POLICIAL ARGENTINO: 12/01/2010 - 01/01/2011

martes, 28 de diciembre de 2010

La mano derecha del diablo - CAPITULO 12

 PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES, AL DÍA SIGUIENTE
Odette se encerró en su despacho con los papeles desparramados por el escritorio: transcripciones de los interrogatorios, informes de autopsias y sus propias anotaciones. Una ojeada rápida le informó que el termo con café estaba ahí y el chcocolate, en el cajón de siempre. Revisó las entrevistas, releyó las autopsias y buscó antecedentes en su archivo privado e interminable. En cualquier momento me echan a patadas del server, Sistemas ya me avisó. ¿Qué mierda quieren? Si me guardo archivos en mis zip, estoy desviando información oficial. Si los meto en el server, ocupan demasiada memoria. Carajo, no hay nada que hacer, a la PN le gustan los papeles. No se dio cuenta del paso del tiempo hasta que la chicharra del interno la distrajo.
— Tenemos una cita — le recordó la voz altiva.
— Jamás las olvido — respondió y cortó. Miró la hora y voló por las escaleras. Mierda, casi planto a Paworski.
Entró al gimnasio terminando de abrocharse el velcro de la chaquetilla. El ingeniero la esperaba azotándose las perneras del pantalón con la hoja de la espada. La saludó secamente con el arma y subieron a la pedana. Cometió un par de errores tan obvios que Paworski detuvo el asalto.
— Si no tenía ganas de tirar me lo hubiera dicho— gruñó el ingeniero.
La acritud del comentario le picó el amor propio y en los tres asaltos siguientes respondió con ferocidad.
— No sabía que estaba de tan mal humor...— la chicaneó Paworski mientras levantaba el arma en señal de derrota.
— ¿Qué le pasa, se asustó, Alteza? — respondió seca.
— No hay caso, Marceau: Ud. carece de sentido del humor. En garde! — la atacó.
— Polaco traidor...— masculló mientras paraba el golpe como podía.
— ¡Príncipe polaco traidor! — retrucó Paworski, contraatacando con una flèche magnífica que la sacó de la pedana.
Los cuatro asaltos siguientes continuaron en los mismos términos belicosos.
— Le ofrezco el desempate— Paworski sonrió galante.— Aunque no debería aprovecharme: no está en uno de sus mejores días.
— ¿Quién, yo? — ella se ofendió.
— Pocas veces ha tirado tan mal como hoy. Dudo que figure en los titulares de los diarios con semejante performance.
Asintió silenciosa, los ojos fijos en Paworski. Debió permanecer callada sus buenos segundos porque el ingeniero se disculpo, ligeramente envarado.
— No lo habrá tomado a mal...
— No, Kolya— el diminutivo afectuoso surtió el efecto deseado y Paworski se ablandó.— Me dejó pensando con lo de aparecer en los titulares.
— Marceau, si no la conociera, creería: a, que me está tomando el pelo, o b, que está intentando un avance. Como la conozco, deduzco que está desembrollando algo.
—Algo feo, Kolya.
— ¿Feo como qué?
— Como mujeres asesinadas brutalmente.
— Ugh, mucho. Debería pasar a una división con algo más de estética: Robo de Joyas y Obras de Arte, por ejemplo.
— Al menos no se me quitaría el hambre con las fotos— meneó la cabeza.
— Hum, le brillan los ojos como a un gato de cacería. Me parece que se acabó la esgrima por esta tarde.
— Me vuelvo a mi cubil.
— ¿No se va a casa temprano? Malo, muy malo, considerando que no nos pagan horas extra.

****

Roulet torció la jeta cuando la vio entrar: estaba a punto de irse, pero lo mismo se las arregló para saludar.
El Archivo le trajo recuerdos, no todos agradables, cierto, pero a la distancia y en el tiempo, algunos eran vulgarmente graciosos. Sonrió, recordando el uniforme lleno de mugre por acomodar los expedientes. Nunca terminamos de gustarnos, ¿eh? Bueno, creo que nunca le gustaste a nadie. Los únicos habitantes felices del Archivo eran los bichos, interminables en cantidad y variedad de especies dañinas, que pululaban a sus anchas entre los papeles polvorientos. El encargado y sus acólitos mantenían a los bichos bien alimentados, con el único fin de molestar al personal femenino del Quai que tuviera la mala suerte de ser asignado a Archivos. Pese a su aversión de toda la vida hacia las ratas, durante su temporada en el “batallón de castigo” nunca disfrutó tanto de la presencia de una como cuando la desvergonzada saltó por encima de las cabezas de la cofradía de machos de la PN, a la caza de una araña digna de J.R. Tolkien, que anidaba entre dos estanterias cubiertas de polvo. Los prohombres chillaron como novatas y ella corrió a esconderse en el baño, descompuesta de la risa.
— Buenas tardes, comisario. Hace mucho que no la tenemos por aquí.
El tonito socarrón la hizo morderse la lengua porque tenía por norma jamás abusar de su condición de superior para poner en su lugar a un subalterno. Le sonrió a Roulet sin responder y se dirigió al desordenado sector de periódicos mientras el sargento se iba al baño. Después de una búsqueda que le trajo recuerdos aciagos, localizó los periódicos de los últimos seis meses. Ánimo, son nada más que ciento ochenta por ciudad, pensó mientras abría el primero. ¿Por dónde empiezo? La tapa del diario acabó con sus dudas: la fotografia de un cuerpo de mujer y el titular en caracteres gruesos le dijeron por dónde. Lo dejó aparte y revisó rápidamente el resto de los periódicos del mes: nada. Al otro. La búsqueda fue un poco más larga: hasta mediados de marzo, donde otro titular y otra foto similar adornaban la portada. Mierda, mierda, mierda... Recorrió febrero apresurada hasta encontrar el tercer cuerpo golpeado y ajusticiado. Diciembre... regalo de Navidad. Carajo.
— Necesito fotocopias — le tendió los diarios amarillentos a Roulet.
Se miró las manos manchadas de tinta y polvo, y ásperas de mugre. Roulet le devolvió los diarios y las fotocopias y ella le sonrió con gentileza.
— Gracias, sargento.— Debería dejártelos tirados por cualquier parte, cucaracha.
Fue a dejar los diarios en su sitio y con el rabillo del ojo pescó al sargento estirando el cogote para asegurarse de que lo que veía era cierto: un comisario que archiva los papeles que pidió.
— Ehm.. tenga cuidado, comisario. A veces por allí hay ratas ¿sabe? El papel de diario les gusta mucho.
Ah, por eso ni se te ocurre acercarte a este sector. Volvió sobre sus pasos con una media sonrisa irónica y antes de saludarlo, dio una ojeada inocente al uniforme del sargento: ahí estaba la gotita de siempre — ¿agua? ¿algo más escatológico? — adornando la bragueta del pantalón del sargento. ¿Tendrá problemas de próstata o será mal de Parkinson?
— Gracias por el aviso, Roulet, pero vi la cola de una entre los periódicos de Marsella. Vaya a ver, no sea que se coman más de lo debido.
Roulet se puso colorado hasta la raíz del pelo, después blanco, y asintió sacudiendo la cabeza varias veces. Odette  aguantó la risa como pudo hasta que salió. Ni ella ni Roulet olvidaban que el día de la rata y la araña, el sargento se había mojado los pantalones del susto.

****

Luego de un lavado de manos a conciencia, se dedicó a conciencia a comparar los datos de sus archivos con los que surgían de los policiales fotocopiados. Las mujeres asesinadas en el interior del país también hacían la calle. Ninguna había muerto en el lugar donde había sido encontrada. Las circunstancias de las muertes eran muy similares y luego de las noticias iniciales de los hallazgos, no había información posterior en ningún periódico. Las mujeres de París eran extranjeras, eso lo sabía gracias a sus contactos en la ex—Mondaine: los nombres de las muertas estaban registrados y la Mondaine se cuida muy bien de registrar a quienes deben pagarle la “protección”. Escorias. Cerdos. Reverendos hijos de puta madre...
Pensemos, nena. Se meció en el sillón. ¿Por qué los diarios no volvieron sobre las noticias cuando se resolvieron? Cuando aparece algo tan jugoso, los periodistas vuelan en círculos alrededor de las prefecturas...
Casi saltó sobre la computadora para buscar en las secciones de Internet de varios periódicos: las noticias ni siquiera estaban mencionadas en las versiones electrónicas, aunque habían merecido primeras páginas en varios casos. Mierda, ¿se olvidaron de cargarlas o...? Bueno, podría ser que no quisieran poner esa clase de titulares en Internet... No seas idiota, nena, con toda la porquería que hay en la web, la página de policiales es como los cuentos de Perrault. Miró la hora en el ángulo de la pantalla: demasiado tarde para mandar e-mails y esperar respuestas. Mañana, se prometió.

PARÍS , QUAI DES ORFÉVRES, AL DÍA SIGUIENTE.
Sully , que entraba a la oficina de la comisario con papeles a firmar, casi tropezó con Marceau que salía con el impermeable a medio poner.
— Vuelvo en una hora.
— ¿Adónde va, comisario?
— Llámenme al celular o al radio — y se fue.
¿Y ahora qué hago con todo este papelerío? Detrás de Sully, Bardou acotó:
— Bueno, no puede decirse que el ascenso la haya cambiado
Sully se volvió a mirarlo y el viejo siguió.
 — Digo, que sigue con la costumbre de salir sin decir a dónde carajo va. Y ya no está Massarino para llamarla al orden.
— Ah, sí...— Sully se encogió de hombros y se le ocurrió una idea genial — ¡Eh, Bardou! ¿Cuánto hace que está en la PN?
— Uh, casi veintidós años. Me conozco a todos los que pasaron por aquí y ascendieron — cabeceó hacia la puerta del despacho —, y a otros que descendieron, ¡ja!
— ¿Y a un tal... Ayrault?
— ¿Ayrault? ¡El Comisario de División Ayrault! — aclaró con petulancia, haciendo sonar las mayúsculas—. Uh, hace como diez años. Antes de Michelon. Un policía a la antigua. ¡Al delincuente, mano dura! Hoy tenemos tantas contemplaciones: que la ley, los derechos humanos... ¿y los derechos humanos de las víctimas, eh? Antes, eh, cuando los agrrábamos, les enseñábamos lo que era bueno. Ahora...
— Marceau también lo conoció, o bueno, eso me dijo— Sully interrumpió el discurso de ultraderecha de Bardou.
— ¡Ah, sí, Marceau! Sí, ella estuvo con Ayrault. No es que se tuvieran mucho aprecio ¿eh? Bueno, Marceau nunca fue complaciente con nadie, ni siquiera con el hermano.. ¿Sabía, Sully, que Massarino es el hermano?
— Sí, si, Ud. mismo me lo contó — se acomodó delante de Bardou balanceando la cola de caballo rubia y con los ojos azules muy abiertos.
— ¡Mierda, me había olvidado! Ella era capitán. Había ascendido rápido, es buen policía, no por nada hoy es comisario, ¿eh?
Bardou, no hace falta que te cubras el culo, ya te conocemos. Sully se guardó el comentario y sonrió.
—Pero bueno— Bardou siguió—, desde el principio se llevaron mal con Ayrault. Cierto que al comi le gustaban las polleras pero, bueno, ¿a quién no? — le guiñó un ojito procaz y ella le devolvió una sonrisa espléndida —, y unas cuantas se metían en el despacho de él. El caso es que Marceau terminó degradada a cabo, de uniforme y en el Archivo. Parece que el comi la puso en su lugar por algún problemita, porque cuando Marceau quiere hincharle las pelotas a algún superior, se las hincha y Ayrault era de muy pocas pulgas — Bardou se recostó contra su silla, satisfecho de su nivel de información.
— ¿Y? — insistió Sully. Para reforzar, apoyó el busto sobre el escritorio, una estrategia infalible.
— Y ... que después de un tiempito la llamó a su despacho y ... bueno... hay muchas versiones.
— Ay, Bardou, ¿por qué la hace tan difícil? — frunció la boquita.
— Sully, Ud. entiende ¿no? Algunos dicen que ella armó un escándalo para que lo echaran de la PN.
— ¡No le creo una palabra! Si la había degradado y ella lo merecía, y todo eso, ¿cómo hizo?
—Es que Ayrault tenía el defectito ese de las mujeres y parece que Marceau lo aprovechó de forma muy inteligente...— hizo una pausa de efecto.
Ya me estás hartando, viejo verde. Se aguantó en bien de la causa. El otro se acercó y bajó la voz: Meyer estaba en el corredor, hablando con alguien.
— Ayrault, bueno, era todo un seductor el comi, todavía lo es. Un tipazo, así del estilo de Dubois pero más grueso, ¡imponente! Quien sabe, Marceau le habría pegado, ya sabe, los grandotes y las chiquititas. La verdad es que... algo hubo entre ellos— Bardou levantó una ceja cómplice y se echó hacia atrás — algo... Ud. entiende— gesticuló con ambas manos— y bueno, dicen los que hablaron con Ayrault que ella le hizo la cama.
Bardou lanzó una mirada veloz hacia la puerta: Meyer estaba colgando el sobretodo. Sully tenía ganas de agarrar al viejo chismoso por el cogote y arrancarle la historia.
— ¿Qué? — susurró furiosa.
Bardou dejó de mencionar nombres.
— Que él cometió la boludez que cometen todos los tipos cuando andan calientes detrás de una pollera: ella le dio a probar el dulce, el  se entusiasmó y ella aprovechó para armar el escándalo. El caso es que él terminó afuera y ella todavía está adentro... y es comisario —, añadió en un murmullo.
Meyer les dedicó una ojeada demoledora y les dió la espalda para mirar la pizarra de diario. Bardou salió con una excusa cualquiera, dejándola a solas con Jumbo. Sully se sintió repentinamente incómoda con un conocimiento que no le gustaba ni terminaba de convencerla. Algo había de verdad en todo eso, pero no la verdad de Bardou. En otra época la hubiera creído y difundido pero ahora... Marceau la había defendido, ¿no? Hasta le había ofrecido café.
— Sully — la voz de Meyer la sacó del ensimismamiento — Tráigame un café ¿quiere?
Estaba tan irritado que ni siquiera se le ocurrió retrucarle como de costumbre.

****

Jumbo no se había perdido el final de la conversación. Ese cretino para lo único que sirve es para llevar chismerío y hablar pestes del prójimo sin fijarse en las charreteras. Mientras se deleitaba con el espectáculo de la parte trasera del uniforme de Sully balanceándose rítmicamente, el capitán Meyer se detuvo a pensar que en los únicos momentos en que la cabo le hacía un poco de caso, era cuando ladraba como un bulldog malhumorado. No era precisamente la forma en que él prefería que Sully le hiciese caso.
Abrió el archivo del  CD, cuyo contenido se encargó de borrar cualquier imagen grata de colas de caballo rubias. Esto no me gusta y tampoco le va a gustar a Michelon: nos topamos con viejos conocidos. Dubois se lo temía y tenía razón, es más de lo mismo.
Su parte del trabajo consistía en hallar una conexión comprobable entre Ayrault, Ruggieri y sus clientes. Ese Ruggieri es muy cuidadoso en sus movimientos, pero todos cometen errores y Dubois le está respirando en la nuca. Tengo suficiente diversión con investigar las maniobras de Ayrault y su partido.
Punto uno, alcaldía en Chaumont. Su policía municipal compró uniformes y armas magníficos; les faltan las calaveras y la svástica. No hay robos, ni disturbios ni actos violentos, salvo los que ellos mismos cometen en pro del bienestar general. Punto dos, el señor diputado está invirtiendo fondos suculentos para su campaña presidencial. Fondos de empresas nacionales, y extranjeras con filiales en el país. Mantiene contacto con varios frentes de derecha del continente, pero esas son relaciones blancas. Punto tres: algunos de los miembros del partido del señor diputado estuvieron bajo investigación por venta ilegal de armas a Serbia y a Argelia.
Revisó el punto cuatro: testimonios de candidatos de partidos de izquierda y moderados de derecha en cuanto a haber recibido amenazas y ataques a sus viviendas y familias. No hubo denuncias y si las hubo, no había registro de ellas. El ex comisario debe conservar muy buenas relaciones en la PN para que le hagan semejantes favores. Seguramente sean recíprocos.
En sus discretas idas y venidas de Chaumont, había conseguido hablar con mujeres que habían trabajado en la alcaldía durante las épocas de Ayrault y de otras que habían colaborado en la campaña del candidato por la oposición. Lo más liviano había sido acoso sexual. A dos animadoras de distrito del partido opositor, las habían subido a un auto por la fuerza, golpeado y amenazado con "hacerles la fiestita" si seguían jodiendo. No había denuncias ni las habría: el miedo era mucho. En todas partes los mismos métodos, ¿eh, señor candidato? Porque son mujeres, opositores, argelinos, marroquíes o turcos; judíos, magiares o polacos. No es necesaria la svastica en el brazo para identificarte, Ayrault. Pero el ultraderechismo no basta para ligar a un sujeto con el tráfico de armas. Bufó descontento.Necesito algo más: cuentas bancarias, movimientos, contabilidades. Tiene que haber un cabo suelto en alguna parte.


PARÍS, CONSULTORIO DE LA DRA. MEINVIELLE, PSICÓLOGA Y PSIQUÍATRA FORENSE. MISMO DÍA POR LA TARDE
                                                       Dra. Mathilda Meinvielle
                                                             
Habían estado trabajando durante casi dos horas en el perfil psicológico del nuevo “cliente” de Marceau y las curiosas coincidencias que la comisario había detectado en homicidios similares.
— Creo que tiene razón, Marceau — la doctora Mathilda Meinvielle se acomodó los lentes de medio marco que indefectiblemente se le deslizaban por la nariz —, y se trata del mismo sujeto en todos los casos.
— Pero hay cosas que me desconciertan: la dispersión geográfica, por ejemplo. No es un patrón habitual. Por lo general tienen un área de actividades. No sé— Marceau frunció la nariz.
— ¿Y si al tipo le gusta hacer turismo?
Se miraron durante un segundo con la comisario.
— ¿Asesina fuera de “su” área para despistar? — aventuró Marceau con una mueca de disgusto.
— Me gusta su teoría. No su asesino: si es como Ud. lo planteó, es un chacal.
— Pobres chacales— suspiró Marceau mientras metía los papeles en la cartera gastada en que los había traído y preguntó casi a boca de jarro — ¿Doctora, trabajó alguna vez con casos de víctimas de ... abuso?
Le pareció que Marceau se arrepentía de la pregunta. Nunca dejo pasar preguntas que la gente no quiso formular: son las que más información me dan.
— ¿De qué tipo?— preguntó Meinvielle con voz neutra.
— Sexual.
— Sí. No a menudo, ya sabe, suelo estudiar más a los culpables. En general las víctimas no hablan ni denuncian por miedo o porque están muertas. El sistema es una mierda: debe ser el único delito donde la carga de la prueba corre por cuenta de la víctima — se irritó.
— Si, el sistema funciona como la mierda — admitió la comisario.
— ¿Qué quiere saber?— la observó atentamente: había un leve cambio de color en el rostro habitualmente pálido y placido de la comisario.
— Ehm, déjeme ponerlo así. La víctima de abuso comienza a sufrir secuelas, un tiempo más o menos prolongado después de ocurridos los hechos.
— ¿Secuelas de qué tipo? — la psiquiatra se acomodó y su sillón medio desvencijado chilló por el maltrato.
— Pesadillas, malestar, inquietud, ansiedad...
— Es bastante usual. Una terapia breve sería lo aconsejable.
—Ah, bueno, mi pregunta apuntaba en otra dirección...— y cerró la boca.
Meinvielle se la quedó mirando, invitándola a continuar.
— Lo que quiero saber es...si es posible que sufra también secuelas físicas...
¿Le pareció a ella o Marceau vacilaba?
— ¿A saber? — insistió.
— Esterilidad, por ejemplo.
— Un claro síntoma histérico.
Definitivo: Marceau palideció.
— Entonces, es posible.
— Marceau, Ud. es psicóloga aunque no ejerza; sabe de memoria que la psiquis tiene tantas formas de manifestarse como personas hay sobre esta Tierra. ¿Esta víctima de abuso recibió algún tipo de ayuda después de sufrir el ataque? — eso es: demos por sentados los hechos y veamos las reacciones.
— No — la comisario enseguida aclaró —, no que yo sepa.
Meinvielle buscó la mirada que la otra rehuía y se le encendió la lucecita de alarma: Miente. ¡Carajo, Marceau miente!
— ¿Conoce a la persona? — preguntó Meinvielle en su tono más inocente.
— Bueno, no es un caso que yo haya manejado: estoy en Homicidios y la víctima sobrevivió. Sé que fue víctima del abuso y no lo denunció.
Qué asepsia de términos, comisario.
— ¿Ni siquiera hizo una consulta médica?
— No... No lo sé— Marceau aclaró de inmediato.
— Podría haber quedado embarazada...— Meinvielle dejó flotar la frase. El rostro que tenía enfrente se volvió impenetrable. ¿Estaremos llegando al blanco? Un poco más... — ¿Sólo la violaron? ¿El atacante no la golpeó o hirió de alguna forma?
— Sí, por supuesto.
— ¿Entonces no recibió atención médica?
— Sí la recibió.
— A ver si termino de comprender la situación: ¿la víctima conocía al agresor?
— No.
— ¿Entonces el agresor la amenazó de alguna forma si lo denunciaba, o volvió a verlo...?
— Murió — la comisario la interrumpió con brusquedad.
— ¿En qué circunstancias?
— En un enfrentamiento con la Policía.
— ¿Fue un acontecimiento independiente del abuso o tenía relación?
— Bien... Sí, fue en el mismo hecho, ... entiendo.
—Hay algo que no me queda claro: el agresor golpea a la víctima, la viola, muere en un enfrentamiento con la Policía, intervienen los médicos... ¿y no hay denuncia del abuso?
— No había culpable — restalló la comisario —. Estaba muerto. Uno no encarcela a un cadáver o lo acusa de sevicias y violación.
He aquí una anécdota para mis anales: Marceau pierde la compostura. Se enfrentaron en silencio durante unos momentos y la psiquiatra continuó preguntando.
— Entiendo que esta persona tiene pareja — esperó el asentimiento de Marceau para continuar machacando — ¿El compañero lo sabe?
— Nn... Supongo que no.
Le echó una buena mirada a la comisario antes de afirmar :
—Se siente avergonzada por lo que le pasó...— y se quedó esperando una respuesta que no llegó.
Marceau miró la hora, hizo un comentario acerca de lo tarde que se estaba haciendo y tomó su bolso para irse.
— Le agradezco su tiempo, doctora. Sé que está terriblemente ocupada.
— Me pagan para esto, Marceau— replicó con cierta irritación ante la obvia maniobra evasiva de la comisario— Me gustaría charlar con Ud. sobre este tema... cuando Ud. quiera.
Se miraron en silencio y Marceau paró el golpe con una finta.
— Por supuesto: no creo que este loco — golpeó el bolso —, sea fácil de agarrar.
Ud. tampoco es fácil de agarrar, comisario.

martes, 21 de diciembre de 2010

La mano derecha del diablo - CAPITULO 11

PROVINCIA DE BUENOS AIRES, ESTANCIA "LA AUGUSTA". TERCERA SEMANA DE MAYO


Sentado ante el escritorio, el viejo rozó distraídamente el sobre forrado en cuero: sus dedos no necesitaban mirar para encontrar las ranuras sutiles que señalaban la tapa-trampa. Movido por una tentación irresistible, tironeó del escueto cajón central y la tapa se soltó de su cerradura oculta. La levantó en un estado casi hipnótico y tanteó la cajafuerte. No sé porqué hago esto.
Desparramó el contenido de la caja encima del escritorio, sin acabar de decidir qué buscaba y hurgó con el índice entre papeles quebradizos y fotos más o menos amarillentas. Una rosa seca se deslizó entre unas hojas, y con delicadeza la puso a un lado con una sonrisa fría. Se dijo a sí mismo que ese husmear ocioso no tenía más propósito que matar el tiempo inmóvil de una tarde lluviosa de otoño. Y sin embargo sus dedos sí sabían qué buscar, porque tomaron la hoja correcta y la carta se desplegó ante sus ojos como una flor extraña, marchita y sin embargo, en cierto modo, viva. La caligrafía casi infantil que denunciaba la escasa educación de quien la había escrito hacía ya más de cincuenta años, le trajo una emoción que hacía mucho había olvidado que podía sentir.
No leyó: no quería hacerlo. Para qué, si conocía cada palabra de memoria. Ella había muerto poco después de escribirla, en respuesta a una única carta suya. Él, que jamás había escrito antes una carta de amor. ¿Amor? ¿Dijiste “amor”? ¡Viejo cuentero! Estás solo frente a tus recuerdos y no podés mentirles. Nunca hablaste de amor. Ofreciste protección, dinero y buen pasar. Muy educadamente, como corresponde a un caballero. Uno que invita a una mujer a ser su mantenida. ¿Quién podría haber rechazado semejante oferta en medio de la guerra? Ella, viejo zonzo. Cómo te equivocaste...
Desde la fotografía sepia y de esquinas desgastadas y carcomidas, aquellos ojos negros dedicaban sus miradas a otro que no era él.
Por alejarte de mí te alcanzó la muerte disfrazada de bombardero americano. Y ni siquiera una tumba en donde dejarte una flor a escondidas. La guerra me privó hasta de ese consuelo absurdo. Metió todos los papeles y las fotos de nuevo en la caja y la guardó en el escondite del escritorio. De pie frente al ventanal dejó que los recuerdos lo asaltaran y en el reflejo del cristal, encontró su mirada, que evocaba a otra también de agua, también cruel y fría. Sangre de su sangre, derramada por sus propios errores.
¿En qué me equivoqué con él? ¿Cuánta sangre nos costó? Mis manos jamás derramaron sangre pero firmaron tantas sentencias... ¿No es lo mismo? ¿Qué es el verdugo más que un ejecutor de decisiones ajenas? Tuve la suerte de que ciertas decisiones no fueran ejecutadas por mis propios verdugos, pero las hace eso menos violentas? Condené a mi propia sangre, esa es la verdad. Pero si tu mano derecha peca...
Rumiaba el tema y volvía a la misma eterna conclusión: debía hacerse. Mi propio nieto. El futuro de mi casa. Pero era una herida que lamía a escondidas.
Qué cruel es la verdad. Con tantos que se niegan a admitirla, resulta ser el mejor embuste de todos. ¿Y mi verdad? ¿Cuál es? ¿Ejercer el poder sin pasión y sin locura, llevar el timón con mano firme, dirigir detrás de la escena? ¿A eso se redujo mi vida? Y ahora vos también te fuiste, dejándome definitivamente solo. Lo supe por los diarios y por un presentimiento extraño que no me atrevo a llamar dolor, que me quitó el sueño varios dias. Fui a mirarme al espejo para recordarte, tanto nos parecíamos, y hacerme a la idea de lo que me espera: sin descendencia, casi sin esperanzas. Me queda una sola, tan pequeña que no me atrevo a formularla ni en mis pensamientos. A los dos nos castigaron con hembras y después nos resarcieron con varones. Quién sabe...
Su celular vibró y él respondió, agradeciendo la irreverencia de la tecnología que no respetaba los recuerdos de nadie. Reconoció instantáneamente la voz del otro lado.
— Tengo un encargo para usted — dijo sin detenerse en preámbulos.
—¿Recibiré órdenes escritas? — preguntó el hombre luego de escuchar sin interrumpirlo.
— No en esta oportunidad. Recibirá instrucciones telefónicas y reportará telefónicamente sólo a mí. Utilice el identificador de voces cada vez que hable conmigo para asegurarse. La investigación es absolutamente confidencial y me refiero a que nadie más, ni siquiera el coronel Ortiz, debe conocerla.
Hubo una levísima vacilación del otro lado.
— De acuerdo, señor. ¿Cómo le enviaré las fotografías?
Le dio una dirección de correo electrónico.
— Obtenga un nuevo e-mail y utilice códigos de encriptamiento para los envíos. Sólo imágenes, ningún texto.
— Sí, señor.
— El punto de partida es Milán. Inicie allí la búsqueda, consiga una cobertura válida para el caso que la necesite.
Del otro lado hubo nada más que un “sí, señor” seco: la comunicación había terminado.
De pie frente al hogar monumental coronado por el espejo majestuoso, se sirvió un whisky y levantó los ojos mientras bebía. La imagen podría haber sido también la del otro: el mismo orgullo frío, la misma mueca dura en la boca. Por fin sabré si la madera de que estabas hecho era igual a la mía.


MILÁN, PALAZZO BOZZI, SEGUNDA SEMANA DE JUNIO


Valentina Bozzi in Contardi

— Signora Valentina — el mayordomo llamó su atención discretamente.
Valentina Bozzi in Contardi se volvió hacia él sin responderle.
— El señor Corrente, señora.
— Hágalo pasar al escritorio.
Guglielmo asintió y se retiró en silencio. Tanto esperar las noticias que Corrente traería y ahora los nervios le jugaban una mala pasada. Inspiró profundo varias veces para recuperar el control y se miró al espejo antes de bajar. El cristal fue despiadado, pero no era su culpa. ¿Cuánto tiempo pasó desde la última vez que la vi? Veintinueve años. Una vida. Después, Marcello me prohibió volver a verla. Y yo acepté. Yo permití que nos hicieran esto.Entró al estudio y el hombre se puso de pie.
— Donna Valentina... — inclinó la cabeza para saludarla.
— Tome asiento, señor Corrente. ¿Le ofrecieron algo?
— Preferí esperarla a Ud.
Llamó a Guglielmo para pedirle el café. Estoy retrasando las cosas, Corrente ya debe haberse dado cuenta. Decidió poner fin a su propia inquietud.
— ¿Pudo averiguar algo?
— En primer lugar, que hija y su nieto dejaron Grenoble para trasladarse a París.
— Dios, no tenía idea... ¿Cuándo?
— Cuando su nieto tenía dieciseis años.
— ¿Por qué?
— Su hija y su yerno se separaron.
Constanza había muerto prematuramente de un cáncer de pecho, extendido en forma fulminante. Ella lo había sabido casi un año después, al encontrar las cartas de su nieto entre los papeles de Marcello. Lo odió por haberle ocultado tanto la existencia de esas cartas como el intento de su nieto por tomar contacto con ellos. Las cartas no mencionaban nada acerca de él o de su padre. No sabía que ella había abandonado a Jean-Pierre. Marcello no tenía excusas para esconder la muerte de su hija, aunque jurara que hacía mucho ella había muerto para él. Había destruído los sobres, negándole la posibilidad de encontar a su nieto.
— Signora...— Corrente se había mantenido en silencio.
— Discúlpeme. Continúe por favor.
— Lo localicé a través de los datos en los registros del cementerio, pero cambió de domicilio dos veces desde entonces.
— ¿Entonces — interrumpió asustada —, no tenemos forma de encontrarlo?
— Sí— Corrente la tranquilizó—, su nieto pertenece a la Policía. Está en la Prefectura de París. Comprenderá que cualquier investigación debe ser cuidadosa.
— ¿Policía como el padre?
— No, señora. Su yerno es coronel de la Gendarmería; actualmente está destinado en Estrasburgo.
— Está bien. No importa. ¿En un mes es todo lo que pudo encontrar?
— También conseguí su domicilio, aunque no fue fácil.
Sacó del portafolio un sobre con fotografías y se lo entregó. Las miró con los ojos llenos de nostalgia. Sí, era su nieto. La misma mirada que tenía a los cinco años. La mirada de Constanza. Parecido a su padre y sin embargo... Algo de Marcello, algo indefinible, estaba allí, vivo.
— Esta es su pareja. Ella también es policía. No viven juntos.
Le alcanzó más fotografías, esta vez de la mujer. Su expresión debió ser muy reveladora porque Corrente le preguntó si la conocía.
— No puede ser ...— murmuró — ¿Sabe su nombre, la edad?
— Parece de la misma edad que su nieto, quizás menos. Lo de los nombres fue toda una sorpresa.
Valentina sintió acelerársele el corazón.
— Ella aparece en los registros de la Prefectura como Marceau, pero su apellido de soltera es Massarino. Es hija de Franco y Addolorata Massarino, ex-étoiles de la Opera. El padre es actualmente el régisseur de la Opera de Palermo y tiene ofertas del San Carlo de Napoli y de la Scala — Corrente se habia entusiasmado — Eso fue lo más sencillo de indagar: eran estrellas internacionales.
Cerró los ojos y se recostó en el sofá. La hija de Addolorata. Quién sabe cuánto estuvo así, porque Corrente le preguntó si se sentía bien.
— La verdad es que no demasiado.
 — Comprendo.
No, no puede comprenderlo. Que el pasado nos persiga de esta forma no es para explicárselo a cualquiera.
— Señor Corrente, yo le pediría...
— Por favor, señora. No tiene que pedirme nada — le entregó el resto de los papeles —. Puedo volver cuando Ud lo desee. Espero su llamado.
— Se lo agradezco mucho.
Corrente se fue y Valentina volvió a su dormitorio con los papeles y las fotos. Tomó la foto de ella, tan parecida a su madre que la había hecho confundir. Qué tontería preguntar la edad. El recuerdo todavía le atenazaba el corazón. Como fundadores y miembros del Consejo de Administración del teatro de La Scala, Marcello y ella habían conocido muy bien a las estrellas que se presentaban. La Scala era un escenario donde los Massarino habían bailado a menudo, hasta que un día se negaron, corteses pero firmes, a renovar los contratos.
Marcello, que intervenía en todas las negociaciones, se había encerrado en un mutismo estatuario y furibundo mientras Franco Massarino ponía una excusa elegante tras otra bajo la forma de “compromisos indeclinables” y “palabra de caballero” al teatro Tal o Cual. Addolorata, que siempre acompañaba a su marido, no había estado presente en ninguna de las tirantes reuniones. Valentina no asistía a las sesiones del Consejo de Administración pero Umberto Testi, secretario del Consejo y su amigo de toda la vida, la informaba con puntualidad de las actividades del teatro y de las de su marido.
Umberto y Marcello mantenían una fría y mutua antipatía barnizada por la buena educación, pues el teatro los necesitaba a ambos y ellos se necesitaban entre sí. Los contactos de Marcello eran increíbles y su capacidad negociadora iba a la par de su inmenso poder de seducción. Umberto, por su parte, tenía una sensibilidad agudizada por su condición de homosexual confeso, que sólo agregaba encanto a los rancios títulos de nobleza que exhibía entre coqueto y ostentoso, sin perder ni un ápice de su glamour. Los músicos más exquisitos y arrogantes, los bailarines más caprichosos se rendían a su simpatía, su savoir-faire y quién sabe a qué más. Las prime donne del ballet y la ópera las dejaba para Marcello y entre los dos, el teatro se aseguraba las mejores voces, las estrellas mundiales del ballet, y los conciertos en los que cualquier músico hubiera dado su mano derecha por participar. El Consejo de Administración bailaba una complicada contradanza con su vicepresidente y su secretario y, en beneficio de la escena, cerraba los ojos a las actividades más o menos privadas de ambos.


Teatro Alla Scala
Valentina era confidente íntima de Umberto y de sus desvelos por la fiamma de turno, que invariablemente le dejaba el corazón destrozado. Nada podía ser más opuesto a Marcello. Las conquistas de su marido duraban hasta que aparecía el siguiente objetivo. Una soprano amenazó con suicidarse cuando Marcello la dejó por una nueva atracción, y el escándalo bastó para aumentar la fama de seductor irreductible del presidente del Consejo, convirtiéndolo en pieza más que codiciada por las damas y no tanto del tout—Milan. Marcello disfrutaba sin ningún empacho de las prebendas del renombre que lo precedía y que le ahorraba el esfuerzo de ser encantador. Hasta que los Massarino hicieron su entrada en escena.
Al igual que el público, Umberto se fascinó con la pareja y su historia de amor de cuento de hadas. Instantáneamente se convirtió en uno de sus más fervientes dilettanti. A Marcello las historias de amor le importaban un comino. En cuanto supo que Franco Massarino había nacido en Nápoles de una familia humildísima y que casi no había tenido educación hasta que comenzó a bailar casi por casualidad, dejó traslucir su olímpico y aristocrático desprecio por el bailarín. Pero por alguna razón oscura, Addolorata se le convirtió en una obsesión. Se apasionó por ella de un modo irracional y esa misma pasión contrariada lo volvió más violento que nunca.
Valentina evitaba a su marido a toda costa, aún de desaparecer dentro de su propia casa, espantada por la cólera que estallaba por cualquier minucia. Marcello se encerraba en su estudio y ella corría a encerrarse en su dormitorio — ya no dormían juntos desde hacía mucho, gracias al Cielo —, a la espera de que el día siguiente trajera una relativa calma con la noticia de que él ya había salido.
Por medio de un preocupado Umberto supo de la persecución feroz de que era objeto Addolorata. “¿Por qué lo soportas?”, era la eterna pregunta de su amigo que ella no podía responder. ¿Cómo explicarle que pendía sobre ella una amenaza demasiado grande, demasiado cruel, si se atrevía a cualquier cosa ? Era preferible que sólo yo lo sufriera  y no mi hija. Constanza ya sufrió demasiado. Debía proteger a su hija y al nieto al que casi no conocía.
La tensión en el teatro se hizo sentir. Corrieron versiones de que Marcello había forzado un encuentro a solas con Addolorata, acerca de cuyos resultados los vestidores y tramoyistas no terminaban de decidirse.
Umberto le confirmó luego que los Massarino se habían negado a renovar contratos con La Scala. El Consejo estaba desolado y Marcello manifestó su frío desagrado por la situación, comentando que Franco Massarino era un terrone sin educación y que no merecía que el teatro continuara ocupándose de él y de sus caprichos. Después de cinco o seis años de ese episodio y de no bailar en ningún teatro de Italia, los Massarino volvieron al San Carlo de Nápoles. Ella se enteró del acontecimiento por los periódicos, por Umberto que le contó que volaría de inmediato a tratar de convencerlos de volver a La Scala y por Marcello, que repentinamente tenía negocios en Nápoles.
Lo único bueno de todo eso era que lo tendría lejos por unos días y, quién sabe, como cada vez que viajaba por negocios y por mujeres, Marcello volvía de buen humor y la dejaba en paz, o al menos no la maltrataba verbal o físicamente durante un tiempo. No pudo haberse equivocado más: su marido volvió demasiado pronto, demasiado furioso, con esa cólera que era la que más la aterrorizaba porque permanecía agazapada como un animal salvaje a la espera de la más ínfima provocación.
Apoyó las fotografías a un costado sobre la cama y suspiró. Y ahora, mi propio nieto vive con la hija de los Massarino. Si los viera Marcello, se moriría de nuevo de la sorpresa. Si yo no hubiera sufrido tanto todos estos años, podría disfrutar de su castigo, más que merecido... Pensar que alguna vez te amé. Me quitaste a mi hija, me humillaste con tantas otras mujeres. La única que me respetó fue Addolorata. Voy a reparar tantos errores. Perdí a mi hija pero no voy a perder a mi nieto.

****


Gaetano Corrente azotó la puerta al entrar al cubículo de madera gastada que cumplía las funciones de despacho, archivo y fumadero de tabaco negro. Miró con disgusto el único rincón de su escritorio que no tenía papeles encima: había tierra acumulada, lo que significaba que hacía varios días que nadie se dignaba a limpiarlo. Estiró el brazo para alcanzar una carpeta que se mantenía en peligroso equilibrio inestable sobre una pila de expedientes de origen variado. Qué complicación, Virgen Santa. Es cana, carajo. Bah, es tan mortal como cualquier otro, meditó bajo los efectos mefíticos del humo. Pero me rompe las pelotas que sea cana. ¿Y ella? Nadie habló de una mujer. Otra cana. No había recibido instrucciones acerca de ella pero las necesitaría muy pronto.
Llegar a Valentina había sido casi un juego: Alessandra Giuliani se había encargado sutilmente de entregársela en bandeja de plata, por sus propios oscuros motivos. "La vieja dice que necesita un detective y me gustaría saber en qué anda. ¿No me harías ese favorcito?" Y ahora, Valentina confía en mí, se mordió el labio y pitó furibundo. ¿Desde cuándo tenemos problemas de conciencia ? Es un encargo como cualquier otro. Y estaba seguro de que no sería la primera ni la última vez que tuviera que "anular definitivamente" un "encargo", con ancianitas confiadas de por medio o sin ellas.
Bufó al tiempo que cambiaba de posición y el sillón crujió incómodo. Su reflejo en el cristal le devolvió un rostro cansado, con barba crecida de un día. Tendría que afeitarme antes de ver a Alessandra. Pensó en la mujer y en el cuerpo de la mujer y el habitual pulso erótico le recorrió la piel con la intensidad de siempre.
Macchè razza di coglione sono , Santo Dio(1) , no puedo seguir con ella. Se lo decía antes de cada encuentro y cuando la tenía cerca, se derretía como un pendejo. La relación con Alessandra podía costarle mucho más de lo que estaba dispuesto a perder pero era incapaz de tomar una decisión. Fumó con rabia el MS mientras giraba el sillón, para tomar el expediente del archivero y dedicarle un poco de su estimable atención a sus obligaciones oficiales. No hay nada definitivo, ninguna prueba. Nada que la Policía o los Carabinieri puedan usar contra Ruggieri o los Giuliani. Muy razonable, en tanto era él quien se ocupaba de mantener el expediente con el nivel de higiene adecuado. Se encogió de hombros mientras hojeaba las páginas manoseadas y sonreía torcido: tampoco sería la primera vez que un socio menor fuera abandonado para que las policías locales se lucieran metiéndolo a la sombra. Para eso estaban los hombres que pertenecían a las Fuerzas: para actuar cuando les correspondiera, eliminando las lacras de la sociedad. Él mismo, por ejemplo.
Tecleó desde el celular el número que jamás marcaba desde la línea telefónica común y esperó ansioso. Cuando la voz sensual respondió del otro lado, sintió que el nudo de la garganta se le disolvía en el estómago como por arte de magia y se insultó por ello. Arregló la cita y al cortar la comunicación, el deseo se había ocupado de ahogar a la culpa.

GÉNOVA, SEGUNDA SEMANA DE JUNIO
Marcel bajó al lobby del hotel para hacer la llamada. La quinta o sexta del día, pensó con acritud.
— Odette... — casi no podía hablar por la crispación que lo ahogaba.
— ¡Amor! ¡Qué sorpresa!
— Te llamé catorce veces a la oficina y no estabas...— gruñó.
— Estoy siguiendo un caso— ella replicó con tono de "ya deberías saber" y eso lo irritó más de lo que era capaz de admitir.
— No puedo volver este fin de semana — le informó brusco.
— Ah, bu- bueno...¿Cómo te está yendo con los cursos?
— Todo maravilloso — ladró —. Te extraño. Carajo, te necesito— podrían rastrear la llamada—. Tengo que cortar, no creo que pueda llamarte hasta el lunes.
— Está bien entonces...Espero tu llamada el lunes. Te quiero.
— Yo también.
Cuando colgó se sentía peor que antes. Subió a la habitación con ánimo pesado: Sonja lo estaba esperando y se le tiró encima apenas cerró la puerta.
___________________________________________________________________________________

(1) ¡Pero qué clase de pelotudo soy, Dios mío!