POLICIAL ARGENTINO: 07/01/2008 - 08/01/2008

jueves, 24 de julio de 2008

La dama es policía - Capítulo 3






LA DÉFENSE, ÚLTIMAS HORAS DE LA MADRUGADA
Marcel todavía no podía creer lo que estaba ocurriendo, mientras se desvestía sin prestar atención a lo que hacía. La habitación que Odette le había destinado estaba en el extremo de un corredor al que se abrían otras dos puertas. Abrió una de las puertas del armario: había ropa de hombre. Una bata de toalla color azul, ropa interior limpia y camisas y corbatas elegantes.
"Mañana, Marguerite te lava y te plancha la ropa. Desayunamos a las ocho y media”. Des-pués había dado media vuelta y desaparecido por el corredor. Resignado a no poder hacer preguntas, se desnudó y se metió en la cama doble a intentar dormir. El radiorreloj sobre una de las mesitas de noche marcaba las 03:15.
La estrategia de Odette era muy audaz, extremadamente arriesgada, pero ella sería quien más arriesgaría. No estaba seguro de que eso le gustara y se lo había manifestado. Odette le dedicó una de sus miradas de esfinge para luego recordarle educadamente que ella era la superior en la operación, y Marcel se tragó el resto de las opiniones. Estaba de acuerdo con lo que había que hacer aunque seguía creyendo que el peligro era demasiado grande.
El cansancio lo venció finalmente pero le trajo sueños agitados. Se despertó a últimas horas de la madrugada, bañado en transpiración y con una erección fantástica. En la duermevela no pudo contener el clímax violento. Estas cosas le pasan a los pendejos, pensó terriblemente turbado. Tal como ocurre cuando uno se despierta en medio de un sueño, recordó su pesadilla e identificó al objeto de sus deseos en ella. Alguna vez le habían explicado algo a ese respecto: los acontecimientos del día más los datos de la investigación se habían mezclado en una parafernalia digna de un cuadro del Bosco; la mente ordena, procesa y acomoda la información recibida durante el día. Bravo. ¿En qué parte de la información entran mi libido y mi superior?
Respiró profundamente para relajarse y se preguntó si habría hablado mientras dormía, recordando con pánico que el departamento estaba protegido por un circuito cerrado de vigilancia. No podía hacer nada al respecto así que dio media vuelta y trató de seguir durmiendo. Las imágenes de la ¿pesadilla?, lo persiguieron el resto de la noche y se levantó a las siete menos cuarto con el pretexto de darse una buena ducha.
Los golpecitos en la puerta fueron discretos pero persistentes. El radioreloj marcaba las 07:30. Manoteó la bata y saltó a abrir la puerta del baño para encontrarse con una mujer de unos cincuenta y pico de años, de rostro severo pero agradable, que sostenía su pantalón en la mano derecha.
—Buenos días, teniente. La señora dejó dicho que lo despertara. Si me permite su camisa y la ropa interior, prometo devolverle todo limpio para la hora del desayuno— Marguerite tendió la mano libre y él le entregó lo que le pedía sin protestar.
Cuando terminó de afeitarse, encontró una loción que le agradó y se perfumó con cuidado. Se sentía dispuesto a enfrentar el día, cuando lo evidente lo golpeó entre los ojos. ¿Afeitadora y perfume de hombre en casa de una mujer sola? Encendio la radio y abrió de par en par el armario y si sintió alguna culpa, se le olvidó mientras revisaba las camisas y pantalones de unos dos talles más pequeños que el suyo. ¿Y en el otro colgador...? Ropa de mujer. Muy elegante. Muy cara. Pieles. ¿Los cajones? Se sintió un ladrón. Ropa interior delicada. Pero... o yo no entiendo nada de mujeres, o éste no es su talle de corpiño. ¿Se habrá aumentado el busto y...? ¿Y la ropa de hombre, qué...?
Unos golpecitos a la puerta lo hicieron cerrar de golpe las puertas y le confirmaron la eficiencia de Marguerite: al abrir encontró la camisa, el boxer y el pantalón recién planchados en una percha que pendía del picaporte. Se vistió y corrió a mirarse al espejo para asegurarse de que no estaba rojo como un tomate.
Marguerite lo esperaba para guiarlo a un lugarcito encantador y luminoso en un ángulo de la cocina, toda acero y blanco. Odette lo esperaba sentada a la mesa, vestida tan informalmente como la noche anterior, y con el pelo todavía húmedo.
—Buenos días. ¿Dormiste bien? —sonrió —.Espero que no hayas extrañado tu almohada.
—¡En absoluto! —dijo devolviendo la sonrisa. No dormí mucho pero me siento bien, muy bien. Siga sonriendo, capitán y me sentiré magníficamente bien el resto del día.
Marguerite, con un especial sentido de la oportunidad, apareció con el servicio del desayuno: medialunas calientes, tostadas, confitura de duraznos, leche y el infaltable café.
—Mmm, mi favorita - Odette se comió una cucharadita de confitura ante la mirada reprobadora de Marguerite- Marguerite me malcría demasiado —Odette ladeó la cabeza.
—Está muy flaca —respondió la mujer, con cara de resignación.
—El concepto de delgadez de Marguerite es un poco renacentista. Si una no parece salida de un cuadro de Rubens, está flaca — rezongó divertida.
Marguerite se encogió de hombros e hizo una mueca de desagrado, pero el cariño entre ambas mujeres era evidente. Podrían haber sido madre e hija por cómo se trataban.
Disfrutaron del desayuno en silencio. Marcel encendía un Gauloise cuando recordó que no había visto fumar a Odette. Marguerite le alcanzó un cenicero.
—Perdón, ¿te molesta? —señaló el cigarrillo.
—No...
—Nunca te vi fumar...
—No fumo, pero no me molesta el humo — Odette sonrió mientras comía una tostada.
No deseaba que esos momentos suspendidos en el tiempo pasaran, pero había que trabajar.
—Odio interrumpir, pero...
—Vamos al salón. Marguerite tiene mucho que hacer aquí.
De día, el lugar se veía distinto. La luz entraba a pleno por el ventanal, dando un aspecto irreal al ambiente: como si los sofás flotaran sobre una nube tenue. El aire estaba ligeramente frío y perfumado. El cambio parecía haber afectado también a Odette. Sin maquillaje parecía más humana y accesible. Y también más joven. ¿Cuál será su edad? Por lo general a las mujeres no les gusta confesarla. Digamos, más de treinta. ¿Cuánto más? Se detuvo a pensar que traslucía una madurez que no era sólo cronológica, aun cuando el aspecto físico no la traicionara. Esos ojos de terciopelo habían visto demasiadas cosas desagradables. No era nada más la soledad lo que le daba a su mirada esa profundidad que te hacía desear ahogarte en ella. Desvió sus pensamientos hacia otra parte. Basta de boludeces, viejo. Es una superior antes que una mujer. La pesadilla le volvió en ese instante a la memoria y casi se sonrojó de vergüenza. ¿Los videos quedarían grabados, o se borrarían a las veinticuatro horas? En muchos sistemas de seguridad quedan almacenados hasta que se consultan, pensó con un escalofrío. Estaba seguro de que había un ordenador con muchísima más información en el ala privada de la casa, desde el que se controlaría la seguridad y que la laptop era un portafolios electrónico, y entonces... Sacudió la cabeza y juntó coraje para preguntar casualmente:
—¿El departamento tiene circuito de vigilancia, no?
—Y alarma. Cubre las dos puertas de entrada y los accesos desde ascensores y escaleras —Odette se encogió de hombros —¿Para qué más? El Hombre Mosca no delinque en París todavía.
Obvio; estamos en un piso trece. Contuvo un suspiro de alivio.
—¿Te molesta si escuchamos algo de música?
El negó con la cabeza y Odette conectó el audio e insertó un CD. La música dulcísima inundó el ambiente. Si algo hacía falta para que esa mañana fuera ideal, era eso. Se sintió profundamente conmovido, sin entender claramente por qué.
Después de los primeros acordes reconoció el aria.
—“Caro nome” —murmuró.
—"Rigoletto" —añadió Odette con la sombra de una sonrisa en los ojos.
Escuchó en silencio mientras fumaba, pensativo.
—Era... la favorita de mi madre —las sensaciones se le agolparon en la garganta.
—Tu madre era italiana — no era una pregunta.
—De Milán. Una familia bastante aristocrática... por lo que sé. Casi no los conozco — aspiró el humo en silencio durante unos momentos.
Dolía. Después de tanto tiempo, todavía dolía. La música lo envolvió en recuerdos. Miró a Odette sin pensar y los ojos de ella lo atraparon. Se volvieron cálidos y protectores, invitándolo a hablar. Sintió que podía confiar en ella, sin comprender del todo la razón.
—Ella y mi padre... Su matrimonio fue un desastre. Nunca pudieron superar las diferencias que los separaban... Mi padre... criticaba y sospechaba de cada salida, cada llamada telefónica, cada actitud de mi madre. Creo que odiaba hasta que se comunicara... con su familia, las pocas veces que ella lo hacía. Yo no me di cuenta de que eran infelices hasta que... —vaciló y continuó: —Creía que todas las familias vivían así. Cuando conocí a otras familias, de mis amigos, ... comprendí —le dolía la garganta de la angustia. Aspiró el humo en un intento por relajarse —Finalmente mi madre decidió abandonarlo y llevarme con ella. Él intentó detenernos... —la respiración se le hizo pesada —Yo nunca había hecho algo semejante... Levantar la mano contra mi padre... Jamás lo volvimos a ver.
—¿Qué edad tenías?
La pregunta le llegó desde una distancia infinita.
—Dieciséis años.
Apoyó los codos en las rodillas y sostuvo la frente entre sus manos. Curiosamente, sintió alivio. Miró otra vez a Odette. Los ojos de ella eran lagos serenos donde hundirse y olvidar. Se quedaron en silencio mientras la música inundaba la habitación. Cerró los ojos e inspiró profundamente al tiempo que los abría otra vez.
—Los ingleses tienen una frase muy graciosa para estas cosas —sonrió, incómodo.
—"Skeletons in the cupboard". Esqueletos en el armario. De veras gracioso. —Odette se levantó. Su rostro era una máscara de placidez que lo tranquilizó y entonces se atrevió a preguntar:
—¿Y tus... esqueletos?
La máscara cayó por un instante dejando traslucir un atisbo de dolor.
—En el cementerio. Voy a buscar café.


"Caro nome",de "Rigoletto" (Giuseppe Verdi)


Había pensado en usar la música para que Marcel se relajara y poder trabajar más cómodos, pero no esperó sensibilizarlo tanto como para llegar a esa reacción. Camino a la cocina recordó los nombres leídos en el expediente del teniente. Gracias, Jean-Pierre Dubois, grandísimo hijo de puta. Gracias por arruinar la vida de tu familia y regalarle una bomba de tiempo a la Brigada. Quién sabe cuándo estallará, y de qué forma. Los que estuvieran cerca no saldrían ilesos, y Marcel tampoco. Debería ocuparme de la evaluación psicológica de mis compañeros, además de la de mis criminales.
—Es agradable —comentó Marguerite desde el otro extremo de la cocina. Odette la interrogó con la mirada. Marguerite hizo un gesto con la cabeza apuntando hacia la puerta, con las cejas enarcadas y una sonrisita pícara.
Odette llenó el termo con café mientras contenía una sonrisa. Marguerite es incorregible.
—¿Qué hay para comer?
—Pescado. ¿Le gustará?
—Y a mí que me parta un rayo...
Marguerite la miró con reprobación mientras ella volvía al salón con el café.



"Duetto de las flores", de "Lakmé" (Leo Delibes)


El “Duetto de las flores”, de "Lakmé", flotaba en el aire.
—¿Qué es? — Marcel preguntó, maravillado.
—"Lakmé", de Leo Delibes. Una de mis óperas favoritas —Odette sonrió —.Tu autógrafo para el club de fans —dijo, tendiéndole un papel. La música estaba haciéndole algo indefinible, sensibilizándolo todavía más, aunque ahora dominaba sus emociones.
—¿Para qué? —preguntó mientras firmaba.
—Mmm... Bien, deberíamos elegir un nombre con tus mismas iniciales... —comentó ella después de unos momentos, luego de observar detenidamente su firma. Se había recostado contra el respaldo del sofá y la sombra de sonrisa en su boca, su leve gesto de asentimiento y el silencio lo intrigaron y no pudo dejar de preguntar incrédulo:
—¿Estudiaste grafología?
—Es parte del entrenamiento. Se pueden conocer muchas cosas de una persona a través de su escritura. Quiero escucharte hablar italiano — lo miró esperando que lo hiciera. Marcel dijo un par de frases, y ella cerró los ojos, entre divertida y espantada.
—Atroz. Un auténtico milanés - aprobó sacudiendo la cabeza.
—¿Cómo supiste? Que hablaba italiano, digo.
—Dubois, leí tu expediente —meneó la cabeza mirando al techo desesperanzada.
Era tan obvio que se sintió tonto. Odette asintió con una ceja levantada.
—Yo no tuve esa ventaja. Ver tu expediente, claro.
Ella lo miró con calma.
—Si todo esto termina bien, te voy a dejar leer hasta mi diario íntimo.
Por supuesto que me gustaría, capitán. Mantuvo la boca prudentemente cerrada.
—¿Y qué más se puede saber de mí con mi firma? —preguntó entre molesto y divertido.
—Que te será más fácil utilizar un nombre falso que contenga las mismas letras que el tuyo verdadero, por ejemplo. Que la Brigada no se equivocó al elegirte. —Se le saltó un latido al escucharla mientras ella clavaba sus ojos en los suyos. —Ya te lo dije: si no tuvieras “el fuego sagrado”... —Hizo una pausa significativa y volvió al tema del nombre falso. —¿Qué te parece... Maurizio De Biassi?
—¿Italiano? ¿Con mi atroz acento milanés? — agradeció el cambio de dirección de la conversación.
— ¡Es perfecto! Representar el papel de italiano residente en Francia será fácil: el acento no te va a traicionar... - los ojos oscuros lo miraron burlones -. El nombre tiene varias de las letras del tuyo; te permite firmar sin problemas. Hacen falta pasaporte, carné de conductor y tarjetas de crédito. Y, sí, también chequera —iba diciendo mientras tecleaba rápidamente—. Papelería personal... Ah, podrías dejarte la barba. Algo discreto; bien recortada.
—Entiendo. También sería conveniente cambiarme el corte de pelo. Algo más audaz — bromeó pero le salió mal porque ella saltó sobre la idea. Boludo, para qué habré abierto la boca, , se insultó.
—Excelente. Y también cambiar de color.
—¿Negro? — Cristo, voy a parecer un gigoló.
—No; sería muy evidente y no podrías ocultar el crecimiento. No, un color un poco más oscuro que el tuyo, algo más... italiano.
—¡Mierda! ¿Tengo que personificar a un mafioso?
—Como no sea del Clan de los Marselleses... No hay sicilianos rubios. Y no tienen nada que ver con este asunto — el tono de Odette se había vuelto gélido y Marcel supo que había metido la pata.
—No quise parecer tonto — se disculpó como un colegial y de inmediato le dio rabia. ¿Pero por qué carajo me preocupo por no parecer un boludo? ¿Y por qué mierda no dije "boludo"? Pero la expresión de ella había cambiado y él se olvidó del asunto.
—No hay problema. Gracias a Dios, las familias todavía conservan un estricto código de honor. Estamos seguros de que no están involucrados en esto — enchufó la laptop a una conexión telefónica que él no había visto, bajo la mesa.
—Estoy informando que en una semana vas a necesitar la documentación que requiere fotografías. Las tarjetas de crédito y chequeras estarán listas esta tarde. Deberías practicar la rúbrica.
—¿También vas a cambiarte el color del pelo?
— ¿Yo? ¿Para qué? Alguien de mi tamaño puede pasar inadvertida cuando se lo propone — bromeó.
Cierto que tiene la estatura de un adolescente o un chico, pero no creo que pase inadvertida. Me equivoqué al pensar en ella como en una muñeca de porcelana. Tiene la intensidad y la fuerza de una 'prima donna', por no hablar del carácter. Notó que ella lo observaba a su vez, con una sonrisa de Gioconda que lo hizo sentir incómodo.
—Odette...
Ella lo interrogó con la mirada, inclinando la cabeza.
—¿Lo del diario íntimo... es verdad?
—Dubois... — y el “Dubois” sonó a “qué idiota”.
—Era una pregunta —pidió disculpas con la mirada, y Odette sonrió a medias. Pero si existe ese diario, de veras quiero leerlo, capitán. Muero por eso.

martes, 8 de julio de 2008

La dama es policía - Capítulo 2





LA DÉFENSE, LA MISMA NOCHE
Odette esperó a que él asimilara la idea. Siempre pasaba lo mismo con los nuevos: se sorprendían, se asustaban y al final, se sentían orgullosos. Había discutido mucho con Auguste y Michelon sobre el tema. Nada de dar a conocer la organización fuera de la Brigada ni asignarle las siglas a las que era tan afecta la PN(1). Cuanta menos gente supiera de esos equipos, mejor para todos. Los resultados estaban siendo muy buenos y se involucraba a muchísimos menos efectivos de los que se hubieran empleado en procedimientos tradicionales. Trabajaban solos o en parejas. Se estudiaba a cada posible candidato con cuidado. Por lo general trataban de elegir a hombres y mujeres sin compromisos familiares que los hicieran vulnerables de alguna forma. Muy pocos estaban casados o tenían hijos y esa política evitaba víctimas innecesarias: nadie en la Brigada quería perder vidas valiosas ni ofrecer posibles rehenes. Esta vez era su propio turno. Mi caso. Cerró los ojos para no dejar traslucir el dolor que la atacó sin avisar. Recuperó la compostura y tomó la primera carpeta del pilón, mientras encendía la laptop: el trabajo tenía la virtud de distraerla.
— Te voy a explicar mi punto de vista, Marcel. Cuando se informó de la desaparición de dos religiosas jóvenes hace un año, se pensó en una fuga. El caso se investigó bastante mal y después languideció en los archivos. Cuando se informaron otras desapariciones similares, dos monjas jóvenes y una novicia, esta vez en el norte del país, comenzaron a prestar un poco más de atención. Lamentablemente nos enteramos de lo ocurrido varios meses después, ya que las desapariciones se denunciaron inicialmente a las prefecturas regionales. Tuve una corazonada y consultamos a las policías alemana e italiana y descubrimos que en las cercanías de la frontera con Alsacia y en el norte del Piemonte, habían ocurrido casos similares, siempre con religiosas más o menos jóvenes.
— Se habrá fundado un Movimiento de Liberación de las Religiosas...
— Estamos en el siglo XX y ya no se obliga a las mujeres a meterse a monjas.
— Punto a favor. Aunque siempre creí que era un desperdicio de recursos —, comentó él, irónico.
— Desperdicio o no, estas mujeres eran monjas por su propia decisión, te lo puedo asegurar, así como puedo jurarte que no desaparecieron por su voluntad — respondió con sequedad.
— No tiene sentido, Odette, y si lo tiene... —Marcel torció la cara en un gesto de desagrado.
— No “si lo tiene". “Sí”, lo tiene. Todavía me faltan algunos hilos de la trama, pero creo estar bastante cerca. Antes de que entraras en este caso, entrevisté a algunas superioras de órdenes que no fueran de clausura. No fue fácil en tan pocos días, pero me fue bastante bien. Esas señoras son muy renuentes a tratar con nosotros, y sacarles información me costó horas de persuasión, apelaciones a sus patrióticos corazones, sentimientos religiosos, solidaridad con las pobres mujeres desaparecidas, las estrofas de La Marsellesa... ¡Una casi me hizo sacar la reglamentaria!
Marcel se rió escandalizado.
— ¿Amenazaste a una abadesa con encanarla por resistirse a la autoridad?
— Estaba furiosa. Pero conseguí la información: en los cuatro conventos que investigué no están permitidas las visitas de hombres, salvo parientes por consanguinidad en primero o segundo grado, y sólo en casos muy excepcionales. Esas visitas quedan registradas, lo mismo que las de visitantes femeninas, que tampoco son muy asiduas. Casi todos estos conventos se caracterizan por su retiro del mundanal ruido.
— Qué conveniente — apuntó Marcel.
— Mmm, sí, muy útil cuando se desea operar sin intromisiones del exterior.
— ¿Qué? ¿Las monjitas se dedican al contrabando?
— ¡Dubois, no seas idiota!
— Tengo un sentido del humor algo inoportuno — el teniente se disculpó a medias, conteniendo una sonrisa.
Ya te voy a borrar la sonrisita, Cro-Magnon. Jugadores de rugby metidos a policía. Adónde mierda se está yendo la excelencia. Y Auguste te eligió como mi compañero en este caso. Agendar: estrangular a Auguste. Odette hizo un esfuerzo por no torcer la boca y continuó.
— Volviendo al tema, hay excepciones: las órdenes religiosas masculinas. ¿Quién, si no, podría meterse en un convento sin despertar sospechas?
— O alguien que parezca serlo...
— Estás aprendiendo rápido — ella levantó una ceja y se estiró con las manos detrás de la nuca.
— ¿Pero con qué objeto?
— En primer lugar deberías tener en cuenta que estas buenas señoras no ven como “hombre” — hizo comillas con los dedos— a un religioso. Es más, la visita de uno o varios de ellos se considera visita de la orden y se registra como tal. Un acontecimiento especial sería la llegada de alguna autoridad eclesiástica, donde se mencionarían nombres, pero no es el caso.
— Así que si alguien tuviera motivos reprobables para tener acceso a un convento, y lo hiciera como un seudomonje de alguna orden, encontraría las puertas abiertas — acotó Marcel.
— Bravo. ¿Qué más? — El Cro-Magnon piensa. Pasémoslo al próximo escalón de la evolución. —Ah, bueno... ¡No debe de ser tan fácil hacerse pasar por monje!
— No: deben presentarse papeles oficiales de la orden, autorizaciones, a veces hasta cartas del mismísimo Vaticano. Pero las órdenes masculinas y femeninas intercambian visitas con cierta frecuencia.
— ¿Pero para qué querría alguien disfrazarse de cura y meterse en un convento lleno de viejas santurronas, si no fuera para robar? Y en ese caso, ¿qué?
— ¿Estás seguro de no tener doble personalidad? ¡Hace un momento hacías gala de un intelecto aceptable y un instante después te dio un derrame cerebral? Mi Dios, Dubois, ¿qué te parece que estamos investigando?


Tomaron un café perfumado y negrísimo en un silencio de muerte, hasta que el estómago de Marcel reclamó comida. Odette se compadeció y sin decir nada desapareció por el pasillo de siempre para volver con una bandeja de sandwiches, bebida y cositas dulces. Él agradeció la tregua y comieron entre comentarios intrascendentes. Ella se limitó a observarlo mientras bebía en silencio el café, esta vez con leche.
Es más barato regalarte un reloj de oro que invitarte a comer. Aunque, para mantener en forma toda esa infraestructura deportiva, imagino que hace falta combustible en cantidades adecuadas. Adecuadas a una central termoeléctrica. Tomar nota para próximos entremeses. Eso, sin hablar del perfume. Una sinfonía para el olfato, teniente. Toda una delicadeza de tu parte hacia las damas. No hay problema, no soy una dama. El sueldo se te debe de ir entre comida y loción para después de afeitar. Y a mí qué mierda me importa. Sonrió para sí y se dio cuenta que él había observado el gesto, pero no dijo nada. Un poquito de suspenso no viene mal. Te mantiene atento y enfocado, sin desviar la atención a ideas de otro tipo.
Odette retiraba la bandeja vacía cuando Marcel preguntó:
— ¿Te ayudo a lavar los vasos… y todo eso?
— Mañana viene Marguerite y se encarga de la ley y el orden domésticos — dio por terminado el tema y continuó con la exposición: —Bien, como te imaginarás, existe una gran cantidad de órdenes y grupos religiosos católicos en Francia y en el resto de Europa. No se crean órdenes nuevas desde hace al menos setenta años y otras desaparecieron, pero todavía perduran congregaciones pequeñas, desconocidas para la mayoría de la gente común y a veces inclusive para otras órdenes.
Tecleó en la laptop y la pantalla se llenó con un listado interminable de fechas, símbolos y números.
— ¡Mi Dios! ¿Por dónde empezamos? — Marcel suspiró.
— Tranquilo, no son tantas. Las del asterisco ya no existían a principios de siglo. De las restantes, las señaladas con (1) tienen sede en Francia, las (2) son del resto de Europa, y (3), Asia, África y América .
Marcel no dijo nada, pero cerró los ojos con resignación: las (1) eran más que suficientes. Odette esbozó media sonrisa.
— Yo también temblé un poco al principio. Pero nuestras monjitas me permitieron ver sus libros de visitas y comprobé algo que había comenzado a sospechar — hizo un alto para servirse más café mientras Marcel estudiaba los nombres del listado.
— ¿Alguna recurrencia de nombres en los cuadernos de visita?
— Exacto. En todos los casos de desaparición, algunos días antes una orden en particular había visitado cada convento, alojándose en ellos.
— ¿Cómo es eso posible? Quiero decir, que durmieran en...
— En las alas destinadas a visitantes, alejadas de los claustros principales. Y acá viene lo más interesante: en todos los casos, estos visitantes se presentaron como miembros de una orden que había sido suprimida a fines de la Edad Media con bastante escándalo, pero que recientemente había recibido la rehabilitación papal.
— ¡Y las monjitas se tragaron el sapo! — Marcel la miró fijamente—.No estarás hablando de...
— ...Jacques de Molay.
— ¡No puede ser! ¿Los Caballeros de la Orden del Temple? —la sorpresa de Marcel no podía ser mayor.
— Bingo.


Los Templarios... Una orden que había alcanzado un poder tal que hizo temblar a Occidente. Sus monjes-caballeros eran señores feudales poderosos y la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo era tan rica que operó como un verdadero banco entre Europa y el Cercano Oriente. En poco tiempo, todos los gobernantes del continente estaban en deuda con el Temple, monjes que empuñaban con más frecuencia la espada que el rosario. El mismo rey de Francia les debía su trono. La excusa para eliminarlos fue que el continuo contacto con los infieles los había convertido en herejes: lo habitual en esos tiempos para librarse de enemigos incómodos a quienes, por ejemplo, se debía mucho dinero. La Orden se disolvió, pero los sobrevivientes se dispersaron por Europa, confundiéndose con la masonería. Logias que brotaron como hongos después de la lluvia, y cuyos grados jerárquicos se parecían sospechosamente a los de los Caballeros Templarios.
El término “logia” había vuelto a ganar una trascendencia desagradable a mediados de los años ochenta gracias a que las actividades de una de esas organizaciones habían salido a la luz. Operaciones económicas de calibre internacional, implicados impensados y escándalos que habían golpeado a las puertas de la mismísima basílica de San Pedro. Y se habían diluido como una gota de tinta en el mar. Quién sabe dónde estarían ahora los verdaderos Richelieu detrás del trono. Otra vez lo mismo?, pensó Marcel. ¿Y por qué no? Nada nuevo bajo el sol. La humanidad se repite a sí misma.
— ¿Una logia masónica? — dijo siguiendo en voz alta sus conclusiones. El pensamiento le hizo fruncir el entrecejo.
— Muy buena elección del término... — ella se quedó silenciosa, evaluando su sugerencia —. Más si tenemos en cuenta que las logias funcionan casi de la misma forma que las células terroristas: no se conoce a los superiores, obediencia estricta, códigos secretos, bla, bla, bla… — hizo un gesto con la mano —. Y que de los Templarios que se salvaron de la hoguera y desaparecieron de la Historia, se sospecha que se unieron, o directamente generaron la masonería. Todo muy oculto, porque los hubieran colgado por herejía, brujería y crímenes de lesa majestad como prometer la piedra filosofal y la fuente de la eterna juventud... Las logias modernas seguramente se dedican a buscar otro tipo de verdades científicas. Hoy en día, cualquiera puede obtener oro del plomo con el material radiactivo adecuado, lograr la eterna juventud gracias a la cirugía estética y acceder a la suma del conocimiento universal a través de las enciclopedias en CD-ROM y la Internet — se rieron ante lo ridículo de la idea.
La dama tiene sentido del humor. No lo hubiera imaginado. Me gusta cómo se ríe.
Odette continuó en voz más baja, como si hablara para sí.
— Pero los hombres siguen teniendo las mismas ambiciones básicas que hace cuatrocientos años o cuatro millones de años: el poder sobre otros. Para pagar el precio que sea y obtener cualquier cosa que se desee. Porque el poderoso es un eterno insatisfecho que necesita cada vez más poder para encontrarle algún sentido a su vida. Ya nada es suficiente, nada satisface.
”Se vuelve adicto a la adrenalina, y cuando ésta no alcanza a provocarle el placer que busca en cada cosa que hace, prueba con drogas más fuertes... no sólo en el sentido literal del término. Y detentar y ejercer el poder es la droga más terrible. Decidir la vida y la muerte de otros, que les están sometidos aunque no lo sepan. Usarlos en el propio beneficio o la propia satisfacción; los otros son objetos y, como tales, sin derecho a tener voluntad propia o decisión — el tono de su voz tenía un dejo de amargura —. El poderoso posee a los demás en toda la extensión de la palabra: tiene 'cosas' para 'usarlas' como más le complazca. Se apodera de la vida y la muerte de los otros. Se arroga el papel de Dios.
”Posee el dinero, el gobierno, los hombres, las mujeres, las armas, lo que señale con el dedo. Lo desea y tiene que tenerlo. No se le puede negar nada porque tiene el poder. No por nada 'poder' y 'poseer' tienen las mismas raíces en latín".
Se quedó callada, mirándolo sin ver.
La intensidad de sus palabras lo había dejado mudo. Ella sacudió la cabeza, se revolvió el pelo, se lo acomodó con los dedos y suspiró.
— Perdón por la digresión. Los que vivimos solos durante mucho tiempo tenemos el hábito de pensar en voz alta.
— Estoy acostumbrado. Las paredes son confidentes discretos: no le cuentan nada a nadie.
Por primera vez en toda la noche los ojos de ella reflejaron un sentimiento al mirarlo. Compartieron unos instantes de común soledad, en un silencio que, extrañamente, no se hizo incómodo.


LA DÉFENSE, MÁS TARDE, LA MISMA NOCHE
Eran más de las once de la noche cuando Marcel miró subrepticiamente su reloj.
— ¿Te esperan? — preguntó Odette con tono casual.
— Eh, no...
— Estás cansado — no fue una pregunta sino un desafío.
— No, sigamos. Hace nada más que cuatro horas que estamos con esto.
Ella se encogió de hombros.
— Marcel, ya te dije que quiero ponerte al tanto de lo que sabemos y de lo que esperamos encontrar. Necesitamos comenzar a actuar lo antes posible. La Brigada no quiere más desapariciones. Vas a quedarte a dormir. Hay un cuarto preparado, ropa limpia y un baño a tu disposición.
Casi se atragantó con el café al oír la última frase. No conocía a Odette, pero se imaginó que las suspicacias le ponían los pelos de punta. Cuando se supiese, aparecería en los titulares del noticiario de las ocho de la Brigada.
Pareció que ella le había leído la mente.
— No tengas miedo de las murmuraciones. Nadie sabe que estás aquí salvo Auguste — y se levantó en silencio.
Auguste, no 'comisario Massarino'. El detalle no se le escapó. Supo que Odette había ido a la cocina porque trajo una bandeja con una botella de agua mineral, más sandwiches, chocolate y, por supuesto, más café.
— Algo dulce y algo salado. Sirve para mantenerse despierto — el tono no admitía réplica y él obedeció con placer, mientras ella saboreaba el chocolate. Luego del minirrelax, volvieron a atacar los datos.
— ¿Y cómo cuernos las monjitas se tragaron el anzuelo de la rehabilitación papal y todo eso? — preguntó Marcel.
— ¡Ah, ahí viene lo mejor de todo! Estos tipos presentaron papeles oficiales, con membretes y sellos auténticos del Vaticano, emblemas, firmas y toda la parafernalia. En ellos constaba el perdón papal, la devolución de tierras y monasterios, la rehabilitación de los inmolados, ¡hasta una presentación para la beatificación de Molay! ¡Creo que hasta el mismo Papa hubiera creído que la firma era la suya!
— ¡Increíble! Pero, ¿robaron los papeles o...? ¡El Vaticano no puede estar involucrado en esto!
— ¡Dios nos libre! No voy a las procesiones vestida de penitente, pero guardo cierto respeto por la Iglesia Católica. Los papeles eran falsos. Falsificaciones casi perfectas — y se metió una barra de chocolate entre los dientes y jugueteó con ella.
Fue inevitable que a él se le cruzaran toda clase de imágenes en absoluto morales de Odette, y no precisamente con una barra de chocolate entre los labios. Recuperó la cordura y tomó también una barrita para distraerse. No va a ser fácil trabajar con esta mujer.
— ¡Uy, es exquisito! ¿Suizo?
— No, italiano. Los suizos son correctos hasta para hacer chocolate. Demasiado dulce para mi gusto. El italiano es absolutamente pecador e irresistible. Es mi perdición — ella suspiró con deleite.
— Entonces, si los papeles son falsos, alguien tuvo que conseguir originales. ¿Se informó algún robo en Francia? —respondió, tratando de no mirar la saltarina barrita de chocolate.
— No, pero hace tres años, del arzobispado de Venecia desaparecieron objetos de relativo valor y papelería diplomática en blanco. Ahora resultaría claro que el robo sólo tenía por objetivo los papeles. Pero, lo de siempre...
— Sí: denuncia, informe y archivo —suspiró —. Aunque sigo sin ver la relación.
— Mi corazonada es que estos tipos se metieron en esos conventos a secuestrar mujeres.
— ¡Qué locura! ¡A quién se le ocurriría secuestrar monjas! Quiero decir, ¿con qué propósito? ¿Pedir rescate? Cierto que muchas de ellas pertenecen a familias de buena posición económica. ¿Se investigó eso?
— Ninguna de las desaparecidas tenía familia. Además, los religiosos suelen ceder sus bienes a sus congregaciones. Tampoco hubo pedidos de rescate. Nunca se supo más de esas mujeres. Ni fugas, ni rescates, ni cuerpos.
— Entonces, ¿qué? ¿Qué querrían de unas pobres monjas?
— Marcel, éste es tu primer caso así, ¿cierto? Quiero decir, desaparición de mujeres.
— Sí. Bueno, por lo menos de monjas...
— Nunca se te cruzó por la mente cometer ningún tipo de aberración o violencia sexual contra otra persona, o de causarle daño físico o moral, o aun la muerte.
— ¡No, por Dios! Yo... bueno, soy, creo ser bastante normal — se sonrojó.
— No estoy juzgando tu vida privada. No tomamos en consideración juegos consentidos entre dos personas que se desean o se aman. Son situaciones de las que no se ocupa la policía, afortunadamente. Estoy hablando de secuestro, corrupción y asesinato. Y no las llames “monjitas”. Son mujeres, Marcel, y por esa razón desaparecieron.
— Lo que estás sugiriendo es horrible... —dijo mientras se le endurecía la boca en una mueca.
— Sí, y está ocurriendo —Odette lo miró a los ojos mientras hablaba —. Lo que quiero decirte es que sospecho que se trata de secuestros de mujeres más o menos jóvenes, más o menos bonitas... eso es casi lo de menos... pero, sobre todo, vírgenes, con fines absolutamente repugnantes.
— ¿Vírgenes? — Marcel frunció el ceño — ¿Y cómo sabían que eran...?
— En los registros de los conventos también figuran la edad y estado civil al ingresar. Digamos que una mujer soltera que elige ser miembro de una orden religiosa a una edad temprana, tiene bastantes probabilidades de no tener experiencia sexual alguna. Nuestros amigos apuestan a la ley de probabilidades — Odette pronunció la última frase como si la mordiera.
Marcel comenzó a digerir todo lo que ella le había soltado en los últimos minutos. Es aberrante.
— Creo que fuiste demasiado lejos con tu imaginación — dijo con calma y esbozó una sonrisita de suficiencia que ella se encargó de borrar en menos de una décima de segundo.
— ¿Dónde están los cuerpos?— lo fusiló con una ojeada negra —. ¿Todas se desvanecieron en el aire? Si las mataron, se deshicieron de los cadáveres con mucha habilidad. ¿Montar toda una organización por el placer de matar mujeres? ¿Para probar métodos modernos de eliminación de cadáveres? Ah, no, mi querido Dubois; demasiados gastos y muy pocos beneficios. Puedo imaginar a un asesino serial solitario como Andrei Chikatilo, o el hijo de Sam, o nuestro viejo y querido Landrú, o hasta dos como los primos Bianco. ¿Pero preparar semejante puesta en escena nada más que por el placer de cometer asesinatos seriales? ¡Qué desperdicio de recursos!
— ¡Dios, no hables así! —gritó asqueado.
— ¡Bien, empezamos a entendernos! No son asesinos, no en forma directa. ¡Son tratantes de mujeres! — ladró imperiosa.
—Tratantes...
—¡Sí! ¡Pero qué mujeres! Sin experiencia sexual y posiblemente sin experiencia de vida de ningún tipo... No quiero pensar lo que esos hijos de puta hacen con esas pobrecitas...
Tragó y asintió. Sí, parecía asquerosamente razonable. ¿Y quiénes eran los compradores? Ella se quedó callada, dejándolo tomar conciencia de lo que habían hablado hasta ese momento; se levantó, se acercó al ventanal y apoyó la frente sobre los cristales helados. Volvió al sofá y se sentó frente a él otra vez. Le clavó los ojos y enarcó una ceja, a la espera de su respuesta.
— ¿Quiénes podrían...? Quiero decir, ¿qué clase de personas? No creo que se trate de mercancía barata — dijo, imitando el tonito sarcástico de ella, que ya había comprobado le rompía las pelotas. Seguramente conozca varias formas de rompérmelas con minuciosidad, se permitió el pensamiento colateral.
— No, cierto. Muy, muy cara. El secreto es siempre caro. El sexo aberrante también. Sumemos los honorarios por los servicios... — le respondió, tomando otra barra de chocolate sin dejar de mirarlo con el ceño apenas fruncido.
Apretó los dientes para que la adrenalina que le estaba acelerando el pulso no le traicionara la expresión. Era increíble que esa mujer pudiera despertar en él sentimientos tan contradictorios: lo enfurecía, lo humillaba y hacía que necesitara su aprobación, todo a la vez. Se obligó a pensar la respuesta que ella le exigía. Mejor que estés a su altura, viejo.
—Gente rica, muy rica —murmuró—. Hombres de negocios... Co un lugar para esconder a las víctimas... Trasladarlas en secreto, mantenerlas ocultas mientras... —no terminó de enunciar la idea, por delicadeza —, y llegado el momento... deshacerse de ellas.
—Bingo otra vez.
Marcel se acomodó nerviosamente un mechón que le caía sobre la frente, se sirvió café y lo sorbió despacio. ¿En qué nos estamos metiendo? ¿Qué clase de personas podrían estar haciendo esto?


LA DÉFENSE, PRIMERAS HORAS DE LA MADRUGADA

— ¿Te gustan los cruceros? — dijo ella mientras mojaba el chocolate en su taza de café y tecleaba rápidamente. La pantalla escupió otro listado y Odette giró la laptop hacia él —. Es el movimiento de los principales puertos franceses sobre el Mediterráneo. También está Montecarlo.
— ¿Por qué sobre el Mediterráneo?
— Casi no hay cruceros en los puertos del Atlántico o el mar del Norte. Clima inhóspito, supongo, salvo parte de la costa española. Tengo otro listado con puertos italianos y griegos, pero por ahora basta con éste.
Había algunas líneas destacadas: cruceros de magnates árabes, algunos griegos, dos estadounidenses, uno italiano. Algunos no mencionaban nacionalidad del propietario, pero sí bandera. Fechas de arribo y salida de puerto.
— ¿Tenemos la lista de las desapariciones?
— Con fechas — Bien, estamos usando el plural. ¿Te metiste en el caso, Cro-Magnon? Marcel verificó lo que ella ya sabía: que los cruceros habían entrado en puerto entre una y tres semanas después de la fecha de cada desaparición y habían partido el mismo día o a lo sumo al día siguiente.
—¿Tenemos la nacionalidad de los propietarios de estos barcos? —señaló a los que sólo mencionaban bandera.
— Algunos colombianos, un japonés, un argentino —enumeró ella mientras le indicaba cada nave.
— Colombianos... ¿Tendrá que ver con la forma de pago? Entraron en puerto también en fechas intermedias entre desapariciones... ¿Qué significa ese corazoncito? — Marcel señaló un nombre del listado.
Perspicaz cuando se pone on-line. Me gusta. Presta atención a los detalles. ¿Otro escalón hacia arriba? Estoy siendo injusta: démosle dos.
— Ése es un “cliente” habitual en las revistas del corazón y el jet set. Se codea con nuestra muy alicaída nobleza europea. Me hace inmensamente feliz celebrar el 14 de julio. A veces me enorgullezco del Régimen del Terror —comentó irónicamente—.Y en cuanto a la forma de pago... Sí, podrían estar pagando en especies...
— La Argentina se está convirtiendo en una etapa muy importante del lavado de dinero de narcos, después de los Estados Unidos...
— Ajá, pero el crucero entró en coincidencia con las fechas de desaparición. Si hacen alguna operación económica, no es en puertos del Mediterráneo.
— ¿Suiza? — refiriéndose a los Bancos.
— No podemos meternos hasta tener evidencia cierta y orden judicial.
— ¿No podemos registrar los cruceros?
— ¿Con qué motivo? ¿Sospechosos de secuestro? El escándalo diplomático sería tal que toda la PJ terminaría en la guillotina. No tenemos nada más que papeles falsos, listados de desapariciones y de barcos en puerto. No es prueba de nada. Coincidencias sin sentido. Imposible de llevar ante la Justicia.
— Carajo, ¿me estás probando? ¿Qué mierda tenemos, entonces? — ahora fue él quien se puso de pie y dio zancadas por toda la habitación. Se quitó los mechones de la frente de un manotazo y se detuvo delante de ella con los brazos en jarras y mirándola furioso.
Así me gusta, teniente. Ahora sí estás involucrado en el caso. A trabajar de verdad.
— No te estoy probando. Simplemente hay que buscar la grieta en la estructura. Es lo único que podemos hacer. Sí, es cierto que no tenemos nada concreto, salvo que creo que encontré esa fisura mínima, el más delgado de los hilos de la trama... — en silencio extrajo otro disquete del maletín y lo cargó, mientras Marcel se hacía a la idea de no dormir esa noche.

(1) Police National (Policía Nacional

sábado, 5 de julio de 2008

Comentario previo y Advertencia







La novela que van a leer a continuación tiene algunos años de escrita. A lo largo de este tiempo sufrió cambios (espero que para mejor). Sus primeros lectores-críticos son todos muy cercanos y muy queridos. En su papel de arrancadores de la piel a tiras encontraron los defectos y me los señalaron (lo cual agradecí debidamente) y disfrutaron de las virtudes y me lo dijeron (hecho que me colmó de placer). Tanto me lo dijeron que fui con ese primer manuscrito bajo el brazo a recorrer editoriales.
Descubrí entonces la paradoja del escritor desconocido, que se enuncia más o menos así:
“Su obra es muy interesante, tiene valor comercial y literario, bla, bla, bla, pero a Ud. no lo/la conoce nadie por lo cual no nos interesa publicarlo/la”.
¿Cómo consigo hacerme conocida si por no serlo, no me publican porque no me conocen? Nadie pudo explicarlo stisfactoriamente. Pensé que era cuestión de insistir y gracias a los esfuerzos de otra amiga, conseguí lecturas en España. Muy serias y competentes, elogiaron la obra pero no publican a extranjeros que no hayan publicado previamente en su país de origen, por eso de la economía globalizada y los resultados garantizados.
Tocando timbres llegué a una editorial que me propuso “correr un riesgo editorial conjunto”, que en buen castellano viene a significar: “Si Ud. se paga la edición, nosotros le imprimimos el librejo”. Umberto Eco no lo hubiera explicado mejor pero sí con más literatura (Ver “El péndulo de Foucault” y los “autori a proprie spese”).
Por supuesto, caí como un chorlito (¿chorlita? ¿Tiene femenino?). Sirvió para conseguirme un bonito número de ISBN que jura y perjura que esta obra es de mi exclusiva propiedad intelectual y de las otras (como si al resto de la galaxia le preocupara dicha exclusividad). También me conseguí unas cuantas cajas llenas de libros que están esperando su turno en el reciclado de papel, que no es cosa de andar tirando tal como viene el planeta.
ISBN en mano volví a la carga, nada más que para que me explicaran: a) que no resultaba creíble una organización dedicada al tráfico de mujeres; b) que era absolutamente inverosímil que dicha organización tuviera ramificaciones a nivel mundial; c) que a quién se le ocurría hoy en día retomar el tema de antiguas órdenes religiosas desaparecidas y resucitarlas con propósitos non sanctos; d) que era de un absurdo risible imaginar a un personaje todopoderoso e invisible que comanda una super sociedad dedicada al crimen organizado, que no hable en siciliano ni viva en Chicago.
No sé si esta persona continuó asesorando a la editorial desde la que se despachó tan a gusto, o si lee los diarios o las listas de “best-sellers” (dije “best-sellers”, no “best-writers”) , o simplemente ve los noticieros. Sólo sé que la realidad supera al arte y lo usa de modelo para pasar de escala.
Dicho cuanto antecede, espero que “La dama es policía” les resulte tan grata de leer como a mí me resultó de escribir. En esta obra, al igual que las que continuaré presentando en el blog, encontrarán:

- lenguaje adulto (bueno, ya no tengo quince años…)
- sexo explícito (y del aburrido también)
- malos virtuosos y buenos defectuosos (errare humanum est)
- violencia ( ¿qué esperaban? ¡Es un policial
!)

Después no digan que no les avisé.

La dama es policía- Capítulo 1






BUENOS AIRES, 1983
Estaba tirado sobre una mesa, en una habitación mugrienta. Una lamparita desnuda colgaba miserablemente del techo. Oyó voces. Voces masculinas. Era extraño: podía ver y oír, pero no sentir su cuerpo. Era como estar desprendido de su humanidad. “¿Estoy muerto?” Pensó palabras que se negaban a salir de su boca. Estaban allí, en el borde de su mente, las oía en su interior pero sus mandíbulas selladas no podían articularlas. El acto de respirar era tortu-rante. Se ahogaba por no poder coordinar los músculos del tórax. Algo, alguien oscureció momentáneamente la luz implacable. Un hombre. Rubio, de contextura fuerte, facciones algo abotargadas. Los ojos, de tan claros, parecían vacíos. Crueles, espantosamente crueles, igual que la expresión apretada de la boca.
—¿Cómo estamos? —Hizo algo con las manos. —No tiene sensaciones. Nada. Perfecto. Te pasaste, Mengele.
El que llamaban “Mengele” se acercó.
—Una obrita de arte. Hay que tener mucha mano para esto. El movimiento justo en la vérte-bra exacta. Y sin tocar la médula. Cirugía mayor, pibe. —Le palmeó la cara pero no sintió nada. El aire le faltaba dolorosamente.
—Te vamos a mandar de vuelta, franchute. ¿Entendés? Nous te renvoyerons. A ver si se de-jan de joder con esas putas monjas. Les monnes, tu comprends? Sí que entendés.
—Callate, boludo —comentó alguien que se acercó desde atrás de su cabeza. Un morocho de bigotes tupidos se inclinó sobre él: sudamericano típico, cabello negro, tez mate, facciones aindiadas pero atractivas. El rubio giró sobre sus talones y, por el ruido, había agarrado al otro por la ropa.
—No te hagas el gallito conmigo, Tigre. —La voz sonó ronca.
—Pará, Briga. Pero mirá si éste...
—Éste es un muerto vivo. Esta vez Mengele se lució de veras. Les mandamos un avisito: no jodan más. Acá el quilombo terminó y somos intocables. Váyanse a investigar a la mierda.
Intentó moverse otra vez pero su cerebro estaba desconectado del resto del cuerpo. Nada. La furia hizo lugar a la desesperación en sus ojos, lo único vivo que le quedaba. Sintió que le faltaba el aire, que sobre el pecho tenía una manta de plomo. El que llamaban “Brigadier” lo miró detenidamente, evaluando el trabajo. La satisfacción en los ojos del otro lo llenó de pánico..
—Vas entendiendo, ¿eh? ¿Querés saber lo que les pasó a tus monjas? —Se sacudió la entre-pierna con la mano derecha. —Esto les pasó. No nos gustan los terroristas. “Pelotón de fusi-lamiento" y "traslado".
—Se resistieron, las guachas. No querían firmar —acotó el morocho.
—Vístanlo, pónganle el pasaporte y el resto de los papeles en el maletín. De vuelta al hotel. El dueño ya sabe que llevan el paquete. Mañana avisa a la cana. Chau, Francia. Un placer.
Lo dejaron tirado en una cama, mudo, impotente, aterrorizado hasta la locura, hasta que al día siguiente llegó la policía.


PARÍS, LA DÉFENSE, 1996
Rebuscó entre los recortes desparramados sobre la mesa. Algunos tenían casi veinte años. Noticias de otro país, acerca de “patriotas” que habían cometido atrocidades contra aquellas mismas personas a las que habían jurado defender.
El concepto de "patria" es tan variable... "Patria" proviene de "pater", padre, figura mascu-lina y avasalladora que impone el orden social. Pero la tierra es mujer y hembra fértil, con-tención, consuelo, refugio y madre. Qué notable que los que inician las guerras lo hagan en nombre de los padres de la Patria, y los que se defienden lo hagan por la madre Patria. Te-rroristas fundamentalistas, — o fundamentalmente terroristas—, traficantes de cualquier cosa que valga la pena —y el dinero— traficar... Atentados inexplicados... Cuánta basura, cuánto desperdicio de seres humanos en aras del poder. No la libertad, las ideas o la patria: simplemente el Poder y lo que él consigue. La cinta de Moebius del poder tiene una sola cara llamada corrupción. ¿Es del todo inevitable que el poder corrompa? ¿Es tan fácil dejarse seducir por ese monstruo que promete el mundo a tus pies? Demasiadas respuestas afirmati-vas para que me guste.
Recogió los nuevos recortes y los acomodó en el orden cronológico correspondiente.
“No hagas esto; te lastima todavía más”, le había dicho Auguste.
Quizá quiera conocer mi propia capacidad de soportar heridas. ¿Quién conoce los límites de la resistencia humana? Quién sabe hasta dónde se puede aguantar para cobrarse una ven-ganza. Únicamente en la seguridad de su casa, en su más íntima soledad, se atrevía a confesarse que era eso lo que buscaba desde hacía años. Su secreto mejor guardado. El odio visceral lentamente acumulado, guiado por la fría cerebralidad de su trabajo como policía, un perro desesperado y hambriento buscando rastros viejos entre basura y huesos. La furia que le cerraba la garganta y no la dejaba hablar ni llorar.
Me estoy secando por dentro, yerma, vacía. Me estoy convirtiendo en un cascarón lleno de odio y rabia. Siento la hiel en la boca. Y tengo tanto miedo... Pero no podía decírselo a nadie, porque nadie podría comprender. En esos momentos, temía verse en el espejo y encontrar todo ese horror en su mirada
“No te consumas de esa forma. No se puede vivir con semejante obsesión”, había murmurado Auguste con dolor. "¡No es una obsesión! —hubiera querido gritarle—: Es lo que me mantie-ne viva. Si supieras qué fuerte es. Si pudieras comprender cómo me impulsa, cada día, cada momento de mi existencia, a seguir adelante. Quiero justicia".
Pero, ¿cuál justicia? ¿La que permite que los asesinos anden sueltos y aparezcan sonrientes en los periódicos, en aras de la “reconciliación” entre una nación humillada y un gobierno cobarde? ¿La que hace que los reclamos se estrellen contra un muro de soberbia indiferente, porque “algo habrán hecho”? No. Tampoco la justicia que se encoge de hombros, impotente o indiferente ante la agonía de aquellos a los que se supone debe proteger. Quiero la justicia más antigua de la Tierra. La de la tierra misma. La que me pide la sangre que llevo en las venas.
Se recostó en el sofá y cerró los ojos, agotada. El pecho le martilleaba de angustia. Tanto tiempo había pasado, y la sensación seguía siendo la misma.
¿Te das cuenta, Auguste, de que no puedo olvidar? Cierro los ojos y el desfile comienza otra vez. Monjas desaparecidas en un país con una guerra no declarada, reclamos diplomáticos inútiles, condenas estériles e igualmente inútiles in absentia, la esperanza de que pudieran encontrar algún rastro, el avión, Jean-Luc despidiéndose apasionadamente, los meses desespe-rantes sin noticias, el regreso, la camilla que bajaron con infinito cuidado.
El diagnóstico fue lapidario: síndrome de “locked-in”.
"El paciente pierde el uso de todas sus capacidades físicas, conservando sólo la posibilidad de parpadear como único medio de comunicación con el mundo. En muchos casos necesitan de un respirador durante varios meses, hasta que pueden controlar los músculos del tórax. Por lo que hemos comprobado, conservan Las facultades mentales intactas. No sabemos si conser-van la sensibilidad cutánea”. El médico hablaba y ella enloquecía a medida que lo escuchaba.
"Con el tiempo, algunos pacientes logran articular algunas palabras. Se produce por un accidente vascular, o una herida interna o externa en el nivel de la corteza cerebral. En el caso del inspector, el trauma no alcanzó el centro del cerebro, pero rozó la corteza, causando el sín-drome. No sabemos cómo ocurrió".
“No, no existe ningún tratamiento, por ahora”.
“No, no sabemos cuánto puede vivir en estas condiciones”.
“No sabemos de ningún afectado que se haya recuperado”.
“Lo sentimos mucho, señora. Podemos facilitarle literatura sobre otros casos. Si usted lo des-ea, puede informar al hospital los progresos de su marido. Las estadísticas son siempre bien-venidas. No hay mucho sobre el locked-in”.
Ellos lo sienten mucho y yo ya no puedo sentir nada.Jean-Luc estaba encerrado en su atroz capullo. Aquello que había sido un hombre, su hombre maravilloso y único, era un muerto en vida, prisionero de su propio cuerpo. Aquella mente brillante estaba desconectada del mundo, imposibilitada, anulada sin esperanzas. Sólo los ojos vivían para transmitirle su desesperación. Los meses en el hospital fueron terribles hasta que consiguieron comunicarse: parpadeos cortos y largos, en el viejo código Morse. “Amor” fue la primera palabra que Jean-Luc parpadeó para ella, y lloraron juntos.
Con infinita, dolorosa lentitud, logró contarle el horror que había visto y vivido. No una caída al azar, sino la entrenada mano de un médico, siguiendo las órdenes del Brigadier. Ella lo mi-ró sin entender. Secuestros, torturas, desapariciones, ejecuciones clandestinas, campos de concentración.
Le llevó días interminables deletrear cada palabra ante sus ojos horrorizados. Días llenos de furia impotente. Refugiados, exiliados que quizá pudieran informar. El Brigadier. ¿La embajada? No, también implicados.
Cada vez que salía del hospital, el pecho le dolía hasta la nausea. Como ahora. Subía al automóvil y aceleraba hasta que la adrenalina la aturdía y se detenía en cualquier parte, a cualquier hora. A veces lloraba a gritos dentro del auto lanzado a toda velocidad por el bulevar Periphérique. Perdió la noción de otros horarios que no fueran los de visita del hospital.
Recurrió a la embajada y trabó relación con una diplomática dispuesta a colaborar, una mujer de edad mediana, inteligente y hermosa, que comprendió su desesperación. La mujer la escuchó y prometió ayudarla en la medida en que pudiera. No estaba de acuerdo con su gobierno y el giro que había tomado el antiterrorismo en su país. Estaban matando a inocentes.
El contacto tuvo un final abrupto con el suicidio de la diplomática. Un asunto pasional, dijeron los medios. Estaba segura de que esa mujer jamás se habría suicidado. Quienes fueran que habían cometido el crimen, tenían el brazo muy largo. Y Jean-Luc seguía con vida y los conocía.
Decidieron trasladarlo a un lugar más tranquilo y seguro, fuera del hospital y algo alejado de París. Con Auguste buscó una casita en las afueras y la instalaron casi como una sala de cuidados intensivos, sólo que con custodia permanente. No la policía o un servicio privado. Debía ser alguien de la familia o recomendado por ella, así que, tras un rápido viaje a Sicilia, Auguste regresó con el primo Calogero Colosimo, que no hizo preguntas y se limitó a ponerse al corriente de toda la situación. Resultó ser un magnífico enfermero, además de guardaespaldas. Él mismo se ocupó de contratar al personal de limpieza y a una enfermera de día y de cuidar a Jean-Luc como a su propio hermano.
Cada noche ella corría a la casa, a dormir en la cama de su marido. “No importa que no puedas tocarme; yo sí puedo”, insistía ante la dolorosa negativa de él, y lo amaba como podía. Continuaron así hasta que la decadencia física avanzó tanto que él no soportaba el más mínimo roce sin que le provocara sufrimiento. Todos sabían que los cuidados a un postrado tienen un límite después del cual sólo queda esperar la muerte sin mayores dolores.
Bambina, él no quiere que vengas más —le dijo una noche Calogero—. Sufre mucho. Hablamos... Bueno, yo hablo y él... Pero nos entendemos, y él quiere... que lo dejes.
No le permitió continuar. Corrió a la habitación gritando enloquecida. ¿Por qué le hacía eso? ¡Arrojarla de su lado como a un perro! Lo sacudió, y lo soltó cuando se dio cuenta de lo que hacía. Se arrodilló al costado de la cama.
- ¡Por Dios, perdón, mi amor, perdón por favor...!
“Te amo, no quiero verte más”, parpadeó él, y luego cerró los ojos. Esa noche, ella se prometió que encontraría a los que les habían hecho esto. Te lo juro, mi amor. Los voy a aniquilar. Ahora, después de tanto tiempo, las piezas reunidas encajaban. La perversidad y la corrupción implícitas en lo que había hallado eran enormes, inauditas, y el poder que las respaldaba pare-cía no tener límites.
No importa; siempre existe un punto débil, una mínima grieta, la pequeñísima falla estructu-ral. No hay crímenes perfectos sino pruebas insuficientes. Pruebas perfectas, indiscutibles, no la sombra de una sospecha sino la impecable demostración del delito. Cada falla nuestra hace más fuerte al enemigo pues le muestra nuestras debilidades. Ahora tengo unos cuantos hilos de la trama en la mano. Quién sabe hasta dónde llegaremos. Quién sabe si nos conoce-remos las caras, Brigadier. Ansío ese grato momento.


PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. PRINCIPIOS DE SEPTIEMBRE DE 1996
—Éstos son los principales lineamientos del caso, Dubois. La capitán Marceau le dará el resto de la información...
La puerta del despacho del comisario Massarino se abrió para dar paso a una mujer vestida con sobria elegancia.
—Tarde —recriminó a medias Massarino mientras se ponía de pie.
—Archivos me emboscó —y volviéndose hacia el teniente: — Odette Marceau —al tiempo que le tendía una manita inocente. Inocencia desmentida por la fuerza del apretón y unos ojos de terciopelo apenas entrecerrados que lo evaluaron de un solo vistazo.
—Dubois. Marcel Dubois — estiró una mano distraída mientras recorría la figura de la mujer que apenas le llegaba a los hombros. —No esperaba... — no terminó la frase y prefirió cerrar la boca.
Era un “nuevo” y no estaba al tanto de todos los chismeríos locales, pero conocía de oídas la fama de Madame la Veuve(1) . Absolutamente inaccesible, nadie se le acercaba más que para darle la mano o alcanzarle un expediente. Por lo que se sabía, la dama nunca había sentido interés alguno en cambiar de estado civil. Por lo que se comentaba, la dama era propiedad privada de algún Número Uno. ¿El sobrenombre haría referencia al estado civil o a alguna costumbre desagradable de Madame? La advertencia tomó la forma de un pinchacito a la altura de los testículos. No hay problemas. No es mi tipo. Nada más lejos, capitán. Prefiero las rubias. No me gustan bajitas, ni con curvas. Aunque tengan buenas piernas. No me importa. Las muñecas de porcelana no son mi estilo. Y además es una superior, viejo. La mirada de ella se volvió gélida al notar que la estaba observando apreciativamente. Dios, esta mujer puede petrificarte con un gesto. No podía despegarse de esos ojos terribles. Tuvo la sospecha de que ella disfrutaba de la inquietud que le desperta-ba.
—Le aseguro, teniente, que Marceau es la persona más adecuada para este caso —Massarino sonrió.
Marceau le ganó la palabra antes de que él pudiera replicar.
—Vamos a ponernos a trabajar. A mi cuartel general — con un gesto lo invitó a salir.
—Marceau —Massarino se estaba sentando para tomarse el café que, a esas alturas, debía de estar helado —. Uno de estos días deberías tratar de solucionar tu pleito con Archivos.
—Prefiero sobornar a los de Explosivos para que se ocupen... y contratar a un buen abogado — una chispa brilló en sus ojos al responderle al comisario.
Mientras iban hacia el ascensor, le habló sin dirigirle la mirada.
— Prefiero el tuteo.
— Yo también.
— Mejor así.
No volvieron a hablar hasta que en el estacionamiento, Odette se acercó a un autito deportivo negro, un modelo casi microscópico — al menos desde la altura y punto de vista de él —, de seis o siete años atrás.
—Vamos — el tono no admitía réplica. Marcel frunció el morro y rodeó el auto mientras encendía un Gauloise.
Al sentarse al volante, Odette lo miró de reojo:
—Por lo general, no me multan por estorbar el tránsito... y nadie maneja mi auto.
Quince minutos después, el automóvil se detuvo en el garage de un edificio de las afueras de París para dejar descender a un Marcel con opiniones totalmente renovadas acerca de las mujeres al volante de autitos casi microscópicos. De hecho ya había cambiado de parecer cuando cruzaron el puente de Neuilly, rumbo a La Défense, a una velocidad sensiblemente superior a la permitida y después de haber sorteado con éxito varios slaloms en el tráfico infernal del centro. Estos cacharritos italianos sí se agarran bien al suelo, admitió Marcel.
El edificio era una construcción elegante de piedra gris y negra con reminiscencias Art Déco. Subieron en silencio desde la cochera hasta el piso trece. El palier era severo y desnudo; dos columnas pintadas en faux-marbre negro flanqueaban la doble puerta de entrada. Odette te-cleó el código de acceso en una botonera que Marcel no había advertido, y la puerta se abrió al tiempo que se encendían las luces.
El salón del departamento tenía esa elegancia intacta y helada de los ambientes que no se usan habitualmente. Todo era impecable, desde los cortinados hasta la alfombra que debían costar unos cuantos sueldos; los cuadros y las porcelanas exquisitas; los muebles de diseño en cris-tal; los sofás de cuero — cuero natural, nada de vinilo, conjeturó Marcel — , a ambos lados de la mesa baja.
—Vuelvo en un momento — Odette le señaló los sofás mientras se perdía por un extremo de la habitación.
Parece que la dama está acostumbrada a dar órdenes. Ni una sola vez 'por favor'. Miró a su alrededor. El lugar era inhumano en su perfección. ¿Qué falta? No hay fotografías. Ni una sola. Ni un objeto personal a la vista. Extraño. ¿Es tan fría como para esto? Algo le decía que no. Por ejemplo, el delicado encaje del puño de sus medias, sostenidas por un liguero en-trevisto en el tajo breve de la pollera. Se removió inquieto en el sofá al oír pasos que se acer-caban.
Calzada en unos jeans más que gastados, con un suéter de cuello alto y unos cuantos inviernos encima y botitas de elfo, la imagen de Odette era bastante menos sensual que la que él había estado evocando diez segundos antes.
Ella dejó sobre la mesa una pila de papeles, muchos de ellos oficiales, junto con una laptop. Epa, la dama sí tiene influencias. Nadie estaba oficialmente autorizado a retirar documenta-ción de los archivos de la PJ. De ser estrictamente necesario, el papeleo era tan farragoso que era preferible olvidar el asunto y trabajar sentado ante los escritorios de mierda de las oficinas. Odette había desaparecido nuevamente para volver con una bandeja, tazas, zucarera y un cenicero. En un último viaje llevó el termo con café y se enroscó en un extremo del otro sofá. Marcel no pudo ocultar a tiempo la intensidad de su mirada. Ella le clavó los ojos de terciopelo sin un gesto que trasluciera alguna emoción. Nada. En esa mirada no había seducción ni reprobación. Ni un solo sentimiento: nada más lo petrificó. Se había levantado un muro invisible e infranqueable, y se sintió observado por una esfinge que podía matarlo o dejarlo vivir sin que a ella le importara en absoluto ninguna de las dos opciones. Tragó saliva y bajó los ojos sin hablar: el silencio era ensordecedor. Encendió un cigarrillo por hacer algo.
Luego de instantes eternos, ella comentó:
—Hay café y sandwiches. Estaremos trabajando hasta tarde. —Él asintió sin hablar. — Necesitamos tener todo listo para iniciar la operación lo antes posible.
—Odette, yo no quisiera...
—Tenemos que analizar las estrategias. Tengo todo lo del caso aquí y... —siguió hablando sin hacerle caso y se interrumpió al ver que él la miraba. —¿Qué pasa?
—Es que... no quiero molestar... y... bueno... la seguridad... —dijo, por decir algo.
—Marcel, garantizo la seguridad de este departamento. No hay interferencias de ningún tipo en la línea telefónica y controlo personalmente el circuito cerrado de televisión.
La respuesta no admitía réplica. Odette continuó.
—El comisario Massarino te habrá informado sobre esta nueva modalidad de operación...
—Sí, es un poco desacostumbrada —comentó, nervioso.
—Lo aprendimos de los terroristas: células pequeñas, perfectamente organizadas, que no conocen a otras células que operan dentro del mismo caso; sólo se informa a un oficial de rango, al que en ciertos casos no se conoce; especialistas que trabajan solos, supervisados por un único superior y que reciben órdenes exclusivamente de éste. Instrucciones precisas, específicamente codificadas para cada célula, con claves que cambian semanal o diariamente, según las necesidades... En fin, también el delito puede enseñarnos cosas.
—¡Suena a traficantes! —rió más distendido.
—O guerrilleros al mejor estilo del Che — ella sonrió por primera vez. Cuando lo hacía, los ojos le brillaban. Si sólo pudiera lograr que ella no se molestara... ¿Y por qué mierda tengo que preocuparme por su aprobación?
—¿Quién diseñó esta estrategia?— preguntó para ocultar la irritación.
—Entiendo que estás al tanto de las generalidades del caso... ¿Eh? —ella respondió a su pregunta sin detenerse—. Ah, yo. Yo propuse este método operativo. Está dando buenos resultados, en general. Lo difícil es encontrar personal lo suficientemente capaz y leal como para entrenarlo en los nuevos sistemas, que estén... “compenetrados con la causa”, por decirlo en estilo adecuado.
— Un ideal a seguir al mejor estilo guerrillero —asintió Marcel—. ¿Y te parece que tengo el fuego sagrado?
—No estarías aquí si eso fuera cierto — el “aquí” sonó a “en este mundo”, mientras la mirada se le volvía feroz durante una décima de segundo.
Entonces, lo habían elegido. Y los rumores eran verdaderos. Algunos comentarios siempre se filtraban. Existían, realmente, esos grupos especiales, y ahora él pertenecía a uno. La comprensión lo invadió en un instante luminoso, llenándolo a la vez de orgullo y miedo. ¿Qué hace esta mujer metida en todo esto? ¿Y me dice que es ‘su’ método? Nadie conocía a un “especial”, o al menos nadie sabía si uno de sus compañeros lo era, pero se hablaba en voz baja de la elite, sin hacer nunca referencias directas. Hasta hacía unos minutos, había creído que era sencillamente una más de las fábulas de la Brigada y ahora, él acababa de entrar a formar parte de una.