POLICIAL ARGENTINO: 26 ago 2012

domingo, 26 de agosto de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 45

HÔTEL PARTICULIER DEL XVII° ARRONDISSEMENT. UNA DE LA MADRUGADA



Estaban a menos de doscientos metros de la mansión cuando un patrullero que venía por la calle transversal dobló delante de ellos y se alejó veloz, aunque no tanto como para que Marcel no viera que a bordo había tres hombres. Raro, siempre son uno o dos.
 Volvió a concentrarse en los demás ocupantes de la limo. Si llevaba la mano hasta la sien podía sentir pulsar la vena bajo sus dedos como un ser vivo e independiente. El corazón le latía detrás de la lengua, tanto que no estaba seguro de poder hablar sin tartamudear. ¿Cuántos hombres quedarían en la casa? ¿De cuánto tiempo dispondría para llevar a cabo lo que se proponía? Primero Ortiz, después el viejo. Después... lo que pueda. No quería pensar en el resto de la frase.
 Marini estaba comunicándose con Rinaldi.
 — ¡Recuperamos la casa, señor! ¡Todo normal, señor!— ladró en castellano, sin volver la cabeza.
La limusina aceleró. A menos de cien metros de la entrada principal había un patrullero vacío estacionado.
Marcel se preguntó si sería habitual tanta presencia policial en el arrondissement, aunque tratándose de una zona con residencias de diplomáticos, bien podría ser que la vigilancia fuera mayor. Si los vecinos supiesen lo que pasa detrás de esos muros, habrían volado al otro lado de la ciudad. Los portones les abrieron paso, aunque no tan rápido como para no ver otro auto con uniformados pasar por la esquina más alejada.

Entraron. Algo hizo que el pelo de la nuca se le erizara; algo más que la conciencia de estar yendo al último lugar del mundo en donde querría estar alguna vez. Algo así como instinto, que martilleaba sobre la curiosa idea de que algo no estaba del todo normal ahí afuera. Demasiados patrulleros, demasiados uniformados.
 — Tenemos que hablar usted y yo, Dubois— la voz del viejo lo arrancó de sus elucubraciones—. Antes que cualquier otra cosa.

 **** 
Odette recorrió frenética la manzana de la Wolffschanze, mascullando insultos que hubieran sonrojado a un camionero. Las calles anónimas y oscuras estaban vacías: la limusina de mierda había desaparecido. ¡Los bastardos hijos de puta se lo llevaron!
Se presionó con cuidado cada costilla y probó a inspirar profundamente y soltar el aire dos o tres veces: le dolía, claro, pero no como para alarmarse. Más tranquila respecto de la integridad de su osamenta, condujo a casa violando todos los semáforos de la ciudad, en tanto que terminaba de dar forma a sus ideas. Alguien había dejado un celular sobre el tablero del auto y con una sola mano al volante, tecleó el número del hotel cinco estrellas para verificar que cierto huésped todavía estaba allí.
Se lavó con cuidado, se acomodó el pelo y se maquilló a conciencia: rimmel y lápiz labial, nada mejor para la autoestima y la reafirmación del ego. Después de atragantarse con dos analgésicos para hipopótamos y rugbiers, y media taza de café tan oscuro como sus pensamientos, se enfundó el vestidito negro que le diera tantas satisfacciones y se calzó unos stiletti asesinos. La cartuchera con la reglamentaria y los dos cargadores tintinearon junto con la navaja suiza, el spray paralizante, el juego de ganzúas y el resto del equipo en el fondo del bolso. Antes de salir se miró al espejo: vestida para matar y nunca mejor dicho.

 UNA Y TREINTA DE LA MADRUGADA EN UN HOTEL DEL CENTRO DE PARÍS
 Una desagradable sensación de incomodidad despertó a Gaetano Corrente y cuando intentó mover el brazo que se la estaba produciendo, se descubrió esposado de pies y manos a la cama tamaño king en la que se había quedado dormido pocas horas antes, completamente desnudo y extenuado por la sesión de sexo pago. Se habría quejado si no hubiera estado amordazado con cinta de embalar. Algo sedoso pero muy resistente le rodeaba el cuello, estrangulándolo e inmovilizándole la cabeza contra la almohada. Corrente se aterrorizó y el miedo le aferró el escroto.

 — Ne ha il sonno pesante, maggiore — la voz aterciopelada se burló de sus esfuerzos por liberarse—, No haga eso: se ve ridículo.
 Sentada junto a su cabeza, ella explicó lo que quería. El aroma de su piel lo incitó, haciéndolo olvidar el pánico de segundos antes. Indiferente, ella le mostró los documentos que acababa de sacar de su maletín, y él tuvo que asentir o negar con mínimos sacudones de la cabeza, pues ella no le quitó la cinta ni desató la media negra que le sujetaba el cuello. La odiaba cada vez que ella cruzaba y descruzaba las piernas, observando socarrona sus esfuerzos por no mirar el encaje de las medias de liga y lo que se entreveía más arriba. Todo ese odio y esos esfuerzos se le estaban acumulando en la entrepierna en forma alarmante.
Porca puttana , si tuviera una mano suelta, me las pagarías. Impotente, tuvo que ver cómo se guardaba sus elementos de trabajo, las llaves del auto alquilado, sus armas y sus cargadores y toda su identificación. Por último, la perra se puso guantes quirúrgicos y sacó una navaja suiza, y él comprendió de una sola mirada lo que ella haría. Las gotitas de sudor helado le corrieron desde las sienes hasta las orejas y los tendones del cuello le dolieron de gritar bajo la mordaza. En un alarde de consideración, ella le vendó el dedo.
Antes de irse, le advirtió:
 — En unas horas vendrán a buscarlo. Si me dijo la verdad— la voz era sutilmente amenazadora—, le traerán sus cosas y lo acompañarán al aeropuerto. Aproveche y descanse.
 Él gimió bajo la mordaza y sacudió los brazos. Retorciendo el cuello, la vio rebuscar en el escritorio hasta encontrar el cartelito de “No molestar”. Antes de salir, ella les dedicó a él y a su más fiel y sufriente amigo una sonrisa de Gioconda.

 UNA Y CUARENTA Y CINCO DE LA MADRUGADA EN EL HÔTEL PARTICULIER
— ¡No es cierto!
No es cierto, viejo de mierda. Un sentimiento atroz y helado le nació en el bajovientre y se le trepó por la espalda como un animal.
 — No tengo motivos para mentirle, Dubois.

El viejo le entregó un portafolios delgado. Había unas iniciales enlazadas grabadas en bajorrelieve pero no se detuvo a descifrarlas: era más importante el contenido. Las manos le vacilaron visiblemente cuando metió todo de nuevo dentro del portafolios. Hubiera querido arrojarlo al fuego y al maldito viejo detrás de su portafolios y después él mismo para acabar con la tortura.
— Siéntese. Tenemos que hablar usted y yo.
— ¡No vine para eso!
 — Por supuesto que no. Vino a matarnos si le era posible o morir en el intento si no lo conseguía— el viejo lanzó una tosecita—. Tengo demasiado años como para dejarme engañar por alguien de su edad, aunque se trate de uno de mis mejores hombres.
— No soy “uno de sus mejores hombres”.
— Claro que no: es el mejor. No podía ser de otra forma y me enorgullece.
— ¡Tampoco soy uno de sus toros campeones!
 — Tiene sentido del humor. Me gusta— el viejo se sirvió un whisky y se arrellanó en su sillón — Sírvase— no le ofrecía, se lo ordenaba.
La revulsión interna le estaba haciendo estragos en la calma que trataba de mantener. Te mataría con mis propias manos... ¿Y qué conseguiría: cambiar lo que soy?  Necesito algo fuerte, se convenció mientras se servía el whisky, de espaldas al viejo para que no lo viera temblar.
El viejo señaló el sillón frente al suyo con un ademán amplio y una sombra de sonrisa irónica en los labios pálidos y delgados. Marcel bebió un tercio del whisky de un solo trago y el alcohol le golpeó el estómago como un ariete. Se hubiera bebido lo que le quedaba pero no quería perder un ápice de lucidez frente a esa serpiente.
— Diga de una vez qué quiere.
— A usted, Dubois. Usted me debe.
 — ¿Qué?— el desprecio se le coló en la voz.
— La vida de mi nieto— los ojos del viejo se volvieron fríos—. La sangre se paga con sangre y pienso arreglar las cuentas de una vez por todas.

 ****

 Odette detuvo el auto a dos calles de la mansión para calzarse el guante de látex quirúrgico al que había adherido la yema del pulgar de Corrente. El vestidito negro y los zapatitos de Cenicienta habían sido reemplazados por botines, pantalones y camiseta también negros, definitivamente más acordes con las circunstancias. Abriendo apenas la ventanilla, sacó la mano enguantada y apoyó el pulgar en la lectora mientras contenía la respiración. En una de las esquinas había un patrullero vacío pero dejó de prestarle atención cuando los portones se abrieron deslizándose en silencio a los lados. Cerró los cristales y entró.
En el garage habían retirado los cuerpos y sólo quedaban los autos. Al pasar, posó la mano en el capot de la limo: estaba tibio. Los pasajeros habían llegado no hacía mucho. ¿Cuánta gente habrá quedado en pie después de lo de anoche? Schwartz dijo que Seoane llegaría a las seis. ¿No debería haber alguien de guardia?
Demoró medio minuto en localizar la salida de la servidumbre y escabullirse por allí hacia los pisos altos. Una vez acostumbrada a la penumbra y a los ruidos, comenzó a distinguir las voces del otro lado de las paredes. Asomó la nariz a un corredor silencioso. Un hombre en el uniforme negro de la Orden montaba guardia en el extremo de la escalera principal. Volvió sobre sus pasos: el corredor interno tenía ramificaciones laterales que debían servir para que el servicio entrara a los cuartos. Qué discreción la de la servidumbre de otros tiempos. Hoy en día la empleada doméstica poco menos que te tira de la cama.
Recorrió ambos pasillos con cautela y al escuchar el sonido apagado de pasos, apagó la linterna. Lo que escuchó después le hizo saltar tres latidos de corazón.

 ****

 José entró sin golpear. El tatita y Dubois continuaban sentados uno frente al otro en una calma engañosa: ambos estaban en guardia y la expresión del francés era sombría; los músculos de las mandíbulas y el cuello se le marcaban tensos, demacrándole el rostro.   Durante menos de un instante las facciones de ambos hombres se le antojaron idénticas: los mismos huesos altivos bajo la piel; las cabezas arrogantes; las bocas apretadas en un gesto de severa contención. Ambos fríos y dispuestos a todo; ambos muy lejos de ese lugar, librando un duelo silencioso en el que él no tenía cabida.
Se sintió ajeno a ese hombre al que amaba como a un padre, al descubrir en los ojos de agua la misma expresión que cuando miraban al nieto, allá en la infancia lejana en la que él, José, era sólo un “criadito”. El rencor acumulado durante tantos años amenazó con desgarrarle el pecho. Dubois también estaba herido pero se rebelaba contra ese dolor como un animal embravecido.
Ojalá pudiera hacer lo mismo. ¿No comprendo o no quiero comprender? Las llamadas telefónicas susurradas, la correspondencia entrevista, los pequeños secretos del viejo cobraban forma y unidad en ese instante. Se quedó de pie junto a la puerta, rígido y sin respirar mientras buceaba en sus propios sentimientos. El tatita desvió los ojos y encontró los suyos. No hubo sobresalto en la mirada de agua, pero sí una sombra de desazón. Se sintió impotente frente al silencio violento y glacial que se había aposentado en la habitación. Ahí dentro, los destinos de los tres pendían de un hilo. Estaban fuera del tiempo, los tres con sus rencores y sus dudas a flor de piel, percibiéndose unos a otros en sus luchas internas. Recibió el ruido de disparos casi como una bendición que los arrancaba de esa estasis mortal.