POLICIAL ARGENTINO: 03/01/2009 - 04/01/2009

viernes, 27 de marzo de 2009

La dama es policía - CAPITULO 22



JUEVES, SUBURBIOS DE PARÍS, PRIMERAS HORAS DE LA MAÑANA
—Michelon quiere vernos — le avisó Auguste mientras recogía su abrigo y el de ella. En la fábrica de chocolates la tensión crecía minuto a minuto. Los técnicos en sistemas no lograban romper la clave de acceso a una enorme cantidad de archivos clasificados.
—Es un sistema digno de un servicio secreto —comentó el analista en jefe—. Cualquier intento por probar una clave causa el total colapso de los datos. Todo se pierde sin remedio. Es algo así como un virus, un “gusano” que está en la superficie del disco y se anula únicamente con la clave correcta. Si ingresamos un dato errado o le acoplamos un programa aleatorio, el “gusano” se activa y destruye la información antes de poder recopiarla. —El capitán Santon estaba entusiasmado con el hallazgo. — Magnífico. Deberíamos tener algo parecido.
Que lo copien. Siempre se aprende algo. Mientras tanto, vamos a ver a Madame, pensó Odette
Madame Claude Michelon. Que había exigido el “Madame” —“A los cincuenta y tantos tengo ganado el derecho”, decía— aunque nunca había dejado de ser “Mademoiselle”. Claudette, para los escasísimos íntimos. Safo, o epítetos peores, para el vulgo de la Brigada. ¿Por qué será que donde trabajan más de dos personas, se tiende a tomar la vida sexual del prójimo como tema principal de conversación? El único lugar libre de murmuraciones en la Tierra debe de estar en los satélites orbitales no tripulados.
Madame se había ganado muy dura y dignamente el cargo de comisario de la Brigada Criminal y el puesto era más que merecido. La dama de acero: ojos de hielo gris, cabellos grises, severos trajes de Armani.Aquel a quien alguna vez Michelon haya levantado la voz, que tire la primera piedra. No necesita hacerlo; su tono mesurado te escarcha la transpiración. ¿A quién carajo le importa el tipo de compañía que prefiere?, Odette se encogió de hombros. El chusmerío es el pan de todos los días. A veces, hasta resulta conveniente que te asignen amantes de oficio; evita intromisiones molestas. Mientras esperaban el cambio de luces del semáforo, se inclinó hacia Auguste y le estampó un beso en la mejilla. Él se volvió a medias, levantando las cejas por la sorpresa y le sonrió.
Lucertola(1) —le dijo mientras la despeinaba.
Scugnizzo(2) —los halagos habituales de la infancia.
—Ah, esto me recuerda que llamó mamma —nunca era “mamá” para Auguste. —Dice que compremos "L'Osservatore Romano" y el "Eco di Roma".
Mensaje de Varza. Se detuvieron en un quiosco a comprar. Rápidamente buscó en los obituarios. Ahí estaba: “Monseñor Jacques Roland de Coulignac, RIP. La familia Varza lamenta la triste desaparición de un amigo entrañable”, bla, bla, bla. En los policiales del Eco, el pequeño suelto que mencionaba el accidente fatal sufrido por Monseñor al ser atropellado por el camión que habitualmente entregaba provisiones en los almacenes del Vaticano. Una lamentable falla en el sistema de frenos. El chofer estaba libre. L’Osservatore publicaba la habitual elegía.
Auguste miró de reojo mientras estacionaban en el garage de la Brigada. Un apellido que había pertenecido en su época a la nobleza francesa.
—De Coulignac. Abajo el clero y la monarquía —Auguste hizo un gesto obsceno con el dedo mayor.
—Viva la Revolución —Odette le devolvió el ademán.

36, Quai des Orfévres, Paris

QUAI DES ORFÈVRES, DESPUÉS DE MEDIODÍA
—No necesito decirles que no nos queda mucho tiempo. Vamos a tener que ponerles abogados a esas ratas. ¿No pudieron entrar en los archivos? —Michelon estaba muy molesta.
—Todavía no— Auguste estaba más que molesto; tenía los ojos terriblemente negros. Mala señal, pensó Odette sin abrir la boca.
—Madame, los únicos que pueden darnos la clave están en nuestras manos. Podemos obtenerlas si...—Odette miró ansiosa a la comisario.
—¡Se niegan a hablar sin un abogado! ¿Qué vamos a hacer? —Auguste sacudió el escritorio con el puño. —¿Golpearlos? ¿Para que después aleguen brutalidad policial y tengamos que largarlos por culpa del procedimiento? ¡No!
—¡No nos darán una puta información, con abogados o sin ellos! — retrucó ella.
Auguste la miró de reojo, reprobándola.
—Comisario, capitán, por favor — intervino Michelon. — Siento la misma repugnancia que ustedes por esos individuos, pero me niego a utilizar cualquier tipo de violencia. Si los técnicos no consiguen nada en estas horas, tendremos que darles sus condenados abogados..
Auguste se recostó contra el sillón y miró al techo. Tanto esfuerzo desperdiciado. ¡Mierda que le vamos a dar abogados a esos hijos de puta!, pensó Odette y una idea se le cruzó como un relámpago.
—Madame, quisiera proponer algo. Sin brutalidad policial. Puede resultar, estoy segura...
—¡No! — rugió Auguste, mirándola furioso. —¡No más riesgos inútiles!— e hizo un ademán termi-nante con la mano.
Odette contuvo a medias una mueca de disgusto. Michelon los miraba inexpresiva. Cristo, Madame está de pésimo humor.
—Madame, por favor, ¿me permitiría cinco minutos con usted? —arriesgó Odette.
Michelon los miró alternadamente.
—Comisario —un gesto de la cabeza: "Afuera"
—Sí, Madame — deletreó Auguste y salió después de lanzarle una ojeada asesina y negra a su hermana menor.
Cuando Auguste hubo salido, Michelon la miró con ojos de hielo.
—Adelante, capitán. Tiene sus cinco minutos.


Era inteligente. Retorcido, pero inteligente; había que admitirlo. La comisario dejó en paz el cortapapeles y vio a su subalterna contener la respiración.
Sabe que ya tomé una decisión —pensó mientras reprimía una sonrisa—. Me conoce mejor de lo que yo pensaba, capitán.
—Usted se graduó en Psicología... —más para sí que para la otra —.Puede funcionar... Pero — levantó un dedo, — yo debería presenciar los interrogatorios y estar al tanto del tratamiento previo. Podría ser... No lo sé — se hamacó en el sillón. — No es muy ortodoxo que digamos.
Marceau no abrió la boca: no era la respuesta que estaba esperando. Cuando el silencio se prolongó, la capitán amagó a levantarse con los labios apretados. Madame la detuvo con un gesto.
—Comprenda, capitán, que oficialmente no puedo aprobar lo que me pide— Marceau asintió rígidamente— Extraoficialmente…, hágalos mierda. Y recuerde que quiero estar presente.
—Gracias, Madame — la capitán sonrió con una sonrisa de navaja.
Mientras Marceau salía, Madame levantó el teléfono para avisar que Massarino y la capitán quedaban a cargo de la custodia de los detenidos.


BUENOS AIRES, JUEVES, ÚLTIMA HORA DE LA TARDE
—¿Qué mierda pasa, que no hay comunicaciones?
—¡Cómo que no hay! Llamaron anteayer. Todo bien. Fueron a buscar a las minitas para el turco nuevo.
—¿Y? Lo mismo tienen órdenes. Se comunican cada veinticuatro horas.
—No, Mengele. Ahora cada treinta y seis o cuarenta y ocho.
—¿Por qué cambiaron la frecuencia? ¿Cuándo fue, y quién decidió sin avisarme? Se supone que yo estoy a cargo de las comunicaciones.
—Uh, dale, macho. ¿Tenés miedo de perder autoridad? Si anda todo bien... Todos los días es un embole.
—Es asunto mío. ¿Quién carajo dio la orden de variar?
—Yo — El Briga intervino a sus espaldas.
Las cosas con el Brigadier no andan bien. Ultimamente cambiamos dos palabras y tres puteadas.
—Voy a llamar —manoteó el teléfono, pero el otro le detuvo la mano.
—No. Esperá que llamen ellos. Así hacemos siempre.

Prisión de La Santé, en el centro de París

PARÍS, PRISIÓN DE LA SANTÉ. MADRUGADA DEL VIERNES
¿Cuánto hacía que estaba ahí? Cuando fueron a buscarlo a la celda, uno de los oficiales le dijo que ya no estaba bajo la custodia de la Brigada. Bien, están entendiendo. Llamaron a los abogados. Pero se presentaron dos desconocidos que, después de cerrar la puerta, lo esposaron, le vendaron los ojos y lo encapucharon. Un miedo irracional se apoderó de sus entrañas y ya no lo abandonó. Vaireaux caminó sostenido por sus custodios a lo largo de pasillos interminables —arriba, abajo, vuelta a la derecha, ascensor, el automóvil, más pasillos hasta perder la cuenta—. Cuando se detuvieron, oyó la puerta que se abría y sintió el empujón. Cerraron y el pestillo exterior corrió estruendosamente. Después, nada. Gritó y gritó, pero nadie se acercó a quitarle la venda o las esposas. Escuchó atentamente. Afuera no había nadie. La desesperación se le trepó por el cuerpo y se le enroscó en la garganta.
Alguien entró. Arrojaron a su lado ¿un cuerpo? Por el sonido sordo que hizo al caer, eso parecía. Patearon al otro entre insultos. Gritos. Una voz de hombre sollozaba. Más insultos. Más golpes. El otro no habló más. Dios, está inconsciente. Intentó ponerse de pie y una mano de hierro lo lanzó contra la pared. “No te metas. No es tu turno”, le dijo alguien. Disparos. Dos, tres. “Sáquenlo”, ordenó una voz. Estaba solo otra vez. La ropa empapada de transpiración se le pegaba asquerosamente al cuerpo. Oyó voces afuera, débiles tras la puerta metálica. Vienen a buscarme. Vienen a buscarme… El corazón le bombardeaba el pecho. “Abajo”, dijo otro desde atrás. Tuvieron que sostenerlo porque el pánico no lo dejaba caminar.
La silla metálica estaba fría bajo su carne desnuda. Lo esposaron, manos y pies, a los brazos y patas de la silla. El corazón le latía tan fuerte que le retumbaban los oídos. La puerta. Pasos suaves. Inesperadamente, oyó música. Lenta, profunda, dramática, evocando emociones terribles. Las entrañas estaban a punto de derramársele. “Apaguen esa música”, gritó mientras se sacudía impotente en la silla. Una mano suave y perfumada le quitó la venda. Una mujer. De bata negra, entreabierta, que dejaba ver el nacimiento de los pechos blancos. Lo miró y, sin hablarle, comenzó a calzarse guantes negros de cuero. Se sentó encima de la mesa, sobre la que había una gran jarra con agua y una varilla... una picana. La silla... La silla es de metal…. ¡No, no, no...! Ella se inclinó, y él pudo ver más del interior de su bata. Sintió la erección. En otras circunstancias... Ahora estaba seguro de que ella iba a matarlo. Ese cuerpo, esa mujer, no podían estar haciéndole esto. La boca de ella rozó la suya y murmuró:

—¿Vas a hacerme perder mucho tiempo?
La miró enloquecido mientras ella encendía un cigarrillo. Con la brasa peligrosamente cercana a su piel, le recorrió la cara. En los ojos de esa mujer estaba su muerte. Ella estiró un pie diminuto calzado con tacón negro y le recorrió el borde de la mandíbula, el pecho y el bajo vientre con la punta del zapato. La música atronaba trágica. Ella bajó la mano con el cigarrillo hasta la altura de la entrepierna. Su cara de muñeca era una máscara de placer perverso.
—No... no quiero — dijo en un estertor. La erección le estaba haciendo doler el escroto.
—¿No? — ella se puso de pie, tomó la picana y la probó contra la mesa, también metálica. Funcionaba. Sirvió un vaso de agua y se acercó. Agua no. Era lo único en que podía pensar. No quiero, no quiero, no quiero...
—Me prometieron... — gimió él. Ella alzó las cejas con estudiada sorpresa. —... Abogados —estaba ronco del miedo. Ella se limitó a sonreír irónica.
—Ya vinieron. Ellos te trajeron —le acarició la boca con un dedo. —¿Dónde creías que estabas? ¿Parezco de la policía?
¡Me traicionaron! La comprensión lo llenó de terror y acabó con la excitación y la erección. ¡Los hijos de puta salvaron el culo y me entregaron a...
—Quiero algo a cambio para dejarte ir. Algo que me sirva —le sostuvo la cara y acercó el vaso de agua.
Algo caliente le corrió entre las piernas. Dios mío, nno, nooooo...



Del otro lado del cristal, Massarino tomó nota de las claves. Michelon observaba impasible. El hombre esposado a la silla era un desecho humano en medio de un charco de orina. Marceau se apartó de la mesa, se ajustó la bata negra y aplastó el cigarrillo contra el piso. Se volvió de espaldas a la ventana mientras dos oficiales en ropas de civil entraban en la sala de interrogatorios. Chopin sonaba dulce y trágico en el aire.
—¡Dijiste que iban a perdonarme! ¡Dijiste...! — Vaireaux sollozó desesperado, mientras le vendaban los ojos otra vez.
Marceau se inclinó hacia él, le besó los labios, susurró:
—Mentí —y salió.
Los gritos de Vaireaux hicieron eco todo a lo largo del pasillo hasta el ascensor.
—Quién sabe por qué lo besó —murmuró Michelon. Sospechaba que Massarino sí lo sabía pero que prefería guardarse la información.

(1) Lagartija
(2) Ladronzuelo