POLICIAL ARGENTINO: 11 oct 2011

martes, 11 de octubre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 26

OFICINAS DEL DIPUTADO J-J AYRAULT, CHAUMONT. LUNES POR LA TARDE


La línea directa sonó, interrumpiendo la lectura del diputado Ayrault, ocupado en su próximo discurso.
—¿ Quién?— ladró.
— Conrado Seoane.
— Lo escucho— Ayrault moderó los malos modales: aunque fuera un pendejo, Seoane era su futuro socio.
— El operativo se lanza el jueves.
— De acuerdo— casi saltó de alegría en el sillón: Seoane se estaba retrasando demasiado para su gusto.
— ¿Los recursos?
— Todo preparado y en regla. Mi gente se moverá mañana— aseguró Ayrault.
— No habrá más comunicaciones hasta que su grupo esté de regreso en París.
— Comprendido.
Cortaron sin saludarse.
Ayrault se sirvió un coñac y lo sorbió despacio, mientras el pulso le volvía a su ritmo normal. Los algo más de veinte millones de dólares escamoteados a la Orden y depositados en el banco de las Cayman Islands le alteraban los latidos cada vez que se comunicaba en forma directa con un miembro de la Orden. El problema más urgente a enfrentar ahora era que no podría usar el mismo cuento de nuevo, y las cifras eran tan tentadoras como antes. Los “inconvenientes” que había "sufrido” Euroavventura con la muerte de Giuliani, y alguna que otra oportuna intervención de prefecturas africanas sobornables con pequeños porcentajes de los embarques, habían agotado la confiabilidad de la empresa y él necesitaba a la fuerza mostrarse confiable.
La única piedra en su camino era el cretino incompetente de Ruggieri, que no terminaba de poner sus patas embarradas encima de BCB. Era una perla que no podía darse el lujo de perder. En realidad, no tenía intenciones de perder absolutamente nada salvo socios imbéciles. Si la accionista mayoritaria de BCB se queda sin socios, seguramente escuchará ofertas. Dejemos que Ruggieri haga la primera parte del trabajo y después veremos. En poco tiempo más, de acuerdo con los pronósticos de las encuestas y Blanche Lemaire, él tendría una posición negociadora inmejorable. No estaba dispuesto a ser nada más que un perro guardián de los intereses de la Orden y hacer la parte sucia por un porcentaje: para eso estaban los boludos como Ruggieri. Él tenía aspiraciones mucho más elevadas.
Otros políticos lo habían intentado antes que él, y habían terminado en un escándalo judicial de proporciones, pero ir de canciller a traficante de armas no era el camino correcto a recorrer: desde su punto de vista, el inverso era el más seguro, y él estaba en las mejores condiciones para demostrarlo. Si la Orden pretendía que él continuase operando con ellos, debería ofrecerle muy buenas condiciones. Un anillo de oro con el sello de la Orden, no estaría mal para empezar. Ya se ocuparía de conseguir algo mejor.

BUENOS AIRES, CUARTEL GENERAL DE LA ORDEN. LUNES POR LA MAÑANA
Subteniente Conrado Seoane
— ¿Y?— Schwartz sacudió el mentón.
— Todo arreglado— Seoane se volvió a medias y apagó el celular mientras le respondía.
— ¿Son confiables?— Schwartz bajó la voz hasta un murmullo.
Éste no está convencido del todo, pensó Seoane y rió sin ganas.
— Si el viejo y el negro le creen, porqué yo no? Políticos. Son una mierda en todas partes.— A mí la política me importa un carajo. Quiero lo que me pertenece y nada más. Pero no lo dijo en voz alta.
— Nosotros no hacemos nada…— Schwartz se atajó.
— La primera fase del operativo está a cargo de ellos. Todo: personal, armas, transporte.
Schwartz hubiera querido hacerlo él, pero Seoane fue terminante. Era preferible así. Si algún boludo se zafaba y soltaba algo en castellano, estarían todos bien jodidos.
— ¿Cómo mierda se arreglan para sacar el paquetito?
— Una mina.
— ¿Cuándo movemos?
— Nosotros no existimos hasta la segunda fase. Hasta ese momento, hacemos los deberes y cumplimos órdenes como siempre— cabeceó hacia arriba, señalando el cielorraso—. Cualquier orden— reiteró.
— Pará: ¿y si al tira se le ocurre intentar algo?
— ¿Algo como qué?
— Qué se yo, boludo, mover gente de allá...
— No tienen a nadie. Les barrieron a los mejores efectivos de Europa cuando coparon Central hace dos años— Seoane esbozó una sonrisa asesina.
— ¿Y los de Nueva Central?
—Son muy nuevitos, todavía no se ganaron las jinetas. Están para otros operativos. Son killers profesionales, no soldados: yo no los usaría para algo como esto— Seoane sacó un atado de Camel y le ofreció uno a Schwartz con una sonrisa helada que no alcanzaba los ojos del color del lapislázuli.
— Pero el condicionamiento... Siempre pensé que con esos tipos funcionaba de una...
Y a vos no te condicionó nadie, Schwartz,  por eso podés traicionar. ¿Eso es lo que querés decir? La comprensión le recorrió la espalda como un animal viscoso. Tu única fidelidad es con la guita y lo único que te asusta es la posibilidad de no ver un mango.
— Nosotros somos auténticos soldados de la Orden— el oficial más joven fumó con ganas—. Y aunque yo no le guste al negro, él confía en vos y en aquellos que vos elijas, como por ejemplo a mí— sonrió pensando en la ironía: era él quien había elegido a Schwartz, precisamente porque Ortiz lo consideraba un hombre confiable.
— Además, no puede arriesgarse a perder: está en juego el prestigio de la Orden, ¿te das cuenta? ¿Cualquier boludito nos toca el culo? No, bebé. Va a ir y nos va a llevar y va a intentar cualquier cosa. Y yo lo voy a hacer mierda.
— No lo podés ni ver, ¿no?— Schwartz sonrió de costado.
— Negro hijo de mil putas. El "criado" del viejo... Le robó el lugar a mi hermano...— Seoane torció la boca.
— El viejo te tiene aprecio ...— Schwartz se encogió de hombros.
No le respondió. El viejo... él también me debe mucho. También tiene que pagar por lo que hizo.
****
Una puerta al final del corredor se abrió. Schwartz y Seoane se saludaron como si acabaran de cruzarse y cada uno siguió hacia un extremo opuesto del pasillo.
Schwartz escuchó a Seoane saludar al asistente de Ortiz. El nabo de Rinaldi. No me gusta, no le gusto. Forrito. Saludó a su vez y siguió hacia el baño. Qué guacho, el pendejo. Durísimo. Parece mentira que tenga veintiuno. El hermano estaría orgulloso de él. Apoyó el cigarrillo en el borde del mingitorio, cuidando de no salpicarlo.
En los círculos más cerrados de la Orden se comentaba en voz bajísima que el viejo en persona había dado la orden de “anular definitivamente” al Brigadier. Nunca había comunicación oficial de motivo alguno, pero otras células “anuladas definitivamente” en Europa en el mismo momento que el Brigadier, lo habían sido por traición. Una sensación desagradable hormigueó por la espina dorsal del mayor del Ejército Argentino Jorge Osvaldo Schwarz. ¿Y ésto que vamos a hacer, qué carajo es? El pensamiento le cortó el chorro.
¿El nenito se quiere tomar revancha? Problema de ellos y entre ellos. Las venganzas ajenas me importan una mierda. Yo quiero mi parte. Aunque, no sé, meterse con el viejo... El tira, vaya y pase, qué se yo, es un negro de mierda. A mí tampoco me hace gracia que esté donde está. Pero el viejo... Ah, París, París. El pendex que haga lo que quiera con la manija. Yo me retiro en plena gloria de la carrera militar. Me pagan y 'orrevuar'... Que me vengan a buscar... canturreó mentalmente mientras se subía el cierre de la bragueta.
****
Seoane se encerró en su cubículo. Schwartz es una cucaracha pero lo necesito. Schwarz estaba entusiasmado con su papel de vengador anónimo y había sugerido el toque de los archivos nazis. Schwartz era tan Schwartz como él Seoane, pero el padre de Schwartz se había dado el lujo de elegir un nombre alemán: si los del Centro Wiesenthal encuentran a “Jürgen Schwartz”, lo cuelgan en donde esté y sin juicio previo. Y a mí qué carajo me importa.
Oficiales nazis 
El muy guacho se había reído:
— Mi viejo está en el Paraguay y los forros de los judíos dieron vuelta medio Brasil buscándolo. De última, ya pasó los ochenta. Ya vivió su vida, él entendería.
Es un turro. Cualquier cosa se puede usar si rinde beneficios. Lo cierto es que Schwartz sabía de la existencia de esos archivos que podrían haber entregado a su padre en manos de la justicia alemana o francesa. Él no tenía intenciones de usar los archivos; era una maniobra de distracción para desviar la atención del enemigo hacia otro flanco, y poner a todas las ratas juntas en la misma ratonera.
Schwartz tiene a sus propios hombres, y yo no tengo otro tipo tan bien entrenado como él y que pueda conseguir tantos efectivos. “Todavía no te ganaste las jinetas, nene”, me dijo. “Sos muy capo, pero demasiado pendejo. Vos pensá, yo te manejo la gente. Podemos hacer un equipo imbatible”. ¡Equipo! A éste lo único que lo moviliza es la guita. Mi hermano lo tenía bien calado.
Una historia oscura relacionada con la guerra en las Malvinas, que Seoane no había llegado a desentrañar del todo, nublaba la supuesta íntima amistad entre el mayor y su finado hermano. Él era un mocoso en aquella época y sólo conocía de oídas la versión retransmitida por el "correo secreto" del Liceo Militar. Se habían hecho muchas porquerías en Malvinas, las Georgias y el Atlántico Sur. Había muerto gente que no debería haber muerto jamás y se habían rendido quienes habían jurado morir en el frente de batalla. Unos cuantos tiras todavía miraban incómodos por encima del hombro cuando andaban cerca de algún veterano de menor rango. A Schwartz lo habían ascendido después que a su hermano, decreto del PEN mediante, y junto a otros oficiales de pasado bélico dudoso, en una movida poco publicitada "para no generar irritación en la población”.
Cada vez que podía, Schwartz se pavoneaba ante él de su amistad con el Brigadier. Sin embargo, ese pavoneo se diluía si aparecía alguno que hubiera conocido a ambos en los años de plomo. Oculta algo. Me gustaría tener tiempo para descubrir qué.
Conrado Seoane apretó los labios. ¿Tendría que haberlo preparado desde Central? No: los de Central son ferozmente leales. El condicionamiento sí funciona. También funcionaba cuando mi hermano lo manejaba. Papá... Mi hermano...La puta que te parió, viejo de mierda, cómo pudiste... Mi hermano era de tu propia sangre, tu mano derecha. "La mano derecha del diablo", le decías y se reían. La rabia le atenazó la garganta. Tranquilo. Estas cosas se hacen con la cabeza fría.
Cargó el CD, tecleó la clave de encriptamiento y el plano se desplegó. Con doce hombres dominamos cualquier situación. Schwartz pensaba utilizar veinticinco, previendo cualquier posible pérdida. El personal de servicio no contaba aunque fuera un batallón. “Si joden son boleta antes de que se den cuenta” , había afirmado el mayor, acariciando la culata del arma en la cartuchera.
Y él podrá tener a cuántos: ¿veinte, veinticinco de los suyos? Puede duplicar el número si lleva a los de Central... No, no se puede arriesgar a dejar Central desprotegida. No lo va a hacer. Yo no lo haría. ¿Qué haría yo en su lugar?
Se lo había preguntado con cada paso de la planificación del operativo: pensar las reacciones del otro y sorprenderlo con anticipación y movimientos inesperados. Así se hace la guerra de verdad, me lo enseñó mi viejo. Papá, que le había mostrado la Cruz de Hierro ganada en el frente. Se le habían llenado los ojos de lágrimas cuando su padre se la regaló delante de su hermano mayor, que lo miraba con orgullo. Su hermano mayor también tenía medallas de las Malvinas. Guerras. Palabras ajenas a su vida de todos los días, hasta que a los diecisiete, el día que terminó el Liceo Militar, su padre y su hermano lo sentaron para contarle a escondidas del resto de la familia.
“Hice lo que debía hacer”, dijo su padre. “Un soldado siempre cumple con las órdenes. Yo cumplí”, y le regaló la condecoración.
“Hice lo que me ordenaron”, sonrió su hermano con suficiencia. “Eran terroristas, subversivos, montos que conspiraban contra la Patria. Ahora quieren reivindicarlos como víctimas. ¿Y los que mataron ellos? ¿Los oficiales, los colimbas, los policías? ¿Quién se acuerda de Tucumán y Formosa?”

Las condecoraciones que atesoraba eran lo único que le quedaba de ambos, después de la muerte de su hermano en Francia. Por orden del viejo, se habían limitado a repatriar el cadáver y enterrarlo en un cementerio privado. No lo velaron ni dejaron ver el cuerpo.
“Para qué”, había dicho el viejo desde el fondo de su bergère. “Ya debe estar descomponiéndose. Los trámites de repatriación de restos no son sencillos y llevan su tiempo”.
El único que lloró fue él. Un clasificado en las necrológicas de La Nación y Clarín fue la única mención: ”Mayor del Ejército Argentino Federico Seoane. Q.e.p.d. Sus familiares lamentan comunicar su deceso en el extranjero”.
Tampoco hablaron de sus medallas de Malvinas. Su batallón era el que había participado en la mayor cantidad de acciones de combate y sus superiores los habían felicitado. Lo sabía porque papá había guardado los diarios para cuando él creciera. Guardaba las medallas en la misma caja que la Cruz de Hierro de su padre.
Papá, te llegó la hora de la revancha. Otra vez uno de tus hijos al frente de la Orden. Lo hago también por mi hermano. Cerró el archivo y se reclinó en la silla.
Y en cuanto al otro, boleta. Es un mal bicho. ¡Quiere armar una "organización paralela"! ¡Si será boludo! Con la Orden no se jode, forro. Estos políticos son todos iguales, mierda pura. La guita, la guita, empiezan a corromperse con la guita y después no paran: merca, minas, cualquier cosa. Imbécil, lo que importa es el poder, y quién lo maneja. Las riendas del poder bien cortitas en la mano. Sin vicios, sin excesos. Sin pasión pero sin piedad. Decisiones de poder y nada más.
Debe ser en lo único en que coincidimos con el negro de mierda.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
— Comisario , no puedo localizar a Dubois— Meyer asomó a medias su humanidad portentosa—. Todavía debería estar en París. Tenía previsto viajar mañana a Milán.
El mensaje era claro: "Dubois se está haciendo el boludo y no responde a los llamados al orden".
— Está bien— suspiró Odette—. Trataré de encontrarlo— "Intentaré hacerlo entrar en razón".
Meyer sonrió aliviado y desapareció.
El celular de Marcel tenía la casilla de mensajes saturada, lo mismo que contestador telefónico de su departamento. Podía pedir un rastreo, pero prefería encontrarlo por las buenas. Avisó que salía.
****
Marcel estaba metiendo la ropa en el bolso y ecuchó los timbrazos. Que se vayan a la mierda. Había recogido los setecientos mensajes de Jumbo en su celular y el contestador para que se comunicara con el Quai. Les faltó mandame palomas mensajeras. Se imaginaba perfectamente porqué querían que se presentara.

El ruido de la llave en la cerradura lo atornilló al piso. La única otra persona que tenía llave de su departamento era la última que esperaba ver. Salió del dormitorio y encontró a Odette esquivando los restos del tsunami que había pasado por el salón, dejando ropa sucia tirada, latas de cerveza vacías y diarios apilados encima de la mesa.
— Qué milagro...— le dijo, con la voz teñida de sarcasmo.
— Meyer te estuvo llamando todo el día— Odette evitó responderle.
— ¿Viniste a comunicarme oficialmente que me apartaron de la investigación?
— No vine a comunicarte nada. Michelon no quiere que te muevas de París.
—¿Vas a reemplazarme ahora que estás al frente?
— ¡Nadie te reemplaza! La situación cambió. ¿No te enteraste del tiroteo de esta mañana?
— ¡Están intimidándonos!— estampó un puño sobre la mesa—. Estamos demasiado cerca, ¿no se dan cuenta? Todavía tenemos algo de ventaja y no pienso perderla.
— ¡No es una cuestión de perder ventaja sino vidas, por Dios!
— No— la miró desde debajo de las cejas, con la decisión petrificada en la cara—. Yo arriesgué el culo en este caso y no pienso tirar todo a la mierda porque se asustaron.
— ¿Quién habló de tirar nada? ¡Se trata de prudencia! ¡Saben que estás detrás de ellos!— Odette dio un paso adelante y tropezó con un diario tirado en el piso— ¿Carajo, no vienen a limpiar?— murmuró enojada y se agachó a recoger el diario.
— Lo lamento: es el departamento de un hombre soltero que pasa mucho tiempo fuera. El mismo hombre que rechazaste cuando te ofreció vivir juntos en este departamento mugriento.
Ella retrocedió como si la hubiera golpeado.
— ¿Te duele? ¡Si supieras cuánto me dolió a mí que prefirieras encerrarte en un mausoleo de lujo, con las fotos y la ropa de un muerto! — los ojos de Odette se llenaron de lágrimas, pero él ya no podía contener todo ese veneno que lo amargaba—. Ensucio, desordeno, dejo los diarios tirados y me equivoco. Cometo miles de errores nada más que porque estoy vivo. Me harté de competir con un fantasma. No voy a hacerlo nunca más.
Odette estaba pálida como el mármol cuando atinó a tomar el picaporte, la mirada arrasada y sin aliento. Salió al pasillo y corrió hasta el ascensor, sin cerrar la puerta.
Él se quedó en el medio del salón, temblando de coraje, sin darse cuenta de que también lloraba.