POLICIAL ARGENTINO: La dama es policía - Capítulo 4

sábado, 2 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 4




Antiguo Palacio de Correos, luego Casa de Gobierno, Buenos Aires (foto Archivo General de la Nación)


PROVINCIA DE BUENOS AIRES, 1916
La primera imagen que conservaba de su padre era la de sus seis años. Lo había mandado llamar y su madre lo vistió en silencio y le dijo que fuera con el capataz, porque el tatita tenía que enseñarle algo.
No había mujeres. Nada más que la peonada, el capataz y él, alrededor de su padre, que estaba arrancándole la piel a rebencazos a un peón estaqueado frente a ellos.
Desde donde estaba parado, podía ver la cara del tatita. Severa, sin pasión, sin un gesto más que el entrecejo fruncido. Los rebencazos eran metódicos, certeros. La peonada estaba en silencio, con la cabeza gacha. Algunos tenían el sombrero agarrado entre las manos, como cuando se va a un velorio. El capataz tenía la piel de indio curtida por el viento implacable de la pampa, oscurecida por el sol impío, lo mismo que los demás hombres. Menos su padre. Tenía la piel delicada, fina, "europea", aunque esa palabra la aprendió mucho después. Era bastante más alto que el resto de los hombres de la estancia y de muchos otros que conocía, o al menos eso le parecía desde sus seis años a la altura de la cintura del tatita. Cuando creció, entendió que el tamaño es también una cuestión de memoria y perspectiva. Llegó a ser alto, mucho más alto que él. Pero a los seis años, su tatita era el hombre más grande del mundo.
El mundo que era esa llanura interminable, silenciosa hasta la sordera, ominosa cuando se ponía el sol y las mujeres de la casa contaban historias de aparecidos y luz mala. El mundo que no se acababa en el horizonte porque el tatita le había jurado que sus tierras estaban más allá de donde él podía ver. ¿Cuántos días a caballo?
—Muchos— sonrió apenas orgulloso su padre —.Ya va a venir conmigo, mocito. Ya podrá conocer todo lo que es suyo.
Le había preguntado a su madre, y ella le había dicho que el tatita tenía razón: la estancia era enorme, y sus posesiones no se limitaban a ella. Mamá enumeró propiedades en lugares que desconocía. Si Buenos Aires era un espejismo lejano, París era una entelequia.
— ¿Qué es París?
Su madre se rió.
—Ya lo vamos a llevar, cuando sea más grande. Todavía es muy chiquito — muy gurí, como decían las sirvientas y la cocinera.
No soy tan gurí si me trajeron a ver cosas de hombres, pensó. Se sintió orgulloso de que su padre compartiera con él esos momentos. Estaba castigando al peón por algo malo que había hecho. Su padre no castigaba inútilmente y cuando lo hacía, era ejemplar. Por eso los hombres de la estancia lo respetaban y le eran fieles. Con los años, aprendió que también le tenían miedo. 'Patrón', le decían. Él también le tenía un poquito de miedo, cuando el tatita se enojaba y los ojos azules le relampagueaban y la piel se le enrojecía. Nunca gritaba: te hablaba entre dientes y te temblaban las piernas.
—Este hombre hizo algo indebido — había dejado de azotar al desgraciado y les hablaba a los demás —. Trajo una mujer a la ranchada y a las barracas, de contrabando, y terminó peleándose a cuchillo con uno de sus compañeros.
El final de la pelea era conocido y habitual: el otro había terminado con un arroyo de sangre abierto en medio del vientre.
—Si quieren mujeres, me piden permiso, y se van a vivir en rancho aparte. Las haciendas no se mezclan. A las mujeres no les doy trabajo, salvo que haga falta en el casco. Al que no le guste, es libre de irse a otra parte.
Era raro: parecía que al tatita las mujeres no le gustaban demasiado. A él sí le gustaban. El olor dulce del perfume de su madre, que se le convirtió en recuerdo demasiado pronto cuando ella se murió de parto, en un baño de sangre que se la llevó junto con su hermana neonata. El olor a canela y especias de la negra Dominga, la cocinera. La lejía y el jabón de olor de la ropa recién lavada eran privativos de Aurora, el ama de llaves española, que comandaba al enjambre de mujeres silenciosas que se ocupaban del casco como si fueran un ejército, a excepción de la negra Dominga, que reinaba en la cocina del casco y de la ranchada. Ninguna invadía el territorio de la otra y las dos revoloteaban alrededor del patrón, siempre en silencio, en su estudio lleno de papeles y del olor a libros y cuero, mezclado con el coñac francés que el tatita tomaba frente al fuego.
Fue frente al fuego y con la copa en la mano que le dijo de su madre y su hermana. No lloró porque los hombres no lloran, y su tatita lo había hecho hombre aquella tarde con la peonada.
Tiempo después lo mandó medio pupilo a un colegio de curas del pueblo cercano. Los años pasaron severos entre hombres silenciosos, devotos de Dios y del vino de misa. Entre penitencias de rodillas sobre granos de arroz y comidas silenciosas en el refectorio gris y siempre frío, mientras alguien leía parábolas oscuras.
Pero era un buen alumno, tanto que el tata lo premió y cuando terminó, lo mandó al Colegio Nacional de Buenos Aires. Lo iba a ver una vez al mes, los fines de semana. Las vacaciones las pasaba con su padre en la estancia, aprendiendo a manejar lo que sería suyo.
El colegio era bueno. No: era el mejor que podía haber en Buenos Aires, porque se codeaba con la crema de la sociedad y la política. Hijos de políticos, militares y de la aristocracia sin títulos del país se mezclaban entre los muros del viejo convento de San Ignacio.

Colegio Nacional de Buenos Aires - Pasillo del 3º Piso
Fuente:Colegio Nacional de Buenos Aires

—Usted es más y mejor que ellos —le decía su padre, sentado frente al fuego—. Quiero que los conozca, que los mame desde ahora, así les aprende las mañas. Algún día, usted va a mandar. Para mandar hay que conocer bien a los que se manda, saber cuándo se premia y se castiga, y cómo. No hace falta ser milico para eso. Hay que saber, nada más.
El tatita le enseñó a que no le temblara la mano ante nada ni por nadie. Ni por lástima. Respeto sí, piedad no. Lo llevó a cazar al “lión” que se estaba comiendo los corderos. El puma dio pelea, y él sintió el sabor de rematar a un enemigo fuerte y ágil. El tata lo llevó a cazar ciervos.
—Mírele los ojos: parece que fueran a llorar. Ahora, remátelo. Un tiro en la cabeza. Bien. No hay que hacer sufrir inútilmente.
La primera vez que su padre lo llevó a París, él tenía once años.
—La guerra terminó, no va a haber problemas —le aseguró.
¿La guerra? Al colegio de curas casi no llegaban los diarios.
—La Gran Guerra. A nosotros no nos afectó. Más bien nos trajo buenos negocios. Nos llaman “el granero del mundo”. Y los granos los vendo yo. Es lo mismo. Igual que la carne. Que la lana o el quebracho y el tanino. Y si no son nuestros, tenemos acciones de las compañías inglesas, que es lo mismo.
Comenzó a comprender lo que una vez le había dicho su padre, a los seis años. El mundo. Podía tener el mundo. Quería tenerlo. Iba a tenerlo.
Su padre lo llevó a ver el original que había servido de modelo para hacer la casa de Buenos Aires y le presentó a unos amigos. De vuelta en el hotel, el tata le habló de las amistades influyentes.
—No se equivoque: el influyente soy yo. Ellos son políticos. Hay que saber manejarlos, eso es todo.
En París se enteraron de la victoria electoral. Su padre miró a Marcelo y ambos se rieron a carcajadas, sentados a una mesa de Maxim's. Qué épocas. Qué manera de tirar manteca al techo. La belle époque de verdad. Sin embargo, el tatita era moderado hasta para disfrutar. “Tenés la parquedad de la gente de campo”, le decía a su padre, Regina, la mujer de Marcelo. Su padre no la tuteaba. Nunca tuteaba a nadie y eso ponía una distancia difícil de cruzar, que le convenía. “Cuando una pone la gente a la distancia justa —le enseñó—, la gente entiende y lo respeta. A veces, hasta se asusta un poco”. Pero Regina era diferente y no le importaba que no la tutearan. Prima donna hasta el tuétano, no admitía otro estrellato que el de ella. Volvieron con Marcelo, que venía a hacerse cargo de la Presidencia. La belle époque ya se había trasladado a Buenos Aires, que había dejado de ser una aldea grande por querer parecerse a París.

Marcelo Torcuato de Alvear e Hipólito Yrigoyen
Foto: Diario La Nación
Fuente:Galeon.com

Un día, la estancia le pareció detenida en el tiempo. Las mujeres habían envejecido junto con las paredes. Su padre también.
—Es hora de que se vaya solo a Europa —le dijo el tata, reconociéndole la mirada de macho joven—. Cuando Marcelo se vaya, las cosas van a cambiar, me parece que para peor. No para nosotros, pero sí para los políticos y los milicos.
—¿Y la gente común? —le preguntó al tatita —.Ahora es diferente. Pueden votar, elegir libremente, decidir.
El tata se rió seco.
—La gente común es como las ovejas —rezongó—. Va a donde la llevan los perros pastores, a mordiscones en las ancas.
—Pero... ¿y los anarquistas?
Su padre se encogió de hombros.
—Socialistas de cafetín. Cantan La Internacional y La Marsellesa como si con eso alcanzara. No son nada. Dos o tres fusilamientos y se acabó el anarquismo.
Y de dos o tres fusilamientos se acabó el gobierno democrático, republicano y federal, y el general Uriburu se sentó en el sillón de Rivadavia, símbolo obvio del poder. Él ya se había ido, y lo supo por los diarios. Que se siente. Que se sienten los que quieran.


Marcelo T.de Alvear - Presidente de la Nación, 1922-1928
Fuente: Galeon.com



















Regina Pacini de Alvear
Fuente: Galeon.com

Europa era una fiesta. Había en el aire ese frenesí por la vida que se daba cuando la muerte rondaba muy cerca. Como los árboles frutales, que se enloquecen y dan su fruto más jugoso cuando el desierto viene avanzando. Como las viñas, que dan las mejores uvas cuanto más la tierra les niega el agua. Sus ojos ya no tenían el asombro de los once años. Todo le pareció oropel y joyas falsas. Vio al fénix alemán resurgir de entre las cenizas y a Italia en el intento de reflotar el orgullo romano de los Césares. Hombres que se morían por el halago de las ovejas. Hombres que asesinaban por un pedacito de poder. Hombres que iban a mandar a las ovejas a la guerra otra vez. Él había aprendido de su padre a oler las señales.
El tatita le había enseñado que el poder se maneja mejor desde el silencio de atrás de la escena. “Cuanta menos gente lo identifique como poderoso, mejor. Sólo los que necesitan saberlo. Además, el poder huele, igual que el sexo. La gente puede oler al poderoso, igual que un hombre huele a una mujer encendida. Lo huele y retrocede, porque el poder encubierto asusta más que la exhibición grosera. Deje que le tengan miedo. Problema de ellos”.
Después de que las cosas se tranquilizaron en Buenos Aires, regresó. Quería volver al campo. Su padre lo esperaba en la estancia. No había ido a recibirlo al puerto porque estaba cerrando un negocio muy grande con los ingleses. A él, los ingleses no le gustaban demasiado.
—A mí tampoco, pero es asunto de negocios —había dicho el tata—. En negocios, no se le mira la facha al otro más que para saber si va a respetar el contrato o no. Todo lo demás es basura.
El tata había envejecido terriblemente más desde la última vez que lo había visto.
Lo llamó al estudio y lo hizo sentar en el otro bergère y le ofreció una copa de coñac. Estuvieron bebiendo en silencio un buen rato, él a la espera de que su padre se decidiera a hablar.
—Me estoy muriendo —le dijo al fin—. Va a tener que quedarse un tiempo en la estancia para conocer bien todos los manejos, los negocios, las operaciones, los Bancos. Tenemos Bancos, ¿sabe? Operamos con mucha gente importante.
Él asintió y el tata siguió hablando.
—Usted se relacionó bien en el colegio y en Europa.
Se lo quedó mirando, sorprendido de que su padre supiera lo que había estado haciendo. El tatita siguió tomando coñac.
—Soy su padre; no nací ayer. ¿Qué esperaba?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La historia de una Argentina cruel pero todavía vigente. Me gustan los personajes.

Charly

Anónimo dijo...

Nuestro país no cambió mucho, ¿no?
Muy bueno.
Silvia