se trata de un vehículo y no el edificio?
Si Paworski insultó, no salió al aire.
— Estoy completamente seguro, comisario— respondió el ingeniero entre dientes.
 ¿Qué mierda hago? ¿Si resulta que es un diplomático tirándose a la secretaria del embajador y les caemos encima con la Brigada Antiterrorismo? Por otra parte no es un barrio recomendable para pasear en limusina. Todavía dudaba cuando del otro lado del radio, Paworski sonó agitado.
 — ¡Massarino, espere! ¡La imagen satelital cambió!
— ¿Cómo es posible?— ladró Auguste, malhumorado.
— El retardo. Las comunicaciones no son instantáneas— explicó Paworski con algo de empacho.
— ¿Y ahora? ¿Está completamente seguro?
— Deme un par de minutos — admitió el ingeniero.
Santo Dios, te pueden matar en un par de minutos. ¡El planeta entero puede irse a la mierda en un puto par de minutos!
— Massarino— la voz del ingeniero sibiló por el radio—. Confirmadas las nuevas coordenadas. Se trata de un edificio de siete pisos. Estamos transmitiendo los planos. Confirmen. El radiofaro está emitiendo desde el segundo piso.
Meyer, que seguía la información desde su propio radio, intervino.
— ¿Cómo seguimos, comisario?
— Interceptamos el vehículo. Yo voy adelante; Meyer en el segundo auto, a cincuenta metros. Los demás, en las bocacalles— quiero encargarme de ellos personalmente, pensó Auguste recordando la rosa negra.

***
Cuatro autos salidos de la nada les impidieron avanzar. Las figuras de negro ominoso y pasamontañas rodearon la limusina antes que ninguno de ellos pudiera reaccionar, y el traquido inconfundible de las armas amartilladas desalentó cualquier movida. Una voz bronca les indicó que apagaran el motor, abrieran las puertas lentamente y bajaran del vehículo de uno en uno. Un culatazo persuasivo hizo estallar un cristal y el caño prolijamente perforado de un fusil ametrallador entró por el agujero. Ortiz miró alrededor: al menos diez gorilas acordonaban la limo, contando al que hablaba.
— ¿Papi, qué pasa?— chilló Fernando asustado. El otro chiquito, Leo, se puso a llorar.
— Mi coronel...— susurró Marini con la mano en la Uzi
Ortiz lo detuvo con un gesto.
— No haga ningún movimiento sospechoso. Lo único que importa es proteger a los chicos y a mi padre— presionó el levantavidrios— ¡Voy a bajar! J’y vais descendre! — gritó en francés y murmuró: — Intentaré una maniobra de distracción. Ya sabe a dónde ir. Dispare o atropelle al que se le ponga delante.
— ¡Pero, señor!
— Es una orden, subteniente.
¿Quiénes carajo son: los de Ayrault o los de Seoane? El sudor le corrió frío por la espina dorsal. Quienes quiera que sean, no voy a permitir que dañen a mi hijo. Escondió el arma en la cintura.
— ¡Papi!— gritó Fernando llorando.
— Hacéles caso al al abuelo y al subteniente Marini.
— Oiga, jefe, esa no es gente de JJ— susurró Sulamit
— ¿Cómo lo sabe?  — Los vi moverse alrededor del auto. Parecen canas— decidida, la mujer bajó el cristal de su lado y asomó la cabeza— ¡Eh, hay chicos acá adentro! ¿Oyeron?
La boca de una Beretta la empujó hacia adentro y Sulamit insultó al tipo sin demasiados pruritos.
— ¡Sin trucos! ¡Apaguen el motor o lo apagamos nosotros!— ladraron del otro lado de la pistola.
Las sombras se apretaron alrededor de la limo y Ortiz tuvo que dar la orden a Marini entre dientes
— Despacio. No queremos lastimar a nadie— insistió el tipo.
Ortiz emergió lentamente de la limusina, las manos separadas del cuerpo. Lo empujaron contra la carrocería y lo palparon de armas, y uno se metió en el vehículo.
— ¿Qué hacen?— se sobresaltó cuando un gorila tamaño XXL lo hizo volverse con brusquedad y lo encañonó en medio del estómago.
— Es la misma pregunta que queremos hacer nosotros— farfulló la bestia detrás del pasamontañas.
****
Auguste entró a la limo, se quitó el pasamontañas y le sonrió al viejo tendiéndole un pimpollo marchito y una tarjeta, pero sin dejar de apuntarle.
— Déme una buena explicación de qué hacía el capitán Marcel Dubois en este vehículo y cuál es el paradero de la comisario Marceau, pero hágalo rápido... Gran Maestre

****
Auguste y Ortiz se miraron durante unos buenos segundos antes de hablar.
— No tengo hombres disponibles para que los protejan. Llévelos a algún lugar seguro— Auguste cabeceó hacia la limusina—. Imagino que deben tener alguno más en la ciudad.
— Yo me quedo con usted— dijo Ortiz.
— No puedo permitirlo. Ya tengo demasiados problemas en la PDP como para sumarle la presencia de un militar extranjero en un operativo no autorizado.
— ¿No autorizado? No comprendo.
— Estamos aquí de contrabando. Estoy respaldando esto como Seguridad del Ministerio del Interior, cuando debería ser la Brigada Criminal la que dirigiera el procedimiento. Michelon fue relevada de su cargo hace dos días. El reemplazante no está y todas las investigaciones sobre el ciudadano Ayrault han sido dejadas sin efecto. No sé qué consecuencias tendrá todo esto. Posiblemente me echen a patadas de la PN, lo mismo que a la gente que me acompaña. Váyase, coronel.
Ortiz lo miraba con furiosa incredulidad.
— Puedo remediar algunas cosas. ¿Tiene un celular?
Ortiz se apartó para aullar una serie de órdenes telefónicas a alguien que se había extralimitado en su celo profesional.
En un relámpago esclarecedor, Auguste captó el estado de situación. Esta vez las reglas de juego que la Orden impone se te volvieron en contra, ¿eh, Ortiz? El coronel le devolvió el teléfono.
— Están saliendo a buscar a la comisario Michelon. Habrá una nueva comunicación, anulando la disposición anterior. Lo siento.
— Váyase de una puta vez — masculló Auguste entre dientes.
— No, comisario, no puedo irme— Ortiz lo encaró—. Se la debo a Dubois y a Marceau.
Auguste lo evaluó con los dientes apretados y después de unos instantes, asintió con expresión sombría. — Meyer, facilítele equipo al coronel Ortiz.

POCO ANTES DE MEDIANOCHE EN LA WOLFFSCHANZE
Recorrieron un pasillo interminable y varios tramos de escaleras abajo, hasta llegar a un corredor lateral de paredes mal revocadas. Janvier abrió una puerta y empujó dentro a Odette. En la habitación iluminada por una lamparita desnuda y tan sucia de pelusas como el cable del que pendía, había nada más que un camastro bajo contra una pared.
— Vamos, nena, no querrás despedirte sin mimarme un poco— el tipo gruñó mientras la arrinconaba contra la pared y le metía las zarpas por debajo de la camiseta. Parecía tener cuatro pares de manos.
— ¿Estás loco? ¿Si se aparece JJ?
El tipo ni se molestó en escucharla. Los cuatro pares de manos la sujetaron por las caderas y la lengua se le enterró en la oreja.
— Ese Seoane dijo que algo no había salido bien— insistió ella —, y JJ se pone cabrón cuando algo no resulta como él quiere... Mejor me voy.
La bragueta del tipo comenzó a cambiar alarmantemente de tamaño.
— Ni lo vas a oler, muñeca— el hombre la besó con la boca abierta y el estómago le subió hasta la garganta y le volvió a bajar— JJ hace sus trabajos sucios en los pisos altos.
— ¡JJ nos va a matar si nos pesca!
— ¿Qué te pasa, preciosa?
— Janvier, quiero ir a casa...— se retorció para escurrirse.
— No entendiste— el tipo le sujetó la cara con violencia—. Seoane dio una orden. Depende de cómo te comportes el que la ejecute.
La expresión torva del hombre le dijo que no importaba cómo se “comportara”, lo mismo la "ejecutaría". Odette se obligó a rodearle el cuello con los brazos pero la mirada del tipo se endureció, se arrancó sus brazos y se desprendió la bragueta, tomándole la mano para guiarla dentro del pantalón. Sus dedos tantearon la humedad y tuvo que contenerse para no sacar la mano de un tirón. Janvier la empujó para que se arrodillara.
— Vamos, puta, si es lo que más te gusta...— masculló ronco.
El miembro del tipo le saltó en la cara. Se estremeció y estuvo a punto de apartarse asqueada, cuando una mano le agarró el pelo y la acercó a medio centímetro, y la otra tironeó de la camiseta, levantándosela por encima de los pechos.
— Dame una buena chupada y te perdono la vida, desgraciada— gruñó mientras la manoseaba.
La mano que la pellizcaba se deslizó hacia la parte trasera de la cintura. ¡Dios, este animal de verdad piensa matarme! Se pegó al cuerpo del tipo tratando de dominar el rechazo insoportable que le provocaba y lo acarició. Con la punta de la lengua rozó la pelvis del bruto, dibujando circulitos y acercándose a la bragadura, hasta que el tipo dejó caer la mano que buscaba el arma. ¡Ahora! Se apartó ligeramente como para acomodarse, se incorporó a medias y pateó el escroto de Janvier, que se dobló por la mitad, los brazos repentinamente fláccidos por el dolor.
Odette se incorporó de un salto. El siguiente golpe fue con el filo del pie al maxilar, y el otro, a la sien. El tipo cayó de rodillas, insultando medio ahogado mientras trataba de alcanzarla, y el arma se le cayó del cinturón. Con un movimiento felino, Odette pasó por debajo de él, saltó sobre la pistola, giró y disparó sin apuntar. El tipo voló hacia atrás golpeándose la cabeza contra el camastro y ya no se movió. Ella volvió a respirar una eternidad después. No sabía si el hombre estaba muerto o inconsciente, pero no tenía tiempo de quedarse a averiguarlo. Se metió la pistola en la cintura del pantalón y corrió por el pasillo vacío, tratando desesperadamente de recordar el camino por donde había venido.
¿Había alcanzado ya la planta baja o estaba en el primer subsuelo? Jadeó y el flujo forzado de aire le hizo doler los pulmones. El ruido inconfundible de pies calzados con borceguíes le puso el estómago en el tobogán. ¿Era la gente que Ayrault había enviado en auxilio de Schwartz, que regresaba?
No, deben haber liquidado a todos. Entonces: ¿son los de Seoane que vienen a terminar el trabajo? Ella sería cadáver sin importar el grupo que la encontrara.
Los pasos se acercaban a la carrera y oyó voces ahogadas dar órdenes en francés: ¡los de Ayrault
Se metió en una habitación vacía y a oscuras y se acurrucó detrás de la puerta, poniendo todos sus sentidos en lo que ocurría afuera. Los que corrían siguieron de largo sin hablar. Están emboscando a alguien. No quería pensar a quién y contuvo la respiración.
Treinta latidos de corazón después, no habían regresado y nadie los seguía. Tenía que salir aunque el pánico le diera nauseas. ¿Y Marcel? Entreabrió la puerta: el corredor estaba vacío. El pulso le batía como un tambor. Los malditos zapatos de tacón hacían ruido y corrió en puntas de pie. El extremo final del corredor se abría en T; se acercó cautelosa al cruce y escuchó sin asomarse: ni un solo ruido perturbaba el silencio ominoso.
Dios Santo, ¿en dónde se metieron todos? El corazón le palpitaba en la boca, en medio de la lengua. Salir, comunicarme con Meyer, pedir refuerzos... Estaba tratando de convencerse a sí misma que era lo que mejor podía hacer, cuando oyó un ruido a sus espaldas. Por encima del hombro vio la figura oscura, de pie en la intersección de los pasillos. Aprovechó el instante de vacilación del hombre, sacó el arma de Janvier y disparó. El tipo se parapetó y ella dio media vuelta y echó a correr, abandonándose al más elemental instinto de conservación.


(1) Ilegales (lit: "sin papeles)