POLICIAL ARGENTINO: 07/01/2011 - 08/01/2011

lunes, 25 de julio de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 23

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. ULTIMOS DÍAS DE JULIO

Julio en París
Golpearon a la puerta y Michelon supo por el modo de llamar, que era Odette. Sin soltar el auricular, le indicó el silloncito delante del escritorio con un movimiento del mentón y después de cortar, pidió cafés. Laure entró en puntas de pie, dejó las tazas sin hacer tintinear las cucharitas y se fue con la discreción con que un ratón se escapa del gato de la casa. Michelon espió a su subordinada por encima de la taza, con los ojos entrecerrados: Odette no había tocado su café. Madame apretó los labios, disgustada, y aferró el cortapapeles, a medias consciente del gesto.
— Marceau, ¿ha estado solicitando estudios no autorizados a los forenses? — se arrepintió de inmediato de usar los apellidos, pero ya era tarde. La otra acusó adecuado recibo de la forma en que se dirigía hacia ella y hubo un cambio sutil en su actitud física. Para colmo conseguí ponerla en guardia.
— ¿A qué caso se refiere, Madame?
Michelon tomó una carpeta gris que coronaba una pila ordenada.
— La prostituta del XII° y...la del Bois-de-Vincennes.
— Le pregunté a Bedacarratx si se podía avanzar con algún estudio de huellas de mordidas. En el cuerpo del Bois se encontraron marcas correspondientes a mordidas y quería asegurarme de no estar desechando ninguna evidencia.
— Usted conoce el procedimiento y los reglamentos. Desde el momento en que interviene un juez, éste tiene potestad sobre cada caso.
— ¿Y entonces...? — La expresión de Odette había adquirido una cualidad marmórea.
— La oficina del forense tiene órdenes concretas. El caso del Bois está cerrado.
Dejó que la frase flotara en el aire del despacho hasta abrirse paso en la conciencia de su subordinada. La boca perfectamente delineada se deformó en un insulto que su propietaria no llegó a pronunciar en voz alta. Michelon le tendió el fax recibido hacía menos de una hora, y le pareció que Odette leía cada palabra como si quisiera quemarla con los ojos.
— Pienso continuar investigando. Este papelucho — Odette tiró el fax sobre el escritorio —, no dice nada sobre el otro caso y hasta tanto no tengamos notificación, seguiré adelante. Con forense o sin él.
Así me gusta, comisario Marceau: cuando se enfurece, trabaja mejor. Madame guardó el fax de mierda.
Odette se sostuvo de ambos brazos del sillón para ponerse de pie. Michelon sabía que no era un gesto de derrota sino que estaba intentando no arruinar el mobiliario del Estado con un exabrupto físico. El cortapapeles hizo un clac sonoro sobre el escritorio.
— No espero menos de usted— comentó mientras sostenía la mirada de brasas.
— Gracias, Madame — su subordinada sacudió la cabeza, dio media vuelta marcial y salió del despacho.

 PARÍS, CONSULTORIO DE LA DRA. MEINVIELLE. MEDIADOS DE SEPTIEMBRE

— ¿ Y bien, hoy está mejor dispuesto?—Meinvielle lo espió por encima de los lentes de medio marco.
La sesión anterior había concluído algo abrupta: lo había echado del consultorio. “Ud. no se siente subalterno de su mujer, se siente inferior”, había soltado la vieja en tono profesional. “Váyase a la mierda”, le gritó él y Meinvielle lo miró durante un rato muy largo, cómodamente recostada en su sillón, ambos sumidos en un silencio que se cortaba con cuchillo. “Madure, Marcel, pero no para complacerme a mí”.
Había rumiado su descontento todo el fin de semana, el lunes y el martes, sin querer dar el brazo a torcer. Si por lo menos me hubiera peleado con alguien. Mierda. Y encima, la prohibición estricta de “compartir el domicilio” con Odette. No basta con que me sienta un criminal: la vieja de mierda tiene que recordármelo a cada rato. “Tiene que superar esta etapa, Marcel. Más adelante incorporaremos a Odette a la terapia”.
La situación le destrozaba los nervios. ¿O es el asunto de Alessandra me está desquiciando? Me acuesto con la tipa que quiere liquidar a mi familia, yo incluido. Alessandra había tomado la poco saludable costumbre de meterse en la vida y en la cama de Marco Delbosco con cualquier pretexto.
Agosto había transcurrido incómodo y caluroso, y para peor, los cursos en C* se suspendían por el período de vacaciones. Encontrar excusas para Odette por sus continuas desapariciones se le había vuelto casi imposible. Por lo menos la prohibición de convivir sirvió para algo. Sólo podían encontrarse en lugares públicos, donde no fuera posible establecer alguna clase de intimidad.
Odette esperaba pacientemente en su despacho a que él decidiese hacer acto de presencia y jamás preguntaba por la marcha de las sesiones. Lo debe deducir de mis caras de culo y mis euforias psicóticas.
“Estoy un poco inestable”, se había disculpado y ella le había tomado las manos por encima del escritorio: “Ya se te pasará, casi siempre es así cerca del punto clave de la terapia”. Punto clave de la terapia un carajo. Me muero por hacerte el amor, había maldecido para sus adentros.
— ¿Tiene ganas de charlar? — insistió Meinvielle, llamando su atención.
Asintió lentamente.
— Anoche... se repitió esa pesadilla de la que le hablé. No la de mis padres. Esa ... ya la superé.
— Lo escucho.
— Yo... la veo... ella tiene los ojos vendados y está en la cama con un tipo. Hacen el amor, él se levanta y se aleja. Ella no me ve, no sabe, cuando le disparo a él... muchas veces. Escucho cliquetear el gatillo en vacío... y sigo... — la transpiración le corría helada por la espalda —. Después... me acerco a la cama... la penetro. Mi pene es metálico y ella grita que la lastimo... Entonces le arranco la venda...y la estrangulo. — cuando terminó, estaba empapado en sudor y no podía pensar siquiera en mirar a los ojos a Meinvielle. Contó los latidos que le llevó calmarse y respirar normalmente.
— ¿A quién estrangula, Marcel: a la mujer real, o a todo lo que odia en ella? ¿Quién es el hombre que se levanta de la cama?
— No sé. Nunca le veo la cara — gruñó sin mirarla.
— Eso no tiene nada que ver: Ud. sabe perfectamente quién es él. No lo conoce, pero lo sabe —cruzaron miradas como espadas —. Lo sabe, ¿verdad?
— Lo sé.
— Dígalo.
— ¡Con qué objeto! — estalló.
Meinvielle suspiró resignada.

— Los humanos ciframos mucho de lo que somos en las palabras. Cuando el hombre aprendió a hablar, relegó sus demás sentidos y capacidades en función del habla. Tanto es así que no recordamos concientemente nuestros primeros años de vida, nada más que porque nuestra memoria está diseñada para registrar recuerdos en forma de conceptos verbalizados. El psicoanálisis y todas sus escuelas se basan en poder hablar libremente de los sueños y recuerdos, buenos o malos, e incorporarlos a la vida consciente. Ya comprobó cómo el hecho de que su padre le explicara la relación con su madre hizo que pudiera verlo desde un punto de vista completamente distinto al que mantuvo durante casi veinte años.
"Jean-Pierre ya no es un monstruo violento, sino un hombre desgraciado superado por las circunstancias, con un sentimiento de inferioridad que su madre alimentó, aun de forma inconsciente. Ahora, volviendo a Ud. que es lo que nos ocupa...— hizo un ademán con la mano, invitándolo a hablar.
— Ese hombre al que no puedo verle la cara...— el esfuerzo le hacía doler las mandíbulas —, es...Jean-Luc, el marido de Odette — enterró la cara entre las manos.
— Y Odette no puede verlo a Jean-Luc ...— ella aguardó su respuesta.
— ...porque yo soy quien le venda los ojos — admitió sin levantar la cabeza.
— Bien. Un primer paso muy importante. Siga.
— Hacia el abismo.
— Vamos, tiene paracaídas. Abra los ojos.
Suspiró y tragó saliva.
— Yo... la odio... porque... está con otro hombre... Con él.
— Nómbrelo. Exorcíselo de una vez.
— Con Jean-Luc.
Meinvielle dejó pasar un silencio y cambió el tono de voz.
— ¿Las circunstancias en las que usted y Odette se conocieron tienen alguna relación con Jean-Luc?
— Sí — pudo decir después de unos segundos —. Indirectamente sí.
— ¿Por qué ”indirectamente” ?— quiso saber la vieja.
— Ella siguió esa investigación durante diez años.. a raíz de la muerte de... su marido...
Meinvielle interrumpió con un retintín irritado en la voz.
— “Ella” tiene nombre y “su marido” también. ¿Ya comprendió que cuando se refiere a Odette en relación con otro hombre, deja de ser “Odette” o “mi mujer” para pasar a ser “ella”? ¿Tanto detesta su pasado que no soporta nombrarla en relación a él? — Marcel se quedó mirándola sin atreverse a respirar y Meinvielle siguió—.Todos tenemos pasado. Mejor o peor, pero intrínsecamente nuestro y cuando nos relacionamos, lo llevamos con nosotros. ¿Qué hay del suyo, Marcel? Usted me relató lo que descubrió de su familia materna. ¿Qué responsabilidad tiene usted en los hechos de su abuelo? Y sin embargo, él es parte de su vida. Desencadenó la infelicidad de sus padres y por ende, la suya. Pero hoy usted es un adulto y esas cosas forman parte de su pasado. ¿Odette lo rechazaría por ser el nieto de Marcello Contardi?
Marcel se miró las manos un rato muy largo antes de continuar.
— Odette siguió esa investigación a causa de la muerte de Jean-Luc. De hecho, lo asesinaron cuando él había logrado rastrear la organización. Odette retomó los pasos de Jean-Luc, continuó hasta tener un caso armado y le dieron vía libre para seguir adelante. Nos infiltramos, ambos; ella como rehén, yo como representante de un posible cliente.
Trató de explicar todo el operativo sin explayarse mucho en las atrocidades. Meinvielle mantuvo la expresión inmutable hasta el relato del “audiovisual”.
— Odette fue seleccionada... para — tragó saliva y continuó—, la etapa final: los "audio" que yo había visto tantas veces... Ella debía ser la prueba de que el condicionamiento había funcionado en mí.
— ¿Cuál fue su reacción?
Marcel la miró con la boca entreabierta, antes de responder en un murmullo.
— Yo... le arranqué ... la venda y ... levanté el arma. No podía controlarlo.
— Iba a disparar — era una afirmación y él se quedó mudo. Algo húmedo le quemó la cara. No lo sé. No estoy seguro.
Meinvielle dejó transcurrir un silencio.
— Usted no es un sujeto fácil, Marcel, ¿ya se lo había dicho? ¿Nadie lo evaluó luego de actuar en esa investigación? — rezongó la vieja.
— Creo que ninguno de los que trabajamos en el caso esperaba llegar adonde lo hicimos o encontrarnos con ... con la gente con la que nos topamos. Tampoco esperábamos las consecuencias. Yo nunca las esperé.
— ¿Qué ocurrió además de lo que me acaba de relatar? — la vieja casi saltó sobre su última frase con una capacidad de percepción que lo sorprendió.
Mi propio infierno...y mi culpa. El pecho le dolía con una intensidad que ya no podía soportar.
— Yo... no sé. No estoy seguro...— vaciló.
— En todas las sesiones que mantuvimos hasta ahora estuvo absolutamente seguro de lo que decía, recordaba o sentía. ¿Qué es lo que lo hace dudar?
Se sostuvo de los ojos de la psicóloga como de un salvavidas.
— El tipo... el que maté en el Bois de Boulogne... y ella...
— ¿”Ella” quién? ¿Odette? — Meinvielle se acodó sobre el escritorio y apoyó el mentón en las manos entrecruzadas.
— Odette...— repitió en un susurro—. Él... Yo sé lo que les hacen — sacudió la cabeza asintiendo—, las vi en la morgue: cómo las golpean y las marcas que les dejan en el cuerpo. No quise vérselas a ella, lo mismo que no quise ver su mirada de animalito asustado. Estaba ahí, viva y era lo único que me importaba.
— Entonces...
— ¡Entonces ese hijo de puta la violó! — las palabras lo desgarraron como una infección—. Hubiera querido matarlo lentamente... pero no pude — la mano derecha se le cerró sobre una culata imaginaria. Una, dos, cinco, siete veces había gatillado, más, más, hasta los clics en vacío mientras gritaba y lloraba.
— ¿Odette se lo dijo?— Meinvielle lo miró penetrante.
— No, jamás hablamos de eso...
— ¿Por qué no?— la psicóloga se replegó en su asiento como una araña vieja.
— Ya pasó — no quería mirarla.
— ¿Pasó? — la voz burlona lo enfureció.
— ¡ No! ¡No, pero no puedo soportarlo! — golpeó el brazo de su sillón con el puño cerrado.
Meinvielle se volvió de piedra gris, severa y fría.
— Por supuesto que es insoportable. Es una tragedia para una mujer, sobre todo porque el dedo acusador no señala al culpable sino a la víctima— lo miró por encima del marco de los lentes—. Ellas se lo buscan, ellas provocan. Ellas son infieles— le asestaba con saña cada frase—. Ud. no soporta que Odette haya pertenecido a otro hombre, a Jean-Luc o a nadie más, ni siquiera a un violador, y en su sueño Ud. la castiga. Mata a los otros para vengar su honor de macho y la mata a ella por haberse atrevido a ser de otro que también la amó y de otros que la torturaron. Porque es una puta que no merece otra cosa.
— ¡No es así! — sollozó y escondió la cara.
Meinvielle lo dejó desahogarse. Cuando levantó los ojos, la vieja leyó admirablemente en él.
— Es así.
— Dios mío — sacudió la cabeza, sintiéndose horriblemente culpable —, yo la amo...

— Pero asocia su amor a la posesión. Marcel, el otro no es una cosa. No lo poseemos, salvo en tanto y en cuanto el otro nos lo permite porque nos ama, se somete o lo sometemos. Cuando hay amor no hay posesión ni sometimiento, sino entrega. El otro no le pertenece: Ud. pertenece al otro y como el sentimiento es mutuo, la relación prospera. Ese es el inconveniente más grave de la pasión: los amantes se poseen, se pertenecen y terminan ahogados por su propia locura. Si hay amor, la pasión queda saludablemente encerrada en el dormitorio y se puede convivir con el resto de la Humanidad en buenos términos. Si hay amor, hay confianza. Los amantes son celosos. Los que se aman son libres. Pueden compartirse porque son fuertes en sí mismos y juntos. No se miran el uno al otro ciegos al resto, sino que miran juntos en una misma dirección.
Marcel se sostuvo la frente con una mano, exhausto. Después de un rato susurró:
— Fue mi culpa... Yo desobedecí órdenes de no apartarme de su lado. Si me hubiera quedado... él no la habría...
— No se vive en subjuntivo, Marcel. Los hechos se conjugan sólo en el modo indicativo. Si Ud. no la hubiera dejado sola, quizás ese hombre los habría matado a ambos. Usted podría haberla defendido o no hubiera podido evitar nada de lo ocurrido. Teorías, suposiciones, what-ifs . La vida es concreta. Esta es su vida y la de su mujer. Tómelas a ambas y ámelas.
Marcel dejó caer ambos brazos a los costados del sillón, el cuerpo desmadejado mientras los ojos le vagaban por el consultorio y la psicóloga seguía hablando.
— Hable con ella, Marcel. Cuéntele sus dudas y sus miedos. Pregúntele lo que quiere saber. Porque usted quiere saber, ¿verdad? Quiere escuchar de sus labios lo que usted sabe que ocurrió. Quiere la prueba de que ella confía en usted, que usted es el único hombre en su vida y que ella sabe que usted puede protegerla, porque, ¿sabe una cosa? Ella tampoco ha vuelto a confiar en nadie. La golpearon mucho, en muchos sentidos y sólo usted puede hacer que ella cambie. Debe enseñarle a confiar.
Marcel se la quedó mirando como si acabara de descubrir el sentido de la vida y de las palabras.
— Entiendo...— susurró.
— No esperaba menos — sonrió la vieja —. Terminamos por hoy.

PARÍS, LA DÉFENSE. LA NOCHE SIGUIENTE
Titubeó tanto antes de entrar al edificio que el portero se acercó con actitud vigilante.
— ¡ Teniente Dubois! — Nazaire lo saludó con efusividad— ¡Cuánto hace que no viene!
Tan contento de verlo estaba el viejo que lo acompañó hasta el ascensor, llamándolo “teniente” varias veces. Cuando le aclararó por enésima vez que ya era capitán, el viejo lo felicitó por el ascenso.
— Qué bueno que la señora Marceau tiene amigos en la Policía — Nazaire guiñó un ojito —. Con las cosas que pasan en la calle, es bueno saber que uno tiene a quién recurrir, ¿eh?
De pie en el palier, vaciló entre teclear la clave de ingreso y tocar el timbre. Su mano decidió por él. No esperaba que le abriera la puerta y cuando ella lo hizo, se le acabaron las palabras.
— Ho-hola. Pasaba... quiero decir... vine a charlar.
Cretino, no podías decir algo un poco más elocuente. Odette se apartó del vano con una sonrisa tenue y lo invitó a entrar. Él se sentó en el borde de uno de los sofás sin despegarle los ojos, el cuerpo tenso y sin saber qué hacer con las manos. Tengo que hablar. Vamos, viejo, un poco de coraje.
—¿Cómo estás? — ella se lo había preguntado también el día anterior en el Quai, antes de que fuera a enfrentarse con Meinvielle y con los lugares oscuros de su alma.
— Bien — Marcel se encogió de hombros —, voy bien. Ayer me fue bien con la vieja.
— Que no te escuche decirle “vieja”. Es capaz de recomendarte para servicio en vía pública.
La lengua se le adhirió al paladar. Viniste a mantener una charla civilizada, boludo. ¿Qué te pasa? Sonrió como un idiota.
— Voy a preparar café — Odette le dedicó una sonrisa de Gioconda.
La siguió hasta la cocina y se quedó apoyado en el marco de la puerta.
— Ayer... hablé con Meinvielle — dijo, y se le acabó el discurso.
— Eso es lo que uno suele hacer en lo del psicólogo — ella acotó pícara.
— Hablamos mucho.
Odette se apoyó contra la mesada, atenta y de brazos cruzados.
— Yo... tengo muchas más cosas en claro ahora — ánimo, vas por el buen camino. Marcel tomó aire.
El blup-blup de la cafetera lo interrumpió y él respiró, agradecido y culpable. Se acercó mientras ella se estiraba para alcanzar las tazas y sin pensar, la tomó por la cintura, acariciándola por debajo del suéter.
— No quiero café— masculló.
Ella estaba desnuda debajo de la ropa. Él le deslizó las manos por dentro de los pantalones y encontró su piel tibia y su sexo húmedo. El sacudón erótico le secó la boca y lo dejó sin aliento. No hablaron más. Ella lo atacó con la voracidad de un predador y se encontró en el piso de la cocina, a merced de sus manos y su boca. No supo cómo pero estaban desnudos, oliéndose, tocándose y lamiéndose. Las manos de ella se enredaron en su pelo y lo llevaron hasta los pechos como frutas maduras que mordió goloso. La boca los reemplazó, una fruta por otra, y la lengua ávida le poseyó cada rincón. Era como hundirse en aguas cálidas y beber de ellas sin saciarse. Estaba por completo dentro de su cuerpo y su boca, sintiendo con cada centímetro cuadrado de piel, sensaciones que lo estremecían y lo obligaban a retorcerse de placer.
La reacción violentamente animal de ella lo descontroló. Lo devoraba, lo poseía, le desgarraba las entrañas con su ímpetu encima de él. Él era su objeto de placer, su juguete, una cosa suya que ella moldeaba con las manos, los pechos, el vientre y las caderas. Suplicó que todavía no, por favor no, que no quería acabarse como un pendejo en la primera cita pero ella no lo perdonó y le robó el aliento y el orgasmo que le subía desde la pelvis hasta la garganta.
No podría decir cuánto tiempo pasaron poseyéndose y susurrándose las obscenidades del amor, ni cómo llegaron a la cama. Entonces sí, ella suplicó por más, más profundo, más fuerte, más, te amo.
Te amo. Te amo como nunca amé en toda mi vida. La miró a los ojos y se lo repitió en voz alta. Ella detuvo con un dedo la lágrima que le corría a él desde la comisura del ojo hasta la boca y se la bebió con la punta de la lengua. La penetró y ella se abandonó por completo, llorando mientras él le arrebataba otro orgasmo. Se durmieron extenuados y sin embargo, todavía hambrientos uno del otro.
****

El bip desagradable de su reloj lo despertó de madrugada. Carajo, tengo que volar a Milán. Tengo que irme y no hablamos una sola palabra. La culpa comenzó a horadarle el estómago: Cristo, no le dije lo de mi abuela ni lo de BCB. Tampoco le pregunté... ni siquiera podía enunciar mentalmente la frase. Eso. Lo que le hizo ese hijo de puta. Ella se removió a su lado y se despertó.
— ¿Qué pasa?
— Tengo que viajar .. a C* — la mentira lo corroía por dentro.
— ¿Tan temprano?
— Hoy comienzan las prácticas — la besó para que ella no leyera en sus ojos.
— ¡Mierda! Te preparo el desayuno.
— No — se sentía cada vez más culpable —, tomo cualquier cosa por ahí...
— ¡Ni loca! — Odette saltó de la cama y corrió a la cocina mientras se ponía la bata.
Se duchó y se vistió a las apuradas. Cuando se cruzó con el sujeto del espejo, el tipo tenía cara de remordimiento. Recompuso la expresión antes de entrar a la cocina y se tragó el desayuno bajo la miradita socarrona de Odette, siempre admirada de su capacidad de ingesta.
— Tenía hambre... — se excusó.
— Pobrecito mi Pantagruel, anoche no te di de comer.
— Anoche me diste algo mucho más maravilloso — la abrazó y la besó —. Te amo. Soy un idiota, un cretino — ella le tapaba la boca con las manos y él se las sostuvo —, pero te amo. Si Meinvielle se entera de que pasé aquí la noche, me echa de la terapia a patadas en el culo.  Me muero si no te tengo. No me abandones.
Los ojos oscuros se llenaron de lágrimas.
— No podría...
La besó como un condenado a muerte, jurándose que lo primero que haría al volver de Milán sería ponerla al corriente del puto operativo y de todo lo demás.

jueves, 7 de julio de 2011

La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 22

PARÍS,LA DÉFENSE. DOMINGO, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
El teléfono. Lo único que quiero es estar muerta y ese puto teléfono suena.
— ¡Hola!
— ¡Eh! ¡Qué mal humor!
Auguste. Señor, no abandones a tu sierva y dale un buen argumento para mentir adecuadamente.
— Hola, scugnizzo (1)
Convenció a su hermano de que no se sentía bien y que pensaba haraganear en la cama. "Cosas de mujeres", mintió, y Auguste exclamó “¡Aaahhh!” y le recomendó los analgésicos de Nadine. Colgó con los ojos llenos de lágrimas: Dios, tener un hombre que te quiere tanto que sabe cuáles son los mejores analgésicos para el período. Aguantó un sollozo y se tapó la cabeza con el cobertor.
Se despertó aturdida por un sueño vacío de sueños que le hacía pesar la cabeza. Sin mirar el reloj se metió al baño y se duchó con meticulosidad. Salió y se envolvió en la bata, sin secarse. El dejo de perfume que la impregnaba le dijo que esa era la que Marcel usaba cuando se quedaba a dormir. Demasiado agotada para quitársela en un arrebato de rabia, fue hasta la cocina a tomar algo: tenía la boca pastosa. Descubrió que también tenía hambre y se comió una manzana mientras esperaba el blup-blup del café. Se sentó a beberse el café con leche y a compadecerse de sí misma. No quiero pensar. Vacío total, absoluto y abstracto. Cero pensamientos. ¿Música? Música. Taza en mano fue al salón, puso cinco de sus CDs favoritos en el equipo y se tumbó en el sofá, dejándose acunar por las voces maravillosas que cantaban las glorias y pesares del amor.
“Va pensiero /sulle ali dorate ” (2). Vayan ustedes porque yo no quiero pensar...
No le creas, "Celeste Aída": Radamés es héroe de Egipto antes que tu amante; la Carmencita, qué bien hace al no atarse a ningún hombre: miren cómo le fue a Madame Butterfly.
¿”Caro nome ”? (3) No recuerdo ninguno.
 “Pourquoi me reveiller ”? (4)No, no nos despertemos: durmamos como Werther.
Y estaba a punto de quedarse misericordiosamente dormida cuando la voz desgarradora del amante condenado a muerte evocó “ O, dolci baci, / O, languide carezze ”.(5)Lloró sin consuelo por Tosca, Cavaradossi, su pasión y sus celos tremendos, y sus amores desgraciados. “Svanì per sempre il sogno mio d'amore... ”.(6) Puccini, insecto, te odio.

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Están tocando el timbre y la puta madre que los parió. Auguste, te voy a mandar al carajo como Dios manda.
Se ajustaba el lazo de la bata mientras sin levantar el intercom abría la puerta, y se quedó congelada: ocupando casi todo el vano de la puerta y conteniendo la respiración, Jean-Pierre Dubois esperaba a que se abrieran los portales del Infierno.

****

Jean-Pierre abrió y cerró la boca un par de veces antes de decidirse.
— Yo... quisiera disculparme por lo del viernes y ... bueno... lo de toda la semana y...
En la Gendarmería no dan clases de elocuencia, pensó Odette y enseguida se arrepintió: el hombre estaba apenado en serio y pasaba alternativamente del rojo al blanco. Se hizo a un lado y lo invitó a pasar.
— Déme dos minutos para ponerme presentable— sonrió desvahída, señalando los sofás, y él asintió.
Se calzó los jeans agujereados y su viejo suéter blanco a la carrera. Sin preocuparse por ponerse zapatos, se zambulló en la cocina a preparar más café y corrió al baño a mirarse crítica al espejo: que Dios me ayude, esto no tiene remedio.
La cafetera estaba de mejor humor que de costumbre porque el blup-blup no se hizo esperar. Sirvió dos tazas, llenó una lecherita, cargó la azucarera y regresó al salón donde Jean-Pierre esperaba.
— Preparé café — dijo, por hacer ruido. El coronel sonrió y agradeció con un movimento de cabeza; se sirvió leche y tres generosas cucharadas de azúcar. ¿Por qué tiene que recordármelo de esa manera?, pensó ella con un retortijón de estómago. ¡No llores, estúpida! Habías decidido odiar al cretino animal cerdo chauvinista. Apretó los dientes y tragó el café.
Jean-Pierre dejó la taza y se lanzó de cabeza.
— No soy buen diplomático y tampoco hablo elegantemente, pero siento que le debo una explicación.
— No me debe nada...— meneó la cabeza.

Jean-Pierre estiró la mano y le rozó la barbilla allí donde Marcel la había golpeado. Todavía le dolía e involuntariamente retiró la cara. Se hubiera matado por reaccionar de esa forma.
— Sí, y mucho. Soy en parte responsable de esto.
— Marcel es mayor de edad y responsable de sus actos — Odette tragó un nudo en la garganta.
— En algunas cosas actúa como el crío de dieciséis años que yo dejé ir.
Se descubrió buscando expresiones y gestos familiares en Jean-Pierre y comprobando con dolor que reconocía cada uno de ellos. Las manos le temblaron al recoger las tazas y el tintineo hizo que Jean-Pierre levantara la cabeza. Las miradas se encontraron en el espacio neutral sobre la mesa baja y se quedaron prendidos. Bajó la vista y volvió a sentarse, incapaz de moverse. Todas sus hipótesis acerca de la vida de Marcel que ella no conocía, habían quedado reducidas a maquinaciones infantiles frente al relato de Jean-Pierre. Se llenó los pulmones de aire y se levantó. Recuperó algo de frialdad al volver de la cocina, y comenzó a racionalizar la situación.
¿Quién me asegura que no mandaste a tu viejo a conmoverme? Lo de siempre: te agreden, te piden perdón, buena letra un tiempo y de vuelta subidos al carrusel. Se dejó inundar por el enojo, disfrutando del embate hormonal. Me importa un carajo tu pasado.
Con una capacidad de penetración que la sorprendió, el coronel dijo a media voz:
— Marcel no sabe que vine. Tampoco lo veré esta noche: no quiso, dijo que tenía demasiadas cosas para digerir. Mañana tomo el servicio temprano así que no tendré oportunidad de decirle que vine a verla.
Asintió, reprochándose para sus adentros sus sospechas y sintiéndose menos que un gusano.
— Usted lo ama, lo supe desde el primer momento, pero a veces el amor no alcanza: hacen falta madurez, paciencia y comprensión. Esa lección la aprendí muy duramente— sonrió con tristeza—. Si alguien puede darle todo eso a Marcel, esa es usted — Jean-Pierre se puso de pie.
— Me está haciendo trampas — masculló mientras la lágrima traicionera que la acechaba se le deslizaba mejilla abajo.
— Si juego sucio es por mi hijo.
Lo acompañó hasta la puerta y se tendieron la mano al mismo tiempo.
Cuando cerró la puerta, la marejada de emociones encontradas le tironeaba el cuerpo y el alma hacia los cuatro puntos cardinales.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. MARTES POR LA MAÑANA
La entrada al Quai le pareció siniestra. Vamos, cobarde, arriba. Aunque ella esté dispuesta a echarte a patadas de su vida. Siguió de largo ante las fotos de los caídos en servicio y emprendió muy despacio la escalera engañándose con que le daría tiempo para pensar. Estaba considerando la posibilidad de salir y llamar por teléfono cuando lo detuvieron tomándolo del brazo.
— Tenemos que hablar— la mirada de Auguste era inquietantemente oscura.
Asintió y lo invitó a su pecera. Auguste negó con la cabeza y señaló el otro extremo del pasillo: las salas de interrogatorio. Caminaron sin abrir la boca más que para devolver saludos murmurados por personal con repentina prisa.
Auguste cerró la puerta y tuvo la deferencia de apagar el circuito cerrado.
— ¿Dónde está mi hermana? — le soltó sin previo aviso y Marcel se atragantó con su propio aliento.
— No... sé.
— Por supuesto que no, porque aunque estás en París desde el jueves a la noche, no pisaste su casa. ¿No te interesa saber qué le pasó?
¿Y qué mierda puedo decir: “Auguste, golpeé a tu hermana en público y me muero de vergüenza de enfrentarla?” .
Por lo visto, Auguste iba a hacerle ahorrar saliva.
— Yo sí estoy preocupado, porque Odette se está escondiendo: de mí, de los que la conocen, de su trabajo. Ayer no vino al Quai y cuando la llamo por teléfono pone excusas para no verme ni darme explicaciones. ¿No te parece raro?
Marcel sintió que la lengua no le respondía y se apoyó contra la pared, sin mirarlo. Auguste continuó con voz bronca.
— Hay más cosas raras. Por ejemplo, porqué alquilaste autos en tus tres últimos viajes de regreso, para circular por la ciudad. ¿De quién te estabas escondiendo? El viernes alquilaste un auto gris — afirmó—. El portero de Odette la vio llegar en un automóvil color bordó. Estuvo charlando con el conductor y cuando bajó, un auto gris llegó a toda velocidad. El portero jura que el conductor responde a tu descripción. El tipo la metió por la fuerza al auto y se fueron. Ella volvió sola en taxi, muy alterada.
No hay nada que hacer, sigue siendo el mejor policía que conozco, pensó Marcel con desazón. Auguste se apoyó con ambas manos sobre la pared, una a cada lado de su cabeza, tan cerca que las respiraciones y las transpiraciones de ambos se entremezclaban. El rostro patricio parecía tallado en granito, los ojos terribles hundidos en cuencas prominentes, la línea de la mandíbula encajada con dureza. Las aletas de la nariz romana se dilataron en una inspiración premonitoria. Uno comete la estupidez de olvidar que la mitad del comisario Massarino desciende en línea directa de Sicilia. La mitad más peligrosa. El pensamiento no contribuyó a su situación en extremo comprometida.
— ¿Qué le hiciste a mi hermana, Dubois?— deletreó el César furibundo.
No tengo escapatoria: el comisario Massarino me pasará por las armas sin juicio previo.
— Estoy esperando que abras la boca — masculló Auguste entre dientes.
Marcel cerró los ojos y se mordió el labio y su vacilación bastó para confirmar las sospechas de Auguste, que sin decir mu, le sacudió un cross de derecha, seguido de un jab impecable. La cabeza le rebotó en la pared y casi perdió el equilibrio.
— ¡Te voy a matar, hijo de puta!
El siguiente uppercut le nubló la vista: Auguste golpeaba con método y elegancia. Me lo tengo merecido, Marcel atinó a pensar antes de que un gancho magistral lo doblara en dos. Tuvo que sostenerse de la mesa con ambas manos.
— Por... favor...— levantó las manos con las palmas hacia Auguste —, no sigas... No quiero defenderme...
— ¡No pienso darte la oportunidad!
— ¡Auguste! ¿Te volviste loco? ¡Basta! — la voz de Odette los congeló.
— ¡Ah! ¡Apareciste! — Auguste miró de soslayo a su hermana; después reaccionó y trató de alcanzarlo.
— Te dije que basta — restalló ella, interponiéndose entre ambos—. Esto es inadmisible.
Auguste la encaró con los brazos en jarras y Marcel se dejó caer en una de las sillas, agradeciendo secretamente la interrupción.
— ¿Qué es inadmisible? ¿Que me preocupe por lo que te pasa? — Auguste gritó—. ¿Que quiera matar a este hijo de puta por ponerte las manos encima?
— Te estás pasando de la raya — replicó ella en voz baja —. !No hagas escándalo, por Dios!
— ¡No entiendo un carajo! ¡Esta escoria ...! — lo señaló y el dedo acusador temblaba.
— Auguste, que la termines — Odette hablaba cada vez más bajo.
— ¡No puedo creer que además lo defiendas! ¿Qué mierda te pasa, te gusta que te maltraten?
— Por Dios, no me avergüences...
— ¡Yo te avergüenzo y él te golpea! — Auguste estrelló la palma abierta sobre la pobre mesa.
Transcurrió una pausa desagradable.
— No me golpeó — Odette respondió, mirando fijamente a su hermano.
La respuesta le cortó la respiración: ¿está mintiendo por mí? Escondió la cara entre las manos sintiéndose la última basura del planeta
— Si no te golpeó— Auguste no pensaba darse por vencido —, se te fue la mano con el maquillaje.
— Estás diciendo estupideces.
— Ah, digo estupideces, ¿eh? ¿Entonces, por qué mierda desapareciste todos estos días?— la acusó —. No pisaste la oficina ni te tomaste el trabajo de darme una buena excusa.
— No desaparecí: el fin de semana estuve en casa y las explicaciones de porqué vengo o dejo de venir se las doy a mi superior.
Auguste reconsideró y cambió el flanco de ataque.
— Me preocupo. Te cuido, soy...
— Mi hermano mayor que tiene la espantosa costumbre de meterse en donde no lo llaman, ¡como por ejemplo en mi vida!— ladró Odette a dos centímetros de la cara de su hermano, que no le despegaba la mirada asesina.
— ¡Me meto porque me importa! — Auguste retrucó —. No lo puedo creer... ¡Parece que estoy delante de una de esas pobres boludas que después aparecen en la morgue, muertas a palos por defender a un hijo de puta! ¿Qué sigue ahora? ¿Con qué te va a dar la próxima vez, con la reglamentaria?
Las palabras de Auguste le explotaron en el plexo.
—¡Basta, por favor!— Marcel se encontró suplicando sin pensar.
Lo miraron como si acabaran de percatarse de su presencia. Los hermanos Massarino están a punto de arrojarse uno a la yugular del otro porque soy un cretino imbécil y un animal.
— Tu hermano hace bien en querer protegerte— jadeó —. Auguste, es verdad... la golpeé.
Hubo una pausa vacía de sonidos y de respiraciones. Odette palideció, les dio la espalda y se alejó hacia el otro extremo de la sala. Marcel se dejó caer en la silla y sosteniéndose la frente con ambas manos murmuró su confesión para ella.
— Yo... te seguí.... No sólo el viernes. Varias veces, en cada encuentro que tenías con ese Corrente. Averigüé que tenías un nuevo número de celular que nadie más conocía, salvo el tipo; rastreé las llamadas y era él quien las hacía. Él te llamaba al Quai y salías corriendo a verlo. Yo te llamaba y nunca te encontraba; después te preguntaba y me dabas una excusa cualquiera.
Odette se acercó a la mesa y se sentó con los brazos cruzados. Auguste, apoyado contra la pared, lo miraba insondable.
— Me estaba volviendo loco — Marcel continuó —, y el viernes... fue terrible. Cuando mi padre te dejó en la puerta de tu edificio... yo estaba seguro que era Corrente— levantó los ojos y miró a Odette por primera vez—. Quería matarte — murmuró sin voz —. Me habías mentido... y yo no podía soportarlo...
No pudo seguir. Hundió la cara en el hueco de las manos y sollozó.
Nadie habló durante un rato muy largo. Cuando recobró el dominio de sí mismo y los miró, Odette lloraba en silencio, pálida como la porcelana, y Auguste, de brazos cruzados, se miraba los zapatos con el ceño fruncido.
Sintió que las palabras le brotaban desde el centro de las entrañas en un pedido desesperado.
— Estoy enfermo. Necesito ayuda.

(1) chico de la calle, ladronzuelo (dialecto napolitano)
(2)"Vuela, recuerdo/sobre alas doradas". (Coro de esclavos de "Nabucco", G.Verdi.)
(3) "Nombre amado" ( "Rigoletto", G. Verdi.)
(4) "¿Por qué debo despertarme?" ( "El joven Werther", C. Gounod)
(5)"Oh, dulces besos, / oh, lánguidas caricias" ( "E lucevan le stelle" , "Tosca", G.Puccini.)
(6)"Mi sueño de amor / se ha desvanecido para siempre". Id. ant.