POLICIAL ARGENTINO: 21 ago 2008

jueves, 21 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 9


Tapa de la revista "Así", elecciones de 1946


Presidente Gral. Juan Domingo Perón - 1946-1952; 1952-1955; 1973-1974
Marcha cantada por Hugo del Carril

BUENOS AIRES, 1960
El mocoso era ruidoso, por decirlo con suavidad. No había heredado el carácter de Dora, quién sabe si el de su padre. Pero su yerno era un hombre de una disciplina por lo menos tan férrea como la suya. Militar hasta la médula, el tipo de milico que él admiraba: el que cumple órdenes sin discutir, el que va primero al frente, aquel para quien el honor es lo primero que se gana y lo último que se pierde. Prusiano. De los que ya no quedan en ninguna parte.
Qué se le va a hacer si los superiores le ordenaron que hiciera lo que hizo. Cumplía órdenes. Y cumplió. El mandato era expurgar la raza de las taras. El monte Taigeto de los griegos mezclado con la roca Tarpeya de los romanos y llevado a su atroz máxima expresión. Mejorar la sociedad para un futuro donde sólo dominarían los superiores. ¿O no había hablado Darwin de la supervivencia y la supremacía del mejor y del más fuerte?
En lo personal, prefería expurgar la sociedad de otras lacras. Las raciales le importaban bien poco. Después de todo, la mayor parte de la población del país desciende de los barcos. Hasta la peonada había cambiado. Ahora, eran en su mayoría chilotes, bolivianos o paraguayos sin trabajo. Algún changuito jujeño o salteño.
El gobierno anterior había sido favorable al Eje. Inclusive tomó los modelos fascistas y los adaptó en su propio beneficio, con resultados espectaculares: movilizó a la gente del pueblo de una forma que ni siquiera recordaba haber visto en el gobierno de Yrigoyen. Las ovejas estaban contentas. Baa, baa. Perón era un mago de la política y del manejo de masas. Impresionante. Casi parecemos hermanos —pensó sonriendo—;con la diferencia de que a mí el halago del público no me gusta ni me preocupa. Se había metido en el bolsillo a sus compañeros milicos, a los politicastros, a la gente común, con planes de gobierno que tenían más de treinta años de antigüedad y que él presentaba como la revolución social argentina. Un maestro. Un Maquiavelo criollo. Su único problema era que le gustaba demasiado figurar. A la larga, eso es malo. Y la mujer no era la Pacini. Regina era estrella y se movía con la clase de la prima donna que era. Ésta no había sido nada y ahora era todo. Llegó a sentir una cierta admiración por ella, mezclada con lástima. Él le había entrevisto esa desesperación que traen las enfermedades mortales. Las ovejas la habían canonizado en vida. La oligarquía la hubiera quemado viva en la plaza de Mayo. Los milicos querían comérsela viva porque era el instru-mento de la derrota del ejército a manos de las ovejas.


Pte. J.D. Perón y María Eva Duarte de Perón

Él sabía lo que le pasaba: el poder. La estaba consumiendo porque ella no estaba hecha para el poder. El marido la manejaba con maestría. Era su mejor herramienta política. Pobrecita. Hasta después de muerta, el Partido la esgrimió como bandera y tapadera de las más bajas ambiciones. Malo. Muy malo.


Renunciamiento público de Eva Perón a la candidatura como vicepresidente - 1952
Y tan malo fue que en el ’55 bombardearon la plaza y los viejos conocidos se sentaron otra vez en el sillón. No lo sorprendieron. Nunca lo sorprendían esas oscilaciones violentas de su país. La historia lo tenía acostumbrado. Seguían buscando a un caudillo, al padre que los había dejado guachos en algún momento de la colonización cruel.


Presidente de facto Gral. Eduardo Lonardi - 1955
Ver: "Revolución Libertadora" - El Historiador

Alguien le ofreció el puesto y se negó, como siempre. Mejor así, porque estos milicos no son los de antes. Se habían vuelto ansiosos, buitres peleándose por carroña. Mucho tiempo sin hacer nada, sin enemigo real, y empiezan a dibujarse enemigos imaginarios entre ellos.

Presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu - 1955-1958

Se despedazaron en gobiernos de facto y seudoelecciones que terminaban con el presidente de turno arrasado por un nuevo gobierno de facto. Las botas, las charreteras y las jinetas iban y venían. El poder seguía estando en el mismo lugar de siempre.
Y así se lo explicó al nieto, a su heredero. Quería enseñarle como su tatita le había enseñado a él. No con los rebencazos en el lomo de algún desgraciado, porque las épocas habían cambiado, pero sí con el mismo rigor y severidad, para que se le fuera templando el carácter en la moderación. No se puede manejar tanto poder si no se tiene moderación.
El mocoso era demasiado indisciplinado. Culpa de la madre, que lo malcriaba hasta el hartazgo. Hijo único varón, único sobrino y primo bonito y seductor entre miríadas de tías, primas y amigas levantiscas, era la atracción social de cada fiesta de cumpleaños.
- Lo están arruinando —le dijo a su yerno—. Mucho mujerío revoloteándole alrededor. Tendría que ocuparse usted en persona de enderezarlo un poco.
El yerno escuchó y obedeció y se encargó de impartirle educación prusiana al crío. Se excedió en el celo y lo metió en el Liceo Militar. No le gustó mucho, pero era el padre. Todos, incluso él, creyeron que eso lo cambiaría. El tiempo demostraría si habían acertado.

Presidente Arturo Frondizi - 1958-1962

Un mes después del nacimiento de su nieto, Elías Ortiz, el capataz, le pidió permiso para conversar con él. Lo recibió en su estudio de la casa grande, con el fuego encendido en el hogar de mármol italiano que su tatita había hecho traer de una villa en las afueras de Perugia, que había comprado en uno de sus viajes. El hombre estaba serenamente impresionado por el lugar. Claro, el escritorio monumental imponía respeto. Los bergères delante del fuego se prestaban a confidencias que el capataz nunca podría oír. La biblioteca severa y oscura tenía libros que él nunca sabría qué decían. No era su intención asustar al capataz, porque era un hombre de valía y confianza, sólo que no tenía otro lugar donde recibirlo y hablar tranquilos y sin interrupciones. Ni sus hijas se atrevían a entrar cuando el tatita cerraba la puerta.
Lo hizo sentar del otro lado del escritorio, en el sillón de las visitas, mullido y forrado en cuero finísimo. El capataz se sentía incómodo por tanto confort, tanto cuero delicado y tanta alfombra. Era un hombre de campo, duro y seco como la tierra del monte.
—Lo escucho, Ortiz.
—Patrón, se me murió la Rosalía.
Ya sabía, y Ortiz sabía que él sabía, pero de alguna manera hay que empezar a hablar. La mujer se le había muerto de un derrame cerebral. Una aneurisma, dijo el médico del pueblo; demasiado tarde para hacer otra cosa que el certificado de defunción. Se cayó muerta delante de la cuna, antes de levantar al crío para amamantarlo. Se dieron cuenta de que pasaba algo por el llanto desaforado e interminable.
—Yo no tengo a nadie, patrón. Usted ya sabe.
Le ofreció criar al mocoso en el casco. Ortiz se lo merecía. Tendría la misma ama de leche que su nieto, porque a Dora se le había cortado.
—Patrón... —al capataz se le iba la voz —,yo... tenía pensado algo más para este hijo. Yo... junté la plata, ya sabe, no me gusta tirarla por ahí en pavadas... Quería que tuviera educación.
Él intentó hablar y Ortiz lo atajó.
—Yo le agradezco lo que usted hizo por mí todos estos años, lo que va a hacer por él, pero... quiero algo mejor para él que...
—Que la estancia...
—No, que la estancia no. Que la vida acá, sin conocer más que el horizonte chato y muerto de la pampa. Sin haber visto alguna vez el mar. Otras tierras. Otra gente. Si después quiere venirse para acá, que venga. Yo estoy orgulloso de lo que soy. Pero los tiempos son diferentes. Yo había soñado algo para él.
—Cuénteme... —se arrellanó en el sillón, extrañamente conmovido por ese hombre mitad indio mitad mestizo que tenía aspiraciones de volar más alto que el cóndor. Lo conmovió verle los ojos color café, casi negros, llenos de ilusión contenida.
Ortiz le contó su sueño y él le dijo que sí.
—Gracias, patrón.


Presidente José María Guido 1962-1963

Su nieto estaba decidido a no hacerle la vida fácil al “criadito”, como le decían cariñosamente y sin desprecio las mujeres de la casa.
—"Criado" no quiere decir "sirviente" —le había explicado inútilmente al nieto—, es su hermano de leche. Háganse amigos, crezcan juntos. Si es usted el que va a mandar acá algún día, ¿cuál es el problema?
No había caso. Los mocosos se hacían la vida imposible mutuamente y su nieto era el provocador, a sabiendas de que nadie lo reprendería, salvo su abuelo.
—¿Me puede decir por qué no le gusta?
—Porque es un guacho de mierda... — respondió contestón el mocoso, y él le atizó un sopapo en la boca que le hizo sangrar el labio.
—Para que aprenda, guacho es uno que no tiene padre, y José tiene padre y madre, igual que usted. Y no me diga malas palabras.
—¡Vos porque lo preferís a ese negro! —gritó ofendido y rabioso el crío, y salió corriendo.
Habrá que enderezarle el temperamento a este gurí. Vamos a tener que hablar mucho, el padre y yo. Esto no me está gustando. Vio a José, parado en la puerta de la cocina, callado como siempre, los ojos negros muy abiertos, mirarlo con un amor y una devoción que nunca nadie le había dedicado. Ni siquiera sus hijas.
—Tatita...
—Camine a tomar la leche.


BUENOS AIRES, 1972
—Dale, viejo, contame. Dale.
—¿Que querés que te cuente?
—La verdad.
Su padre se quedó mirándolo fijo, sin expresión. Lo había despertado en medio del sopor de la siesta para preguntarle, porque no aguantaba más la curiosidad. Venía vigilándolo desde hacía rato, desde la primera vez que lo oyó hablar en sueños.
Su madre le había contado que su padre era español, que había venido de muy chico y que sus abuelos paternos habían muerto hacía mucho. Pero había algo en él que no lo convencía. Buscó en la caja de madera donde Dora guardaba los papeles de la familia y encontró la partida de nacimiento y la legalización del consulado. Las actas de defunción de unos abuelos que no conoció. Qué raro. Parece que me lo hubieran puesto adrede. Cuando observaba caminar a su padre por el campo, porque era el capataz desde que Ortiz se había muerto de un ataque al corazón, sentía en las entrañas que había algo más detrás de ese porte que hacía derretir por igual a las chinitas y a las nenas bien de sus primas. La forma en que se paraba, muy derecho, la cabeza erguida. Cómo se ponía el rebenque debajo del sobaco, o se azotaba descuidado las botas. Eso no era de gallegos. No de los gallegos que conocía. Un día, ya en el Colegio Militar, vio a un tira de los de verdad, con charreteras y soles, que hacía lo mismo: se fustigaba indolentemente las botas de montar, lustrosas como cucarachas. Las botas que los cadetes de primer año limpiaban con esmero digno de sirvienta.
Milico. Mi viejo también es milico. ¿Por qué no me lo dijo? Y ese verano, aprovechando que su madre estaba en Punta del Este con las hermanas menores y las sobrinas, se dedicó a espiar a su padre, y lo pescó, de la forma más increíble: hablando en sueños. Una lengua dura, en la que todo sonaba como órdenes. Lo había oído tantas veces que tenía que ser verdad. Y además estaba lo que pasaba de noche, con su madre.
La primera vez, él tenía seis años y se asustó, pero no se lo contó a nadie. Se metió en la cama a llorar de miedo. ¿Y si papá venía y le hacía lo mismo, por espiar? Durante varios días se despertó en medio de la noche, asustado, y la Felisa tenía que meterse en la cama con él para que se durmiera, abrazado al cogote de la negra como una garrapata rubia. Pero la curiosidad lo estaba matando así que volvió a espiar. No una vez; muchas. Un día se dio cuenta de que ya era grande, porque la Felisa estaba en la cama con él para hacerlo dormir y le sacudió un chirlo. “Mocoso de porquería, te voy a enseñar a hacerme chanchadas”, le dijo. Nunca más consiguió que la negra lo hiciera dormir. Tenía diez años. A los once, las hijas de los puesteros de la estancia se ponían coloradas cuando lo miraban pasar, junto a su padre, recorriendo el campo a caballo. No en tractor o en camioneta. A caballo. A su padre le gustaba más, y a él también. Disfrutaba de azotar al zaino brioso que le había regalado el abuelo para su último cumpleaños, sentirle el lomo transpirado debajo de las bombachas cuando montaba en pelo, el viento zumbándole en los oídos. Se dio cuenta de que le gustaba que las chinitas se sonrojaran con él lo mismo que con su padre. A los doce, una paraguaya que hacía poco trabajaba en la casa de Buenos Aires, dulce, perfumada y caliente como las siestas en Asunción, le enseñó a conocer a una mujer. Alcira era llena, de ojos grandes y oscuros, y un pelo largo que lo acariciaba cuando ella se lo montaba. Alcira era el paraíso.
No había dejado de espiar a sus padres en todo ese tiempo, y quería probar con Alcira. Una tarde en que estaban solos, su madre en casa de una hermana en un “beneficio”, como les gustaba pasar las tardes de fin de semana, y su padre de vuelta en el campo, decidió intentar.
—Quiero hacerte algo nuevo.
Ella se rió con esa risa que parecía el agua de un arroyo, el acento guaraní golpeándole las palabras.
—¿Algo nuevo? ¿Qué me vas a enseñar que yo no te haya enseñado primero?
—A tenerme miedo.
Y Alcira le tuvo miedo. Estaba tan linda, así asustada, llorando, el pelo arrastrándose por el piso. Se arrodilló y la besó, como había visto a su padre hacer con su madre.
—¿Me tuviste miedo?
Ella sacudió la cabeza diciendo que sí, sin poder hablar a causa del hipo que le había dado el llanto.
—¿Pero te gustó?
—No sé... —lo miró entre enamorada y alucinada.
—Tenés que saber. Decime.
Y Alcira aprendió a saber. Su patroncito rubio y dócil, ávido de conocimientos de cama, se le había convertido en uno de esos gringos crueles que se habían venido a poblar las selvas apocalípticas de su tierra natal. Ella lo quería pero le tenía un miedo terrible cuando le veía en los ojos esa locura salvaje. “Me vas a matar”, le decía, y él le respondía que sí. Y tenía nada más que catorce años, y ella, casi dieciocho.
—Contame —insistió ahora ante su padre.
—Vamos adentro.
Su padre se sentó en la biblioteca, se sirvió un whisky y le ofreció uno. Nunca lo había hecho antes. Bueno, ya tengo dieciséis, qué carajo. Además, en el Colegio se las arreglaban para contrabandear alguna que otra botella. También contrabandeaban merca, pero eso era una reverenda mierda. Alcohol puede ser, de vez en cuando. Merca, ni loco. Lo escuchó hablar lenta, muy lentamente, casi con dolor.

—Yo era militar de carrera —le dijo—. Pero, hacia el final, las órdenes las daban la Gestapo y los SS. Inútiles de mierda, estúpidos incompetentes y burocráticos. Todos civiles. Nosotros éramos la gloria del Reich: el ejército, la aviación, la marina. Ellos arruinaron todo y nos hundieron. Tuve que cumplir órdenes. Para eso me habían entrenado. Estuve a cargo de un campo, durante un tiempo, casi al final de la guerra. Indigno de un soldado pero eran las órdenes. Algunos de mis compañeros torturaron. Yo jamás toqué a un prisionero. Tomaba testimonio de las declaraciones, como testigo y como oficial superior a cargo. Firmaba las órdenes de disposición final o de traslado de los contingentes de prisioneros a otros campos. Cumplí con lo que me dijeron que hiciera.
Él se quedó callado tomando el whisky, mientras su padre hablaba. El tono de voz era orgulloso, digno de un oficial que se ganó las medallas en cumplimiento del deber, aunque le dijera que no había estado de acuerdo con sus asignaciones en los años finales de la guerra.
Había algo que no cerraba. Si nunca tocaste a un prisionero, papá, ¿qué pasa con la vieja? Su madre había sido muy hermosa pero estaba un poquito envejecida, un poquito gorda, un poquito descuidada. La visión terrible de sus seis años se le cruzó como un relámpago y comprendió al mirar, por encima del cristal, los ojos azul lapislázuli del otro sentado frente a él.
Su padre caía en éxtasis de violencia, tanto que estaba a punto de matar a su madre cuando se descontrolaba. Lo sabía porque había oído las amenazas, los ruegos, los golpes, los gritos de dolor y de placer. Porque, extrañamente, su madre gozaba. Más que Alcira, que le tenía demasiado miedo para relajarse. ¿Instinto de conservación, que le dicen? Sintió más curiosidad y finalmente hizo lo que nunca había hecho hasta entonces: revisar los cajones de su madre. Guacha; ahí está la merca. Mamá se cayó del pedestal, más abajo que papá. Bueno, papá nunca se cayó; yo lo bajé.
Probó con Alcira y dio resultado. Muy buen resultado. Lástima que un día la turra se enganchó con otro tipo, bastante mayor que él, y le dijo que se había acabado. Ella se quería casar y con él eso no se podía. Él era el patrón. Se volvió loco. “¿Así que soy el patrón? ¡Aprendé, entonces!”, le gritó. Le dio tantos rebencazos por el lomo que le sacó sangre. La sangre lo enardeció más y la montó ahí, en el piso, como a un potro al que hay que domar. Ella gritó y gritó hasta que se quedó ronca. Los gritos lo excitaron y siguió. A los diecisiete, no parás ni para respirar.
Alcira se escapó de la casa. Al principio pensó en seguirla y matarla, de puro gusto, pero cambió de opinión. Me estaba aburriendo. Y el campo está lleno de chinitas calientes y ansiosas porque el patroncito les haga un gringuito. Y mis primas tienen amigas que se mueren por probar emociones fuertes con el único macho joven de la familia.
Había encontrado una droga mucho más fuerte que cualquier frula: el poder sobre otros. De sexo y castigo, como había probado con Alcira. De placer y dolor, como le habían mostrado las putas de las amigas de sus primas. De conocimientos indebidos, porque ahora su padre y su madre estaban en sus manos: su padre, por haberse corrompido en cumplimiento de sus órdenes; su madre, por haberse dejado corromper, drogona viciosa y caliente detrás de su criminal de guerra. Poder de vida o muerte.
La lección que su abuelo quería enseñarle, él ya la había aprendido.