POLICIAL ARGENTINO: 2013

sábado, 9 de febrero de 2013

La mano derecha del diablo -CAPITULO 52

MINISTERIO DEL INTERIOR, LUNES POR LA MAÑANA 
Ministerio del Interior 
Auguste recorrió los pasillos hasta su despacho, consciente de las miradas clavadas en su espalda. Las novedades habían corrido a la velocidad de la luz; el personal andaba en puntas de pie y mirando por encima del hombro. No se hacía ilusiones: en pocos días más todo volvería a la normalidad, y RG, IGPN, la PJ y el resto de las siglas insignes de la PN retomarían sus poco saludables hábitos. Esbozó una sonrisita amarga mientras abría la puerta y le daba la razón a Tomassi di Lampedusa .
 Todavía estaba encendiendo su terminal cuando Marcel entró, arrastrando a una secretaria del sector colgada de su manga, aterrorizada ante la posibilidad de despertar el malhumor o quién sabe qué más del temible Massarino. ¡Si se rumoreaba que el todopoderosísimo inspector general Lejeune de RG le pedía información y lo consultaba! La mujer salió pálida pero aliviada cuando Auguste palmeó la espalda de Marcel y lo invitó a sentarse.

 — Necesito hablarte— soltó Marcel sin muchos preámbulos y antes de encender el Gauloise.
— Te escucho.
 — Es... acerca de mi familia— Marcel palideció, enrojeció, volvió a palidecer y fumó como si fuera el último cigarrillo de su vida.
Auguste lo dejó fumar y esperó.
— No es grato... No te va a gustar, no le gustará a tus viejos... — Marcel tenía cara de estar saltando sin paracaídas.
 Auguste se mordió la lengua para no hablar. ¿Veo la mano de Meinvielle por aquí? Aunque quizás un poco de buenos consejos paternos... Quién sabe. Ánimo, Cro-Magnon.
— Mi abuelo era... Soy nieto de Marcello Contardi. El único nieto. Soy un Contardi. Llevo la sangre de ese... ese hijo de puta.
Auguste lo miró a los ojos: Marcel estaba devastado pero lo había dicho y ahora esperaba la sentencia.

 — Ya lo sabía: yo te seleccioné para la Brigada Criminal y siempre leo los expedientes de mis oficiales— Auguste le palmeó la mano.
 — Yo... debería haberte hablado de la investigación... — Marcel se miró los zapatos—, bueno, al menos cuando las cosas comenzaron a complicarse con... con mi familia y...
 — Procedimiento de "especiales". Conozco las reglas.
 — Auguste, él hizo cosas horribles...Mi abuela me contó algunas, yo encontré un diario del viejo y me enteré de otras... Carajo, era un miserable...
 — El viejo está muerto— Auguste levantó la mano con la palma abierta hacia adelante—. Es pasado, Marcel, y tenemos que vivir en el presente.
—Hay... algo más que quiero que sepas— el tono fúnebre de voz lo puso a medias alerta —. Mi abuelo tenía un hermano. Necesito hablarte de él.
Aguste se acomodó en su sillón y pidió que no le pasaran llamados.



 LA DÉFÉNSE, LUNES POR LA TARDE 

Odette se despertó en su propia cama, sola, y se miró las manos: estaban limpias y tenía la muñeca vendada. Ni siquiera estaba segura del día de la semana y tuvo que mirar el calendario del reloj. Los días anteriores habían transcurrido en una niebla piadosa, inducida por los calmantes que le habían administrado de a dos comprimidos por vez, con la pobre excusa de los golpes que repartidos por toda su doliente humanidad. Meyer la había metido en una de las ambulancias que esperaban fuera del galpón, y un discípulo del Marqués de Sade la reanimó y revisó meticulosamente. El tipo no dejaba de hablar y de preguntar, y ella no entendía nada y lloraba llamando a Marcel. Durante diez minutos se había sentido la protagonista de la versión tecnológica de "El Pozo y el Péndulo", mientras el Torquemada vestido de verde la sometía a las torturas de la Inquisición con su aparatología horrenda. Una voz de barítono interrumpió la sesión y el rostro hermoso y severo de su hermano reemplazó al del inquisidor, quien de inmediato asumió que Auguste se haría cargo de sus despojos mortales y dejó de dirigirse a ella. ¿Auguste sabía cómo se había hecho ese hematoma en las costillas? Si a Auguste le parecía, usarían el ecógrafo en lugar de los rayos X. Si Auguste quería, la mandaban al hospital para que le dieran un sedante. Auguste no sabía, el ecógrafo estaba bien y no quería ir al hospital y dijo no, gracias, pero se guardó una tira de sospechosos comprimidos celestes en un bolsillo del pantalón. Ya en su casa la había desvestido, lavado y metido en la cama, y obligado a tomarse dos de los comprimidos celestes, con una mirada fría que no admitía discusión alguna acerca de los posibles efectos secundarios de la medicación.
 “Estas mierdas me van a agujerear el estómago”, intentó defenderse ella. “Mejor que te las tomes porque te voy a agujerear... la cabeza”, concedió él con fingida magnanimidad. Se los tragó y ni siquiera alcanzó a tomarse el café que había pedido. Creía recordar que se había despertado urgida por la presión en la vejiga y que Nadine la había devuelto a la cama, comprimidos celestes de por medio. No tuvo tiempo ni de sentir hambre.
El reloj de su mesita de noche marcaba las tres. Por entre las cortinas se filtraba una luz blanca y metálica, así que supuso correctamente que eran las tres de la tarde. Envuelta en la bata azul fue al baño y lo que encontró en el espejo la hizo meterse de cabeza bajo la ducha, a despecho del hambre. Mientras se secaba, el aroma del café recién hecho la hizo sonreir. Nadine, bendita seas. Un ruido la hizo volverse: Marcel estaba apoyado en el quicio de la puerta, mirándola. La sacudieron tantas emociones encontradas que creyó que se caería al suelo. Tuvo que sentarse en el borde de la cama.

— Preparaste café — dijo la primera estupidez que le vino a la boca.
 Él asintió y volvió a la cocina. Ella lo siguió descalza y en puntas de pie. Marcel dejó su taza, sirvió otra y se la ofreció sin pronunciar palabra; ella la tomó y se sentó al extremo más alejado de la mesa.

— ¿Cómo estás?— preguntó él con voz sin inflexiones ni sentimientos.
Tan sólo preguntaba, lo mismo que un juez. Ella sintió vértigo y mintió diciéndole que se sentía bien.
 — ¿Te vio algún médico?— ella preguntó a su vez, entre sorbo y sorbo de café.
— No tengo nada roto pero el impacto me sacudió bastante. Me dieron una semana de licencia y me la tomé— él se acomodó en la silla con movimientos algo rígidos. Su rostro era una talla en mármol frío y pálido; el contraluz de la tarde le delineaba los pómulos altivos y le hundía las mejillas. Respiraba con cuidado y se veía cansado. Cambiado. El pensamiento la sorprendió y la asustó.
El silencio adquirió entidad palpable pero ella tenía las mandíbulas atornilladas: el café le pasaba entre los dientes. Sentía la mirada de Marcel traspasarle la piel, pero no podía emitir un solo sonido. La taza tintineó cuando la apoyó. Se levantó a servirse más café, a modo de excusa para darle la espalda y escaparse de esos ojos de hielo azul oscuro que la quemaban.
— Por lo visto, sigo condenado a tu silencio.
 Ella giró en redondo y se mareó por la brusquedad del movimiento. Él continuaba sentado, las manos entrelazadas apoyadas sobre la mesa y la expresión torva.
— O a tu desconfianza, no estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es de que no estoy dispuesto a continuar ignorando la verdad. Quiero saberla. Toda. Todo lo que hayas callado y tengas que decirme, ahora.
No había una sola emoción en su voz. Ella hubiera preferido que él gritara, la insultara y se fuera dando un portazo a ese interrogatorio casi policial. Volvió a su silla temblando.
—¿Qué más debo saber?— insistió Marcel—. Federico Seoane, que debió haber sido Friedrich Von Schwannenfeld alias “El Brigadier”, nieto de Vittorio Contardi, el Gran Maestre de la Orden del Temple y hermano de mi abuelo, Marcello Contardi, te torturó y te violó; iba a violarte otra vez cuando le disparé; quedaste embarazada y abortaste— se tomaba los dedos de a uno enumerando los hechos y pronunciando cada palabra como si le asestara puñaladas—, y jamás me dijiste una sola palabra de nada. Me excluiste de tu vida y de tus decisiones como si yo no importara. ¿Qué más?
 Se dio cuenta que lloraba a los gritos. Un dolor físico insoportable la llenó de nauseas y la obligó a doblarse en dos.
— Qué más— exigió él, levantando apenas la voz.
Lloró hasta que le tembló todo el cuerpo pero él no le tuvo compasión. En voz muy baja y tartamudeando, comenzó a hablar para no prolongar más su agonía.
— Él me hizo todo eso..., me lastimó tanto... y cuando lo supe, creí que me volvía loca. Yo no quería, eso no podía estar pasándome. ¿Qué iba a hacer? No podía pensar en otra cosa; eso crecía dentro de mí como una cosa maligna. Él me había violado y yo tenía miedo, tenía asco... Cuando todo terminó, me di cuenta de lo que había hecho y quise morirme. ¿Cómo pude haber estado tan segura? Nunca podría. Habíamos estado juntos la noche anterior. ¿Y si yo había matado a tu hijo en lugar del suyo? Quería convencerme de que había hecho lo único que podía hacer, yo tenía derecho... pero la duda me carcomía... Jugué a ser Dios y pagué muy caro... — escondió la cara entre las rodillas, las rodeó con los brazos y lloró, pero no habría liberación posible si él no la perdonaba—. No volví a quedar embarazada... Me hice estudios... Debe haber algo que no encuentran... Nunca les dije del... aborto... Me dijeron que estoy sana pero no puede ser...
— Sí puede ser.
Hubo un ruido seco a papeles y ella no se atrevió a levantar la mirada más allá de la superficie de la mesa: ahí estaban sus estudios, en el sobre en el que ella los había guardado. Si le quedaba alguna sombra de esperanza, acababa de perderla para siempre en ese momento.
— ¡No, no! ¡No puedo! ¡Yo quería darte algo de mí que nunca le hubiera dado a nadie! ¡Quería darte un hijo y no puedo! ¡NO PUEDO!— gritó y sollozó hasta quedarse ronca.
 Hubo un silencio. Se había condenado y lo había sabido desde el primer momento. Él se iría, la vida se olvidaría de ella y continuaría pasando a su lado sin mirarla. Cada paso de él sonó a marcha fúnebre. Hubo ruidos sordos. Vino a llevarse sus cosas. El desgarro fue tan grande que se le aflojaron las piernas. No quería ver cuando se fuera y se encogió en la silla como un animalito apaleado. Él volvió a la cocina.
— Vamos— la levantó por el brazo y la llevó hasta el baño.
 Sin decir mu le alcanzó ropa interior, sus jeans agujereados favoritos, el viejo suéter blanco de cuello alto y las botitas grises de elfo. Cerró la puerta y ella no tuvo más remedio que lavarse la cara y vestirse. El espejo le devolvió la sombra de una mujer derrotada.
Juntó esperanzas ridículas con un pensamiento infantil: Él no se irá mientras yo esté aquí dentro. Él abrió la puerta por ella y le hizo señas con la cabeza. Lo siguió hasta el salón sin hacer ruido al caminar. En medio de la alfombra había varias valijas y ella se puso a temblar como una hoja. ¡Se va, Dios Santo, se va! Llamaron a la puerta, Marcel abrió y un par de tipos en overol azul gastado se las llevaron.
— Vamos— repitió Marcel y tironeó de ella.
 — ¿Qué?— susurró ella.
Él la miró con leve irritación y le explicó como si ella fuera deficiente mental.
 — Mi mujer y mi hijo viven en mi casa, conmigo. Después vendremos a buscar el resto de las cosas que quieras llevarte, o lo que quepa en mi departamento. No volveré a pedírtelo nunca más, ¿está claro?, así que vamos.
 Lo miró con la boca abierta sin entender una palabra. ¿El hijo de quién? 
 — ¿Tu hijo...?
 — Estás embarazada de ocho semanas— le informó en el mismo tonito desagradable—. Lo descubrió el tipo que el viernes te revisó en la ambulancia.
— Te amo...— dijo ella después de transcurrida una eternidad suspendida en la nada.
 — Yo también te amo. La empresa de mudanzas cobra por hora. Vamos.

**** 

Cruzó la avenida y mientras abría el paquete, encendió el celular, rescató los mensajes y llamó.
Com' è andato ? — preguntaron del otro lado con ansiedad.
— Bien, muy bien. Mejor de lo que esperaba— sonrió beatífico.
— ¿Dio resultado, eh?— su interlocutor largó la carcajada.
— Cristo, me sentí un villano de cuarta categoría. No sé cómo aguanté sin largarme a llorar yo también...
 — ¡Ah, con la madre tuve que hacer lo mismo! ¡Son iguales! ¡Si uno se arrodilla y suplica, ellas te patean! ¡Hay que hacerlas sufrir!
— No pensé que fuera tan difícil. No soy muy bueno para esto.
— ¿Y entonces?
— Ya está en casa. Se quedó dormida.
— No te preocupes, se les pasa después de los dos meses. Ahora, hablemos de negocios...
Mientras conversaba con Franco camino de su departamento, Marcel comenzó a considerar la posibilidad de dejar de fumar. Por el crío, claro. Bueno, al menos en casa. En la oficina, vaya y pase. Aunque  podría empezar por el dormitorio: con el crío en el cuarto... 

AEROPUERTO "CHARLES DE GAULLE". UNA SEMANA DESPUÉS 
Salón VIP "Icare" del aeropuerto Charles de Gaulle
Las autoridades del aeropuerto habían tenido la deferencia de vaciar una sala VIP suntuosa, para que el grupo esperara la salida de su avión privado. Una asistente en uniforme escoltó al mayor Gaetano Corrente hasta el lugar. El chiquito Ortiz correteaba entre los sillones, jugando a las escondidas con el teniente Rinaldi, mientras el viejo y el coronel Ortiz se habían acomodado en una de las esquinas y otro oficial muy joven les alcanzaba una bandeja cargada de canapés, bebidas y café. Al verlo, Rinaldi le lanzó una mirada de desagrado al tiempo que levantaba por el aire y hacía volar al mocosito, que se reía a carcajadas. El mayor inclinó la cabeza, devolviendo el saludo que Rinaldi no se había molestado en formular. Se acercaba para saludar al viejo y a Ortiz cuando resonaron voces en la antesala.
Dos guardias de la Policía Aeronáutica entraron y se quedaron uno a cada lado del ingreso acortinado, como postes. Detrás de ellos repiquetearon los tacos de una figura delicada que reconoció de inmediato. Qué perfume... Ah, comisario, tengo que preguntarle cuál usa: me vuelve loco. Compuso su mejor y más conquistadora sonrisa frente a la comisario Marceau que avanzaba resuelta hacia él, envuelta para regalo en un conjunto de seda azul que le enmarcaba principescamente el escote y el talle, y le acariciaba las piernas hasta un poquito así encima de las rodillas. Largo y entalle perfectos. Apuesto a que la ropa interior le hace juego. Adoro esos portaligas de encaje como altares de catedral gótica ante los que un hombre se arrodilla a rezar... o a desprender. Ni siquiera la escolta de la comisario logró arruinarle el talante con que había llegado, aunque Marceau trajera a la rastra a una mujerona vestida de verde oscuro, al mastodonte malhumorado de Meyer y a dos tipos más con el mismo malhumor y que lucían los ostentosos uniformes de los Carabinieri.

— ¿Gaetano Giuseppe Corrente?— interrogó ella sin darle tiempo a saludarla y sin mirar al resto de la asombrada concurrencia.
— Siempre es un placer verla, comisario... — sonrió invitador.
 — Su identificación, por favor— tendió una manita blanca y perfumada y él depositó en ella sus credenciales con una sonrisa cada vez más amplia.
 Ella les lanzó una ojeada distraída y se las dio a la grandota de verde.
— Mayor Corrente, queda arrestado por los cargos de intervención no autorizada en territorio extranjero, obstaculización de la labor policial y negligencia criminal en el cumplimiento del deber.
Arma dei Carabinieri

Mientras la boquita maravillosamente maquillada pronunciaba todas esas iniquidades, los dos Carabinieri cara de mastín napolitano con hambre, se le pusieron uno a cada lado y lo esposaron; la mujerota se caló un par de lentes de marco metálico y de un ajado portafolios de cuero, sacó un fajo de papeles con membrete del Palais de Justice. Ni siquiera escuchó a la jueza y se puso a aullar como un condenado.
— ¡Por Dios, comisario, usted no habla en serio!— miró a sus guardianes estatuarios—. Escúcheme, los dos aceptamos jugar el juego, porque era un juego, ¿cierto? Nunca, Cristo Santo!, nunca pretendí que nadie saliera lastimado. ¡No se habrá creído lo de su secuestro y lo de Ayrault, que usted era la carnada y todas esas bestialidades! ¡Fue un error, Dios, me excedí, lo admito!
La jueza se volvió en el acto hacia ellos.
— ¡Comisario, usted no mencionó lo de su secuestro! Estamos a tiempo de ampliar los cargos.
 Marceau respondió sin molestarse en mirarlo.
— El accionar irresponsable del mayor Corrente comprometió la seguridad de un procedimiento encubierto de la PJ, pero la imputación más grave es la de haber puesto en riesgo de muerte al capitán Dubois. Suficiente para desear verlo en la guillotina. Por no hablar del riesgo que corrieron mis otros oficiales.
 — Pero su secuestro...— la jueza no se daba por vencida y Marceau descartó el comentario agitando una mano desdeñosa.
 — El mayor dice la verdad: eso fue parte de un juego — lo miró a los ojos—. Una partida de ajedrez. Dejó de ocuparse de él y se dirigió a los oficiales junto con la jueza, que estaba terminando de firmar el papelerío. Uno de los Carabinieri firmó también y se guardó los papeles.
 ¡Carajo, la muy perra habla en serio y estos dos cafoni me arrestaron!
Porca puttana! Troia ...!(1) — Aulló y se abalanzó sobre ella, rojo de vergüenza y rabia.
Los Carabinieri tuvieron que sujetarlo.
 Ella dio media vuelta. Los ojos oscuros quemaban de furia contenida cuando le tomó la cara y lo acercó bruscamente a la suya.
 — Allora lu vvuliti stu vasu ‘na vucca?(2) — susurró tan cerca que el calor de su cuerpo lo alcanzó.
 Pero Corrente ya no tenía pensamientos eróticos respecto de la comisario Marceau: la mención de la ceremonia del beso había obrado el milagro de aplacarle el ánimo. Lanzó una mirada de soslayo al rincón: el viejo esbozaba una fría sonrisa de autocomplacencia y no hizo el más mínimo gesto de intervención.
Debí saberlo. Después de todo son familia. Relajó los hombros y les hizo un gesto mudo a sus cancerberos, que, sin mirarlo, asintieron con un cabezazo seco y lo llevaron hacia la salida, seguidos de la jueza, que no pensaba perderles pisada hasta embarcarlos en el siguiente vuelo de Alitalia.
 — Un attimo per cortesia, tenente (3)  — casi a punto de cruzar la cortina, el mayor se dirigió al de más rango. Los tres se detuvieron y los oficiales le soltaron los brazos pero no las esposas. Se volvió hacia ella. — Ci rivedremo ancora (4) — bravuconeó para recuperar algo del amor propio y la autoestima machucados.
 — Ma certo!— ella devolvió la estocada— La partita non è finita. Rimaniamo pari agli scacchi, vero?(5)
Corrente inclinó la cabeza en un gesto galante y salió sin volver a mirar atrás. Odio perder con esta mujer.

**** 
— Jefe...— susurró Jumbo a espaldas de la comisario, que todavía estaba hablando con la jueza.
— ¿Diga, capitán?
— Se le hace tarde. El coronel Dubois la está esperando abajo...
— ¿El coronel Dubois?— Marceau lo fusiló con la mirada—. Meyer, ¿cómo cuernos se enteró el coronel? Jumbo sacó un Gauloise, lo encendió, y farfulló con el cigarrillo entre los labios:
— Yo le avisé.
— ¡Capitán, le di órdenes específicas acerca de este procedimiento!— siseó Marceau.
Ortiz y el viejo paraban las orejas.
— Usted habló de su padre, el comisario Massarino y el capitán Dubois. Nunca mencionó al coronel Dubois.
Se midieron como esgrimistas.
 — Lo voy a arrestar por desacato.
— Soy testigo del novio. Sin mí, no hay casamiento y ese chico no tendrá padre. ¿Quién va a llevarlo a jugar al rugby y al fútbol y ...?
— No sea chauvinista, Meyer. Podría ser una nenita.
 — En el Quai, el varoncito gana cuatro a uno. No me falle, jefe, aposté unos francos yo también.
La jueza los miraba aguantando la risa.
— Meyer, nunca lo hubiera esperado de usted.. Es indigno de la confianza de sus superiores, es... — la comisario entrecerró los ojos—, una cucaracha. Lo voy a degradar y se va a ir de uniforme a dirigir el tránsito.
 — Bardou está de vacaciones, Dubois y usted no van a estar... No querrá dejar el sector a merced de esos dos tenientitos de juguete y de Sully...
 — ¿Ah, sí? ¿Y qué piensa hacer usted a merced de Sully?— Marceau enarcó una ceja y sonrió de lado.
— Tenía un par de ideas... Para empezar, pedirle café a cada rato...— respondió con cara de querubín.
 — Café, ¿eh? Mejor ocúpese de que Guildernstern y Rosencratnz no tropiecen con sus propios pies y que Sully no les revolotee alrededor. Esa chica necesita contención afectiva y usted es el oficial a cargo. ¡Conténgala adecuadamente!
— Haré lo posible, señora.
 — No “haga lo posible”. Simplemente hágalo. Es una orden— Marceau se volvió hacia la jueza, que se mordía las mejillas.
 — Será un placer. Sabe, jefe, hoy está muy linda... — Jumbo sonrió de oreja a oreja.
La comisario respondió por encima del hombro.
— ¿También tendré que dejar constancia de acoso sexual en su expediente?
— ¡Ah, no! El acoso sexual a superiores se lo dejo a Dubois. Él sí que sabe hacer bien las cosas. ¿Me deja las llaves de su auto? No tengo en qué volver— le guiñó un ojo a la jueza, que le devolvió el gesto con una risita.
La comisario le tendió el llavero y fue hasta el otro extremo de la sala, a saludar a los presentes con regia cortesía y disculparse por las incomodidades de la situación. Todos los hombres se pusieron de pie, inclusive el mismísimo viejo del diablo.
— Permítame acompañarla hasta la salida— pidió el coronel Ortiz.
— Realmente no es necesario— ella le respondió.
 — Será un placer para mí. Por favor.
Ella asintió con una sonrisa tenue y se fueron.
Jumbo se acercó al viejo, que había vuelto a sentarse, e inclinó la cabeza.
— Tengo un mensaje para usted de parte de Franco Massarino.
El viejo lo miró con una atención que hería. Jumbo continuó.
 — Dice que si Dios dispuso algún castigo para los Contardi por todo lo que han hecho, ese castigo acaba de salir por aquella puerta.
El silencio cruzó como un pájaro. Jumbo saludó educadamente y estaba a un paso de la salida cuando el viejo lo llamó. Sonriente, le tendió un sobrecito, pidiéndole que se lo entregara al señor Massarino.
 Cuando Jumbo consiguió meterse dentrás del volante del autito de juguete de la comisario y dejó de maldecirse por no haber venido en su propio auto, no pudo resistir más la tentación. Sacó el sobre y la tarjeta de visita, grabada en el anverso con un escudo de armas y debajo el nombre y título nobiliario. En el reverso se leía, escrito con caligrafía angulosa y asombrosamente firme para un hombre de su edad: “Nunca un castigo fue tan necesario. Que la penitencia dure para siempre.” No hay nada que hacer, filosofó Jumbo camino de la alcaldía, todos los viejos tienen algo de poetas. Miró la hora: después de todo no llegaría tarde a la ceremonia.

**** 

— Nos odia, ¿cierto? — Ortiz la tomó del brazo para detenerla.
Ella lo miró a los ojos.
 — No, no los odio. Ya se lo dije a su padre.
— ¿Nos teme?— insistió el coronel. La acercó a él con suavidad y el perfume masculino la envolvió. 
— Sí— ella respondió después de varios latidos de corazón.
— Pero elige a Dubois de cualquier modo.
— Sí — segura.
— ¿Por qué?— la mano del hombre apretó su brazo.
— Porque lo amo, porque prefiero luchar a su lado que en su contra. Si me ama, puedo ayudarlo.
— ¿Si la ama? ¿Por qué el condicional? La ama verdaderamente.
— Para un hombre hay cosas más poderosas que el amor, pero yo estoy dispuesta a enfrentarlas. No sé si estoy preparada pero quiero intentarlo. No lo amaría verdaderamente si no lo hiciera.
— Entonces, ma dame — él separó adrede las palabras—, Dubois tendrá ambas cosas. Tendrá lo que quiera porque usted está dispuesta— sonrió apenas y la arruga del entrecejo se le suavizó—. Usted lo dijo, deberíamos revisar los estatutos de la Orden— la mano de él descendió hasta tomar la suya.
— El nombre me da escalofríos— ella desvió la mirada.
— Es nada más que un nombre y está destinado a desaparecer. La Orden del Temple dejará de existir como tal cuando mi padre ya no esté. Él es el último Gran Maestre, así lo dispuso. Después, seremos nada más que un grupo empresario como otros tantos. El mundo cambia y debemos cambiar con él para perdurar.
 Adelante, destacándose entre el resto del gentío, Jean-Pierre escudriñaba con ojo clínico la multitud. Cuando la vio, le hizo señas. Ella agitó un brazo para saludarlo pero Ortiz no la soltó.
 — Tengo que irme...— se sentía asustada y no entendía por qué.
El coronel le tomó la otra mano.
— Lo entiende, ¿verdad? Es usted quien trae el cambio. Puede cambiar a Dubois y él puede cambiarlo todo.
— ¿Qué hay de usted? Usted es...
— Yo soy nada más que un administrador— la interrumpió—. Dubois y usted pueden dar el golpe de timón. Nunca había ocurrido antes.
 Ella tembló y él lo percibió.
 — Tiembla de emoción, ¿cierto? El juego está por empezar. Juéguelo junto a él.
 No le dijo nada: no hubiera podido. Él acercó su mano derecha hasta sus labios y la besó suavemente, sin dejar de mirarla a los ojos.
 — Hasta la vista, ma dame.
— Hasta la vista, coronel.

****

 Jean-Pierre necesitó nada más que dos pasos para imponer su figura enfundada en el uniforme de salida y alcanzarla con un brazo protector. Ella lo besó en la mejilla mientras dejaba que el alivio le recorriera el cuerpo y le devolviera el aliento.
— Vamos, preciosa, o llegamos tarde. ¡No hay que hacer esperar a los invitados!
 Mientras iban hacia el estacionamiento, Jean-Pierre preguntó por su acompañante.
 — El coronel José Ortiz. El padre del chiquito secuestrado...
 — El número dos de la Orden— él la interrumpió.
Ella tragó saliva varias veces antes de asentir.
— ¿Nerviosa?
 — Un poco.
 Jean-Pierre se detuvo junto al auto y la tomó por los hombros.
— No tengas miedo, chiquita. Todo saldrá bien.
 Ella sacudió la cabeza pero él no la dejó hablar.
— Ustedes dos, juntos, pueden cambiar las cosas. Mi hijo te ama y te necesita por encima de cualquier otra cosa. Siempre estarás primero.
 Comprendió que Jean-Pierre sabía y entonces, en un impulso, se abrazó a su cintura.
— Tengo miedo, tanto miedo... por Marcel...por mi bebé...
— Yo también lo tendría— él le acarició la cabeza—. "No conocerás el miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total..."
 — Eh, conozco eso... ¿No es de Frank Herbert...?
— "Duna". Me leí toda la saga cuando me tocaban las guardias en el cuartel. Para algo tenían que servir, ¿no?
Se rieron y se metieron al auto.

EPÍLOGO 
El rapto de Perséfone - Bernini

La estatuilla era una auténtica obra de arte, pieza única e invalorable. Representaba una escena de la mitología griega: el rapto de Perséfone. La diosa se retorcía entre los brazos de un Hades de barba rubia y hombros poderosos, magníficamente viril y desnudo, en su carro tirado por corceles negros de ojos enloquecidos. Un brazo del dios rodeaba las caderas de la diosa; el otro llevaba firmemente las riendas. A primera vista, la escena era el triunfo de la fuerza bruta masculina sobre la fragilidad femenina. Para algunos, resultaba ligeramente obscena en la desnudez de sus protagonistas, ya que la morena belleza de Perséfone estaba a medias cubierta por un velo desgarrado por las manos ávidas de Hades. Para aquellos que se detenían a admirar la obra, la verdad surgía con la observación. La mirada de Perséfone no suplicaba sino que provocaba; en sus labios no había temor sino sonrisa triunfal y exhibía su espléndida blancura a los ojos angustiados del dios al que había convertido en su esclavo. Él contenía la fuerza de sus manos, acariciando las caderas más que aferrándolas, y luchaba por ocultar la desesperación de perderla. El rostro transfigurado del dios reflejaba su propio infierno, encadenado para siempre al amor al que había tenido que raptar para poseer. Los ijares de los caballos negros relucían de sudor, al precipitarse de regreso hacia la herida que el carro del dios le había infligido al la madre Tierra, al irrumpir en la superficie para robar su tesoro.
Hades y Perséfone se eran fieles: el dios de las profundidades era inmune a la piedad; jamás había sentido el llamado de la carne y los sentimientos antes de conocer a la dulce diosa del renacer; la reina de los Infiernos no concebía amor más grande que el de su triste y oscuro señor. Y si no habitaban el Olimpo, su morada no les era menos grata. El artista se había tomado mucho tiempo para terminar la porcelana a gusto de su cliente. Había trabajado con las fotografías y había intercambiado cientos de bocetos, hasta alcanzar las fisonomías y las expresiones que el cliente demandaba. El resultado valía mucho más que la fortuna que le habían pagado: nunca volvería a hacer una pieza semejante. Había llorado al entregarla. El cliente le había prometido que la pieza sería periódicamente exhibida en exposiciones y museos. No era la fama lo que el artista anhelaba: era la obra misma. El cliente lo consoló diciéndole que los propietarios definitivos de la pieza, serían los mismos que la habían inspirado y que la obra se convertiría en tesoro y herencia de su familia. El artista pidió poder verla de vez en cuando y el cliente le prometió que hablaría con los dueños. Cuando la llevaron del taller, pareció que la luz se había vuelto más opaca.

 ****

Vittorio Contardi rodeó por enésima vez la mesa sobre la cual reposaba la porcelana. Había sufrido, pacientemente y en silencio, durante todo el tiempo que había demorado el embarque y traslado de la pieza, temiendo que algún accidente quebrara para siempre la armonía y belleza de las formas; o peor aún, que se le acabase su propio tiempo antes de verla terminada. La ansiedad le había consumido muchas noches, pero aquí estaba por fin. Podía respirar tranquilo. De hecho, casi podría decir que podía morirse en paz.
¿Cuánto había costado? ¿A quién le importaba? Era única, tanto como aquélla que una vez había admirado en los talleres de Nápoles, que reflejaba el éxtasis amoroso de Romeo y Julieta. El mismo artista las había hecho con la misma maestría. 
Mastr’Antuono no ha perdido la mano en todos estos años. 
El rapto de Proserpina- Porcelana napolitana de 1860
Enfocó la pieza desde distintos ángulos con la minicámara conectada a la notebook; eligió las mejores tomas y las grabó. Uno de los hombres de José ya había escaneado cuidadosamente todas las fotografías, inclusive las más antiguas, de color sepia, reparando a la vez los estragos del tiempo en ellas. Luego, las había archivado en la misma carpeta en la que Dubois había guardado la foto de Ombretta y Marcello; al parecer, Dubois no sabía de quiénes se trababa, pues el archivo no tenía nombre.
Seguramente la haya encontrado entre las cosas de Marcello. Nunca hubiera creido a Marcello tan sentimental.
Casi setenta años antes, él había encontrado la misma fotografía, en el compartimiento oculto del escritorio de su padre después de su muerte. Parecía obvio que Dubois tampoco sabía qué había sido de su notebook y que no se había ocupado por recuperarla, pero tenía una disculpa: había tenido cosas más importantes y urgentes de qué encargarse; seguramente daba por perdido el equipo. Bien, ahora lo recuperaría, y con algunos agregados familiares. Decidió que cambiaría el nombre de la pieza. “El triunfo de Perséfone” me parece más adecuado. Se sentó a la mesa, con la porcelana bien ante sus ojos, a redactar la nota que acompañaría a la notebook.

**** 
El suboficial a cargo de Ingreso de Materiales, exhibía un morro más largo que de costumbre cuando apoyó de mala manera un paquete peor envuelto encima del escritorio de Marcel.
 — Comandante, cuando vaya a recibir un envío de este tipo, por favor avise. ¡Creímos que era un atentado!
 Marcel miró al tipo con los ojos redondos de sorpresa, miró el paquete sospechado de actos terroristas, y volvió a mirar al fulano.
— ¿Quién espera un carajo?— ladró para no desentonar.
 — Eso — el suboficial señaló el paquete —, vino a su nombre. Una de esas computadoras portátiles. ¡No me diga que no sabía!
Discutir con necios es cosa de necios, pensó y se guardó el resto de sus argumentos. Cuando el uniformado se fue pavonéandose por haber puesto a un superior en su lugar, Marcel retiró los restos de papel y cartón para reencontrarse con su notebook.
 ¡Mierda! Creí que nunca volvería a verla.
Las circunstancias en las que la había perdido de vista habían quedado archivadas junto con el expediente Ayrault y, por una vez, ni Sistemas ni Equipos reclamaron el inventario. La conectó, maravillado, y abrió todos los programas y archivos que aparecían en “Escritorio” nada más que para regodearse con su funcionamiento.
¿Y esto? Una carpeta con archivos de imágenes. Mientras lo abría, recordó que en esa carpeta había guardado la foto reconstruida que había encontrado en casa de su abuela. Mi casa, recordó y sintió coloreársele la cara. El contenido era ahora mucho más voluminoso. Una sensación de premonición lo invadió, y aun antes de abrir los archivos, rebuscó entre los papeles y plásticos rotos. No encontró nada y se sintió frustrado. Ese idiota lo perdió. 
Llamó a Ingreso de Materiales y se sentó a esperar. La venganza es el placer de los dioses, meditó mientras cliqueaba sobre los archivos para abrirlos. Las fotos más antiguas estaban acompañadas por un texto que explicaba quiénes eran los retratados; de las otras, no necesitaba aclaraciones. Lo intrigaron las imágenes de lo que parecía ser una escultura y que resultó ser una porcelana de Capodimonte, del mismo estilo de aquella que estaba en casa de sus suegros y que representaba una escena del ballet “Romeo y Julieta”, y cuyos protagonistas eran Franco y Lola. La belleza de la obra lo sorprendió y lo conmovió.
 Al avanzar sobre las tomas siguientes, las sensaciones le encogieron el pecho.
¿Es posible?
Sonrió todavía incrédulo, pero las imágenes que se sucedieron lo obligaron a abandonar todo escepticismo. Quince minutos después, el mismo suboficial pero con menos humos, le entregó un sobre pequeño con huellas de pisadas y que contenía nada más que una tarjeta de visita.
 — Es lo único que encontré— masculló el tipo.


Sin dignarse a dirigirle la palabra, Marcel entreabrió el sobrecito y espió el contenido. En el anverso de la tarjeta, campeaba el relieve de un escudo de armas y debajo, el nombre y título impresos en caligrafía elegante. La nota estaba escrita en el reverso. Giró el sillón y dándole la espalda le dijo al suboficial que podía irse. Esta vez te vas con el rabo entre las patas, ¿eh? Volvió sobre las imágenes y las repasó una por una, hasta que le dolieron los ojos. Tomó la fotografía de Odette y los mellizos, que siempre llevaba con él, y dedicó los siguientes minutos a extasiarse secretamente con sus vástagos: Gabrielle le sonreía traviesa mostrando sus dos dientecitos, y la chispa pícara en sus ojazos oscuros era la misma que iluminaba la mirada de Odette; Gianfranco, desconfiando de la cámara, se colgaba del cuello de su madre como una garrapata rubia. Mis tres tesoros. Apoyó la foto en el teclado de la notebook y comenzó a recorrer nuevamente las imágenes.
Ahora entiendo.
Tomó la tarjeta y la releyó, poniendo su corazón en hacerlo:

 “El círculo está cerrado” 

 Sin dudarlo un segundo, ingresó al correo electrónico y buscó la dirección que estaba seguro de encontrar. Tecleó el mensaje, tan breve como el que había recibido, y lo despachó.

 “Comprendo” 

Más palabras hubieran sido innecesarias.

FIN
(por ahora...)

(1): Puta de mierda
(2): ¿Entonces sí quiere el beso en la boca? 
(3): Un momento por favor, teniente.
(4): Volveremos a vernos
(5): Por supuesto. La partida no terminó. Hicimos tablas, ¿cierto?