POLICIAL ARGENTINO: 01/01/2012 - 02/01/2012

lunes, 16 de enero de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 32

EN ALGUNA PARTE DE PARÍS, MADRUGADA DEL MIÉRCOLES


Se despertó esposado a una cama metálica en un cuartucho ínfimo. La cabeza y la espalda le dolían y el acto de respirar era casi intolerable. Tenía la ropa manchada de sangre. Lentamente, recordó que no era la suya. Se tocó la cara: el corte ya estaba cubierto por una costra pero ante el mínimo movimiento le brotaba sangre. Se incorporó muy despacio, pero las nauseas lo dominaron y se cayó sobre el colchón desnudo. Contuvo el vómito y se incorporó de nuevo. Esta vez aterrizó de rodillas junto a la cama. La cabeza le estalló en chispazos y tuvo que sostenerse de los barrotes de la cabecera.
— Nos dio trabajo traerlo, capitán— dijo una voz recia.
Levantó la cabeza por la sorpresa y un dolor blanco le hendió el cráneo. Donde debería estar la puerta, una luz cegadora rodeaba una figura oscura.
— ¿Quién carajo es Ud.?— rugió, doblado sobre su estómago.
Dos hombres más entraron y lo arrojaron contra la cabecera. Ciego de furia, estiró el brazo libre y alcanzó a uno, lo hizo trastabillar y le partió la tráquea de un golpe. El otro le dio en la sien con algo duro. Marcel tiró de la macana con la que lo había golpeado, trabó las piernas del tipo con las suyas y lo desnucó de un giro violento de la cabeza.
— ¡Párenlo, carajo!— aulló el que daba las órdenes.
Tres más se le tiraron encima, esposándole la otra mano a la cabecera.
— ¡Alejense de él! ¡Saquen a esos dos boludos de acá, rápido!—el tipo siguió gritando furioso—. ¡Les dije que le esposaran las dos manos!
— Sí, señor!— ladró uno de los tipos. Estaban de uniforme negro, igual que el que daba las órdenes.
El sujeto se acercó hasta los pies de la cama, a prudente distancia de sus piernas. Hijo de puta, si te alcanzo te llevo conmigo. La luz no le permitía ver la cara del tipo pero sí apreciarle la contextura. Bajo y de espaldas poderosas, caminaba como un predador al acecho. ¿Dónde te vi antes? Te conozco, hijo de puta. Si la cabeza no estuviera a punto de estallarme...
— Impresionante, Dubois. No esperaba menos pero estoy asombrado. Superó mis expectativas.
— ¡La puta madre que te...!
— Si se tranquiliza, hablamos— el otro sacó un cigarrillo y lo encendió con parsimonia; aspiró dos o tres veces y se dignó a prestarle atención.
Un brillo dorado destelló en la mano izquierda del hombre.
— ¿Lo conoce? Claro que sí— le acercó el dorso de la mano a la altura de los ojos: el anillo de sello de la Orden del Temple—. Ningún miembro de la Orden lo desconocería.
— ¡Miembro de la Orden! ¿De qué mierda habla?
El otro sonrió sardónico.
— Capitán: usted es uno de nuestros hombres. Por lo que pude ver, muy bueno. Su entrenamiento fue perfecto: una verdadera máquina de matar en cualquier situación, aún en desventaja física o numérica. Magnífico.
No puede ser posible... ¿no? El pensamiento horroroso tomó forma. Nunca dejé de serlo...
— Está empezando a comprender, Dubois. Aunque si utilizo su alias quizás nos entendamos mejor..."Mayor" Maurizio De Biassi.
El nombre que había usado para infiltrarse en la Orden, dos años atrás. No era posible que ese pasado regresara de este modo. La garganta se le cerró en un nudo: no tengo salida, soy hombre muerto.
— No sé qué pretenden de mí pero no me importa— jadeó—. No puede obligarme a nada.
— ¿No? ¿Se imagina el escándalo en la PDP cuando se sepa que su condicionamiento funcionó?
— ¡No sea imbécil! ¡Nunca funcionó!
— Asesinó a ocho hombres en la ruta esta madrugada, acaba de liquidar a otros dos, y si me pusiera al alcance de sus piernas, creo que la pasaría mal. Podría no significar nada, pero tenemos pruebas de su condicionamiento.
— ¡No tienen un carajo!
— Sí, tenemos. Tenemos todas las grabaciones de su entrenamiento, sus respuestas y, lo más importante, el “audio” del test final. Muy satisfactorio. Jacques no se equivocó con Ud. y me alegra comprobar que yo tampoco.
— No importa lo que haya hecho entonces— susurró—. Me niego a hacer nada para Uds. Máteme y déjeme en paz.
— No quiero matarlo. Quiero que trabaje para nosotros— el bastardo hijo de puta era un modelo de mesura y consideración—. Sea razonable, Dubois, no quisera tener que convencerlo por la fuerza.
— ¿ Puede hacer más de lo que hicieron en el cuartel de París? ¡No les sirvo, cretino de mierda! ¡Pégueme un tiro de una vez por todas!
— Lo necesito vivo. Si no acepta colaborar voluntariamente, usaré otros métodos. Siempre consigo lo que quiero.
Se levantó, aplastó el cigarrillo en el piso y salió, cerrando de un portazo.
Marcel se quedó aturdido de horror: soy como ellos. Soy uno de ellos. El recuerdo de lo que había hecho era terrible: cada uno de sus movimientos había sido fatal; su cuerpo respondía autónomo en impulsos mortales.
¿Cuántas otras veces lo hice? Los entrenadores de C** estaban maravillados conmigo... ¿Dios mío, en qué me convertí? ¡Soy tan criminal como ellos, nunca conseguí limpiarme esta mierda!
Una sucesión de flashbacks lo paralizó: “Mátela, Maurizio. Es una orden” y él había levantado el arma. Tenía recuerdos físicos atroces de ese momento: su propia mano moviéndose sola, independiente de su voluntad; su cuerpo empapado en sudor; la erección incipiente ante la visión del cuerpo desnudo y torturado. La mirada fría y evaluadora de Jacques. La excitación evidente y grosera del necrofílico de Prévost. Y ella, retorcida de dolor, aterrorizada ante la muerte que le llegaba de su mano.
Me convirtieron en un monstruo y no fui capaz de librarme de esa podredumbre.
La habitación quedó a oscuras
— Capitán, la decisión está en sus manos— la voz del tipo provenía del techo—. Ud. ya nos conoce y sabe qué es lo que podemos hacer. ¿Está dispuesto a colaborar?
— ¡Váyase a la mierda!
— No: el que se va a la mierda es usted. Que lo disfrute.
El parlante cliqueteó y cambió el sonido. Una imagen se proyectó en el techo del cuartucho, ocupando todo el cielorraso. Los gritos desgarradores llenaron la habitación y le estallaron en los tímpanos. Cerró los ojos pero no podía evitar escuchar. “Su prueba más importante, Maurizio. Mátela. Es una orden”.

****

— Señor— el capitán médico se acercó respetuosamente—. ¿Cómo continuamos?
— Continúen con las proyecciones y no permitan que duerma. Vuelvan a inyectarlo tan pronto como noten que pierde la conciencia.
— ¿La misma dosis, señor? Parece muy resistente, podríamos probar con una más alta...
— Tiene que estar en condiciones antes de cuarenta y ocho horas así que no se pasen de la raya. Sólo lo necesario. No quiero un zombie.
El médico sacudió la cabeza y antes de salir, Lejeune se volvió una vez más hacia él.
— No me llamen. Yo me comunicaré.

PARÍS, XV° ARRONDISSEMENT. RESIDENCIA DE LA CRIO. MICHELON. MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Michelon se fue a casa sin la compañía consoladora de Laure. Prefería dispensarle los malos momentos que últimamente pasaba, respondiendo al teléfono que no dejaba de sonar, y evitar que algún periodista indiscreto se metiera a husmear relaciones que no le interesaban a nadie.
Se servía un coñac generoso cuando llamaron a la puerta. Espió por el circuito cerrado: un hombrecito anodino con un sobre en la mano.
— ¿Quién es?— ladró por el intercom.
— ¿La comisario Claude Michelon? Traigo algo para usted de parte de Lionel Henri.
El nombre la puso alerta.
— Un momento— fue a buscar su reglamentaria en el cajón del escritorio donde solía dejarla olvidada. Camino de la puerta verificó el cargador y liberó el seguro.
El hombrecito la miró detenidamente y miró el arma sin arredrarse.
— Tenía que entregarle esto si el comisario Henri moría... en determinadas circunstancias— le tendió un sobre manoseado—. Usted no me conoce, nunca me vio y no sabe quién le dejó esto en su buzón.
— ¿Por qué hace esto?
— Lionel era mi amigo. Me hizo prometer que le entregaría esto a usted cuando llegara la ocasión. Él estaba seguro que llegaría. Una sola cosa más: Lionel pidió que luego de leer la nota, la destruya.
— ¿Quién es usted?— insistió pero el hombre ya se alejaba rápidamente.
Michelon cerró la puerta con llave y ni siquiera esperó a llegar al escritorio para revisar el contenido: varios microfilms y negativos cortados más la nota de Lionel Henri.
Inspector Lionel Henri

“Querida Claudette:


Si estás leyendo estas líneas es porque estoy muerto. Es preferible así, entre otras cosas porque esta confesión me avergüenza tremendamente. Te pido perdón, Claudette, por haberte mentido y por no haber tenido el coraje de decírtelo personalmente.
Cuando te entregué el informe Ayrault diciéndote que se había eliminado evidencia clave en la causa contra él, no te dije toda la verdad. No te dije, por ejemplo, que fui yo quien la eliminó: acepté presiones y suprimí y oculté evidencia que yo mismo había registrado, como condición para que Ayrault no implicara a funcionarios de alto nivel en IGPN, RG y otras divisiones de nuestra vieja y venial PN. Como pago por mis servicios, me promocionaron rápidamente y tuve una próspera carrera en IGPN.
Y aunque la única mancha de mi legajo permaneció oculta, los culpables nunca dormimos tranquilos, así que cargaba con el peso de esa evidencia robada a los expedientes y que me quemaba en las manos. Creí que siguiendo por mi cuenta y por otras vías con la investigación que yo mismo había cerrado, podría equilibrar ese saldo pendiente sobre mi conciencia. No estaría usando aquello que yo mismo había contribuido a desaparecer; nadie podría acusarme de no cumplir con lo pactado. Si Ayrault sacaba los pies del plato por otro motivo, entonces la PN tendría un caso completamente nuevo y yo, la conciencia en paz.
Me busqué un compañero que creyera en mi virtuosa indignación: Arnold tuvo la desgracia de confiar en mí, porque fue demasiado lejos en su celo profesional y murió por mi causa. Pero resultó que no es la única víctima: cuando veas lo que te envío con esta carta, comprenderás.
No hice caso de mi instinto de policía. Debí saber que Ayrault no cambiaría; que lo que parecía un juego perverso, terminaría en crimen; que cuando la corrupción alcanza cierto grado, sólo cambia para hacerse más grande y contaminar cuanto toca, como a mí.
Lamento profundamente todo lo ocurrido: la humillación de quienes quedaron manchados por mi deshonestidad; las vidas perdidas; el quedar como un miserable ante los ojos de una colega a quien respeto y una amiga a quien quiero con el corazón.
Ojalá que cuando esto llegue a tus manos, sea de alguna utilidad y evite, al menos, otra muerte más.
                                                           Lionel”

Hizo lo que Henri pedía: rompió la carta y la quemó.
No quería esperar al día siguiente para conocer lo que revelarían los negativos y los anticuados microfilms y llamó al Quai: los técnicos se había retirado. Regresó al Quai y fue al Laboratorio de Fotografía. Después de dos o tres vacilaciones, y de recordar el orden de los reactivos gracias a un listado pegado con cinta adhesiva a la pared, consiguió revelar las tomas. Sin duda alguna, era su despacho del Quai. En total desorden, con el intercom y teléfonos arrancados y en el suelo, y papeles desparramados por todas partes. Las demás fotos le dieron escalofríos y vergüenza: varias tomas de cuerpo entero, frente, espalda, y tomas localizadas de una mujer brutalmente golpeada: Odette Marceau.

miércoles, 4 de enero de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 31

RUTA ENTRE LYON Y PARÍS, MARTES POR LA MADRUGADA


Marcel miró el cartel indicador - ciento setenta kilómetros a París-  y apretó los dientes y el acelerador en un mismo gesto. El agotamiento lo perseguía desde Milán. Había logrado distraer a sus perseguidores al entrar a Turín, pero era cada vez más evidente que la suerte lo había abandonado mucho antes de salir de París, una semana antes.
Tomó la curva siguiente vacío de pensamientos, frotándose la cara hirsuta de barba de dos días. Fue una estupidez no haberme comunicado con Jumbo, pensó mientras encendía un cigarrillo y la mano con que lo sostenía vaciló. No tenía intenciones de detenerse: esta vez iba a hacer caso de su instinto de conservación.
Los faros traseros de un BMW se perdieron en una curva pero en pocos minutos lo tuvo delante otra vez. ¿Estabas tan apurado y te quedaste a esperarme? Se abrió hacia la izquierda para adelantarse y el conductor también se abrió. Le hizo señas con las luces. Imbécil. Levantó un poco el pie del acelerador y cuando el otro se alejó, cambió de marcha y aceleró otra vez. Lo mismo. ¡Cretino de mierda! Volanteó a la derecha y de una acelerada sobrepasó al idiota.
El BMw se le pegó al paragolpes y en un movimiento peligroso se le apareó. En el automóvil viajaban cinco hombres y el del asiento del acompañante le apuntó con una Glock, haciéndole señas para que se detuviera. Marcel aceleró a fondo mientras el corazón le saltaba un latido. ¡Carajo, me encontraron! Con la izquierda sostuvo el volante mientras con la derecha sacaba la Beretta de la funda y le soltaba el seguro. Un disparo le agujereó la ventanilla trasera izquierda. ¿Hablan en serio? Yo también. Amartilló el arma y disparó por encima del antebrazo izquierdo. El tipo de la Glock se sacudió. Otro disparo y su parabrisas estalló en una granizada infernal. La puta que los parió. Sin despegar el pie del acelerador, rompió con la culata de la Beretta los restos del cristal.
El BMW se sacudió contra su auto. Marcel apuntó a los neumáticos, pero el chofer pegó su automóvil al de él. Hubo un ruido espantoso a chapas rozándose y las chispas saltaron entre los vehículos. Su disparo entró por la puerta trasera y el tipo se sacudió. El BMW se lanzó una y otra vez contra él. Uno de sus neumáticos estalló. El siguiente estallido le dijo que no tenía posibilidades de escapar. Se detuvo como pudo, con el otro auto pegado al suyo.

Manoteó el cargador con acorazadas, lo cargó y encendió el radiofaro del cinturón. Abrió la puerta del acompañante y se tiró al suelo, parapetado detrás del auto inutilizado, mientras una seguidilla de disparos terminaba con los pocos cristales que quedaban sanos. Dos tipos saltaron del vehículo. Él asomó y le destrozó la cabeza al chofer. Los tipos se escudaron detrás de las puertas del BMW. Un camión que venía por la carretera vacía se detuvo a unos cincuenta metros del auto y desde la cabina comenzaron a disparar. Cristo, esto es la guerra.
Del camión bajaron dos tipos que acompañaban al conductor. Otro disparo, otro chofer a la mierda. Uno de los que habían bajado del camión quedó tirado con una pierna fragmentada por las 9mm full-metal jacket. ¡Hijos de puta, se van a ir conmigo! La decisión irrevocable le inundó la mente y en lo único en que podía pensar era en matar.
Más hombres bajaron del camión.
—¡Capitán Dubois! ¡No queremos matarlo!— gritaron.
Yo sí. Se levantó otra vez y el tipo voló a la mierda con un agujero en el pecho del tamaño de un puño. Aprovechó la confusión y de los que venían en el BMW no quedó nadie en pie.
Disparos de ametralladora destrozaron el aire y el baúl del auto alquilado.
— ¡Dubois!— otra voz— ¡No tiene oportunidad!
¿Dubois? El pulso se le aceleró. ¿Quién carajo sabe que soy Dubois?


Oyó gritos. Ordenes. Estaba oscuro; el camión encendió los faros y lo encandiló. Se cubrió la cara mientras rodaba por el suelo sin dejar de disparar, pero alguien corría hacia él, aprovechando la distracción. Un tipo le saltó encima. Marcel le enterró la culata en la sien y el otro cayó al suelo. Él lo alcanzó y le giró la cabeza, desnucándolo de un solo movimiento. La adrenalina le hacía estallar el pulso en las sienes. Dos más lo atacaron por la espalda y giró disparando. Un disparo, un muerto y se le acabaron los proyectiles. Usó nuevamente la Beretta para golpear al que quedaba, pero el tipo se dio cuenta y gritó.
— ¡Se quedó sin municiones!
Fueron tus últimas palabras, hijo de puta, y le quebró la mandíbula y el cuello de un solo golpe limpio con el costado del pie. No vio correr hacia él a los que se habían quedado a cubierto en el camión.
Un arma blanca le rozó la cara. Sintió la sangre antes que el dolor. En un acto reflejo, tomó el brazo del tipo, lo quebró y le enterró el arma en el abdomen. El hombre cayó entre aullidos. Arrancó la navaja de su funda humana y disparó el brazo en un arco asesino. El contraluz de los faros del camión no le dejaba ver las caras de los tipos pero sí los bultos de sus cuerpos. De pronto, la cabeza le estalló de dolor y se tambaleó. ¿Me dieron? Un golpe en medio de la espalda lo dejó sin respiración. Se lanzó hacia adelante una vez más, la navaja empuñada hacia arriba. La sangre de la carótida del que tenía delante le manchó la ropa, pero otro puño lo estaba esperando: el golpe en el bazo estuvo magníficamente aplicado y lo dobló en dos. El otro aprovechó la ventaja y volvió a golpearlo con maestría, a la altura del plexo solar. El borceguí voló en un arco hasta su mandíbula y el sacudón dentro de su cráneo le dijo que estaba perdiendo la conciencia. Otro golpe más y no supo qué pasó después.

PARÍS, HOSPITAL HÔTEL DIEU. MARTES POR LA MAÑANA
Hospital Hôtel Dieu
— ¿Adónde va?— ladró el tipo de verde, asomado desde la sala de monitores de la Unidad de Cuidados Intensivos.
— Comisario Auguste Massarino— Auguste le devolvió el ladrido—. Busco a la comisario Marceau. Llegó con un herido de arma de fuego.
— Segunda cama, izquierda— farfulló el tipo mientras volvía a su posición indolente frente los controles. Odette estaba en silencio y de espaldas a la puerta, junto a una cama rodeada de un enjambre de catéteres, electrocardiógrafos y respirador. Estiró el cuello para espiar al hombre y el pecho se le disparó como un tambor furioso. Se forzó a poner un pie delante del otro. Volvió a mirar: el parecido lo había engañado. El hombre en la cama debía ser un pariente muy cercano... ¿Sería posible?
— ¿Es... el padre de Marcel? — preguntó, intrigado.
Odette asintió y Auguste la miró, sorprendido.
— Ya te contaré afuera — murmuró su hermana.
— ¿Qué pasó?
— Buscaban a Marcel y los confundieron
— ¿A Marcel? ¡Dios, por qué!
— Un operativo de “especiales”.
— No sé nada— Auguste se maldijo por no haber hablado con Michelon cuando se lo había propuesto.
— Claro que no. Ni siquiera yo lo supe hasta hace unos días.
Uno de los residentes se acercó y Odette le rozó el brazo llamándolo a silencio.
****
Eligieron una mesa anónima en el bar del hospital y Auguste escuchó el relato sin interrumpir ni una sola vez.
—Le dije a Meyer que trate de localizar a Marcel con la mayor discreción posible y le informe lo que ocurrió— continuó Odette con voz monótona.
—El error de estos tipos podría ser útil. Si lo creen muerto o fuera de juego, tendría más libertad de acción.
— Sólo hasta que lo descubrieran. Necesita apoyo, no podemos dejarlo solo en Milán.
— Meyer conoce todo el operativo. Es el más indicado.
Odette enarcó una ceja y meneó la cabeza. Ah, no, Cisne. Ni sueñes con hacer la escapada. Auguste se preparó para la argumentación que seguiría, pero su hermana no hizo amagos de resistencia.
 Más grave todavía: ya lo tiene decidido. Carajo, mejor que me ponga a pensar y encuentre algo con qué distraerla.
Las puertas vaivén del bar se abrieron a un tiempo, y Jumbo entró provocando un minitornado en las mesas vecinas.
— ¿Novedades?— preguntó Odette sin saludar. La cara de querubín de Meyer se ensombreció.
— No pude localizarlo.
— ¿Dubois cuenta con algún otro equipo?— ella preguntó y el capitán tragó saliva antes de cada frase.
— Un... localizador. Un radiofaro.
— ¿Eso es todo?— pareció que el “todo” brillaba en letras de neón rojo.
Esta vez Jumbo no atinó a abrir la boca. Odette desvió la mirada hacia la taza vacía
— ¿Paworski preparó el material?
— Como siempre— murmuró Meyer y Odette lo midió con mirada de esfinge.
— Quédese aquí de consigna hasta que le envíe un reemplazo— bajó la voz—. No podemos dejar solo al coronel Dubois y en cuanto recupere la conciencia, habrá que ponerlo al tanto de la situación. Dejemos correr que el que está en esa cama es Delbosco.
— ¡Comisario, no puede dejarme archivado acá!— masculló Meyer.
— Capitán— siseó Odette—. Es una orden— Jumbo se puso púrpura—. Le enviaré un relevo apenas haya alguno disponible y confiable: no podemos dejar a cualquier suboficial custodiando al coronel Estaré con Paworski. Necesitamos localizar a Dubois— Meyer cerró la boca y se tragó el orgullo vapuleado.
Odette recogió el abrigo y el bolso y le hizo señas a Auguste, que saludó apresurado a Meyer y la siguió.
— Lo maltrataste un poquitín a Jumbo — comentó Auguste mientras conducía hacia el Quai.
— Me harté de pasar por la boluda del regimiento— gruñó su hermana sin mirarlo.
Él extendió una mano y la despeinó.
Calma, lucertola (1) .
— Estoy muy tranquila— ella esbozó una media sonrisa.
Esto va de mal en peor. Cuanto más tranquila, más peligrosa. Auguste dudó entre empezar a rezar o llamar a Michelon para que metiera a su hermana en algún calabozo y prevenir males mayores.
En el laboratorio de Tecnología, Paworski insultaba por lo bajo a un circuito impreso.
— ¡Bueno, qué honor!— dijo el ingeniero al verlos.
Odette no estaba de talante diplomático.
— Paworski, usted le proporcionó a Dubois un equipo de rastreo— afirmó.
— ¿A cuál equipo se refiere, comisario?— Paworski vaciló.
— El radiofaro.
El ingeniero frunció la boca, sopesando lo comprometido de su respuesta. Odette aclaró:
— Michelon cambió las órdenes: estoy en el operativo. Llámela y verifíquelo.
— No, Marceau, le creo— se apresuró a asegurar Paworski.
— Bien. Necesitamos localizar de inmediato a Dubois.
— Eh, bueno... Necesito... una serie de informaciones para asegurar el resultado de la búsqueda.
Odette se cruzó de brazos y se apoyó en una de las mesadas.
— No comprendo.
—Si bien la señal es única y perfectamente identificable...
— Kolya, no me dé lecciones teóricas sobre captación de señales: ¡dígame qué datos necesita!
La nuez de Adán del ingeniero subió y bajó.
— Debería ser suficiente con las coordenadas aproximadas de latitud y longitud, para poder orientar el satélite con mejor precisión.
Odette levantó una ceja entre inquisitiva y acusadora.
— O sea que para localizar a alguien con el radiofaro, necesitamos tenerlo localizado por otros medios menos sofisticados... ¿No es una tecnología un poco... tautológica?
— No es exactamente así. Si le pido coordenadas es para buscar más rápido y con mayor efectividad.
Ante la expresión de su hermana, Auguste intervino para evitar violencias físicas en perjuicio de Paworski.
— Imagino que este equipo es nada más que un recurso secundario. Además, Meyer debe tener idea del cuadrante en donde orientar el rastreo.
— Algo así— farfulló Paworski.
— ¿Algo así?— Odette saltó como una cobra sobre las palabras del ingeniero— ¿Kolya, enviamos a un oficial encubierto con un equipito de rastreo que necesita datos muy específicos para decirnos dónde está ese oficial? ¿Datos como por ejemplo “Dubois está en este domicilio de esta ciudad determinada” y “BIP BIP”, el radiofaro funciona?
— Nunca pensamos en utilizar al radiofaro como localizador sino como señal de alarma— se defendió Paworski. Mejor no lo hubiera hecho.
— ¿Alarma? ¿Un S.O.S.?
— Algo así.
— Sea más preciso, se lo ruego— en un tono que no rogaba en absoluto.
— Dubois activa el radiofaro en caso de emergencia. O bien el equipo envía una señal determinada y diferente, si no detecta ciertos parámetros de temperatura corporal.
— A ver si entendí bien: el radiofaro funciona en automático si Dubois está muerto.
— No es exactamente así...
— Pero casi— Odette desvió la mirada—. Enviar a Dubois nada más que con ese equipo, es... suicida. No tenemos modo de contactarlo si él no se comunica con nosotros. No sabemos en dónde puede estar dentro de un perímetro equivalente a la superficie del Mediterráneo. ¡No sabemos si está vivo y en condiciones de utilizar ese... condenado aparatito para hacérnoslo saber!
— Necesito datos...
Odette se incorporó y dio media vuelta hacia la salida y Auguste la siguió después de cruzar miradas de circunstancia con el pobre Paworski. Ella giró a medias desde la puerta.
— La última localización de Dubois fue Milán. Génova, Milán, París era el circuito. Encuéntrelo, Kolya, están tratando de matarlo.

SAN ISIDRO, PROVINCIA DE BUENOS AIRES, MARTES POR LA NOCHE
— Coronel, interceptamos el objetivo— el acento gutural del castellano en todo lo demás perfecto, le dijo quién hablaba sin necesidad de más identificaciones. José asentió con un gruñido. No lograba vencer el esceptismo, aunque el tatita insistiera en la utilidad del hombre. ¿Quién aseguraba que el condicionamiento se hubiera mantenido latente después de dos años sin seguimiento ni técnicas de refuerzo? Era suicida y se lo dijo a su interlocutor.
— Señor, presencié las prácticas de los cursos en C *: además de aptitudes naturales, el hombre tiene disciplina física y capacidad de respuesta espectaculares. Es perfecto, bueno, ya se lo había dicho en febrero cuando hice las observaciones. Si hubiera sabido antes lo que ahora sé acerca de él, ya lo tendríamos a nuestra entera disposición. De cualquier forma creo que podremos tenerlo cooperando en...
— Cuarenta y ocho horas— José interrumpió.
— De acuerdo, señor— el otro comprendió que era una orden—. Estaremos listos para entonces.

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Inspector Lejeune

Cuando cortaron del otro lado, Lejeune se quedó pensativo: con este desastre del crío, se me olvidó pasarle la información sobre ese hijo de puta vicioso. Tendría que eliminarlo sin más trámite y hacerme cargo de las consecuencias. Cuando esto termine y el crío esté de vuelta en casa, me ocuparé personalmente del asunto.
Lo más urgente ahora era reflotar el espíritu de cooperación de Dubois. Tendremos que ir con cuidado con las dosis si no queremos que Ortiz se dé cuenta: detesta el uso de químicos.


(1) Tranquila, lagartija