POLICIAL ARGENTINO: 29 sept 2011

jueves, 29 de septiembre de 2011

PARÍS, XI° ARRONDISSEMENT, DEPTO. DEL CAP. DUBOIS. DOMINGO A MEDIODÍA
¡Cristo, el teléfono! Casi se cayó de la cama por alcanzarlo.
— ¿Marcel?— Era Jean-Pierre.
Marcel apretó los ojos y los dientes, tratando de recuperar la voz. Durante las décimas de segundo que había tardado en responder, se había ilusionado con que era Odette quien llamaba y ahora tenía un nudo en la garganta. Contuvo el impulso de arrancar el maldito artefacto y tirarlo al carajo.
— Soy yo— articuló.
— Estoy en París y... pensé que... podríamos almorzar juntos.
Iba a decir que no, que estaba hecho mierda, pero no tuvo coraje para negarse ni para dar explicaciones. Al fin y al cabo le serviría para no pensar.
Jean-Pierre estaba esperándolo en la puerta del restaurante. Firme como un gendarme, fue la primera estupidez obvia que se le cruzó por la mente, hasta que al acercarse vio la mirada ansiosa de su padre, que manoseaba un sobre marrón grande. Comprendió que Jean-Pierre tenía tanto miedo como él y que hacía los mismos esfuerzos por ocultarlo.
Se sentaron a una mesa para fumadores y sacaron los paquetes de Gauloises al mismo tiempo.
— Yo invito la vuelta— sonrió su padre y él asintió, guardándose sus cigarrillos para después.
Pidieron el vino y la comida, y si el camarero se sorprendió por las cantidades, se guardó la opinión.
— ¿Qué pasa, la gente dejó de comer en París?— preguntó Jean-Pierre cuando el camarero se retiraba mirándolos de reojo.
— No hay tanto tiempo para disfrutar de una entrada, un plato principal y un segundo— aclaró Marcel.
— Pero hoy es domingo. Me gusta comer bien los domingos.
El sobre marrón había quedado en un rincón de la mesa y Marcel lo miró dos o tres veces antes de que su padre se decidiera a revelarle el contenido.
— Son... fotos. Te las traje porque pensé que... te gustaría tenerlas.
El nudo en el pecho amenazó con apretársele y no dejarlo comer. Cuando Constanza se había ido con él, casi no habían llevado fotografías familiares. Él había conservado una a escondidas, durante varios años, hasta que la rompió después de la muerte de su madre. Era una toma de toda la familia en una plaza de Grenoble. Él tendría unos tres años y estaba en brazos de su padre.

Jean-Pierre tomó el sobre y las manos le temblaron; las fotos se desparramaron entre las copas. Empezó a describirlas pero se quedó sin voz y fue pasándoselas de a una, como si fuera una ceremonia. Mudos, recorrieron las imágenes hasta que una gota se estrelló sobre el mantel y Marcel descubrió que era una lágrima suya.
— Cristo, soy un boludo grandote— murmuró. Al levantar la mirada, Jean-Pierre también moqueaba.
— Yo también soy un boludo, y más grandote.
— Yo soy más alto— se plantó Marcel.
— Pero yo soy más pesado — porfió Jean-Pierre—. Y más viejo.
Se rieron y siguieron pasando tomas hasta que aparecieron unas de partidos de rugby, otras con la graduación en el Liceo y finalmente, la imagen de una fila de oficiales de policía en uniforme de gala. Marcel miró a su padre y buscó la foto siguiente: él mismo, durante la ceremonia de entrega de las insignias de teniente.

—¿Cómo... cómo...? — no atinaba a formular la frase completa.
— No te mentí cuando te dije que siempre estuve cerca.
Sintió que algo se le disolvía en el pecho y lo liberaba. Volvió a las fotos y las repasó una a una.
—¿Puedo... quedármelas?
— Para eso te las traje.
— Pero...
— Tengo copias de todo. Deformación profesional— Jean-Pierre aclaró con media sonrisa que intentaba ser burlona.
Marcel asintió sin hablar. Dos hombres grandes, sonriéndose y llorisqueando en un restaurante. Parecemos...
— Mejor que paremos con esto o van a pensar que somos maricas— Jean-Pierre le leyó la mente y Marcel no pudo aguantar la carcajada.
El clima emotivo se había quebrado, gracias a Dios, y podían seguir comiendo y conversando civilizadamente sobre el trabajo, el fútbol y el rugby. Como padre e hijo.
Se zamparon el almuerzo a pesar de las sospechas del camarero, que se entusiasmó hasta el punto de recomendarles el postre. Sin consultarse siquiera, pidieron dos porciones y café.
— Soy un descortés, no te pregunté por Odette— dijo su padre y a Marcel se le atragantó la torta de chocolate. Jean-Pierre no se dio cuenta y continuó—. Pero la verdad es que... quería que estuviéramos solos. No sabía cómo ibas a reaccionar con las fotos y...
— Está bien, no te preocupes. Son... un regalo hermoso. Hermoso. Gracias.
Su padre tuvo la delicadeza o la masculina despreocupación, nunca lo sabría, de no volver a mencionar a Odette y Marcel lo agradeció en secreto.
—Tengo que tomar el vuelo a Estrasburgo— Jean-Pierre miró el reloj—. Esta escapada está fuera de reglamento.
— Te llevo.
En la puerta de embarque, su padre le dijo:
— La próxima es tu turno. Conozco un par de lugares en Estrasburgo que harían poner colorados a unos cuantos pretenciosos de aquí.
Le prometió ir a visitarlo pronto. Descubrió que tenía unas ganas enormes de conocer ese par de lugares. De regreso a su departamento, se sentó junto al teléfono a repasar una vez más las fotografías, pero el muy puto no sonó en toda la tarde. Cuando se fue a dormir sin comer, la amargura lo había ganado de nuevo.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. LUNES A MEDIODÍA




— ¡Quién dio la orden!
— ¿Quién es Ud.?— preguntó arrogante uno de los agentes de uniforme.
— Yo soy la comisario Marceau— Odette respondió con gentileza forzada—. La pregunta es: quiénes son Uds. y porqué lavaron este auto— repitió en tono medido.
— ¡Llamaron por teléfono!— el más joven se asustó y buscó el apoyo de su compañero.
— ¿No se identificaron?
— Me...nos dijeron... — titubeó el mismo agente.
—¿Es que no conocen el procedimiento?— Odette interrumpió con severidad.
— ¡Como dieron la orden creímos que ya habían terminado de tomar las evidencias!— repitió el que había hablado todo el tiempo. El otro mantenía un silencio prudente.
— Acompáñenme— ordenó sin dar lugar a réplica y se apartó para que los imbéciles pasaran delante de ella. El silencioso le lanzó una mirada calculadora con el rabillo del ojo: éste no está asustado, lo preocupa más cómo escaparse de ésta. No le perdió pisada al astuto: ¿por qué querrías irte si te dieron una orden y la cumpliste? Por el pasillo venía Meyer y tuvo una idea.
— ¡Esperen!— en un aparte le pidió a Jumbo que tomara nota de los números de placa de los tipos y le pasara los datos confidencialmente y siguió a toda velocidad por el pasillo, haciéndoles señas a los dos agentes.
— Arriba, a mi oficina. Tercer piso, izquierda... ¡La puta madre!
El arrogante le hizo zancadilla a su compañero y corrió hacia la escalera. Cuando pasó a su lado, la estampó contra la pared de un empujón.
— ¡Detengan a ese hombre! — gritó mientras corría tras él, rebuscando el arma en su bolso. Detrás de ella corrieron Meyer y dos oficiales más—. ¡Alto o disparo!
El hombre estaba a punto de disparar cuando Michelon apareció en el último escalón: el tipo lo pensó mejor y con velocidad pasmosa, le pasó el brazo por el cuello a Michelon y le puso la pistola en la sien.
— ¡Atrás! — aulló, y arrastró a Madame con él.
Odette siguió corriendo mientras el edificio se convertía en un pandemonium de gritos, órdenes y contaórdenes. Se lanzó escaleras abajo, seguida de Meyer. Por el griterío supieron que el tipo iba al estacionamiento. Meyer ordenó a los que los seguían que se apostaran en las entradas y salidas, y que no intentaran nada hasta su orden. Pero el tipo no tenía intenciones de subirse a ningún auto: arrastrando a Michelon, corrió hacia la calle.
Pensemos, nena, se dijo furiosa. Si va a la calle... ¡lo están esperando! No hizo caso de Meyer, que quería impedir que saliera.
— ¡Comisario, por favor!
— ¡Va a escaparse!— masculló, sacudiéndose la mano de Jumbo.
El tipo se plantó en medio de la calle, desesperado, siempre encañonando a Michelon.
— ¡ Si alguien se acerca le vuelo la cabeza! — aulló.
— Está esperando que lo vengan a buscar— susurró casi sin aliento a Meyer—. No tiren a matar, lo necesitamos para...
—¡Va a llevarse a Michelon...!— replicó el capitán —. ¡Mejor llamo a la Brigada Antiterrorismo..!
— ¡Carajo, haga lo que le digo! ¡Lo único que el tipo quiere es irse!
Mientras Odette se les acercaba, un auto gris proveniente de la derecha entró en su campo visual. Ella miró a Madame y señaló con la cabeza en dirección al auto. El hombre, alerta a los movimientos de todos, cometió el error de desviar la mirada. Michelon se agachó y Odette disparó a la mano del tipo, que saltó y gritó, sosteniéndose la mano herida. Madame se tiró al piso y Odette corrió hasta ella. El auto gris aceleró. El tipo corrió hacia él. Una ventanilla se abrió y una ráfaga de metralla partió al tipo por la mitad.
— ¡Al suelo, Claude, no se levante!
Odette cubrió a Michelon con su cuerpo y apuntó a los neumáticos del auto. Algo les cayó encima: Meyer y docena y media de oficiales, suboficiales y agentes rasos, en un scrum inolvidable. Meyer le acertó a un cristal, pero el auto tomó el puente a contramano y desapareció en el tránsito enloquecido por el tiroteo. Las sirenas aullaron su impotencia.
Una ambulancia recogió el cuerpo destrozado del falso agente. Se quedaron sentadas en medio de la calle, furiosas, Odette frotándose la rodilla y Madame, el codo.
— Nos dejaron sin testigo— murmuró Odette mientras se revisaba las medias rotas. Mierda, medias de ochenta francos.
Meyer las ayudó a incorporarse.
— Dispersen a los curiosos— ordenó Michelon —. Prefiero que los civiles no me vean pasar por estúpida.
La orden se cumplió de inmediato.
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— El número de placa del sospechoso corresponde a un suboficial retirado a fines del año pasado— les informó Meyer, en el despacho de Michelon—. A ver qué nos dice Archivos— y tecleó el mensaje junto con el número de placa.
El e-mail de retorno no se hizo esperar y Jumbo pidió el resto de la información. Cuando recibió la respuesta, las miró a ambas con una mueca de abatimiento.
— Sargento René Picard, sesenta y cinco, retirado. Falleció hace cuatro meses de un paro cardíaco.
El silencio era opresivo.
— Cómo mierda consiguieron la placa...—, dijo Michelon sin mirar a ninguna parte.
— Podría ser una falsificación— sugirió Odette—. Si uno tiene un original y una prensa de estampar metales...
— Y consigue los números de los finados... — agregó Meyer, cabeceando.
— Alguien que tiene acceso al sistema— Michelon los miró—. Creí que éramos inviolables pero parece que no es así.
Odette levantó el teléfono y llamó a Witowlski de Sistemas.
— Podemos detectar cualquier entrada ilegal en menos de seis minutos— el teniente Viktor Witowlski de Sistemas se pavoneó—, y estamos trabajando para reducir los tiempos.
— ¿Cuánto tiempo llevaría efectuar una búsqueda, digamos, en Personal?
— Bueno, primero tienen que acceder, después buscar los links, conocer las claves de ingreso a esa parte de los files, y depende de lo que busquen...
— Por ejemplo, suboficiales retirados.
— Eso puede tardar un poquito más... Digamos, diez minutos. Si saben lo que tienen que hacer, claro. De otro modo pueden estar buscando un buen rato hasta que consiguen la información: si hackean los pescamos— contestó, satisfecho.
Michelon asintió despacio.
— Gracias, teniente. Nada más quería conocer la situación.
Witowlski hizo una mueca parecida a una sonrisa y salió.
— Los tenemos adentro. La puta que los parió — Madame estaba pálida de furia y le temblaba la voz.
Transcurrió una pausa ominosa, rota por la estridencia del interno.
— ¡Necesito un guión para el comunicado de prensa!— suplicó Laure, atosigada por la prensa.
— Jesús, tengo que pensar en algo coherente— murmuró la comisario—. Laure, dame cinco minutos. Señores, tenemos un problema— Michelon paseó la mirada de un gris tormentoso de uno a otra —. Los tipos detrás de los que vamos, liquidaron a Henri, y si hoy no hicieron más, habrá sido porque no estaba previsto — Madame inspiró antes de seguir— Marceau, hoy mismo la pondré en antecedentes de todo el caso. Meyer, alcáncele a la comisario copia de sus informes. Hasta hoy supusimos que Dubois y Ud., capitán, estaban relativamente seguros bajo sus coberturas, pero la situación cambió. ¿En dónde está Dubois?
Odette desvió la mirada y murmuró "notengoidea". Meyer se encogió de hombros con cara de sorpresa.
— Debería estar aquí. ¿No vino hoy...? No, no vino— se preguntó y se respondió.
Odette no abrió la boca y Michelon se imaginó los motivos de su mutismo. Lamento la situación de mierda pero hay prioridades, pensó Madame.
— Meyer— ordenó—, localícelo y que se presente de inmediato. Y usted, Marceau, de ahora en adelante no se mueve sin custodia.
— ¡¿Qué?! Por Dios, no me haga esto... No puedo trabajar así...
— La van a buscar a su casa, la acompañan a donde sea, así sea a comprarse un par de medias. Un hombre armado va con Ud. las veinticuatro horas.
— No podemos desperdiciar a la poca gente que tenemos. Es una locura...
— Es una orden— Michelon subrayó cada palabra—. Meyer, encárguese de hacerla cumplir.
— Sí, Madame— Meyer sonrió mostrando los dientes.
— ¿Me consigo una silla de ruedas o un cochecito de bebé?— su subordinada retrucó malhumorada.
— Guárdese el humor para otra oportunidad— ladró Madame.