POLICIAL ARGENTINO: 19 jun 2011

domingo, 19 de junio de 2011

La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 21

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. VIERNES, POCO DESPUÉS DE MEDIODÍA
                                  Opera Garnier (Opera Nacional de París) (clic para entrar al sitio)
                                                          
El teléfono otra vez.... no, mierda, es el celular nuevo. Odette rebuscó en el bolso insondable y lo pescó justo a tiempo. Una voz bronca gruñó del otro lado.
— Buenas tardes, signor Corrente.
— Estoy en París, necesito hablar con Ud.
— Visíteme en el Quai.
— Prefiero invitarla a tomar un café. Sin reglamentarias esta vez — Odette miró el reloj: qué cuernos querrá este tipo ahora. Ante su vacilación, el otro insistió—. Tengo información que puede interesarle.
Acordaron encontrarse frente a la Opera.
****
Corrente la miró con una sonrisa de oreja a oreja que ella no se molestó en corresponder.
— Pensé que tenía algo importante — le soltó, irritada.
— ¿Le parece poco? Oiga, déjeme hablar con Dubois y explicarle. El director financiero de BCB está presionando a Donna Valentina para que venda. Si ella tuviera el respaldo de un familiar, estaría en una posición más segura, ¿no cree?
— Si le hubiera dado mi número a Donna Valentina, ella estaría hablando con su nieto y la situación no sería tan complicada. Dígame una cosa, Corrente...
— Gaetano...
— “Corrente” está bien para mí— lo cortó —. ¿Cómo sé yo que Ud. trabaja para Valentina y no para el director financiero de BCB? Porque si las cosas son como dice, a este señor no le conviene la existencia de un heredero para Valentina.
El tipo rezongó por lo bajo llamándola cocciuta .(1)
— Por supuesto que soy tozuda. Hasta ahora Ud. no me ofreció ninguna certeza, ni siquiera acerca de Ud. No veo porqué tendría que confiar en un tipo que dice ser investigador privado y se deja pescar en la primera oportunidad.
— Dubois es grandecito, puede cuidarse solo. Dígame dónde puedo encontrarlo.
Se recostó contra la silla, midiendo al hombre con la mirada: así que esa es la información que estás tratando de sacarme. Bueno, no pierdo nada con decírtelo.
— Dubois está siguiendo un curso en C* y no está localizable — Odette se encogió de hombros.
Un cambio de expresión que duró menos de un segundo la puso en guardia: ¿qué es lo que él sabe y yo no sé?
— En fin, él se lo pierde — murmuró Corrente después de unos momentos y la miró a los ojos —. Es un verdadero desperdicio de parte de él — el hombre pidió la cuenta y se pusieron de pie casi al mismo tiempo. — Cuando Dubois regrese... de C* — había un dejo irónico en la voz del tipo —, por favor, necesito hablar con él. Valentina lo necesita.
— Dígale a Valentina que me llame. Si es que se trata de ella.
— No me cree.
— Ud. tampoco. Somos dos.
Se miraron y durante el espacio de un latido tuvo la certeza de que Corrente quería decirle algo más y luchaba contra sí mismo para callarse. Frunció el ceño sin darse cuenta.
— No arrugue la frente. Se ve más bonita cuando sonríe— Corrente la galanteó adrede y sonrió mientras se metía a un autito verde.
Cafone (2) . Odette enfiló hacia el estacionamiento sin reparar en el sedán gris que esperaba en la otra esquina frente al café y que salió chirriando los neumáticos con rabia.

****
Las diez de la noche: hora de irse. Mierda, cómo llueve. Se sentó en el auto nada más que para verificar que el muy perro se había quedado otra vez sin batería. ¡Puta madre, si la cambié hace dos meses! Insultó a todos los fabricantes de baterías del planeta mientras revisaba el bolso, buscando las moneditas salvadoras que pagaran el pasaje en Metro. Entonces lo vio- en el puente St. Michel. Estaba acodado en el parapeto, fumando, a despecho de la lluvia.
Hacía ya dos o tres días que lo veía recorriendo el puente, o cruzando delante del Quai sin atreverse a entrar. El parecido le había acelerado el pulso: la misma forma de caminar y moverse; los mismos gestos. Su contacto le confirmó la identificación, y que estaba de licencia, fuera de Estrasburgo. ¿Por qué no se presenta de una vez, dice lo que tiene que decir y desaparece, como hizo durante veinte años? Se detuvo del otro lado de la calle, a mirarlo, y él le dio la espalda. A la mierda, que se quede a mojarse en el puente. Yo me voy a casa. La lluvia no solía ponerla de talante comunicativo o diplomático.
Apretó el paso por el Bvd. du Palais. Los edificios públicos a oscuras siempre le daban un pinchacito incómodo. A punto de cruzar el puente au Change, una mano pesada la detuvo con brusquedad. Giró sacando la reglamentaria en un acto reflejo, pero él tenía más años de oficio que ella: le sujetó la mano y la empujó contra el parapeto del puente. Se miraron con dureza durante un instante.
                                               El Quai des Orfèvres y el Puente St. Michel
— Lo siento... comisario Marceau. No era mi intención. Quiero hablar con usted — pero no la liberó.
— ¿Y por qué cuernos no entró al Quai y preguntó por mí, coronel Dubois?
Los ojos azul oscuro brillaron de sorpesa. ¿Qué, creías que no te conocía? La lluvia arreció y ella insultó al clima por lo bajo, aunque no tanto como para que él no la oyera.
— Mi auto está cerca. La llevo hasta su casa.
Mejor terminar con esto lo antes posible. Encima me voy a agarrar una gripe de lujo. Asintió y el hombre aflojó la mano, aunque no la soltó. Le abrió la puerta de un sedán color bordó, esperó a que ella se sentara para cerrarla y dio la vuelta por detrás del auto para entrar. El gesto caballeroso la sorprendió.
— No me preguntó en dónde vivo — dijo ella, después de unos minutos de silencio interrumpido por el picoteo de la lluvia en el techo del auto.
— La Défense, calle...
— Está bien, ya sé que sabe hacer su trabajo. ¿Qué es lo que quiere? — segunda pregunta retórica de la noche.
— Quiero ver a mi hijo.
— El puente no es el mejor lugar para encontrarlo.
— Ya lo sé: está en C* — él no acusó recibo de la mordacidad —. Necesito hablar con él.
— Existe el teléfono — no aguantó el sarcasmo, pero él apretó las manos en el volante y no respondió.
Cuando se detuvieron en la puerta de su edificio, el coronel se volvió hacia ella y la tomó por los hombros.
— Es... muy largo de contar... Yo sé que le causé daño pero tengo que hablar con él, personalmente.
Lo miró a los ojos: había dolor en esa mirada igual a la de Marcel. ¿Y si estoy equivocada? No sería justo para ellos. Marcel necesita reunirse con su padre, aunque más no sea para saber la verdad.
— No puedo prometer nada en nombre de otro, pero...
Él la acercó hacia sí.
—Yo... no sé...muy bien... pedir por favor, pero... se lo ruego — la miró casi con desesperación.
— Está bien, coronel. Marcel vuelve mañana. Llámeme. Imagino que también tiene mi número.
Él asintió mientras soltaba el aire con alivio, al tiempo que se apartaba un mechón de la frente. Ella abrió la puerta del auto y bajó.
— Una sola cosa — se asomó al interior del auto y lo miró a los ojos —: no lo lastime.
Él sacudió la cabeza, puso primera y se fue sin decir una palabra.

****
Cnel. Jean-Pierre Dubois
Odette se quedó de pie en la vereda, mirando el auto alejarse. ¿Qué voy a hacer ahora? Un sedán gris clavó los frenos junto a ella y el chirrido de los neumáticos la asustó.
— ¡¿Qué ...?! — dio un salto hacia atrás.
El conductor se tiró del auto y se abalanzó sobre ella, que demoró un segundo entero en comprender que ese loco era Marcel. La tomó del brazo, abrió la puerta y la empujó dentro, haciendo que se golpeara la sien contra el parante.
— ¡Me golpeé! ¡Qué estás haciendo! — gritó,  pero él no le hizo caso, empeñado en alcanzar el auto cuyas luces traseras se perdían en dirección al puente de Neuilly. Un sacudón brusco le recordó ajustarse el cinturón de seguridad.
— ¡Marcel! — insistió —. ¡Por favor, adónde vamos!
Después de violar una luz roja y ponerse a menos de cien metros de distancia del otro, Marcel masculló sin aire:
— ¡A alcanzar a ese hijo de puta!
—¿Qué? ¡Basta, Marcel, él vino a verte, a hablar...! — Marcel encajó los dientes, aceleró y se apareó al otro automóvil — ¡Por Dios, nos vamos a matar...!
En una maniobra violenta, cruzó su sedán en el camino del otro, que frenó a veinte centímetros de la colisión. El otro conductor no atinaba a bajarse. Marcel bajó y la arrastró hasta el otro vehículo. Fuera de sí, la empujó contra el auto y la golpeó en la cara. El golpe la aturdió y le hizo saltar las lágrimas
— ¡Puta mentirosa! ¡Por supuesto que vas a decirme quién es! — rugió Marcel —. ¿Él quiere hablarme? ¿Los dos tienen mucho para decirme? ¡Yo también!
Jean-Pierre Dubois bajó del auto despacio, con el rostro demudado. Marcel se quedó rígido. Ella hundió la cara entre las manos, llorando y sin poder creer lo que pasaba. Marcel me golpeó. Se hizo un silencio ominoso y vacío entre los tres. Todavía aturdida y sin mirar a los hombres, corrió hasta el auto de Marcel. Alguien la tomó del brazo: era él, desencajado, pálido como un muerto.
Tironeó murmurando que la dejara en paz.
— ¿Quién... era? — tartamudeó él.
— ¡Quién era quién! — le gritó, desconcertada y furiosa. La cara le ardía de dolor y humillación.
— ¡El tipo de esta mañana! — jadeó, zamarreándola descontrolado — ¿Quién es?
— ¡Marcel, basta! — Jean-Pierre trató de separarlos pero Marcel lo apartó de un empujón.
Con una calma que le nacía del centro mismo del furor, Odette sacó del bolso las fotografías.
— Ese tipo es Gaetano Corrente— le tiró las fotos a la cara—. Tu abuela, Valentina Contardi-Bozzi, lo mandó a buscarte.
Marcel la soltó y retrocedió como si estuviera borracho. Las fotografías que Corrente les había tomado a ambos se desparramaron por el pavimento mojado. Marcel recogió las fotos y la miró a ella.
— No quiero volver a verte — le informó con voz gélida. Agarró el bolso y se alejó corriendo.
— ¡Odette! — la llamó Marcel con la voz quebrada —. ¡Odette, por favor...!
Te odio. Trastabilló pero sostuvo el paso; todavía tenía vértigos por el golpe. Apretó los dientes para no llorar.
— ¡Odette...!
Te odio con todo mi corazón. Las lágrimas le escocían y se las enjugó de un manotazo. Un taxi milagroso apareció y ella le hizo señas. Corrió hasta el vehículo y subió, ordenándole arrancar antes de decirle adónde, aunque no se alejó tan rápido como para no escuchar las súplicas desesperadas de Marcel.

****

Le temblaban las piernas con tal intensidad que tuvo que sostenerse del auto. Se quedó mirando la calle negra que se se había tragado al taxi con la mujer que amaba y a la que había venido a matar, y lloró como una criatura. Lloraba y se sacudía contra el auto, golpeándolo. Alguien le tocó el brazo y lo llamó quedo. Levantó la cabeza: su padre lo miraba apenado.
— ¡Qué viniste a hacer!— le gritó, rabioso— ¡Me arruinaste la vida!
Jean-Pierre susurró, acongojado.
—Lo supe todos estos años y legué tarde. Es terrible ver a un hijo repetir los mismos errores que uno.
— ¡Nunca te importé!
— No es cierto...
— ¡No me mientas!— rugió y lo sacudió por las solapas del sobretodo.
Quedaron a la distancia del aliento. Jean-Pierre bajó los brazos sin reaccionar y Marcel se quedó congelado. No podía soltarlo. Sus manos se negaban a abandonar ese contacto brutal, como si ellas por su cuenta le suplicaran a ese hombre al que odiaba desde sus mismas entrañas, por todo aquello que le había faltado durante casi veinte años. Dónde estuviste todo este tiempo, papá.
Luchó consigo mismo por abrir las manos y alejarse de su padre.
— No quiero volver a verte— masculló y lo empujó sin mirarlo.
Otra mano, tan grande y tan fuerte como la suya, lo detuvo.
— No, Marcel. No pienso cometer el mismo error otra vez ni permitirte que cometas los míos.
La firmeza y la calma de Jean-Pierre lo sorprendieron.
— Te debo una vida de explicaciones y vine a dártelas. No voy a irme hasta que me escuches. Si si de verdad ella te importa — Jean-Pierre miró hacia la calle vacía —, mejor que pongas todo tu corazón en escucharme.
****




Se sentaron a una mesa del lobby del hotel de Jean-Pierre. El encargado del bar estiró la jeta cuando los vio acomodarse y miró la hora, pero se acercó educadamente. Marcel respondió con monosílabos a los ofrecimientos de café y prefirió un coñac. Lo voy a necesitar, y doble.
Después de tomarse la primera copa de una sola vez y pedir la segunda, sintió que recobraba el control de manos y piernas. Se cruzó de brazos sin hablar y se quedó mirando a su padre, que hacía girar su propia copa entre las manos.
Marie-Thérèse había huído del lado del marido cuando Adéle y él tenían doce y diez años respectivamente. Edouard Dubois había volcado en sus hijos la violencia que antes ejercía contra su mujer. La que más había sufrido el horror familiar había sido su hermana mayor, hermosa y delicada como su madre y con la misma fragilidad de carácter. Edouard abusó en todas las formas posibles de su hija, hasta que un día la desesperación de Adéle empujó a Jean-Pierre a cometer uno de los actos más terribles de su vida: a los doce años, intentó matar a su padre. Luego, el escándalo en el pueblito provinciano, el escarnio para Adéle, la cárcel para Edouard y hogares sustitutos para él y su hermana. Al poco tiempo de separarlos, Adéle se suicidó. Edouard murió en la cárcel. Él logró la emancipación a los dieciseis y abandonó el lugar. Cuando ingresó a la Gendarmería, ocultó sus antecedentes familiares.
Localizó a su madre en una institución psiquiátrica: el remordimiento por haber abandonado a sus hijos le había destruído la poca cordura que le quedaba. No se atrevió a contarle sobre la muerte de Adéle.
Con Constanza se había jurado que serían felices. Fue inútil. El odio de su suegro, la imposibilidad de reconciliarla con su familia, las diferencias sociales que los separaban y que salían indefectiblemente a relucir en las peleas cada vez más frecuentes, porque no eran más que mocosos que habían intentado escapar de realidades familiares intolerables. El que su hija se enamorara de un don nadie no había entrado jamás en los cálculos de Marcello Contardi, que la había insultado y golpeado delante de él cuando Constanza les dijo a sus padres que estaba embarazada. Se enfureció y hubiera matado al hijo de puta si Constanza no le hubiera rogado a los gritos que lo dejara. Fue la última vez que vio a sus suegros.
Los celos lo volvían loco. Constanza era tan hermosa, tan educada, tan refinada y él era nada más que un gendarme de provincia. Sus amigos lo envidiaban y sus conocidos lo humillaban a sus espaldas, diciendo que la había dejado embarazada para hacerse de la fortuna de su mujer. A él le importaba una mierda la fortuna de ella: la amaba por ella misma, algo que Constanza nunca comprendió.
— Yo... nunca la golpeé... La perseguía, discutíamos de una forma terrible, pero nunca la golpeé, por Dios, eso no. Constanza mentía. Me mentía todo el tiempo como una colegiala por cualquier tontería, no sé, en qué había gastado la plata, dónde iba cuando salía sola, con quién hablaba por teléfono... y eso me enloquecía. Me iba de casa furioso— bajó la cabeza y después de una larga pitada al Gauloise continuó— Una vez, una sola — hizo un esfuerzo por hablar —, tu madre había salido, se suponía que estabas en la escuela... Unos compañeros que estaban de franco la vieron en un café. Estaba esperando a alguien... Algún desgraciado que me conocía demasiado bien tuvo la cruel idea de llamar y avisarme... Yo no podía dejar mi puesto... Cada minuto hasta la noche fue un suplicio. Llamé a casa cada vez que pude y no estaban.”
"Cuando llegué, estabas jugando por ahí. Corrí a buscarla y preguntarle en dónde había estado. Ella me dijo que en ninguna parte, que no se había movido de casa... Sabía que me mentía y me desquicié. Ella se asustó... Me dijo llorando que se había encontrado... con tu abuela y que habían ido a buscarte a la escuela para que te conociera... pero no le creí. Cuando me dijo la verdad no le creí..."
"Puta mentirosa". Había usado las mismas palabras de su padre para herir a la mujer que amaba. Lo mismo que su padre. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la angustia que amenazaba con estrangularlo.
Jean-Pierre continuó con voz casi inaudible.
— Después, Constanza me tuvo terror. Tenía en sus ojos la misma expresión que cuando su padre la golpeó y la echó. Para ella, yo me había convertido en la misma clase de monstruo. Empecé a no estar en casa, prefería no volver a verla así; fueron tiempos peores que los anteriores. Acepté traslados temporarios con tal de mantenerme alejado, y cada vez que regresaba, tu madre se convertía en un animalito asustado. Cuando me dijo que se iba y que te llevaba con ella, no pude soportarlo. No me quedaba nada, ni siquiera mi hijo: no podía resignarme. Yo te amaba; eras tan hijo mío como de tu madre. Quise rogarle que se quedara, que lo intentáramos de nuevo pero terminamos como siempre, echándonos en cara las estupideces del pasado, las diferencias, la vida espantosa que habíamos llevado. Traté de abrazarla, de explicarle y entonces... ahí estabas, reaccionando tal como había hecho yo con mi padre. Comprendí que a tus ojos yo era como él... y los dejé ir.
— ¿Por qué no viniste a buscarla? — le preguntó entre dientes, sin mirarlo.
— ¿Y quién te dijo que no los busqué? Siempre supe en dónde estaban y adónde iban. Traté de mantenerme cerca de cualquier modo que me fuera posible...¿De dónde creías que sacaba el dinero tu madre? Pero ella no me permitía verlos y yo no quería hacerles más daño que el que ya les había hecho así que acepté sus condiciones. Me equivoqué, ahora lo sé— meneó la cabeza con resignación—. Cuando Constanza se enfermó, no lo supe hasta que fue demasiado tarde. Corrí a verla, a rogarle que me perdonara y me dejara volver, pero ella me dijo que no querías verme.
Marcel le clavó los ojos, sorprendido contra su voluntad.
— Nunca me dijo nada.
— Estaba tan mal que no quise contrariarla... y volví a equivocarme.
Su madre había muerto a la madrugada en el hospital. Le avisaron a su casa. Esa noche se había quedado con ella hasta última hora, mientras Constanza agonizaba, misericordiosamente inconsciente. Como si supiera en qué estaba pensando, Jean-Pierre murmuró:
— Estuve allí. Esperé a que te llamaran y me fui antes que llegaras.
— ¿Por qué?
— Tenía miedo de enfrentarte.
Se quedaron en silencio durante un tiempo larguísimo.
— Sé que es tarde para pedirte perdón — cuando levantó la vista, Jean-Pierre tenía los ojos nublados — Pero tenía que encontrarte ... y explicarte.. que no toda la culpa fue mía. Nadie me dijo hace treinta años que las cosas podían cambiar,... con la ayuda adecuada. Estaba enfermo. No fue fácil admitir que necesitaba ayuda. Me resultó muy duro empezar: a mi edad las cosas ya no son fáciles.
No era la mirada que recordaba de su padre: había un dolor enorme en esos ojos iguales a los suyos. Quería odiar a ese hombre y sólo podía sentir compasión por él, y lo inesperado de ese sentimiento lo conmovió. Había aceptado hablar con él con la intención de no perdonarlo, pero el sentimiento que le oprimía el pecho no era rencor: era dolor, un dolor inmenso por esa vida destruída. Todavía podía encontrar amor por él en alguna parte de su ser: si se permitía abrigar una mínima esperanza de recuperar a la mujer que amaba, el camino comenzaba esa noche, aceptando a su padre y ofreciéndole el perdón que él venía a pedirle. Sintió que ambos estaban limpios, inocentes como recién nacidos. Había recibido un regalo increíble de quien menos lo esperaba: su padre le estaba dando la oportunidad de empezar de nuevo.

(1) testaruda
(2) imbécil