POLICIAL ARGENTINO: 11/01/2011 - 12/01/2011

sábado, 19 de noviembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 28

HOTEL DE GÉNOVA, MIÉRCOLES, SEGUNDA SEMANA DE OCTUBRE


El rompecabezas de la ruta de las armas estaba tomando forma. Falta encajar algunas piezas, pero creo que sé perfectamente de quiénes se trata. En tanto, gracias a la información que Alessandra le pasaba regularmente— en pago de mi trabajo como killer de tiempo completo y semental part-time, pensó y el pensamiento le retorció la expresión—, Marcel había desenmarañado la madeja de conexiones, pagos a cuentas de Luxemburgo y transferencias entre bancos, que ligaban definitivamente a Ayrault con Ruggieri, identificando al primero como el nexo para Europa de todas las actividades de contrabando de armas. La sensación de vacío en el estómago lo mareó: un par de vulgares policías iban detrás del culo mejor cubierto de Francia, después de los culos del Presidente y del Primer Ministro.
El importe de una transferencia le llamó la atención: era imposible que correspondiera a una comisión, ¡la venta debería haber sido sideral! Verificó las fechas: la operación había sido efectuada el mismo día de la muerte de PierAndrea Giuliani.
 Imposible, si tuvieron que deshacerse del embarque precisamente por ese asunto... ¿O no? ¿De verdad se perdió? Una sospecha le pinchó las entrañas y revisó todas las operaciones financieras de Ruggieri y Ayrault en esa semana, hasta arribar a la única conclusión posible: Ayrault se había robado un embarque completo con la complicidad de Ruggieri, que se había llevado una comisión jugosa, según lo que aparecía en la contabilidad negra del italiano. Alessandra conocía lo ocurrido así que era tan cómplice de homicidio como los otros dos.
Con la nueva evidencia, se puso a verificar otros saldos y contrastar información que había obtenido Jumbo con la suya. La conclusión era que otros dos embarques que se habían “perdido” frente a la costa africana habían ido a parar a las arcas de Ayrault. El canalla le tomó el gusto al jueguito. Ahora, sólo faltaba identificar a quiénes estaba estafando Ayrault, y él tenía una hipótesis muy desagradable que apuntaba a viejos conocidos de la Brigada Criminal. Esta clase de percepción extrasensorial no colabora en nada con mi gastritis: Ayrault está jugando con fuego.
Encendió el celular: la casilla de mensajes estaba saturada y los eliminó sin escucharlos. Ya sé, Jumbo, Michelon me quiere de vuelta. No todavía, hermano. Puedo sentirlos en la punta de los dedos y esta vez los voy a agarrar bien agarrados de las pelotas. La sensación ominosa de justicia por propia mano le ensombreció la expresión mientras marcaba el número de Alessandra. Me deben muchas y me las pienso cobrar, como que me llamo Marcel Dubois.

SAN ISIDRO, PROVINCIA DE BUENOS AIRES. JUEVES A MEDIA TARDE


Cuando el coronel José Ortiz llegó, la manzana ya estaba rodeada por el cordón policial. Dos ambulancias estaban saliendo con las sirenas apagadas, mientras los uniformados sacaban a los curiosos a empujones y macanazos.
— ¡Coronel!— se dio vuelta: el comisario Salazar. El hombre lo tomó del brazo y lo apartó hacia un patrullero mientras le explicaba la situación—. Mataron a los dos guardaespaldas, hicieron un destrozo en la casa y se llevaron al nene. ¡Ramírez!— Salazar le ladró a un uniformado. El suboficial mayor se acercó a la carrera—. Termine de rajar a todos de acá. Y nada de periodistas, ¿entendió? Nada de pelotudos haciendo preguntas. ¡Ya mismo!
Entraron a la casa. La niñera estaba en estado de shock y un tipo de verde estaba terminando de inyectarle algo.
— ¿Sus hombres?— preguntó Ortiz.
— Heridas leves, nada más— rezongó Salazar por lo bajo —. Tenían todo muy bien planeado. Lo hicieron rápido, sabían cuánta gente había, que un par eran hombres míos, todo. Coparon la casa en un operativo comando como en las mejores épocas— sonrió sin ganas—. Según mis hombres, se movieron con una seguridad y una velocidad pasmosas. Casi no hablaron. El personal de la casa no coincide en las declaraciones: algunos dicen que tenían acento inglés, otros que francés, no se ponen de acuerdo.
Desde la cocina le llegó el llanto a los gritos: Ofelia. La pobre estaba muy golpeada, los brazos llenos de moretones.
— ¡Se me llevaron al negrito!— hipaba entre ahogos y sollozos, en un ataque de histeria. Uno de los médicos se acercó a darle un sedante y Ofelia le apartó el vaso de un manotazo.
—¡ Ofelia— le ordenó—, tomálo y dejáte de joder!
Salazar lo esperaba en el living.
— No podemos hacer nada más que esperar a que llamen— lo consoló el comisario.
Asintió sin hablar; la impotencia lo había dejado sin voz. Mi hijo. ¡La puta madre que los remil parió! ¡Se metieron con mi hijo!
Fue peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Cada vez que sonaba el teléfono, se abalanzaba sobre él con desesperación. A las diez de la noche, la gente de la casa comenzó a bajar de revoluciones y el agotamiento se coló por todas partes. Salazar y su gente habían interrogado a la niñera, a Ofelia y al resto del personal: los tipos venían encapuchados, con armas de gran calibre y llegaron cuando la niñera entraba con Fernando. El chofer estaba metiendo el auto en el garage. Dominaron la situación en segundos y mataron a los guardaespaldas sin siquiera abrir la boca, nada más que para intimidar.
Ofelia, mareada por la andanada de sedantes, lloraba y moqueaba acurrucada en una silla.
— ¡Estaba tan asustado,... pobrecito... pobrecito!
José se encerró en el estudio, un poco para tranquilizarse y esperar, otro poco porque no aguantaba más el caos en que estaba sumida la casa. El ronroneo del celular interrumpió el instante de silencio vacío.
— Coronel Ortiz, no me interrumpa y preste mucha atención.
Se quedó mudo durante unas décimas de segundo. Atinó a encender el grabador y el amplificador. Una voz alterada por un distorsionador hablaba en francés. Intentó interrumpir pero el otro siguió sin hacerle caso.
— Tenemos al mocoso. No queremos hacerle daño a un crío de seis años y Ud. tampoco quiere que le pase nada. El rescate del chico se paga en oro— mencionó una cifra apocalíptica—. Y también queremos los registros de refugiados nazis y de simpatizantes con el régimen. Completos, aún los de los muertos, con los cambios de identidad y la localización actual. Y al viejo protector de nazis: él el primero. El viejo por su hijo. En el próximo llamado le informaremos dónde se efectúa el intercambio. No intente rastrear las llamadas: sería muy desagradable tener que lastimar a su hijo para convencerlo a Ud de que hablamos en serio.
El teléfono quedó mudo y él quedó zombie. Judíos. Los servicios judíos.

PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES, VIERNES POR LA TARDE.
La sensación de un terrible ridículo le había arruinado toda la mañana y buena parte de la tarde. Desde que había sabido que Sulamit “Anouk” Chenayeb había desaparecido de los poco recomendables lugares que solía frecuentar, la comisario Marceau había hecho no menos de cuarenta y cuatro llamadas telefónicas a los todos los commissariats de la PDP sin éxito y se habia aguantado el malhumor y el sarcasmo de cuanto suboficial de turno había respondido sus insistentes llamados.
De no haber sido por la automaticidad del hábito de incluir a todas las divisiones oficiales en los destinatarios del correo electrónico, en el que pasaba la foto de la mujer junto con la requisitoria de informes, jamás se habría enterado de que una mujer blanca que respondía a la descripción indicada, había salido del territorio por el aeropuerto Charles de Gaulle, en un vuelo con destino final Montevideo, Uruguay.
Se zambulló en Internet para descubrir que esos vuelos podían tener escalas en Buenos Aires o San Pablo. ¿Qué mierda tiene que hacer esta tipa en Montevideo, Buenos Aires o San Pablo? Averiguó que el hijo de Sulamit Chenayeb estaba ausente desde hacía dos días, de la escuela pública a la que concurría. Migraciones no tenía registrada la salida de un menor acompañando a la mujer de la requisitoria. Con las manos temblando de disgusto, reenvió el mensaje a Migraciones solicitando le informaran si la mujer había regresado al país y en ese caso, si lo hacía acompañada. Cortesmente y con el correspondiente lead-time oficial le informaron que Chenayeb Sulamit había reingresado al territorio y que no podían brindar más información salvo que se presentara una orden judicial. La puta que los parió. Tiene la mano muy larga si puede alcanzar a Migraciones. Se sintió acorralada. ¿Cuál será tu próxima movida, hijo de puta?

BUENOS AIRES, CUARTEL GENERAL DE LA ORDEN. VIERNES A MEDIODÍA
El hombre del otro lado de la cámara de videoconferencias se removió incómodo: no tenía novedades que reportar. ¡La puta madre, pasaron veinticuatro horas! Comunicación tras comunicación, había recibido la misma respuesta. “Estamos en alerta roja, coronel. Informaremos.” Dios santo, ¡se trata de mi hijo! El edificio entero parecía operar en sordina, atento a la desesperación del Jefe de Inteligencia Central. Los hombres apenas esbozaban un saludo tímido al cruzárselo.
Arrancó el fax que estaba terminando de entrar. Era el reporte de Migraciones del aeropuerto de Ezeiza: de entre los menores que habían salido del país acompañando a sus padres, uno respondía a la descripción de Fernando.
Apretó furioso los botones del interno, llamando a Schwartz.
— ¡Ezeiza! ¡Cómo pudo pasar! ¡Cómo mierda tuvimos semejante falla de seguridad!
Schwartz bajó los ojos sin abandonar la posición de firmes. El celular le vibró en el cinturón. Antes de responder echó al otro de su despacho.
— Coronel, escuche atentamente. Estas son las instrucciones de la siguiente etapa— la misma voz distorsionada del primer llamado lo atornilló a la silla—: el intercambio se hace en Francia...
—¡Qué garantías tengo de que me devolverá a mi hijo!— interrumpió a los gritos.

— A ver si nos entendemos de una buena vez, coronel— escupió el otro con voz glacial—. No existen garantías si no cumple estrictamente con lo que le exigimos: el viejo, el dinero y los registros completos.
—Quiero hablar con mi hijo. Saber si está vivo y sano...— trató de mantener el tono de voz normal por encima del pulso que le retumbaba en la nuca, enloqueciéndolo.
— Ah, un padre preocupado... — hubo una pausa horrible –. Escuche— una serie de clics le dijo que habían desconectado el distorsionador.
— ¡Pa...pi!— sollozó la vocecita de Fernando—. ¡Papá!
Agradeció el estar sentado porque sintió las piernas flojas. Había empezado a responder cuando su interlocutor le quitó el teléfono a Fernandito, que lloraba a los gritos. Otra pausa durante la que no respiró, clic, el distorsionador.
— El chico está bien... por ahora. Viajó en primera clase, tiene niñera... Debería darme las gracias por ocuparme tanto de él. Tengo una buena idea de cómo me lo puede agradecer...— se burlaron del otro lado—. No olvide traer todo lo que le pedimos... o no vuelve a verlo.
— Dígame dónde...— pudo articular.
— Espere nuestro próximo llamado en París. Cuando llegue, llame al número que le dicto...
Escribió con dedos endurecidos por la furia y la humillación. No terminó de escuchar el clic que tecleó casi histérico. La voz femenina de la computadora de Telecom France le informó dulcemente que no podía realizar la llamada por tratarse de un abonado inexistente y que verificara su información.
Boludo, porqué no lo pensé antes... Los nervios le jugaban en contra. Accedió al sistema de rastreo de la Orden e ingresó el número. La espera fue corta: el número no estaba asignado, ni siquiera bajo clearance de seguridad. La movida de los tipos era estratégica: están esperando a que lleguemos a París para habilitarlo, y saben que no podemos llegar en menos de veinte horas.
No lo había creído posible hasta ese momento. Sólo los servicios de seguridad tienen acceso a algo así. O nosotros. Un dolor súbito le acuchilló el estómago y le hizo rechinar los dientes. Nos traicionaron desde adentro.
De pronto, todo su universo estable y seguro basculó y se desordenó por completo. No se trataba de una traición unipersonal como la del Brigadier; era algo mucho más grande, planificado y ejecutado como sólo la Orden sabía hacerlo. Finta tras finta, capa sobre capa, encubriendo a los verdaderos traidores y a sus verdaderos motivos. Ya no podía confiar en nadie y sin embargo, debería emprender el operativo simulando que lo hacía si quería cazar a los hijos de puta. Estaba entre el yunque y el martillo: si dejaba entrever sus sospechas, la vida de Fernandito no valdría nada. Si se sometía a los pedidos del traidor, exponía al tatita. Sin considerar el peligro que corría la organización entera.
José se tomó tres dedos de whisky de un solo trago y se sirvió otro. El alcohol le quemó la garganta. ¿De cuántos hombres podía estar absolutamente seguro? Cuatro, cinco, no más. Insuficientes para el caso de tener que enfrentar una acción armada por parte de un enemigo, al tiempo que llevaban adelante una misión de rescate. Necesito a alguien en Francia. Alguien sin relación con los hombres de Buenos Aires o los de Nueva Central a quien poner a cargo de lo de Fernandito. Pero la Central de París había sido desmantelada. El sudor le corrió frío por las sienes. La puta madre que los parió, esos canas de mierda nos barrieron a todos los efectivos. Voy a llamar a Lejeune. Lo mejor sería hacer la llamada desde casa, corría menos riesgos de pinchaduras. Me estoy volviendo paranoico.
****

Casi aplastó el auricular contra el teléfono: Lejeune tampoco tenía información sobre algún elemento confiable para ejecutar un trabajo semejante. No le había hablado del otro problema, tan grave como ese:  las precauciones nunca eran demasiadas, y menos ahora.
— ¿Novedades?— preguntó el tatita mientras entraba al estudio y se sentaba en su bergère.
El viejo escuchó atentamente el estado de cosas mientras sorbía un whisky. Los ojos helados lo espiaron por encima del borde de cristal y por un momento sintió una mano fría atenazarle el escroto. No estoy a la altura de sus expectativas. Nunca lo estuve... 
— Estoy de acuerdo con la estrategia, José— murmuró el tatita dejando el vaso a un costado y él tuvo que esforzarse por no dejar entrever el alivio que sentía—. Dejémoslos creer que pueden seguir adelante.
— Pero no nos queda nadie en Francia, ningún hombre con el entrenamiento adecuado, carajo— masculló. Casi estuvo a punto de disculparse con el viejo por el exabrupto.
— Sí tenemos— el tatita sonrió lobuno cuando él lo miró extrañado—. El único hombre que nos quedó en Francia— Se levantó y de un compartimiento de la cajafuerte, sacó un DVD y lo cargó en el home-theatre.
La curiosidad del coronel se acabó en un instante: una sesión de “sólo-para-tus-ojos” de Prévost. Gracias a Dios el viejo bajó el volumen. Hijo de puta degenerado, cuánto me alegro de que te hayan llenado la barriga de plomo. La picana recorrió el cuerpo que se sacudía en espasmos agónicos. Cómo se le puede hacer eso a una mujer. Desvió la vista cuando la picana se le hundió entre los muslos haciéndola gritar hasta enronquecer. La atención se le evadió de las atrocidades que veía, fijándose en las axilas rasuradas de la mujer. Mirá vos. Una europea con las axilas depiladas. El cuerpo contorsionado sacudió la grilla.
— ¿Hace falta ver esto?— masculló irritado—. Páselo más rápido.
— Espere. Ahora viene lo que quiero que vea.
Jacques entraba con un hombre alto y de contextura fuerte, de unos treintaypico de años. El hombre se acercó a la grilla y le sacó la venda a la mujer. Para no mirar la cara deformada por el dolor y el miedo, José clavó los ojos en el cuerpo desnudo sin verlo.
— Mire, José— lo llamó el viejo.
"Su prueba más importante, Maurizio. Mátela." La voz de Jacques repetía la orden por última vez en su vida.
La mano del que llamaban Maurizio se levantó hasta la cara de la mujer, con la MK lista para disparar. Jacques sonreía. Prévost no despegaba los ojos del cuerpo jadeante y mojado, que se retorcía agónico y sin voz. Los disparos estallaron por los parlantes y la pantalla ennegreció.
— Fue la noche en que coparon Central. ¿Sabe quién es el hombre?— el viejo lo interrogó con la mirada. — El oficial que Lejeune propuso para llevarse a RG: el capitán Marcel Dubois. El infiltrado de la Brigada... Según el informe del coronel Jacques, era un elemento excelente. Jacques estaba fascinado por su 'Maurizio De Biassi’: se tragó que era militar, un mayor retirado de los Cascos Azules
El viejo apagó el equipo y se echó hacia atrás en el sillón del escritorio.
— ¿Qué le parece? Un profesional de los nuestros y con placa de policía.
Se miraron callados. El nudo en la garganta todavía le molestaba pero José se permitió el lujo del alivio.
— Voy a llamar a Lejeune. Que lo ubiquen en donde esté y no le pierdan pisada. Viajo a Central tan pronto como esté listo el avión.
Estaba encendiendo un Marlboro cuando la voz del tatita lo distrajo.
— Voy con Ud.
— ¿Qué? ¡No, ni lo sueñe! Perdóneme, señor, es demasiado peligroso— le faltó cuadrarse.
— Quiero... ver— el viejo lo miró sin dejar traslucir nada.
— ¿Ver qué? ¡Tatita, por Dios!— los nervios lo hicieron caer en el apelativo íntimo y cariñoso de su infancia—. Voy a tragarme el anzuelo, pero de ningún modo es el caso de exagerar...
El viejo meneó la cabeza.
— Me necesita si quiere que esos sinvergüenzas se traguen el anzuelo, la plomada y la caña. Y además, bueno, hay... cosas... que... tengo que ir a ver.
Está demasiado misterioso, pensó y el pensamiento lo sorprendió.
— ¿Puedo preguntar qué cosas?
— A su debido tiempo, José. Prometo no esconderle nada, pero por ahora...— tosió con esa tosecita de ocultar cosas que tenía el tatita—, déjeme guardarme algo para mí. A mi edad, no me quedan demasiados placeres.
— Estoy solo en esto: los hombres en los que puedo confiar los cuento con los dedos de una mano.
— Solo, no: me tiene a mí.
José se acercó al bergère y se inclinó. Estuvo a punto de tomar la mano vieja y arrugada entre las suyas para rogarle.
— Por favor, quédese en Buenos Aires.
— Ni loco. No tengo en quién confiar— lo estaba derrotando con sus mismos argumentos.
Éste no es un viaje de placer— insistió José, a sabiendas de que era en vano.
— Ya lo creo que no. Llámelo nomás al franchute y póngalo a trabajar. ¿Cuánto tiempo tenemos?
José sacudió la cabeza mientras media sonrisa se le escurría por entre los labios y levantó el auricular.

martes, 15 de noviembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 27


PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. MARTES POR LA MAÑANA


Las cinco de la mañana la sorprendieron vacía de sueños. No sabía a qué hora había vuelto a casa, después de avisar a Meyer que no había localizado a Marcel, que seguramente ya habría viajado a Milán. No sabía cómo había controlado la voz para no llorar a los gritos.
No pienses, casi rezó. No pienses en él, en cuánto lo lastimaste, cómo te equivocaste, cómo lo perdiste. Odette se duchó y se vistió sin mirarse al espejo. El café no le quitó el mal sabor de la boca ni le devolvió la voz, agotada de llorar.
Llegó al Quai a la hora de los fantasmas. Sintiéndose un cascarón vacío, repitió los gestos habituales y encendió la pc que, ignorante de las pasiones y miserias humanas, comenzó a lanzar avisos de correo electrónico y de actividades programadas. Abrió los mails como una autómata. El auto de Henri no tenía huellas de ningún tipo. Muchas gracias, Dio ed io già lo sapevamo(1) . Punto siguiente: ¿quién era el "descartable"? Ningún correo del Archivo de Huellas Digitales. La fotografía del tipo ya circulaba por todas las prefecturas, a la pesca de algún pedido de captura. Siguió abriendo mails internos de Archivos reclamando vaya una a saber qué mierda, de la prefectura de Estrasburgo donde solicitaban ampliar los motivos de su requisitoria por la muerte de una NN ilegal que ejercía la prostitución, de... Me hartaron. Lo siento, Sulamit Chenayeb, pero no tengo más testigos ni testimonios. Citaría a la mujer y mientras tanto, se haría un paseo hasta el departamento de Henri en St. Denis. El aire frío de la mañana y el trabajo la ayudarían a no pensar en cosas más terribles.
****
Michelon estaba acomodando su abrigo y el bolso en el perchero cuando llamaron a la puerta. No podía ser Laure: todavía no había llegado. Invitó al que golpeaba a entrar y Odette asomó, pálida, ojerosa y sin maquillaje.
— Estuve en el departamento de Henri: lo dieron vuelta como a un guante— Odette se dejó caer en el sillón frente al escritorio— Tengo una teoría sobre el asesinato: Henri no pensaba que lo matarían. Acompañó a los tipos y se dejó esposar y amordazar porque sabía que lo que buscaban no estaba en su departamento. Los tipos tenían orden de asegurarse el silencio de Henri en cualquier circunstancia. Cuando Henri se dio cuenta de lo que ocurría, ya era tarde.
Michelon asintió despacio: sí, tenía sentido. Odette siguió hablando.
— Henri tenía acceso a información clasificada que en muchos casos, él mismo generaba. Como por ejemplo el expediente del incidente "M" .Tenemos pruebas de que ese expediente fue alterado: usted tiene una y yo me conseguí otra.

— ¿Cómo es eso?— Madame levantó una ceja.
— Mi fuente es confidencial y la prueba no está en mis manos, pero me confirmó que el expediente que consta en los archivos de IGPN también está alterado. Lo mismo que otros más, de IGPN y también de Personal. Una "limpieza" de legajos.
— Y su fuente es absolutamente confiable.
— Respondo por ella— se miraron a los ojos y Odette continuó—. Siguiendo con mi teoría, lo que buscaban los asesinos es la información que falta en alguno de los expedientes. Y quién mejor que Henri para hacer la limpieza.
— ¿Está sugiriendo que Lionel Henri era un... corrupto?
— Henri tenía acceso a expedientes de IGPN. Sabemos de uno que está incompleto; podría haber otros.
Jesús...— murmuró ella —, no Lionel...Eramos amigos...— torció la boca en una mueca triste —. ¿Y por qué no? ¿Por qué vendría a verme con su investigación, si no? Sabía que estaba en peligro... "El que las hace las paga", ¿cierto?
Odette dejó transcurrir una pausa prudente y continuó.
— Creo que el autor material del crimen está esperando en la morgue a que lo identifiquemos, pero el autor intelectual sigue buscando esa información suprimida. ¿Quizas Henri lo amenazó o exigió algo a cambio de su silencio?— su subordinada la miró esperando su respuesta.
— ¡Lionel nunca...! Jesús, creo que ya no sé más nada respecto de este caso — Michelon apoyó la frente en la mano.
— Madame, por favor— Odette le tomó las manos—. No pretendo juzgar los actos de Lionel Henri o su amistad con usted...
— Si Lionel ocultó o eliminó información del archivo que ya sabemos, le hizo daño a usted— Michelon sacudió la cabeza apesadumbrada.
— Yo estoy viva y él está muerto. ¿Quién sufrió más daño de los dos? Claude, cuando Henri le trajo la información, ¿no mencionó nada más?
Laure asomó la cabeza pelirroja para avisar que había llegado y salió a toda velocidad al ver las caras fúnebres.
— Dijo que... que no había detalles del incidente "M" .Era lo que había negociado Ayrault para retirarse de la PN sin arrastrar con él a la mitad de la Fuerza. Pero Lionel siguió investigando las otras actividades de Ayrault... Y esa es la investigación que en su momento puse a cargo de Dubois y Meyer— Michelon terminó la frase en voz baja.
— Quiero conocer los nombres de los implicados locales en ese caso— Odette se hamacó en el sillón.
— ¿Locales?
— Mi fuente...
— Oh, su fuente...
—...cree que se están haciendo favores muy caros con las limpiezas de expedientes. Tan caros como los que se hacen con las limpiezas de las mujeres.
— ¿Quién de los dos sugiere que hay relación entre ambas?
— Es una hipótesis mía. Un poco bizarra, lo admito.
— ¿Qué opina su fuente al respecto?
— Que no debería meterme en los casos asignados a otros oficiales, pero los casos están relacionados entre sí.
Madame decidió que tan pronto como Odette saliera de su despacho, llamaría a cierto número del SSMI para saciar su sed de conocimientos en la fuente ad hoc. El interno chirrió: era un llamado para Odette y Michelon le pasó el auricular. Cuando cortó, estaba pálida.
— Carajo— murmuró—. ¿Dónde se metió esta tipa?— se pasó las manos por el pelo.
— ¿Quién?
— Sulamit Chenayeb. Mi testigo en el caso de la prostituta del Bois de Boulogne. Desde ayer por la mañana, nadie sabe nada de ella— Odette se puso de pie—. La mantendré al tanto de los progresos... si consigo alguno— dejó caer los hombros.
— Odette, ¿tiene alguna novedad de Dubois?
Odette negó con la cabeza
— ¿Meyer tampoco reportó nada?
Otra negativa muda.
— Ayer le di órdenes a Meyer de hacerlo regresar y Meyer no pudo localizarlo. ¡Jesús! — golpeó el brazo del sillón con el puño cerrado—. Le di órdenes a Meyer de avisarle también a usted cuando tome contacto con Dubois, pero si habla antes con usted, bueno, ya sabe...
— Sí, Madame— la otra respondió con un murmullo, salió y cerró sin ruido.
Creo que estuve poco sensible al preguntarle por Dubois, pensó Michelon, sintiéndose  incómoda. Apretó los labios. Es este trabajo de mierda: una siempre hace cosas que no desea hacer y dice cosas que no desea decir.

PROVINCIA DE BUENOS AIRES, ESTANCIA "LA AGUSTA". MARTES POR LA MAÑANA


Conrado Seoane bajó de la camioneta y respiró profundo. Hacía rato que no iba a la estancia. Las viejas lo recibieron con cariño y le hicieron fiestas lo mismo que la perrada. Sólo el galgo gris más joven no se le acercó: se quedó atento, las patas larguísimas tendidas delante, la cabeza erguida, sin desprenderle los ojos de almendra. Lo admiró contra su voluntad: musculoso pero enjuto hasta la escualidez, el animal no comía si no cazaba. Ni un gramo de más bajo el manto de terciopelo; ni un movimiento excesivo salvo cuando se desaforaba en la carrera mortífera. El amo lo había entrenado en su misma severidad. ¡El amo! Negro de mierda, te apropiaste hasta de los perros.
El viento no llegó a revolverle el pelo corto pero le llenó los pulmones de inmensidad y de recuerdos. La estancia había sido la casa de su infancia, entre mujeres eternamente viejas, que se turnaban para malcriarlo a escondidas del padre y del abuelo, ocupados en los negocios de la familia, y de alejarlo de las habitaciones de la madre, ocupada en superar crisis nerviosas una tras otra. Su padre, Conrado Seoane senior, había muerto allí una tarde cualquiera, mientras volvía de recorrer el campo: una bala perdida de un puestero que había salido a cazar liebres y perdices con su hijo. La perdigonada entró por la ventanilla y terminó detrás de la oreja, atravesando el parietal. “Muerte accidental”, había escrito el médico de la familia en el certificado de defunción. El mismo médico que había firmado su propia partida de nacimiento y que lo había visto crecer, le había curado las anginas y lo dejaba jugar con el estetoscopio mientras lo auscultaba.
Había dejado la estancia y la niñez, cuando se había ido a seguir los pasos de su hermano mayor al Liceo Militar y después al Colegio. Su padre y su hermano estaban orgulloso de su elección. El abuelo no había dicho nada y su madre ni siquiera se había enterado.
Recorrió las habitaciones que no habían cambiado en años y el aroma a espliego le tiró el zarpazo. Mercedes olía a espliego la tarde en que se habían quedado solos en la estancia, haraganeando en las hamacas de la galería azotada por el calor. Él la había mirado con hambre y ella lo había mirado con gula.
Su prima hermana Mercedes le llevaba casi veinte años y era una hembra espléndida, acostumbrada a tomar lo que quería cuando quería. Ella le había enseñado los caminos de su cuerpo del color de los duraznos maduros, lo había mordido, lo había saboreado y lo había bebido. Lo llamaba “mi chiquito” y lo acunaba entre las tetas duras y gloriosas mientras le daba lecciones a domicilio.
Mercedes había hecho un escándalo histérico el día en que él le dijo que quería cortar la relación.
“¿Pará, boluda, te creiste que me iba a casar con vos?”, había preguntado entre incrédulo y burlón, con todo el aplomo y la arrogancia de sus veinte años.
Mercedes se enfureció y le vomitó toda su hiel de mujer madura abandonada. “¡Criadito de mierda, quién carajo te creés que sos!”
De todos los insultos de Mercedes, el que lo corroía era el “criadito”. ¿Qué me quiso decir? Algo en la mirada apenada por guardar secretos, se agazapaba en las conversaciones de las viejas de la estancia.
Algo que las tías y las primas ocultaban detrás de las sonrisas hipócritas. Algo en las palabras delirantes de Dora, que sólo hablaba de su hijo mayor.
“Me lo mataron y me quedé sola”.
“Me tenés a mí, mamá”, le dijo.
Ella lo había mirado desvahída entre la neblina de los antipsicóticos.
“¿Vos quién sos?” le preguntó.
“Conrado”, respondió.
“Conrado está muerto” replicó ella volviéndose en la cama hacia la ventana.
“Ese era papá”, casi sollozó, “Soy yo, Conradito”.
“Vos no sos nadie”, dijo ella sin darse vuelta. “Te trajeron y después se llevaron a mi hijo”.
El médico de la familia le explicó que la medicación de Dora podía provocar alucinaciones y pérdida de contacto con la realidad.
— ¿Dónde nací, doctor?
— ¡En la estancia, Conrado! Tu mamá está desequilibrada. ¡Delira!, ¿no entendés?— replicó el médico y dio por terminada la conversación.
Iba a “entender” de una vez por todas. Se aseguró de tener el territorio libre, ya que el viejo — hacía rato que no lo llamaba “abuelo”—, pasaba mucho tiempo allí, ocupándose de los asuntos más confidenciales de la Orden. Pensaba sonsacar a las viejas que lo adoraban y se dejó mimosear un rato a fuerza de mate y pan con manteca. Cuando empezó a preguntar, las mujeres fueron saliendo una a una hasta que quedó Enriqueta, que había reemplazado a Ofelia cuando la correntina se fue a Buenos Aires para cuidar a Fernandito. Queta era casi tan antigua en la estancia como Ofelia, así que tenía que saber.

— Decíme la verdad, Queta. Ya sé que no soy hijo de Dora. ¿De quién soy hijo?
— ¿Y esa barbaridad quién te la dijo?— preguntó la vieja dándole la espalda.
— El doctor — mintió.
Hubo un silencio largo quebrado nada más que por el ruido del agua al calentarse.
— Nosotras te criamos como si lo fueras— murmuró la vieja.
Aguantó el cimbronazo de la confesión y siguió preguntando.
— Ya sé, si no te reprocho nada. Pero... quiero saber.
Queta acomodó el culo grandote en una silla que no le alcanzaba y se cebó un mate largo antes de contestar.
— Mirá, Conradito: no me vayás a soltar una palabra, porque se arma, ¿eh? ¡Te doy la paliza de tu vida!
— Dale, no digo nada. Soy una tumba.
— Tu papá y tu hermano te trajeron de Buenos Aires... cuando tenías, no sé, una semana de nacido. Se dio la orden de decir a la familia que eras hijo de una chinita de Bolívar y que tu papá se había hecho cargo y pagado todos los gastos. Pero la verdad es que te trajeron de Buenos Aires— Queta cebó un mate y se lo tomó antes de seguir—. Sabés, vos naciste en una época muy fea. Acá no nos enterábamos de mucho, pero pasaban cosas...
— ¿Qué cosas?
— No sé... Cosas— Queta se miró las manos regordetas y ásperas—. Hay gente que todavía hace manifestaciones... Una no sabe si creer o no...— pero la cara de Queta decía que creía.
— Pero mi viejo... porque Conrado sí era mi viejo, ¿no, Queta? Yo me le parezco... Me parezco a mi hermano...
— ¡Nooo! ¡Qué te le vas a parecer! ¡Él era terrible! De chico era contestón, tremendo... ¡Si el patrón tuvo que darle una vez un chirlo en la boca! Y de grande, mejor ni hablar: el mismo carácter que el padre, así, fuerte, orgulloso...— Queta pronunciaba “orgulloso” con acentos por todos lados, recalcando cuanto de pecado capital había en el calificativo—. No, vos sos tan dulce, tan seriecito...No tenés nada que ver...
Él se levantó despacio después de tomarse el último mate. Cuando salía de la cocina, Queta lo llamó.
— Siempre fuiste diferente. No cambies, Conradito, y no revuelvas más— la mirada de la mujer se volvió aguachenta—. El pasado es pasado. Dejá a los muertos en paz. El patrón te aceptó como un nieto más.
Antes de salir se detuvo en el vestíbulo. No sé a quién estoy mirando en el espejo.

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— Mirá, pibe...
— Pibe las pelotas. Soy mayor de edad— se plantó delante del médico—. Tengo derecho a saber— aplastó la partida de nacimiento encima del escritorio.
El médico lo miró sin pestañear.
— Vos sos milico, ¿sí? Bueno— metió la mano en un cajón y sacó una credencial—, yo también. Teniente coronel médico. Vos sos un Seoane. Yo firmé tu partida de nacimiento. No hay nada más que decir. Puede retirarse, subteniente— se paró junto a la puerta y la abrió para que él saliera.
Conrado Seoane se fue con la humillación retorciéndole los músculos de la cara.

(1) Broma que alude a la infalibilidad del Papa