POLICIAL ARGENTINO: 05/01/2012 - 06/01/2012

sábado, 19 de mayo de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 38



  OCHO Y MEDIA DE LA NOCHE
La cena transcurría en silencio. José había desconectado el circuito cerrado al entrar; como era habitual cuando ellos usaban ese comedor privado, nada de lo que allí ocurriera quedaría registrado. Allí se cerraban negocios y se sellaban acuerdos, comida de por medio. Qué se le va a hacer: uno es argentino y los asuntos importantes los resuelve sentado a la mesa,meditó el viejo mientras se servía vino.
Miró a los tres: José se había quedado con los ojos prendidos en la comisario y Dubois, que lo había notado, lo miraba con expresión asesina. Si José la sigue mirando así perdido, Dubois lo degüella. Decidió intervenir porque las miradas se cruzaban como puñales por encima de la mesa.
— Entiendo que no haya tocado el whisky pero ¿tampoco le gusta el vino?— se dirigió a ella, galante, y Dubois y José se envararon en sus sillas, como sorprendidos en algo ilícito — Debería probarlo: los vinos argentinos son famosos, tan buenos como los franceses o los italianos. Y éste está hecho para halagar el paladar de las damas.
— No bebo cuando estoy de servicio— ella respondió mordaz—. Y no soy una dama.
Está rabiosa, mi querida. Ah, pero qué gusto me da verla así, encendida, irradiando toda esa fuerza y esa furia que tanto le cuesta encerrar.
— La memoria tiene caminos extraños. Se parece mucho a una respuesta que escuché hace casi veinticinco años. Me divirtió en aquel entonces; ahora me trae recuerdos.
Los otros hombres lo miraron, sorprendidos. Educadamente, ella apoyó los cubiertos y le prestó atención. No me engaña: si fuera por usted, señora comisario, yo tendría el tenedor clavado en la yugular. Bebió un sorbito de vino y continuó dirigiéndose a ella.
— Como verá, me fascinan las obras de arte. No es vanagloria decir que tengo una colección muy importante de porcelanas europeas en esta casa. Muchas veces pensé en trasladarla a Buenos Aires, donde tengo otra colección de piezas orientales...
Ella se recostó contra el respaldo de la silla sin dejar de mirarlo y sin que una sola nube empañara la máscara indescifrable que era su cara. Los otros dos estaban en guardia, los ojos de José alternándose entre él y Dubois, que hacía lo propio.

—... pero debo admitir que tengo una cierta debilidad por las porcelanas de Capodimonte. Son tan diferentes a los otros estilos, tan reales; pareciera que van a despertarse y bailar o cantar. Es como si el artista lograra encerrar vida en cada estatuilla. En cierta ocasión yo estaba de paso por Nápoles y un empresario milanés insistió en verme. Nos conocíamos desde hacía bastante; su firma hacía negocios con una de mis empresas más antiguas."
“Él ya había tomado contacto con algunos de mis hombres en Milán por un, llamémoslo ‘encargo’, que di orden de rechazar. Aunque hacía muchos años que el hombre no pisaba Nápoles por razones personales, su decisión de hacer el intento de convencerme pudo más que su renuencia y allí nos encontramos."

“Almorzamos sin hablar de la operación y él, sabedor de mi afición a las porcelanas, me invitó a conocer uno de los talleres más famosos, del que era cliente habitual. Debo admitir que su colección llegó a rivalizar con la mía. Él tenía que estar allí alrededor de las tres de la tarde y si yo gustaba, podía acompañarlo y además tendría la oportunidad de explicarme los motivos del encargo que pretendía. Camino del taller de porcelanas, me explicó que no se trataba de hacerle daño a nadie sino simplemente de obligar a una tercera persona a cederle algo que le interesaba. Era algo muy sencillo, un poco de presión psicológica más que otra cosa. Cosas que ocurren a veces entre competidores, explicó. Nada nuevo en el mundo del espionaje industrial, imaginé."

“En el taller no se interesó por nada: parecía estar esperando algo o a alguien. Yo me entretuve en circular por entre las mesas, donde cada artesano trabajaba en su obra. El maestro Antonio Schiavo, Mastr’ Antuono, preparaba una figura especial: una pareja de bailarines. Mastr’Antuono me explicó que era una escena de “Romeo y Julieta” y me mostró los bocetos. Las figuras eran hermosas y la estatuilla terminada prometía ser una pieza única. Se lo dije y él sonrió halagado: los modelos eran sus amigos; había compartido su infancia en Forcella con el hombre de la pareja y hacía la estatuilla para regalárselas. Le pregunté si no estaría dispuesto a venderla y me respondió que no. Insistí y ociosamente hice una oferta casi grosera por una copia, un poco para estudiar la reacción de mi anfitrión. Mastr’Antuono se negó cortesmente, diciéndome que no se harían copias y que la pieza no tenía precio de venta, porque era su regalo para un amigo que lo había ayudado y no se había olvidado de él. Mi anfitrión apenas pudo ocultar una mueca de desprecio. Ah, entonces mi hombre de negocios quiere la pieza única, pensé.
Podía llegar a valer una fortuna porque era de tamaño importante y con un nivel de detalle que dejaba sin aliento. Cada loco con su tema, me dije. Con todo, no terminaba de entender el método que había planeado para conseguir lo que quería."
“Mi anfitrión estaba nervioso cuando se acercó a ver los bocetos. En eso, entró una mocosita de unos catorce años y saludó a todos. Se abrazó con Mastr’Antuono, que protestó porque ella llegaba tarde. Se perdió por el taller y regresó vestida con la túnica y las zapatillas de punta que reproduciría la estatuilla. Era muy parecida a la figura femenina de los bocetos y cuando pregunté, el maestro me dijo que era la hija de los bailarines que servían de modelo. La madre y el padre no podían venir para las tomas de bocetos porque ensayaban, así que la hija, y en ocasiones el hijo, venían a posar. ‘Con la chiquita es más fácil’, me explicó, ‘porque estudia danzas y puede seguir las poses. El hermano es demasiado alto y sólo lo hice venir para los bocetos de la cabeza’."

El viejo se detuvo un segundo a humedecerse los labios con un sorbo de vino, y aprovechó para observar a los hombres: habían dejado de enfrentarse y le prestaban total atención. Ella parecía detenida en un instante en el tiempo, pálida y fría, los labios apenas entreabiertos, los ojos brillantes de miedo. Ya sabe de qué estoy hablando, mi querida...El viejo continuó con el relato.
— Ella era tan especial como las porcelanas que se hacían en ese taller; tenía algo que hacía volver la cabeza. Mientras se subía al estrado no dejaba de moverse, de reírse y charlar con los otros artesanos y con el maestro, que afectuosamente la reprendía para que se quedara quieta. Hablaban en dialecto y ella rebatía cada argumento con un retintín gracioso. Uno de los artesanos jóvenes se acercó con el boceto y le pidió que reprodujera la pose; sin dejar de protestar, ella se empinó graciosamente sobre un pie. Después de unos segundos descansó y volvió a posar, diciéndole al artesano que se apurara con el boceto porque ella no podía flotar en el aire para que él dibujara al suo porco comodo . Alguien la reprendió por el vocabulario poco adecuado para una señorita, y con un encogimiento de hombros y un desparpajo que hizo reír a todos, ella respondió que no habría problemas porque no era una señorita.

“Mi anfitrión se acercó al pie del estrado: ‘Puedo sostenerte para que no abandones la pose’, le dijo mientras la tomaba de la mano. Ella reparó en él por primera vez, agradeció el apoyo improvisado y volvió a extenderse en un arabesque etéreo. Los hombres más jóvenes bromearon y se ofrecieron para servir de soporte, y ella los espantó frunciendo la nariz.
“La túnica y la pose la habían transformado en algo menudo, delicado, tan frágil como las porcelanas que la rodeaban; la manita en la mano de mi anfitrión se veía desvalidamente pequeña. Si quisiera, él podría cargarla y llevársela bajo el brazo, pensé. Jugaba con la idea cuando comprendí, sorprendido y no poco, que el objeto del ‘encargo’ de mi anfitrión estaba ahí delante de mis ojos. Inocente de mí que había creído que se interesaba en conseguir la obra de arte: él deseaba a la modelo con una desesperación que le oscurecía el semblante y la mirada.
‘Te pareces mucho a tu madre, Cisne’, murmuró él. Sin perder el equilibrio, ella le sonrió, y en un italiano perfectamente educado, le preguntó si se conocían. ‘Todavía no’, él respondió y cuando ella bajó el otro brazo para descansar, él le tomó también la otra mano y la hizo sentar a su lado. Me sorprendió que un hombre de casi mi misma edad pudiera estar allí por una chiquilina; era insano, absurdo.
Alguien más comprendió lo que pasaba porque se acercó a decir algo al oído del maestro y éste desvió la vista de sus bocetos hacia el hombre. De inmediato Mastr'Antuono hizo una seña y uno de los aprendices salió del taller. Algo había pasado porque los demás bajaron la voz. Yo me sentí espectador de un drama que desconocía.
Ella volvió a posar y mi anfitrión la sostenía con fuerza mientras hablaba con ella. Estaba tremendamente pálido, transfigurado. Ella no parecía darse cuenta de nada y respondía a las preguntas del hombre con total despreocupación, mientras él le acomodaba la seda de la túnica sobre la pierna en el aire. Creo que le temblaban las manos.
“Un hombre entró al taller. Al verlo, comprendí que era el modelo masculino de Mastr’Antuono. Hubo murmullos de saludo pero él no los devolvió; miró severo a la chica y le ordenó que fuera a cambiarse de ropa. Ella lo miró sorprendida y protestó porque acababa de llegar, pero él restalló:’ Vai, bambina! Subito!’ ; ella bajó de un salto del estrado y salió corriendo.
“El hombre se volvió hacia mi anfitrión. Todo el taller hizo silencio. ‘Si vuelvo a verte cerca de mi mujer o de mi hija, te mato’, le dijo y se besó la mano derecha con el pulgar cruzado sobre el resto de los dedos. Nadie en ese instante y en ese lugar hubiera dudado de semejante juramento, se los puedo asegurar, pero mi anfitrión exhibió una sonrisa cínica y murmuró: ‘Puedo arruinarte la carrera’ y dio medio paso adelante. Los hombres del taller se pusieron de pie. La hoja de una navaja relampagueó en la mano del padre. '¡Te mato!', rugió. Mastr'Antuono lo contuvo sujetándole los brazos un instante antes de que saltara encima de mi anfitrión. 'Nun fa' roba e'pazzi, guaglione! Chisto nun ne torna cchiù 'ca!' 'No hagas locuras, muchacho: éste aquí no viene más', y lo obligó a guardar la navaja. En ese momento la chica volvió cambiada de ropa; miró a los hombres y bajó los ojos, todavía con las mejillas rojas. Su padre la tomó por los hombros, saludó a Mastr’Antuono y a los demás y se fueron.
“Mi anfitrión temblaba de furia mal contenida. Salimos del taller sin hablar y no volvió a mencionar el tema que lo había traído a Nápoles. Ni siquiera se molestó en formular la invitación a cenar que yo de cualquier modo, hubiera rechazado.
Esa noche fui al teatro: con buenas propinas siempre se consiguen localidades. Nunca me interesó demasiado el ballet y menos todavía ‘Romeo y Julieta’: prefiero la ópera, pero sentía curiosidad. Cuando vi a los protagonistas comprendí muchas cosas. Busqué con los gemelos y encontré a mi hombre en uno de los palcos, solo, mirando obsesionado el escenario.”

Se quedó callado, observándola con placer casi perverso. Los ojos oscuros ya no podían contener la tormenta. Los hombres estaban conmovidos por la historia. Et maintenant, le coup de grâce , pensó irónico.
— No le dije el nombre de mi anfitrión de esa tarde, señora: Marcello Contardi.
El rostro de cera casi no tenía señales de vida cuando dos lágrimas como diamantes lo recorrieron y se estrellaron sobre el mantel que amortajaba la mesa. Dubois estaba pálido, clavado rígidamente en su silla y José había llevado la mano hasta la cartuchera, preparado para disparar.

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El viejo esperó la reacción de Dubois lo mismo que una fiera agazapada en su cubil. ¿Y ahora, qué hará? ¿Me saltará al cuello? ¿Me insultará? Sentía una curiosidad casi insana por descubrir las facetas de la furia del otro. Pero Dubois no estaba dispuesto a jugar su juego, al menos por ahora.
— Es la última persona en el mundo a quien pensé que tendría que agradecerle algo alguna vez— Dubois echó hacia adelante el mentón, altivo—. Nobleza obliga. Estoy en deuda con Ud.
Sintió que la satisfacción se le escapaba como el agua entre los dedos; el dudoso placer que había sentido mientras contaba su historia desapareció. Se sostuvieron la mirada y él se rindió primero. Noblesse oblige.
— Seamos aliados por una noche, entonces— recostó la cabeza leonina contra el alto respaldo de la silla— Devuélvame el favor y tráigame a Fernandito sano y salvo.
Dubois levantó la copa de vino y paladeó cada sorbo antes de hablar.
— Hay mucho que hacer. Pongámonos a trabajar.