POLICIAL ARGENTINO: 11/01/2012 - 12/01/2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 51


VIERNES, ONCE DE LA NOCHE, EN UN DEPÓSITO DE FERROCARRIL DEL Xº ARR.

El auto se detuvo en un callejón sucio y lleno de basura del X° arrondissement. Dos o tres figuras demasiado borrachas o pasadas de droga como para correr, se alejaron de las luces del auto, tambaleándose en dirección a la estación de tren.
— ¡Baje!— Corrente la tomó del brazo.
 Odette entrevió al conductor y la sorpresa la hizo detenerse.
— ¡Rinaldi! ¡Por fav...!— tironeó para acercársele pero Corrente la arrastró por el asiento.
 —¡Le dije que bajara!— el tipo mordió las palabras.
 Le agarró ambas muñecas y enlazándola por el cuello, la llevó hasta un portón carcomido por el óxido y cerrado con una cadena y un candado gruesos. Otro automóvil se detuvo el tiempo suficiente para que el pasajero se apeara; luego se alejó marcha atrás y con los faros apagados. El que había descendido se acercó y ella sintió que el corazón se le precipitaba en caída libre: Ayrault. El hombre la recorrió con una mirada feroz.
— Por fin nos vemos las caras, putita— Ayrault sonrió y la sonrisa se le deformó descubriéndole los dientes.
— Nosotros cumplimos con todos sus pedidos— Corrente lo interrumpió—. Su turno— le tendió un teléfono celular y retrocedió, arrastrándola consigo.
Ayrault tomó el teléfono y tecleó, con la cara retorcida de rabia.
Sin aflojar el abrazo brutal, con la mano libre Corrente liberó el candado, entreabrió una de las hojas del portón y la empujó dentro, con tanta fuerza que ella estuvo a punto de dar al suelo. El lugar era un depósito de techos altísimos, vacío excepto por una mesa en el centro del espacio enorme y desnudo. Cuando se acostumbró a la luz mortecina del lugar, vio que contra la pared opuesta a la entrada había una serie de bultos mal apilados hasta más de la mitad de la altura del depósito. Antes de poder darse cuenta de lo que pasaba, Corrente le esposó la muñeca izquierda a un caño a la altura de su cabeza, junto a una columna.
— ¡Por favor— suplicó —, ese hombre es un asesino...!
 — De eso se trata, comisario— los ojos del hombre brillaron—. Él quiere matarla antes de irse y los servicios que le ofrecimos la incluyen a usted.
El miedo pánico la paralizó y le trepó por el cuerpo. El zumbido que escuchaba dentro de su cabeza provocándole vértigo era la sangre que le corría enloquecida y la aturdía. Algo húmedo y ardiente le corrió por la cara cuando escuchó correr los eslabones y después el chasquido seco del candado.

 ****

— Ya está— Ayrault farfulló entre dientes—. Verifique su cuenta si quiere.
Corrente sonrió meneando la cabeza y le cambió el celular por la llave del candado.
 — Creo en su palabra. No demore: no tenemos demasiado tiempo.
Ayrault no se molestó en responder mientras entraba. Corrente cerró el portón y el candado sin hacer ruido y le entregó el celular a Rinaldi. El teniente lo conectó a su laptop y se concentró en lo que estaba haciendo durante varios minutos. Cuando terminó, avisó por el mic que colgaba de su cucaracha:
 — Transferencias terminadas. Final de la transacción habilitado— Rinaldi cerró la laptop y miró al italiano con desprecio.
Corrente lo evaluó de un vistazo y torció la boca en una sonrisa desagradable.
— Deduzco que no le gustan mis métodos— comentó mientras encendía un MS.
Rinaldi apretó los labios con disgusto y Corrente se encogió de hombros
— Me tomo muy en serio mi trabajo, teniente.
 — El trabajo de verdugo.
— Prefiero llamarlo “ejecutor”. Ejecuto órdenes. Cualquier orden.
 — Dudo que el señor conde le haya dado una orden semejante.
— Digamos que es mi “toque artístico”. El señor conde siempre lo ha apreciado.
Rinaldi se ahorró el insulto que le llenaba la boca y le dio la espalda.
 — No demorará mucho— aseguró el italiano —. Mejor así: no quiero perderme el noticiero.

 ****
Jumbo miró de reojo la pantalla del localizador en el que Dubois tecleaba frenético.
 — El X°— murmuró Dubois casi sin voz —. Perímetro de la Gare d’Est.
Con un ojo en la crucecita roja del localizador y otro en la avenida, Jumbo dio un volantazo suicida y tomó una calle de contramano. No te apagues, no te apagues... le rezó al celular de Marceau.
 — ¡Cristo, es uno de esos pasajes de mierda detrás de la estación...!— jadeó Dubois.
— Tranquilo, sé cómo llegar— puso una mano prudente delante del localizador que su compañero amenazaba destrozar con el puño.
 Dos o tres calles más de contramano y se detuvieron antes de la bocacalle. Dubois estuvo a punto de tirarse del auto y él lo agarró por el brazo.
— No sirve de nada que vayas como un loco.
Los ojos de Dubois brillaron furiosos.
— ¡La va a matar, boludo!— y lo que brillaba en la mirada de Dubois se le deslizó por la cara contraída de desesperación.
— No está solo, lo sabemos por los teléfonos. Quienquiera que esté ahí afuera esperando a Ayrault, estará prevenido. Suponemos que son tipos de la Orden que Ayrault no conoce. ¿Qué tal si no es así?
 Dubois forcejeó y Jumbo lo sacudió.
— ¡Carajo, si no vas a ir con la cabeza fría mejor que te quedes cubriéndome!
Dubois se pasó la mano por la cara y el pelo, y asintió sin poder hablar todavía.
— Vamos. Estoy bien— soltó el aire y aceptó la cucaracha y mic que le tendía.
 Dos autos se detuvieron detrás de ellos: eran los refuerzos que había pedido Michelon mientras ellos violaban a sabiendas todas las reglas de tránsito. Jumbo le tendió una pistola a Madame y ella lo sorprendió sacando otra de su bolso.
 — Vivimos tiempos difíciles— Michelon espió por encima de su hombro—. Apúrese, Dubois se va.
— ¡Carajo!— Jumbo voló detrás de Dubois, que corría como en medio de un try.

**** 
— ¿Cómo estás, putita?
El hombre avanzó hacia ella disfrutando de cada paso y ella se encogió de terror, respirando con la boca abierta porque el aire no le alcanzaba. Las lágrimas se le colaron entre los labios. Con un tirón de pelo brutal, le echó la cabeza hacia atrás. Sintió el frío de un arma rozarle el cuello y apretó los ojos muy fuerte; las lagrimas le rodaron hasta las orejas.
— No, muñeca, no te hagas ilusiones. Esto va a durar un buen rato todavía...
 La empujó contra la columna y el cañón bajó rozándole los pechos; siguió por el estómago y se detuvo un instante al alcanzar el borde del vestido. Le enderezó apenas la cabeza para obligarla a ver cómo el cañón le levantaba el vestido por encima de los muslos y le alcanzaba la entrepierna. La sonrisa de la bestia se amplió hasta transformarse en una mueca monstruosa.
— Te estás muriendo de miedo, perra...— le estrujó la cara hasta que el sabor de la sangre le llenó la boca—. Disfrutémoslo juntos ¿eh? — el animal empujó el arma violentamente hacia arriba y el impacto la hizo gritar. — Esto no es nada comparado con lo que te va a pasar. Deberías agradecer que sea la .44 y no yo — jadeó pegado a su oreja.
Odette sollozó, sin aliento para mantenerse en pie. El cañón se frotaba contra su cuerpo en un vaivén obsceno pero no se atrevía siquiera a usar la mano libre para detener al tipo. El arma cambió de posición y la boca del cañón le apuntó a la vagina, empujando con rabia. El terror le hizo contener la respiración.
— ¿Y, putita? ¿Quién primero: ella— movió la pistola —, o yo? No te escucho... — acercó la oreja hasta su boca —. Mmm, nada. Te quedaste muda. ¿Qué tal si te doy a probar?
 El miembro del tipo se endureció contra su cuerpo. La mano que la agarraba del pelo la soltó y se metió por debajo del vestido. Retorcerse de miedo y tratar de apartarse fue un reflejo que no pudo evitar, como no pudo evitar que la golpeara en la cara con el dorso de la mano. Le subió el vestido casi hasta la cintura y el metal recorrió el borde de encaje del calzón. Cerró los ojos ahogada de miedo, mientras él la insultaba y se mofaba de ella.
— Arrastrada, te gusta la lencería cara, ¿eh? ¿A que tenías que encontrarte con algún macho? Qué bueno, yo te encontré primero— el cañón empujó la tela hacia abajo —. Foulquie reventó, me contaron. ¿Quién vendrá esta vez a sacarte, comisario? Uh, no viene nadie...
El bulto contra su cadera era cada vez más grande y rígido. El tipo jadeaba de excitación mientras la humillaba con el arma.
— ¿No vas a golpearme?— le atrajo la cara hacia la suya y el aliento del hombre se mezcló con sus sollozos—. Pedí que te dejaran una mano libre para eso. La primera vez te di asco, ¿eh perrita?, pero parece que ahora te gusta porque no te escucho quejarte, ¿eh? ¡Te gusta, puta, siempre te gustó! A todas les gusta...— rugía — ¿Se creen que esto me basta? No, preciosa, no alcanza con que te abras de piernas... Yo quiero más... Vas a darme cada cosa que te pida... Con tal de salvar la vida me lo vas a dar lo mismo que las demás... Estúpida, putita imbécil... Son todas iguales...
 Retiró la pistola bruscamente y la soltó, y ella hubiera caído si no hubiera estado esposada al caño. Por un instante, la presión espantosa en el diafragma se le alivió, pero el animal no tenía pensado darle respiro.
 — ¡De rodillas, puta! ¡Es una orden!
 La empujó violentamente al suelo y ella quedó colgada de la muñeca esposada, que había comenzado a sangrarle. Él se apartó lo suficiente para amartillar el arma y ponérsela en la frente. Luego se desabrochó el cinturón y se desprendió la bragueta.
 — Hace diez años que espero este momento... La boquita bien abierta, muñeca...

 ****
 Marcel le hizo señas a Jumbo, señalando con la Beretta el auto detenido frente al portón carcomido por el óxido. Jumbo asintió seco: él se encargaría de los ocupantes del auto. Marcel se señaló la cucaracha en la oreja izquierda y Jumbo levantó el pulgar. Guiado por un técnico de Paworski desde uno de los autos, Marcel rodeó el edificio buscando la entrada trasera del depósito. La puerta estaba cerrada pero no se veía ningún tipo de cerradura o candado. Apoyó la mano en la hoja metálica y ésta cedió. Volvió a empujarla, hasta que quedó una abertura como para pasar el cuerpo pero no mucho más: algo la frenaba del otro lado. Con cuidado infinito asomó primero el brazo con el arma y luego la cabeza, y encontró el obstáculo: montones de cajones de madera medio podrida, arrumbados unos encima de otros de cualquier manera, hasta más de la mitad de la altura del galpón. Entró y cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido y escuchó la voz de Ayrault. A punto de rodear las pilas de cajones, la cucaracha cliqueteó en su oído.
— Los del auto son gente de Ortiz— la voz de Jumbo siseó metálica —. Adentro hay un tipo de la Orden para liquidar a Ayrault. Ayrault está desarmado. Nosotros ...
Dejó de prestar atención a las boludeces de Jumbo: Ayrault rugió un insulto, se escuchó un chasquido seco y violento y después, los gritos y sollozos de Odette. Marcel sintió que las piernas no le respondían: el hijo de puta la había golpeado. Se olvidó de todas las idioteces que había prometido en un momento de cretinismo y sentido del deber. ¡Te voy a matar, escoria de mierda!
— ¡Dubois...! — chillaron por la cucaracha y él se la arrancó. Estoy ocupado.
 Se metió como pudo entre las hileras mal acomodadas y sucias, mientras Ayrault continuaba aullando obscenidades y amenazas. El pulso se le disparó frenético cuando quedó atrapado entre dos columnas de cajones y Ayrault le gritaba a Odette se pusiera de rodillas. Forcejeó desesperado y un clavo que sobresalía de la madera le desgarró la camisa y la piel. Aguantó un gruñido de dolor. Una sombra se deslizó en el extremo del ángulo de visión de su ojo izquierdo: ¿el hombre de la Orden del que hablaba Jumbo? La sombra avanzó con cautela, sin dar señales de haber notado su presencia. Trató de desenganchar la putísima tela, que se empeñaba en enredarse cada vez más en el clavo de mierda, y un tirón brusco hizo que los cajones se balancearan. Se paralizó. Lo único que me falta es una avalancha y que este tipo empiece un tiroteo. Trataba de equilibrar la pila cuando los gritos de Ayrault le taladraron el cerebro y dejó de preocuparse por el tipo y el derrumbe.
 Los vio cuando alcanzó la primera fila de bultos mugrientos: ella estaba de rodillas, casi colgando de la muñeca retorcida y sangrante; los sollozos la sacudían. Después, no vio nada más que el túnel y al animal al final del túnel por el que él se lanzaba. Un frío helado le recorrió la espina dorsal, mientras todo su cuerpo se preparaba para matar, liberado de cualquier otra sensación. Ni siquiera escuchó el estruendo de los cajones.
Pero cuando Ayrault giró hacia él tenía una pistola en la mano y era demasiado tarde para cualquier cosa.
Así y todo, mientras disparaba se retorció en el aire de un salto, para salir de la trayectoria del proyectil que apuntaba a su cabeza. Algo lo golpeó en el medio del pecho, arrastrándolo hacia los cajones y la cabeza le dio contra uno. Su propia bala terminó arrancando esquirlas de una pared. El chaleco antibala se le incrustó en el esternón. Piernas y brazos se negaban a responder a las órdenes de su cerebro atosigado de adrenalina. Un calibre de los grandes. ¿De dónde mierda la sacó? ¡Carajo, me falta el aire! Dejó caer la cabeza hacia atrás para respirar mejor y los gritos de Odette lo congelaron. Una sombra ominosa se le acercó: Ayrault, con el cinturón todavía desabrochado. Intentó mover la mano con que sostenía la Beretta y el pie del tipo le aplastó el brazo contra el piso. Ayrault se inclinó sobre él, precedido por la boca horrorosa de una Magnum.

 — Boludo de mierda...— la sonrisa espantosa se deformó en una mueca de odio mientras el cañón se acercaba a su frente. El cuerpo entero seguía sin responderle y se ahogó de impotencia al escuchar las súplicas desesperadas de Odette. Te fallé, nena, que Dios me perdone. Un estampido saturó el aire asfixiante del lugar. Te amo y no te pedí perdón... Las lágrimas le quemaron la cara cuando cerró los ojos.

**** 
Algo espeso y caliente le mojó la cara y la garganta, y cuando quiso moverse un peso tremendo se lo impidió. ¡Respiro! Levantó la cabeza como pudo, entreabrió los ojos y vio el cuerpo de Ayrault atravesado encima de él: por el agujero rojo brillante abierto en el occipital, le escurrían sangre y masa encefálica hacia el cuello de la camisa y por los lados de la cabeza. Una forma oscura se inclinó, arrastró el cuerpo a un lado ayudándose con los pies, y le tomó el mentón para mirarlo a los ojos.
— ¿Está bien? ¿Me escucha, Dubois? ¡Dubois!
Asintió sin aliento y logró golpearse el pecho sobre el chaleco y levantar el pulgar.
 — ¿Puede moverse? — el hombre no esperó a que él respondiera y le pasó un brazo por debajo de los hombros para ayudarlo a sentarse.
 Cuando pudo enfocar un poco mejor la vista, lo reconoció: el coronel Ortiz. El “hombre de la Orden” que debía liquidar a la bestia de Ayrault.
 — Lo siento de veras. No sabíamos que Ayrault estaba armado— Ortiz dijo a media voz—. Le hubiera disparado mucho antes pero tenía encañonada a la comisario Marceau.
Marcel sacudió la cabeza y el esfuerzo por respirar lo hizo toser. Estaba desesperado por preguntar por Odette pero el aire no le alcanzaba. Escuchó que Jumbo trataba de calmar a alguien que gritaba fuera de sí y al levantar la cabeza, vio correr a Odette hacia él, llorando, perseguida por el pobre Meyer y alguien más.
Él no podía articular palabra: el pecho le dolía tanto que se le nublaba la vista y no podía sostener el cuello.
Las manitas temblorosas de Odette le tomaron la cara y recorrieron las manchas de sangre, tratando de descubrir en dónde estaba herido. Sus deditos frenéticos tironearon de los botones de la camisa y encontraron la rigidez del chaleco y el proyectil incrustado.Él quería tranquilizarla, decir media palabra coherente pero boqueó como un pez fuera del agua: no hubiera podido hablar ni para salvar la vida. Ella se miró las manos sucias de sangre, volvió a tomarle la cabeza y lo miró con ojos enormes de miedo. Él enfocó la visión con esfuerzo y distinguió al insecto de Corrente detrás de Meyer.
 — ¡Por Dios, capitán, no sabíamos que el tipo estaba arma...!
Corrente no terminó la frase: un tortazo de Jumbo lo arrojó contra unos cajones, a unos buenos cinco metros de ellos. El italiano quedó despatarrado y si le dolía algo no osó quejarse.
Marcel sintió las manos de Odette repentinamente frías. Rígida y blanca como la cera, cayó desmadejada a sus pies, como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos de un solo golpe.
 — ¡Jefe!— Meyer gritó asustado y la levantó en brazos con delicadeza infinita.
Ella parecía no tener peso y su palidez era aterradora. Jumbo miró a Marcel, acongojado y con los ojos llenos de lágrimas. Ortiz dio un paso hacia Jumbo y sosteniendo la muñeca ensangrentada, rozó la cara de porcelana, tan pálido que parecía gris.
 — Qué le hicimos— murmuró Ortiz.
SAMU- Paris

Luego se agachó y lo rodeó con un brazo para ayudarlo a incorporarse. Desde la calle llegaron varios tipos de verde trayendo camillas. Él se desplomó en una y le plantaron una mascarilla de oxígeno en la cara que le impedió ver qué hacía Jumbo con Odette. Ni siquiera pudo forcejear con los médicos, que lo sujetaron con correas y lo metieron en una ambulancia. Lloró de dolor mientras le sacaban el chaleco y después perdió la conciencia. Nadie se preocupó en averiguar si Corrente estaba en condiciones de seguirlos.