POLICIAL ARGENTINO: 22 sept 2009

martes, 22 de septiembre de 2009

La dama es policía - CAPITULO 33


El edificio de Odette en La Dèfense

PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO AL MEDIODÍA
—No, teniente. La señora Marceau salió cerca del mediodía y todavía no volvió. Los domingos rara vez está en casa, ¿sabe?
El portero lo había reconocido y estaba comunicativo. Marcel no pudo resistir la tentación, absolutamente reprobable, de seguir preguntando.
—Hace muchos años que trabajo acá. Apenas lo conocí al marido. Murió hace mucho. Poco después de que se mudaran, creo. Ella nunca recibe a nadie. Sus padres... bueno, deben de ser sus padres, ¿no? Un matrimonio muy agradable. Cada tanto vienen a quedarse en el piso de la señora. Y Marguerite, claro, viene todos los días. Ella está mucho tiempo afuera, ¿sabe? Por trabajo, creo.
A medida que Grégoire hablaba, Marcel se sentía más y más incómodo. ¿Cómo puedo estar haciéndole esto? Soy un insecto.
—Ella es siempre tan gentil... La señora. Marguerite también. Aunque nunca charlamos demasiado. Marguerite siempre está apurada.
Bien por Marguerite.
—¿Quiere que le avise a la señora que vino a verla?
No, no quería. Muchas gracias.
—Teniente Dubois... —el portero puso cara de circunstancias —, la señora Marceau... ¿tiene algún problema... con ustedes.? Ya sabe... —bajó la voz —. Con la policía.
Habría soltado la carcajada de no haberse sentido tan culpable.
—No, Grégoire. Nada más lejos.

BUENOS AIRES, DOMINGO PRIMERAS HORAS DE LA TARDE
La chicharra del teléfono agitó apenas el aire quieto de la hora de la siesta. Ortiz estiró la mano sin levantar la otra del teclado.
—Teniente Chávez, mi teniente coronel...
Se impacientó ante la irrupción. Y ahora qué pasa.
—Diga, teniente.
—Señor, hice lo posible por disuadir al mayor... Resultado negativo, señor.
—Las órdenes son de proceder sin dilaciones, teniente.
—Ya sé, señor— del otro lado del auricular tragaron saliva audiblemente—. No volverá a ocurrir. Señor.
—El grupo completo, teniente. Asegúrese de ejecutar la orden cuanto antes. Le recuerdo que no tiene que quedar nada que permita identificarlos o relacionarlos con nuestro país.
—Sí, señor. Comprendido, señor.

"Paris perdu" (París perdido)

PARÍS, X° ARRONDISSEMENT. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
—¿Adónde fuiste?
La voz del Brigadier a sus espaldas le paró el corazón durante medio segundo.
—A tomar un poco de aire —dijo el Cachorro mientras giraba y lo veía con visión periférica—. No me banco este encierro.
El otro le buscó los ojos con esa mirada helada y terrible.
—Hace un frío de cagarse.
—Igual necesitaba salir.
Se oyó un quejido sordo. ¿Todavía está viva? Instintivamente miró hacia el lugar de donde venían los gemidos. Está loco. Es demasiado; el teniente coronel tiene razón. Hay que limpiarlo cuanto antes. No va a ser fácil; los otros tres están de su lado. Podría intentar convencer al Tigre... No. Tengo órdenes. A todos.


PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
Ya no soportaba más estar en su casa. Salió con el auto a dar una vuelta sin rumbo y terminó estacionando de nuevo frente al edificio de ella. Le mostró la placa al portero de la noche y éste lo dejó pasar. El auto de la señora Marceau estaba en las cocheras: acababa de venir de allí.
Llamó a la puerta varias veces hasta que por el intercomunicador, Odette preguntó quién era. Cuando le abrió, estaba en bata, con el cabello húmedo. Estaba tan pálida... Instintivamente miró al salón detrás de ella.
—¿Estás sola?
Hubiera querido morderse la lengua en el mismo instante en que lo dijo. Ella desvió la mirada e hizo un gesto con la cabeza.
—Hace doce años que estoy sola.
Lo miró con una pena infinita. Cuando trató de entrar, ella lo detuvo suavemente.
—No te hagas daño de esa forma. Prefiero que vuelvas cuando puedas confiar en mí.
—No...
—Te voy a esperar.
Ella se besó la punta de los dedos, estiró el brazo y los apoyó en su boca. Marcel asintió sin poder hablar, mientras la puerta se cerraba despacio. Se quedó sin saber qué hacer y después de una eternidad llamó otra vez. Cuando finalmente ella abrió sin preguntar, la abrazó, pidiéndole perdón con un beso.
Sin hablar la llevó hasta la cama. Sin hablar le hizo el amor mientras ella lloraba en silencio. Se quedaron dormidos casi al mismo tiempo.
No sabía qué hora era cuando sonó el teléfono. Odette dormía. Alargó la mano y levantó el auricular. Del otro lado vacilaron al oír su voz. Oyó una respiración pesada y después el clic violento. ¿Quién? ¿No esperaban que yo respondiera? La desconfianza se le enroscó en el pecho, quitándole el aire. Se odió a sí mismo por ese sentimiento que ya no lo dejó dormir.

El cielo mostraba esa luminosidad tenue previa al alba cuando en medio de la duermevela, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, ambos estiraron el brazo, pero él fue más rápido.
Lo mismo: el silencio ominoso seguido del clic. La miró con la duda agarrotándole la garganta.
Ella debió de ver algo en sus ojos, porque con la voz quebrada le pidió que se fuera. La apretó entre sus brazos, angustiado. No quería irse. Dios, ¿por qué esta mujer me hace sentir todas estas cosas? Quería saber pero no se atrevía a preguntar. Quiso hacerle el amor pero la poseyó desesperado. Ella era la sal en la herida y el bálsamo que la cerraba. La amaba y la odiaba. Ya no tenía orgullo; estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal que lo dejara quedarse y se lo dijo.
—Jamás te humillaría de esa manera— se arrancó de sus brazos y habló con la voz opaca de amargura—. Si quisiera nada más que alguien que me calentara la cama, lo habría buscado en la calle.
Sus propias terribles palabras en boca de ella lo azotaron.
—¿Cómo pudiste insinuar algo así? Nos degrada a los dos. Es mejor que te vayas.
—Por Dios, no...
—No me lastimes más.
Se fue, mudo de vergüenza. Cómo se puede destruir lo que se ama con tanta facilidad. Te perdí. Ahora sí te perdí. Definitivamente.

PARIS, Xº ARRONDISSEMENT, MADRUGADA DEL LUNES—¿Y?
—Está con alguien. Un tipo, el que atendió las dos veces.
—Carajo...
—¿Qué hacemos?
—A esta hora, ya nada.
—Esperemos hasta la noche. Más fácil... Vive sola; se lo sacaste a la vieja. El tipo debe de venir los fines de semana. Seguro.


CAPO CALAVÀ, LUNES POR LA MAÑANA
Lola volvió a marcar el número de la casa de su hija. Nada. No hay nadie. ¿Y Marguerite? Una sensación extraña le trepó hasta el estómago. Decidió probar en la casa de Auguste. Charló de minucias familiares con su nuera y le preguntó como al pasar por Marguerite.
—No, mamá, no vino a casa.
Le pidió a Nadine que si la veía, le avisara para que la llamara y prudentemente cambió de tema. No está en casa de Odette, ni en lo de Auguste. Siempre hablaban el mismo día de la semana, para contarse las nimiedades de la vida diaria, los chismes familiares que la mantenían cerca de sus hijos. El contacto afectuoso de una amistad de años.
Insistió una vez más, esta vez a lo de Marguerite. Nadie. A lo largo del día continuó llamando, con creciente preocupación. A las cuatro de la tarde, la sensación desagradable se había transformado en una ominosa premonición.
Franco llegó del teatro a las cuatro y media. Lo oyó silbar "L'amour est un oisseau rebelle" mientras entraba en la casa. Estaban ensayando una nueva puesta para el ballet de "Carmen". Se asomó para verlo dar unos pasos de baile por el salón. Silbando, su marido la tomó de la cintura y la hizo girar siguiendo los compases.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él, tras detenerse en seco.
Con el corazón en la boca, Lola le explicó lo de las llamadas. La expresión de Franco cambió instantáneamente.
—La última vez que te vi esa cara fue la noche en que murió Jean-Luc.
Los presentimientos le retorcieron las entrañas. Aquella noche, extrañamente, había insistido en llamar a la casita. Nunca lo hacían, pues Franco prefería hablar con Auguste. Calogero les había dado la noticia llorando: había encontrado a Odette al lado de la cama, paralizada. Cuando trató de tocarla, ella había gritado no sabía qué, lo había empujado y salido desesperada de la casa. No podía encontrarla. Tampoco podía encontrar a Auguste.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquella noche, su hija había estado a punto de matarse. Franco lo sospechaba, pero ella lo sabía: se lo había arrancado a Auguste, pues Odette jamás había hablado.
Ahora, la angustia le cerró la garganta. Franco la abrazó mientras ella murmuraba:
—Llamemos a Auguste.
Sin soltarla, él replicó:
—No. Llamemos a Varza.

MILÁN, LUNES POR LA MAÑANA
Mario Varza estaba todavía en su despacho, en la empresa, revisando papeles pero con la mente en otra parte. Había recibido el aviso de que el grupo había salido del país, con destino a Lisboa. ¿Carajo, por qué a Lisboa? No tengo a nadie allí. Repasó lo que sabía de ellos: tenían pedido de captura en Francia y España. ¿Cómo mierda iban a cruzar las fronteras? ¿Cuándo, dónde? Olvidémonos de los aeropuertos: el control es demasiado estricto. ¿Por mar? No. Mucho tiempo. Cualquier viaje por mar hasta puerto francés no llevaba menos de cuatro días, y él sabía que iban a actuar rápido.
El tren. Lógico. De entre una pila de papeles sacó la cartilla de horarios de trenes europeos. El tren les daba el tiempo necesario para preparar lo que hubiera que preparar, y la guardia fronteriza no era tan severa. Seguramente viajarían con documentación falsa. Buscó las conexiones. Lisboa-París Montparnasse, 16: 00-14: 50. Frontera: Hendaya. La puta que los parió, Hendaya es un balneario. Nadie controla nada. Están en París desde hace más de un día. La campanilla del teléfono lo sobresaltó.
Il signore Mario Varza, per cortesia ... (1)
La voz del otro lado era...
—¿Odette?
Lola Massarino, Mario. La prego mi scusi per il disturbo (2)
Apenas cortó con Lola, marcó el número de Colosimo.
En una hora, Calogero estuvo en su despacho. Ya había elegido a quiénes llevar y tenía listos los pasajes de Alitalia.
—Filippo también viene —le dijo, y él estuvo de acuerdo.
—Lo que necesiten — no era necesario mencionar qué—, ya saben dónde conseguirlo en París.
Calogero asintió seco. Cuando salía, Mario lo llamó:
—Calogero... con tu vida.
Manco che me lo dica (3)— respondió Calogero y se marchó.


Entrada al 36, Quai des Orfèvres
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA TARDE
—Marguerite no vino a casa.
Odette cerró la puerta y se apoyó contra el archivero, con los brazos cruzados apretadamente y mirada de preocupación.
—Estará enferma...- respondió Auguste.
—Habría telefoneado.
—¿La llamaste?
—No atiende nadie.
—Odette... —se encogió de hombros y abrió los brazos, tratando de restarle importancia al asunto.
—Fui a su casa, Auguste. No hay nadie. El portero me dijo que no la ve desde hace unos días.
Sonaba muy mal.
—Te estás poniendo paranoica —sin admitir que él ya lo estaba.
—¿Paranoica? ¿Nadie más que yo está paranoico? Este trabajo es paranoico. Ser policía implica estarlo un poco. Si no estuviéramos todos leve, sólo levemente neuróticos, la otra noche Michelon hubiera ido sola, no hubieras llevado a Meyer y Dubois, Nohant se habría salido con la suya... —ella contestó mientras la voz le subía sin control.
—Odette, por favor —le dijo, con un gesto apaciguador—. Estamos todos bajo una gran presión. Quiero que... que dejes este caso.
Ella dio un respingo y le clavó los ojos.
—Por un tiempo, hasta que las cosas estén más tranquilas— ¿Cómo mierda le explico lo que nos ordenaron? Sintió que el estómago se le volvía un abismo.
—¿Qué carajo pasa?
— Nada. Te cuido — no va a ser fácil. Nunca lo es con ella.
—Auguste, no puedo creer lo que estás tratando de hacer. ¡El caso es mío! Estamos llegando al fondo y quieren... !quieren sacarme de en medio, que lo abandone, ahora que estamos a punto de...! Todavía no encontramos a los cerebros... ¡No puedo creerlo!
—¡Basta! Esto se terminó. No quiero que te arriesgues más. Ya tuve demasiado con lo de las monjas...
—Ya tuviste demasiado... ¡YA TUVISTE DEMASIADO! —Odette estaba fuera de sí.
—¡EN EL NOMBRE DE DIOS! ¡ESTOY TRATANDO DE PROTEGERTE!- estrelló el puño en el escritorio.
Desde afuera de la oficina seguramente se oirían los gritos. Pero aunque se estuviese derrumbando el techo, nadie entraba en su oficina cuando él y Odette discutían, lo cual ocurría con cierta frecuencia últimamente. Auguste miró hacia la puerta del despacho con preocupación. Mejor bajo el tono de voz. Bastante con las murmuraciones que corren aquí adentro como para darles más pasto a las fieras. Cerró los ojos, los abrió y respiró profundo tratando de mantener la calma.
—Por favor, sentémonos.
Ella le daba la espalda. Le rodeó los hombros con el brazo.
—¡Por el amor de Dios, necesito que me escuches! Todo esto que está pasando... quiero decir, los implicados, las relaciones que están apareciendo... es muy peligroso. Tengo órdenes. Esto se convirtió en algo muy grande. Nosotros... Nos superó... Hicimos un muy buen trabajo...
—No necesito que me lo expliques —le respondió Odette ácidamente—. Hace diez años que estoy buscando a los implicados y las relaciones. Diez años esperando pacientemente, reuniendo pieza por pieza, buscando noticias inconexas a primera vista, reuniendo testimonios, pruebas minúsculas— respiró y tragó saliva—. ¿Alguna vez imaginaste lo que significa saber que estás en lo cierto y no poder demostrarlo? ¿Alguna idea de cuántas noches pasé tratando de encontrar una grieta, un resquicio por donde penetrar en ese juego infernal? ¿Alguien puede imaginar lo que sufrí?
Una catarata de imágenes terribles le cruzó la mente. ¿Cómo puede seguir resistiendo? Yo ya no puedo soportarlo más. Ella siguió hablando.
—¿Alguien sabe todo lo que perdí?
Auguste cruzó los brazos y giró el sillón hacia la ventana. El viejo dolor estaba allí, golpeando bajo, como siempre. Se mordió el labio con saña.
—Odette, todos lo perdimos. Yo perdí a un gran amigo, mi maestro, mi... hermano —le costaba seguir hablando—. Yo... yo también lo quise. No soportaba verlo sufrir... —tragó, pero el nudo de la garganta no se aflojó ni un solo punto.
—Y como no soportabas verlo, ordenaste que le dieran morfina. ¿Te tranquilizaba la conciencia?
Supo que estaba blanco como el papel. Cerró los ojos y apoyó la frente en las palmas de las manos; se pasó los dedos por el cabello. No quería mirarla.
—¿Creíste que no iba a enterarme? ¿Cómo pudiste pensar que era tan estúpida?
—¡Estúpida, no! ¡Inocente! ¡Quería protegerte!
—¿De qué? ¿De tu piedad? Calogero me lo confesó. ¿Quién creías que lo inyectaba? ¡Calogero tenía miedo de equivocarse con las dosis!
La oyó rodear el escritorio para enfrentarlo.
—Pero la morfina no bastaba. El estar inconsciente no era suficiente. Yo quería hacerlo feliz, aun en ese estado. Así que empecé a inyectarle heroína.
Auguste sintió cómo ella giraba el sillón y le quitaba las manos de la cara para obligarlo a mirarla. Estaba pálida, los ojos como brasas.
—Eso sí, tuve mucho cuidado. No quería que mi dolorido hermano tuviera problemas por mi culpa. Quería que Jean-Luc pudiera sentir, ¡SENTIR ALGO!, algo más que dolor, impotencia, desesperación. Para eso bastaba conmigo. La heroína sirvió, podía verlo en sus ojos. Mientras le duraba el efecto, hasta podía acariciarlo y besarlo, porque cuando estaba lúcido no me lo permitía. Era... la única forma de hacerle el amor que me quedaba.
Estaba de rodillas en el suelo, meciéndose suavemente, con los brazos cruzados, como quien calma un dolor.
—Al final, fue nada más que heroína. La morfina no le hacía nada. Estaba tan débil... Tenía que tener mucho cuidado con la cantidad que le inyectaba... era difícil calcular cuánto... —Odette se recostó contra la pared bajo la ventana, cerró los ojos y hubo un silencio—. Yo lo maté, Auguste. Le di una sobredosis.
El mundo ya no estaba en su lugar. En ese terrible momento Auguste vislumbró la magnitud de la tragedia. Inhaló con dificultad, sabiendo que las lágrimas estaban ahí, ahogándole las palabras en la garganta. Cuando levantó la vista, Odette ya había salido.


El silencio que se hizo cuando Massarino asomó desde su despacho fue descomunal. Marceau acababa de pasar, desencajada y pálida como un fantasma.
—Necesito a alguien de Desaparición de Personas. Ahora.
Alguien murmuró un “Sí, señor” y levantó el teléfono, mientras la puerta se cerraba otra vez.
—Parece un hombre que ha visto su propia muerte —susurró Foulquie, sin dirigirse a nadie. Por una vez, nadie hizo comentarios vulgares.
Llamaron preguntando por Marceau y entonces se dieron cuenta de que se había ido sin decir adónde.


Las manos le temblaban todavía mientras removía mecánicamente los papeles encima del escritorio. No puedo concentrarme en nada. Estoy agotado; tendría que irme a casa y dormir una semana. Aunque, con la cara que debo de tener, Nadine va a atarme a una silla hasta saber qué mierda pasó. No quiero pensar. Volvió a los prontuarios. No. No los soporto. Tomó el teléfono y llamó; nadie respondía en casa de Marguerite. Carajo. Se quedó con la mente en blanco, recostado contra el respaldo del sillón. ¿Qué es lo que no encaja? Ya terminamos, se cerró el caso, no queda nadie suelto... ¿o sí? El instinto le decía que Odette no estaba equivocada. Sí alterada, fuera de control, porque de otra forma jamás le hubiera hecho esa confesión atroz. Las palabras le volvían como una cantilena de horror. No podía ser cierto. O sí. ¿Por qué, si no, torturarse todos esos años? ¿Se había condenado y estaba pagando la culpa? Ella se había ido sin darle tiempo a reaccionar. Fue un accidente. Se estaba muriendo. Yo no tuve el coraje de volver a verlo, porque me pedía que lo ayudara a morirse de una puta vez por todas. Fue culpa mía, Cisne. ¿Mi cobardía te hizo esto?
Se frotó los ojos en un intento estéril por apartar las imágenes y cruzó las manos para apoyar la frente en el hueco de las palmas. La alianza le rozó la piel y, quién sabe por qué, el anillo de sello de Nohant le asaltó la memoria. Nohant. El hijo de puta no había perdido la expresión sarcástica ni siquiera cuando se lo llevaron esposado. Recordó la mirada envenenada de odio... y de algo más. Se habían clavado los ojos durante un instante crucial y la cara del otro reflejaba una burla cruel. Como si supiera algo más, algo que Auguste desconocía. ¿Qué, por Dios, qué? Habían interrogado a Nohant durante horas, inútilmente. Ni siquiera acompañado por los abogados que había exigido había soltado palabra. Está esperando algo. O a alguien. ¡Es eso! A alguien que pueda sacarlo de esta situación. Pero para eso tienen que sacarnos a nosotros de en medio. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿Dónde está mi hermana? Llamó por el interno y finalmente Sully respondió que la capitán había salido hacía más de media hora. ¿Dubois? Estaba en Archivos. En casa de Odette no respondieron al teléfono.
Pasó un radiomensaje, con el presentimiento a flor de piel. Después de un rato le avisaron que el aparato de radio de Marceau aparentemente estaba apagado. Cristo, ¿qué está haciendo?
—Bardou, que Dubois suba a mi oficina.
El teniente se asomó sin hablar.
—Estoy tratando de localizar a Marceau. Me avisaron que tiene apagada la radio de su auto— continuó sin mirar a ninguna parte—. Marguerite... la... empleada de... Marceau... desapareció. Ya di la orden de iniciar la búsqueda.
—¿Quiere que... trate de encontrar a Marguerite?
—No. Busque a Odette— le indicó algunos sitios en los que sabía su hermana podría estar—. Vaya hasta la casa y espérela ahí. Tiene que ir a su casa en algún momento—metió la mano en el bolsillo y le entregó el llavero—. Ésta es de la puerta de entrada; ésta, del departamento. Anula el código de acceso y la alarma —explicó en tono monocorde—. Cuando entre, vuelva a cerrar con llave para activar la alarma otra vez. Ya pedí que rastreen el auto.
Levantó la vista: Dubois estaba mortalmente pálido.
—Comisario... —Dubois vacilaba—. ¿No cree que sería mejor... que usted... buscara a M-Marceau?
—No. Vaya usted. Avíseme tan pronto como sepa algo. Tengo que hacer otra cosa— interrogar a ese hijo de puta de Nohant y arrancarle la verdad a golpes.
—Dubois... —el otro se volvió a medias —Encuéntrela. Como sea. Y no la deje sola.
Dubois asintió y se fue.


(1)El Sr. Mario Varza, por favor.
(2) Le ruego me disculpe por molestarlo
(3)No hace falta que me lo digas