POLICIAL ARGENTINO: 2 ago 2008

sábado, 2 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 5




Napoli, via Mergellina
Fuente:www.dentronapoli.it

Nápoles, 1950
Franco Massarino se divertía pidiendo limosna a las puertas del Teatro di San Carlo. Tan pronto como salía de la escuela pública, corría a su casa a quitarse el delantal negro y, con la camiseta más rotosa y sucia que tenía escondida bajo el abrigo, se escurría hasta la Ópera. Mendigaba entre la clase alta napolitana, que sentía particular simpatía por sus "scugnizzi"(1) de cara sucia y ojitos alegres.
Si Augusto Massarino se hubiera enterado de las actividades clandestinas de su hijo, muy probablemente le hubiera dado la paliza de su vida. Augusto era un humilde albañil, pero jamás habría permitido que su hijo anduviera por las calles mendigando como un huérfano. Su pobre Vita estaba siempre enferma: esa tos seca y persistente que le sacudía el pecho sin compasión le estaba dejando la delicada piel olivácea cada vez más transparente, así que casi todas las liras extra se gastaban en los hospitales. Vita siempre se sorprendía cuando Franco llegaba a casa con algunos billetes, acompañados de hábiles excusas: don Americo, el sastre, le había dado unas monedas por entregar unos trajes, o Gennarino, del mercado, le había regalado las naranjas que habían sobrado. Lo cierto era que en Forcella todos sabían a qué se dedicaba Franco por las tardes, y callaban por compasión a Vita y a Augusto.



Barrio de Forcella, hoy
Fuente: Diario La Repubblica

Si bien en algunas ocasiones el mocoso se ganaba sus liras abriendo las puertas de los automóviles que trasladaban a los "dilettanti" (2) al teatro, lo cierto es que las más de las veces acarreaba los instrumentos o portafolios con partituras de los músicos de la orquesta. Éstos sentían un particular afecto por Franco y, con la excusa del frío o del mal tiempo, hacían pasar al scugnizzo al teatro para que presenciara los ensayos. Pocas cosas había que el chico disfrutara más que eso, y más de una vez había llegado tarde a su casa por quedarse a escuchar las repeticiones de un allegro.
Pronto comenzó a ir al teatro nada más que para que lo invitaran a los ensayos, y los músicos y tramoyistas se ocupaban de que Franco no regresara a su casa sin alguna moneda.
Una tarde tuvo la oportunidad de presenciar desde bambalinas, un ensayo de El Corsario. Allí decidió que, si algo deseaba hacer en la vida, era bailar. Detrás de los cortinados imitaba cuidadosamente los giros del protagonista, arrobado por la música. No se dio cuenta de que lo estaban observando hasta que el régisseur detuvo el ensayo y preguntó a los gritos por el intruso. Franco trató de escurrirse, pero una manita blanca lo detuvo y lo hizo girar. No entendió qué le decían, pero el acento era dulce y el rostro de hada lo convenció. El niño buscó desesperadamente a sus amigos tramoyistas para que lo sacaran de ahí, pero uno le hizo señas de que fuera con la joven. Milagrosamente, el francés había dejado de gritarle y se dirigió al director de orquesta, que desde el foso, le guiñaba un ojo cómplice a Franco. Luego de unas secas instrucciones, los músicos atacaron un tema más liviano que el que habían estado ejecutando, y el régisseur le indicó al mocoso que se acercara.
—Dansez!(3) —le dijo, mientras lo animaba con gestos. Los bailarines, aprovechando el descanso inesperado, rodearon al chico y Franco pudo discernir, entre el palabrerío del francés y el miedo que tenía, un 'Avanti, ragazzo!'. "¡Adelante, muchacho!" ¡Querían que bailara! Miró hacia "Visino di Fata" (4) , y ella sonrió asintiendo.
Con la desfachatez propia de la edad, Franco comenzó a saltar y girar alegremente por todo el escenario, como en un juego. Todos se quedaron en silencio, viendo lo qu.e el régisseur ya había adivinado.
—Ça va!(5) —dijo el hombre, y la orquesta se detuvo. Nunca había visto algo parecido: el chico, que obviamente desconocía la técnica del ballet, al desplazarse y girar no había errado ni una sola vez al compás de la música. Parecía que marcara el ritmo con sus graciosos saltitos.
—Comment tu l’as fait? Comme hai fatto? —preguntó, esta vez en italiano.
¿Cómo lo había hecho? Franco no sabía. Simplemente había escuchado la música y bailado al compás, como tantas otras veces allí en el teatro, o en la calle, donde vivía al ritmo de las "canzonette" que tarareaban su padre o sus vecinos. Uno de los músicos gritó riéndose desde el foso, napolitano él, que el "scugnizzo" era capaz de bailar hasta el Requiem de Verdi.
Los hechos se sucedieron vertiginosos. El director de la escuela de ballet fue llamado al día siguiente para ver al muchachito. Citaron a Augusto, que acudió llevando a su hijo preventivamente de las orejas, porque estaba seguro de que el chico había hecho alguna de las suyas. No podía entender que lo que deseaban era que su Franco tomara clases de ballet. ¡Eso era de "finocchi"(6) ! Además, Franco apenas hablaba italiano y si no terminaba la escuela...
Le prometieron que el niño recibiría educación adecuada y una beca para estudiar ballet. Tuvieron que explicarle al pobre albañil lo de la beca, y el director del teatro prometió a Augusto que inclusive podría llevar algo de dinero a su casa. Franco miró a su padre con la ilusión y el miedo en los ojos. Augusto comprendió en ese momento que estaba decidiendo el futuro de su hijo, y también tuvo miedo. Murmurando en dialecto que necesitaba pensarlo, se levantó para irse a su casa, cuando el director del teatro, hablando también en dialecto, lo detuvo:
—Es la oportunidad de demostrarles a los "polentoni" (7) que aquí hay arte de verdad. Franco tiene condiciones, signor Massarino. Puede llegar a ser el mejor bailarín que haya dado Italia, y será napolitano. Piénselo.
Había tocado el amor propio de Augusto y llegado a su corazón. Por un instante vislumbró lo que podría alcanzar su hijo, si es que además del talento poseía la perseverancia necesaria.
—No será fácil para él —comentó, acariciando la cabecita crespa.
—Maie e'facile. Ppe' nisciuno. Nunca es fácil. Para nadie, signor Massarino.
Era más de lo que Augusto podía creer. Lo habían llamado respetuosamente signore dos veces. Él no era más que un albañil, pero su hijo podría ser un auténtico signore. Ése fue el argumento final que ganó su batalla interior. No le importaba el dinero de esa beca, sino que su hijo tendría la oportunidad de cambiar de vida. Pensó en Vita y al mirar a Franco, el niño le apretó la mano diciendo:
—Podremos mandar a mamá a un buen hospital.
Se abrazaron y Augusto dio su consentimiento.

PALERMO, 1952

Palermo, Piazza Bellini
Fuente:Comune di Palermo

Antonino Vittorello era una especie de mediador entre sus belicosos coterráneos. Sin plegarse a ninguna "famiglia", respetaba las secretas leyes de "onore, omertà e vendetta"(8) que regían la vida clandestina de la isla. Quizás fuera por ello que le famiglie lo respetaban, y más de una vez había sido consejero en asuntos de importancia. Siempre se había negado a intervenir en negocios ilegales, rechazándolos con sutil gentileza, pero jamás había negado ayuda de ninguna clase a los que se la solicitaban. La "società" sabía que podía contar con los Vittorello porque eran gente de honor, y lo había hecho muchas veces. Los Vittorello sabían que podían contar con la "società"(9), pero se guardaban muy bien de pedir favores.
Addolorata era la menor de sus hermanos y única hija de don Antonino Vittorello. Cuando a los nueve años quiso estudiar danzas clásicas, su tenacidad convenció a su padre de que quizá la niña tenía verdadera vocación para el ballet. Así, con la compañía vigilante de mamma Annunziata, Addolorata concurrió a sus ansiadas clases. Pronto demostró que no era un capricho infantil: sus profesores aseguraron a Nunzia que la niña tenía mucho más que condiciones. “Con los maestros adecuados, podrá llegar muy lejos”, les dijo la profesora del conservatorio de Palermo. El orgullo materno pudo con las prevenciones de don Antonino y así, Nunzia y su hijo mayor, Aniello, llevaron a Addolorata a dar una prueba para ingresar en el ballet del Teatro di San Carlo de Nápoles. Para sorpresa - y secreta desilusión - de su padre, fue admitida en la escuela del teatro. Nunzia no cabía en sí de alegría y envió a Nello de regreso a casa con la noticia. Don Antonino accedió a alquilar una casa en Nápoles para que no tuvieran que vivir en hoteles y pudieran estar acompañadas por alguno de los hombres de la familia. Finalmente se instalaron junto con Assunta y Gelsomino Colosimo, primos hermanos de Nunzia. Gelsomino tendría así la oportunidad de estudiar en el Politécnico de Nápoles, además de cuidar a la familia.



Teatro di San Carlo e galleria Umberto I (Napoli)
Fuente: Wikipedia

El talento de la muchacha no se hizo esperar: luego de debutar en el "pas-de-quattre" de "El lago de los cisnes", desplazó a bailarinas de mayor antigüedad para saltar rápidamente al puesto de primera figura, a los quince años. Don Antonino se convirtió en un vehemente aficionado al ballet y el día que Addolorata debutó en Palermo sólo le faltó pararse en las escalinatas del teatro para anunciar que la estrella era nada menos que su hija.
Para Nunzia, el triunfo de su hija significaba mucho más que su satisfecho orgullo de madre: Addolorata abandonaría Sicilia. Nunzia amaba su tierra con devoción, pero sabía que una mujer no tendría muchas posibilidades en una sociedad tan cerrada y de costumbres ancestrales como aquélla en que vivían. Ella había tenido aspiraciones en otros tiempos, pero el matrimonio y los hijos la habían amarrado a la familia y al terruño. “Tú eres de donde son tus hijos”, le había dicho su madre, el día en que se marchó del pequeño puerto de pescadores para vivir con su marido en las tierras altas de la isla. Antonino, hijo único de un rico terrateniente, se había enamorado de la muchacha y contrarió a sus padres con el matrimonio, por lo que Nunzia se esforzó por devolver aquel amor tratando de reconciliar a su marido con sus suegros. Su encanto natural y su dulzura lograron que su adinerada familia política la aceptara, a costa de sacrificar sus deseos personales. Como buena siciliana, se sometió a la dictadura matriarcal de su suegra hasta el mismo día de la muerte de ésta.
Finalmente conquistó el lugar que merecía como esposa de un Vittorello. Pero se juró que, si Dios la bendecía con una hija, ella haría que su destino fuera diferente.
Dios la había bendecido doblemente, pensaba Nunzia el día en que llegó la oferta de la Ópera de París para que Addolorata se incorporara al ballet estable. Era la oportunidad de su vida: si Lola triunfaba en París se le abrirían las puertas de todos los teatros del mundo. Cuando intentó pintar a su marido el halagüeño futuro de su hija, Antonino la silenció mientras la abrazaba, diciéndole: “Ella tendrá la oportunidad que tú no tuviste”. Nunzia lloró de felicidad, y no sólo por su hija: ahora sí estaba segura de que su marido siempre la había amado.

(1)mocoso de la calle
(2)aficionado
(3)¡Baila!
(4)Carita de hada
(5)¡Está bien!
(6)marica
(7)italianos del Norte
(8)honor, silencio y venganza
(9)sociedad. La Mafia

La dama es policía - Capítulo 4




Antiguo Palacio de Correos, luego Casa de Gobierno, Buenos Aires (foto Archivo General de la Nación)


PROVINCIA DE BUENOS AIRES, 1916
La primera imagen que conservaba de su padre era la de sus seis años. Lo había mandado llamar y su madre lo vistió en silencio y le dijo que fuera con el capataz, porque el tatita tenía que enseñarle algo.
No había mujeres. Nada más que la peonada, el capataz y él, alrededor de su padre, que estaba arrancándole la piel a rebencazos a un peón estaqueado frente a ellos.
Desde donde estaba parado, podía ver la cara del tatita. Severa, sin pasión, sin un gesto más que el entrecejo fruncido. Los rebencazos eran metódicos, certeros. La peonada estaba en silencio, con la cabeza gacha. Algunos tenían el sombrero agarrado entre las manos, como cuando se va a un velorio. El capataz tenía la piel de indio curtida por el viento implacable de la pampa, oscurecida por el sol impío, lo mismo que los demás hombres. Menos su padre. Tenía la piel delicada, fina, "europea", aunque esa palabra la aprendió mucho después. Era bastante más alto que el resto de los hombres de la estancia y de muchos otros que conocía, o al menos eso le parecía desde sus seis años a la altura de la cintura del tatita. Cuando creció, entendió que el tamaño es también una cuestión de memoria y perspectiva. Llegó a ser alto, mucho más alto que él. Pero a los seis años, su tatita era el hombre más grande del mundo.
El mundo que era esa llanura interminable, silenciosa hasta la sordera, ominosa cuando se ponía el sol y las mujeres de la casa contaban historias de aparecidos y luz mala. El mundo que no se acababa en el horizonte porque el tatita le había jurado que sus tierras estaban más allá de donde él podía ver. ¿Cuántos días a caballo?
—Muchos— sonrió apenas orgulloso su padre —.Ya va a venir conmigo, mocito. Ya podrá conocer todo lo que es suyo.
Le había preguntado a su madre, y ella le había dicho que el tatita tenía razón: la estancia era enorme, y sus posesiones no se limitaban a ella. Mamá enumeró propiedades en lugares que desconocía. Si Buenos Aires era un espejismo lejano, París era una entelequia.
— ¿Qué es París?
Su madre se rió.
—Ya lo vamos a llevar, cuando sea más grande. Todavía es muy chiquito — muy gurí, como decían las sirvientas y la cocinera.
No soy tan gurí si me trajeron a ver cosas de hombres, pensó. Se sintió orgulloso de que su padre compartiera con él esos momentos. Estaba castigando al peón por algo malo que había hecho. Su padre no castigaba inútilmente y cuando lo hacía, era ejemplar. Por eso los hombres de la estancia lo respetaban y le eran fieles. Con los años, aprendió que también le tenían miedo. 'Patrón', le decían. Él también le tenía un poquito de miedo, cuando el tatita se enojaba y los ojos azules le relampagueaban y la piel se le enrojecía. Nunca gritaba: te hablaba entre dientes y te temblaban las piernas.
—Este hombre hizo algo indebido — había dejado de azotar al desgraciado y les hablaba a los demás —. Trajo una mujer a la ranchada y a las barracas, de contrabando, y terminó peleándose a cuchillo con uno de sus compañeros.
El final de la pelea era conocido y habitual: el otro había terminado con un arroyo de sangre abierto en medio del vientre.
—Si quieren mujeres, me piden permiso, y se van a vivir en rancho aparte. Las haciendas no se mezclan. A las mujeres no les doy trabajo, salvo que haga falta en el casco. Al que no le guste, es libre de irse a otra parte.
Era raro: parecía que al tatita las mujeres no le gustaban demasiado. A él sí le gustaban. El olor dulce del perfume de su madre, que se le convirtió en recuerdo demasiado pronto cuando ella se murió de parto, en un baño de sangre que se la llevó junto con su hermana neonata. El olor a canela y especias de la negra Dominga, la cocinera. La lejía y el jabón de olor de la ropa recién lavada eran privativos de Aurora, el ama de llaves española, que comandaba al enjambre de mujeres silenciosas que se ocupaban del casco como si fueran un ejército, a excepción de la negra Dominga, que reinaba en la cocina del casco y de la ranchada. Ninguna invadía el territorio de la otra y las dos revoloteaban alrededor del patrón, siempre en silencio, en su estudio lleno de papeles y del olor a libros y cuero, mezclado con el coñac francés que el tatita tomaba frente al fuego.
Fue frente al fuego y con la copa en la mano que le dijo de su madre y su hermana. No lloró porque los hombres no lloran, y su tatita lo había hecho hombre aquella tarde con la peonada.
Tiempo después lo mandó medio pupilo a un colegio de curas del pueblo cercano. Los años pasaron severos entre hombres silenciosos, devotos de Dios y del vino de misa. Entre penitencias de rodillas sobre granos de arroz y comidas silenciosas en el refectorio gris y siempre frío, mientras alguien leía parábolas oscuras.
Pero era un buen alumno, tanto que el tata lo premió y cuando terminó, lo mandó al Colegio Nacional de Buenos Aires. Lo iba a ver una vez al mes, los fines de semana. Las vacaciones las pasaba con su padre en la estancia, aprendiendo a manejar lo que sería suyo.
El colegio era bueno. No: era el mejor que podía haber en Buenos Aires, porque se codeaba con la crema de la sociedad y la política. Hijos de políticos, militares y de la aristocracia sin títulos del país se mezclaban entre los muros del viejo convento de San Ignacio.

Colegio Nacional de Buenos Aires - Pasillo del 3º Piso
Fuente:Colegio Nacional de Buenos Aires

—Usted es más y mejor que ellos —le decía su padre, sentado frente al fuego—. Quiero que los conozca, que los mame desde ahora, así les aprende las mañas. Algún día, usted va a mandar. Para mandar hay que conocer bien a los que se manda, saber cuándo se premia y se castiga, y cómo. No hace falta ser milico para eso. Hay que saber, nada más.
El tatita le enseñó a que no le temblara la mano ante nada ni por nadie. Ni por lástima. Respeto sí, piedad no. Lo llevó a cazar al “lión” que se estaba comiendo los corderos. El puma dio pelea, y él sintió el sabor de rematar a un enemigo fuerte y ágil. El tata lo llevó a cazar ciervos.
—Mírele los ojos: parece que fueran a llorar. Ahora, remátelo. Un tiro en la cabeza. Bien. No hay que hacer sufrir inútilmente.
La primera vez que su padre lo llevó a París, él tenía once años.
—La guerra terminó, no va a haber problemas —le aseguró.
¿La guerra? Al colegio de curas casi no llegaban los diarios.
—La Gran Guerra. A nosotros no nos afectó. Más bien nos trajo buenos negocios. Nos llaman “el granero del mundo”. Y los granos los vendo yo. Es lo mismo. Igual que la carne. Que la lana o el quebracho y el tanino. Y si no son nuestros, tenemos acciones de las compañías inglesas, que es lo mismo.
Comenzó a comprender lo que una vez le había dicho su padre, a los seis años. El mundo. Podía tener el mundo. Quería tenerlo. Iba a tenerlo.
Su padre lo llevó a ver el original que había servido de modelo para hacer la casa de Buenos Aires y le presentó a unos amigos. De vuelta en el hotel, el tata le habló de las amistades influyentes.
—No se equivoque: el influyente soy yo. Ellos son políticos. Hay que saber manejarlos, eso es todo.
En París se enteraron de la victoria electoral. Su padre miró a Marcelo y ambos se rieron a carcajadas, sentados a una mesa de Maxim's. Qué épocas. Qué manera de tirar manteca al techo. La belle époque de verdad. Sin embargo, el tatita era moderado hasta para disfrutar. “Tenés la parquedad de la gente de campo”, le decía a su padre, Regina, la mujer de Marcelo. Su padre no la tuteaba. Nunca tuteaba a nadie y eso ponía una distancia difícil de cruzar, que le convenía. “Cuando una pone la gente a la distancia justa —le enseñó—, la gente entiende y lo respeta. A veces, hasta se asusta un poco”. Pero Regina era diferente y no le importaba que no la tutearan. Prima donna hasta el tuétano, no admitía otro estrellato que el de ella. Volvieron con Marcelo, que venía a hacerse cargo de la Presidencia. La belle époque ya se había trasladado a Buenos Aires, que había dejado de ser una aldea grande por querer parecerse a París.

Marcelo Torcuato de Alvear e Hipólito Yrigoyen
Foto: Diario La Nación
Fuente:Galeon.com

Un día, la estancia le pareció detenida en el tiempo. Las mujeres habían envejecido junto con las paredes. Su padre también.
—Es hora de que se vaya solo a Europa —le dijo el tata, reconociéndole la mirada de macho joven—. Cuando Marcelo se vaya, las cosas van a cambiar, me parece que para peor. No para nosotros, pero sí para los políticos y los milicos.
—¿Y la gente común? —le preguntó al tatita —.Ahora es diferente. Pueden votar, elegir libremente, decidir.
El tata se rió seco.
—La gente común es como las ovejas —rezongó—. Va a donde la llevan los perros pastores, a mordiscones en las ancas.
—Pero... ¿y los anarquistas?
Su padre se encogió de hombros.
—Socialistas de cafetín. Cantan La Internacional y La Marsellesa como si con eso alcanzara. No son nada. Dos o tres fusilamientos y se acabó el anarquismo.
Y de dos o tres fusilamientos se acabó el gobierno democrático, republicano y federal, y el general Uriburu se sentó en el sillón de Rivadavia, símbolo obvio del poder. Él ya se había ido, y lo supo por los diarios. Que se siente. Que se sienten los que quieran.


Marcelo T.de Alvear - Presidente de la Nación, 1922-1928
Fuente: Galeon.com



















Regina Pacini de Alvear
Fuente: Galeon.com

Europa era una fiesta. Había en el aire ese frenesí por la vida que se daba cuando la muerte rondaba muy cerca. Como los árboles frutales, que se enloquecen y dan su fruto más jugoso cuando el desierto viene avanzando. Como las viñas, que dan las mejores uvas cuanto más la tierra les niega el agua. Sus ojos ya no tenían el asombro de los once años. Todo le pareció oropel y joyas falsas. Vio al fénix alemán resurgir de entre las cenizas y a Italia en el intento de reflotar el orgullo romano de los Césares. Hombres que se morían por el halago de las ovejas. Hombres que asesinaban por un pedacito de poder. Hombres que iban a mandar a las ovejas a la guerra otra vez. Él había aprendido de su padre a oler las señales.
El tatita le había enseñado que el poder se maneja mejor desde el silencio de atrás de la escena. “Cuanta menos gente lo identifique como poderoso, mejor. Sólo los que necesitan saberlo. Además, el poder huele, igual que el sexo. La gente puede oler al poderoso, igual que un hombre huele a una mujer encendida. Lo huele y retrocede, porque el poder encubierto asusta más que la exhibición grosera. Deje que le tengan miedo. Problema de ellos”.
Después de que las cosas se tranquilizaron en Buenos Aires, regresó. Quería volver al campo. Su padre lo esperaba en la estancia. No había ido a recibirlo al puerto porque estaba cerrando un negocio muy grande con los ingleses. A él, los ingleses no le gustaban demasiado.
—A mí tampoco, pero es asunto de negocios —había dicho el tata—. En negocios, no se le mira la facha al otro más que para saber si va a respetar el contrato o no. Todo lo demás es basura.
El tata había envejecido terriblemente más desde la última vez que lo había visto.
Lo llamó al estudio y lo hizo sentar en el otro bergère y le ofreció una copa de coñac. Estuvieron bebiendo en silencio un buen rato, él a la espera de que su padre se decidiera a hablar.
—Me estoy muriendo —le dijo al fin—. Va a tener que quedarse un tiempo en la estancia para conocer bien todos los manejos, los negocios, las operaciones, los Bancos. Tenemos Bancos, ¿sabe? Operamos con mucha gente importante.
Él asintió y el tata siguió hablando.
—Usted se relacionó bien en el colegio y en Europa.
Se lo quedó mirando, sorprendido de que su padre supiera lo que había estado haciendo. El tatita siguió tomando coñac.
—Soy su padre; no nací ayer. ¿Qué esperaba?