POLICIAL ARGENTINO: 02/01/2010 - 03/01/2010

jueves, 25 de febrero de 2010

LA MANO DERECHA DEL DIABLO - PRÓLOGO


Prólogo — Milán, 1921
Cruzaron las miradas del color del agua en silencio, calculando el momento del enfrentamiento. ¿Quién atacaría primero? Desde su altura algo por debajo del codo de su padre, espiaba al otro, que pronto alcanzaría el hombro paterno. Se midieron durante un buen rato, sin decir una palabra.
— Saluda a papá— su madre le dio un empujoncito cariñoso —."Hola, papá, ¿cómo está Ud.?" — repitió como si él se lo hubiera olvidado.
No quería saludarlo. Ya no le basta con venir: ¡ahora trae a ese! ¿Quién es?, se preguntaba rabioso e impotente, aferrado a la mano de su madre casi con desesperación. Entre los dos me la quitarán. Aguantó las lágrimas con valentía.
— Marcello, éste es tu hermano mayor, Vittorio — su padre los presentó con severo orgullo.
El otro extendió una mano fría. Otra vez el empujoncito y el susurro: "Dale la mano, sé educado" y porque se lo pedía mamma, nada más que por eso, extendió el bracito y tomó la mano de su hermano.
Se pasó el resto del día escondido más que encerrado en su cuarto, sin querer asomar la nariz de tan enojado que estaba y porque le daba vergüenza que su padre y "ese" lo vieran llorar. A la hora de la cena no tuvo más remedio que hacer acto de presencia, vestido y peinado.
Cuando su padre estaba en casa, las cosas cambiaban mucho y él lo resentía. Había que "comportarse": sentarse en silencio, utilizar correctamente los cubiertos aunque sólo tuviera cinco años y le costara empuñar el cuchillo de plata más grande que su mano; quedarse encerrado en el cuarto de juego y no andar "whinning like a pony"[1] por toda la casa, de acuerdo con las severas instrucciones de la gobernanta inglesa a la que, sospechaba, incluso mamma temía.
Interrumpir las reuniones que su padre mantenía en el salón principal de la planta baja, a puertas cerradas, era impensable. Mamma ni siquiera se asomaba al salón en esas ocasiones y cuando debía hacerlo, murmuraba un saludo tímido y a media voz, se disculpaba y se refugiaba en su sector de la mansión, o corría a la cocina a controlar que todo estuviera perfecto.
La cocina era el secreto orgullo de mamma y el lugar en donde sus placeres sencillos la hacían sentir más a gusto. A él le encantaba verla mientras preparaba las comidas del día, y dejarse envolver por los olores cálidos y perfumados de esa Amalfi que no conocía. Platos coloridos de rojo, verde y violeta, con aromas de salvia y albahaca; sabores puros, vivaces, llenos del sol que mamma añoraba en la Milano siempre gris. En las conversaciones entre mujeres, despotricaba abiertamente contra la cocina del Norte y su única concesión a la casa de Savoia, no a Lombardía, era el sabaglione.
Mamma cantaba cuando cocinaba, cuando se sentaba a coser; cuando andaba por la casa o cuando lo hacía dormir entre sus brazos; y eran canciones en un italiano extraño, rústico y sin embargo dulce, que tenía la cadencia del mar.
Cuando padre estaba en casa, todo era distinto. Si había huéspedes, mamma no cantaba y casi no hablaba. Con el tiempo comprendió que la cadencia de mar de su italiano resultaba demasiado vulgar para los encumbrados conocidos de su padre, que las más de las veces, hablaban en francés.
Mamma no hablaba francés. Una vez, escondido detrás del recodo de un pasillo, escuchó a unos invitados de su padre burlarse en voz baja: "Ni siquiera habla italiano".

Una señora elegante se encerraba con ella dos veces por semana en un saloncito de la planta alta. Esas reuniones lo intrigaban tanto que un día se escondió debajo de una mesita en un rincón, en una posición tan incómoda que las rodillas le dolieron durante todo el día siguiente.
Mamma leía de un libro y la señora le corregía la pronunciación, haciéndola comenzar una y otra vez, lo mismo que a él la odiosa gobernanta inglesa. Luego se sentaron a una mesa grande, ya preparada, y su madre tuvo que repetir la ubicación de los cubiertos, copas, platos y servilletas. Desde su escondite podía oír claramente el tintineo de la plata y el cristal. Yo sé cómo se ponen, me lo enseñó Miss Parsons y puedo enseñárselo a mamma, en lugar de esta vieja mandona.
La lección duró una eternidad: sentarse y ponerse de pie, dejarse acercar y retirar la silla; bajar y subir de un automóvil; el lado de la calle por donde caminan las damas; los interminables tratamientos nobiliarios y de cortesía: "principe", "duca", "marchese", "conte", "cavaliere", "Sua Maestà", "Altezza", "Eccellenza", "Eminenza" y otro montón de títulos graciosos. Mamma debía repetirlos junto con el nombre del 'intitulado', como acababa de bautizar a todos esos personajes de cuentos.
La vieja mandona se fue y mamma se quedó sola en el saloncito, sin saber de su presencia y de su amor desde debajo de la mesa, repitiendo en voz baja la posición de los cubiertos y listando los 'intitulados' de a uno por dedo. Luego se sentó junto a la ventana a leer en voz alta, que fue mermando hasta un susurro tembloroso por el esfuerzo de mantener la pronunciación. El ruido seco del libraco al cerrarse lo hizo saltar, literalmente, y se golpeó la rodilla izquierda con la pata de la mesa.
Se aguantó los quejidos hasta que escuchó la puerta. Salió como pudo, en tres patas y media y corrió a ver el libro: ¡era el mismo que la gobernanta usaba con él para su lección diaria! Pensó en correr detrás de su madre y decirle que no era tan difícil y que si quería, él podía ayudarla. Cuando salió rengueando al corredor, el ladrido de la inglesa lo congeló: "Where have you been, Sir?". Habitualmente, el "Sir" en boca de Miss Parsons no auguraba nada bueno y esa vez no fue la excepción.
No tenía memoria cierta de cuándo su padre había comenzado a imponer sus reglas severas en la casa y en la vida de sus habitantes. Sí, en cambio, que no había forma de escapar de ellas cuando él se quedaba, después de sus viajes largos a no sabía qué sitios maravillosamente lejanos, sobre todo porque cuanto más lejanos, más tardaba en volver.
Mientras tanto, mamma era toda para él, inclusive a la hora de dormir. Su cuarto era su territorio — en realidad, lo era toda la casa cuando su padre no estaba — pero por la noches terminaba trepándose por los cobertores a la cama enorme y con baldaquín, escapándose de alguna pesadilla horrible que se escondía detrás de las cortinas y lo esperaba agazapada en su habitación. Hundía la nariz entre los cabellos negros, se aferraba a un mechón sedoso y largo y se quedaba dormido y feliz.
Con padre en casa, todo era diferente. Nada de meterse en la cama con mamma a dormir. La puerta de su cuarto se cerraba y él se moría de miedo, y de ganas de correr al dormitorio principal. Una sola vez lo había intentado y la niñera corrió detrás de él, asustada.
— ¡A tu padre no le gusta que los niños duerman en la cama grande!
— ¡Es la cama de mammina! — protestó lloriqueando.
La niñera lo levantó en brazos y lo llevó hasta su cuarto, aguantando estoicamente sus puñitos furiosos.
— ¡Son órdenes del Signor Conte! — y lo metió en la cama —. No me hagas cerrar la puerta con llave.
Era la primera vez que escuchaba "Signor Conte" y aunque no sabía de quién se trataba, supuso que sería su padre. Lo odió toda la noche y durante el resto de su vida.

Milán, 1929
Casi no reconoció al hombre joven y elegante, de pie en medio del vestíbulo imponente de la mansión, rodeado de equipaje y que daba órdenes displicentes al personal obedientemente arremolinado a su alrededor. La cabeza rubia y arrogante se volvió apenas y le echó una ojeada de cristal.
— Creciste mucho en este tiempo, Marcello.
Su hermano mayor. La rabia sorda y sin nombre amenazó con dejarlo sin habla.
— Cómo está, Vittorio — saludó seco y sin tutearlo, como jamás tuteaba a su padre.
El otro se encogió de hombros principescamente, dando a entender que gozaba de magnífica salud.
Se quedó mudo, como siempre delante de su hermano. Odiaba tener seis años menos, odiaba que el otro fuera tan alto y elegante y él tan desgarbado, vestido con ropas adecuadas a su edad pero ridículas para su cuerpo que crecía sin demasiado concierto ni autorización. Detestaba escucharlo hablar con la servidumbre con esos modales de gran señor. Pero lo que aborrecía desde el fondo de su corazón era la educada descortesía de que Vittorio hacía gala con su madre.
El saludo helado irrumpió en sus más negros pensamientos y la voz cantarina de mamma respondió, dulce como siempre, como si no le importara que el otro la despreciara tan abiertamente como podía. Le dolió más de lo que hubiera querido, notar la desilusión en la cara de su madre al ver que el viejo no había venido con Vittorio. Pero mamma recompuso la expresión y de inmediato tomó su lugar como señora de la casa, dando las órdenes para acomodar al recién llegado.
Afortunadamente, su hermano mayor no pasaba demasiado tiempo en la mansión y él estaba demasiado ocupado con sus estudios como para prestarse mutua atención.
Una mañana, mientras esperaba a su tutor en el estudio amplio y luminoso que le había asignado su padre, oyó a su hermano hablar con su madre. Entreabrió la puerta para enterarse de la conversación: esa noche Vittorio ofrecería una recepción a unos amigos.
Con intencionada inocencia preguntó a su madre por los preparativos. Ella lo miró con ojazos negros y sabedores, y sonrió al responderle que cómo podía ser, si las paredes y las puertas tenían oídos, no supieran ya qué pasaría esa noche. Tragó saliva, rojo hasta la raíz del pelo; su madre le acarició la mejilla y le dio un beso. Luego, sin retirar la mano de su cara, aclaró que ellos dos no estaban invitados.
El rojo de vergüenza pasó a rojo de furia, pero prefería morderse la lengua antes que demostrarle a alguien que le importaba que Vittorio los considerara menos que sus condenados amigos. Se prometió que le arruinaría la maldita fiestecita o lo que fuera. Tan entusiasmado estuvo en prepararse para la ocasión que el tutor debió llamarle la atención varias veces durante la tarde.
Esperó pacientemente a que su madre se retirara a sus habitaciones, para salir al pasillo con los zapatos en la mano. Casi corrió escaleras abajo, rápido, rápido antes de que llegaran los invitados, y se refugió en el salón de fumar, comunicado por puertas dobles acristaladas y con cortinados de pesado terciopelo, con el comedor imponente. Sería un buen lugar para espiar y, llegado el caso, tener una vía de escape por las puertas y corredores de la servidumbre. Repasó el plan, excitado.
El patio de cocheras se llenó de ruidos y voces, luego el vestíbulo y finalmente el comedor. Se apostó en su observatorio, listo para ejecutar su venganza. Todos hablaban en francés, pero eso ya no constituía un problema para él. Las damas hasta se permitían salpicar alguna que otra palabra en italiano con acento gutural. La conversación saltaba de un tema a otro, tratados con displicente suficiencia: eran ellos quienes generaban la novedad, no quienes la comentaban.
Le pareció que esas mujeres habían llevado esa ropa, ese maquillaje y esas joyas toda su vida y que el dorado y el rojizo de los cabellos no hacía más que acompañar la pálida belleza de los hombros y brazos atrevidamente desnudos.

Detalle de los frescos del Albergo Ambasciatori, de Guido Cadorin (1927)
Una morena de ojos verdes y crueles mostraba los brazos blancos engalanados de oro y piedras, como una Cleopatra moderna. Los hombres, enfundados en smokings severos, bebían y fumaban cigarros. Uno de ellos le ofreció una pitada a la morena, que fumó sin despegarle los ojos. La pelirroja se inclinó a besar a su compañero de mesa, pero sus ojos se clavaban en el de enfrente. Los hombres cruzaban miradas entendedoras por encima de las copas de cristal.
Todos su planes malvados se diluyeron: quería ser como esos hombres elegantes que bebían champagne y fumaban con afectado spleen; que poseían a aquellas mujeres, delicados y carísimos objetos de deseo; que hablaban de temas desconocidos para él. El tintineo de la platería sobre la porcelana le pareció rústico, comparado con las risas de esas hembras magníficas e inalcanzables. Hubiera dado la vida por estar sentado a esa mesa y ser aceptado como par, y beber de la misma copa que aquella diosa de corona dorada, envuelta en gasa lánguida que flotaba a su alrededor con cada paso.
El único que permanecía impasible ante los despliegues seductores de la mesa, era Vittorio. Inconscientemente siguió los ojos de su hermano mayor, que no se detenían en ninguna de las mujeres: Vittorio atendía a lo que los hombres decían. Una o dos veces esbozó una de esas sonrisas frías que ya le conocía. ¿Por qué los invitó si le desagradan? Se tomó el trabajo de pescar los nombres: eran los que debía enumerar con Miss Parsons cuando pasaban lista a la alcurnia milanesa.
Comenzó a sospechar que la reunión tenía un propósito más allá de la diversión y el regalo visual de la belleza femenina ofrecida sin pudor, y la expectativa de enterarse de algo importante le erizó el vello de la nuca. Su padre mantenía ciertas reuniones en la casas, no frívolas como ésta, pero con hombres cuyos nombres sonaban tanto o más que los que estaba escuchando esta noche. El escondite del saloncito de fumar podía dar fe de sus primeros pasos en el espionaje.
La cena eterna terminó y los hombres retiraron las sillas de las damas con galantería. ¿Y ahora, a dónde irán? pensó y la idea de que decidieran pasar al fumoir lo hizo correr hasta la puerta de la servidumbre. Apenas a tiempo, porque el grupo entró, uno de los hombres con una botella de champagne en la mano y la copa en la otra. Parapetado tras la puerta, se quedó escuchando. Una risa femenina se acalló cuando una voz seca y educada les rogó a las damas que fueran a polvearse la nariz al comedor: Vittorio. Rumor de tacos, más risas alejándose y una puerta que se cerraba. La conversación cambió bruscamente de tono y su hermano llevaba la voz cantante. Hablaron durante casi una hora, y los asuntos y las cifras que se mencionaron no le cabían en la cabeza.
Entonces el viejo está preparando a mi hermano para que se haga cargo de cosas importantes, pensó. ¿Tendré la misma oportunidad? Vittorio hablaba con una calma y una seguridad que no condecían con su edad. ¡Y a mí me tratan como a un mocoso, con tutor e institutriz! Se prometió que no dejaría pasar la oportunidad de hablar con su padre — y si era necesario, hasta rogarle — para que lo incluyeran, poco a poco, no importaba cómo, en ese mundo completamente diferente. Se tragaría la inquina y el rencor y se lo pediría. Quiero ser como ellos.
Se sintió demasiado insignificante, demasiado provinciano, demasiado encerrado en aquella mansión elegante pero severa, llena de mujeres de vida oscura, desde la seca Miss Parsons hasta su propia madre.
Me cuidan como a un crío y soy casi un hombre. Le tembló la barbilla de rabia contenida pero no pudo aguantar la lágrima que se le deslizó silenciosa hasta el cuello de la camisa.

Detalle de los frescos del Albergo Ambasciatori, de Guido Cadorin (1927)
Las conversaciones cambiaron de tono y eso lo distrajo de su hora negra de autoconmiseración: las mujeres se estaban uniendo al grupo. Alguien propuso salir y festejaron la ocurrencia con grititos glamorosos. Los ruidos lo alertaron. Corrió por los pasillos internos hasta el patio de cocheras: en la oscuridad de la noche, nadie lo vería. Se quedó mirando embobado, los autos lustrosos y brillantes y estuvo a punto de ser pescado in flagranti delicto por el grupo. Se fueron, pero sin Vittorio.
Le intrigó sobremanera el que su hermano no participara de la diversión. Esperó a que entrara a la casa para dar el rodeo por el patio y seguirlo a hurtadillas hasta el extremo del corredor de los dormitorios. Cuando se aseguró de que su hermano se había encerrado en su habitación, bajó de dos en dos los escalones hasta el comedor.
La servidumbre ya había retirado casi todo, pero en el aire persistía el perfume de las damas. Cerró los ojos y se imaginó a cada una de las bellezas de esa noche en sus brazos, las telas sutiles de sus vestidos enredándosele entre las piernas mientras bailaban. Corrió a sentarse en los sillones del fumoir y se imaginó vestido de smoking, cerrando negocios importantes.
Quería desesperadamente pertenecer a ese grupo, a ese mundo. Estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa para ello. Absolutamente cualquier cosa. Marcello Contardi no sabía que en ese momento acababa de tomar una de las decisiones más importantes y peligrosas de su vida.
[1] relinchando como un poney

domingo, 7 de febrero de 2010

LLEGÓ EL FINAL...

Pasaron casi dieciocho meses y 42 entradas. Fue una experiencia gratificante, tanto por los comentarios como por las estadísticas que me avisaron de casi 4.600 clicks de seguimiento. Todo un placer, un orgullo y un desafío estar a la altura de todos los que se empeñaron en saber qué era de las complicadas vidas de Odette Marceau, Marcel Dubois y demás cómplices, sospechosos y reos de delito confeso. Todo escrito apretadamente, con capítulos largos, que más de un lector avisó que los imprimía para poder leer con comodidad. Agradezco debidamente el gesto.
Estuvo bueno también el poder ilustrar - con mayor o menor suerte, no conseguí dibujante gratis así que me las arreglé solita - a los personajes y sus situaciones, algo que es bastante más dificultoso - por no decir "imposible" - en un texto impreso, salvo que se trate de un comic (tarea para la cual me declaro no calificada o más bien incalificable)
Disfruté de elegir la música y los paisajes que había imaginado para construir los escenarios y creo que quienes pasaron por aquí, también lo hicieron (al menos, no se quejaron).
Y ahora, envalentonada por el éxito obtenido, pienso lanzarme de cabeza con la continuación.
Para los que dicen que "segundas partes nunca fueron buenas", les anticipo que esta segunda parte se las trae. No era mi intención hacerles la vida fácil a estos muchachos. Espero haberlo conseguido.
Si algún lector desprevenido encuentra en esta nueva novela referencias a corrupción de funcionarios públicos o canditatos políticos, alusiones al poder económico que tira de los hilos, o a la corrupción policial, sepan que las alusiones son absolutamente intencionales. A cada cual, su sambenito y al que le quepa el sayo, que se lo ponga.
Nos encontramos en la próxima novela. Mientras tanto, disfruten con el calvario del pobre gordo, en el blog de al lado : el altillo del cuento y la novela
EME