POLICIAL ARGENTINO: 08/01/2008 - 09/01/2008

domingo, 31 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 10


36, Quai des Orfèvres - Fuente: Le Figaro

PARÍS, 1980
Cuando Auguste anunció que deseaba ingresar en el cuerpo policial, sus padres se miraron y se sentaron a hablar muy en serio con su hijo mayor. Franco y Lola eran franceses por adopción; la República les había otorgado la ciudadanía como reconocimiento por ser figuras de la danza nacional e internacional, con una prolongada residencia en Francia.
—Pero yo sí soy francés, papá. ¿Qué problemas podría haber?
Figlio mio (1)—había dicho Franco —,la familia de tu madre es siciliana; tu madre nació en Sicilia, y tu abuelo Augusto y yo somos napolitanos. ¿Crees que la policía no podrá averiguarlo? Además, tienes tu carrera de abogado. Creímos que querrías ingresar en algún estudio importante. Tuviste buenas ofertas...
— Papá, no tenemos nada que ocultar, ¿verdad? Quiero decir...
—Un momento, Franco, Auguste tiene razón — Lola saltó —. Nuestras familias no tienen nada de reprobables. Estoy más que orgullosa de ser quien soy y creo que tú sientes lo mismo, ¿verdad?
—El orgullo familiar no tiene nada que ver. No quiero que Auguste se ilusione con algo que quizá no resulte. Además, a la familia podría no gustarle...
—¡Franco! ¡Vivimos en Francia, con hijos franceses, y con uno que desea servir a su país! ¿Crees que me preocupa lo que puedan pensar los amigos de mi padre? ¿Crees que a mi padre le importaría lo que ellos pensaran de su nieto, si hace algo honesto?
Nonno Augusto entró desde la cocina, devorando a conciencia una porción de provolone, e interrogó con la mirada a Odette, a la vez que alzaba el mentón y juntaba los dedos de la mano izquierda en un significativo montoncito.
—Auguste quiere ser policía.
Ohe! ¡O'scugnizzo más famoso de Nápoles va a tener un hijo sbirro(2)! ¡Ja! ¿Te van a dar una moto?— dijo el nonno mientras palmeaba el brazo de su nieto. Auguste había alcanzado un incómodo metro ochenta y siete como para que nonno y papá le palmearan el hombro. —Pregúntale, pregúntale a tu padre cómo se divertía con sus amigos cuando Antunino u'pazzo (3)esquivaba a la policía con su moto—se jactó el nonno mientras volvía a la cocina por un vasito, sólo un vasito, ¿eh?, de Chianti
— ¡Papá, cuidado con el queso que te sube la presión! - advirtió Lola y aterrizó sobre la información —¿Qué? ¡Espera, papá! ¿Qué dijiste de Franco y Antonino?
Ecco perché mi prendo il vino(4).El provolone se come con vino y el vino es bueno para el corazón... ¡Antunino era el rey de la casba en Forcella!
—¡Así que eras amigo de Antonino! —exclamó Lola, mirando a Franco entre ofendida y divertida.
— Un momento, Lola, yo era un mocoso, y Antonino tendría veinte o veintidós años...
—¡Y te atreves a hablar de mi familia!
—¡Yo no dije nada de tu familia!
Lola emprendió el camino de la cocina con gesto de prima donna ofendida mientras Franco la seguía disculpándose a los gritos.
O 'ccapite pecché l'opera è italiana ?(5) —dijo nonno Augusto tirándole de las orejas a Auguste, que se había sentado para reírse más cómodamente —.Policía, ¿eh? ¡Y con la moto!
—No, nonno —riéndose todavía—. Sin la moto. Quiero ser oficial, hacer carrera.
—¡Un figurone(6)! ¡Ja! ¡Como los que vinieron a husmear cuando nos robamos el acorazado americano en la guerra! Nunca les conté, ¿eh? Papá era un bambino y nos divertimos como locos...
Auguste se salió con la suya e ingresó en la Escuela Superior de Policía. Una carrera brillante para un abogado brillante. Y con el respaldo de uno de los mejores, el inspector Jean-Luc Marceau. A los treinta y cinco años y después de ascensos meteóricos, Jean-Luc se había ganado el respeto tanto de sus superiores como de sus subordinados. Solterón empedernido por propia definición, insistía en que el matrimonio era un impedimento para la carrera policial, aunque la prolífica PJ(7) se empeñara en demostrarle lo contrario. Auguste se fascinó desde un primer momento con el inspector, pero el flechazo fue mutuo.
Jean-Luc Marceau había estado a cargo de la investigación de rutina de la solicitud de ingreso en la fuerza, y apasionado él mismo por el ballet, había descubierto con deleite a la familia Massarino. Nunca hubiera relacionado al novato con las étoiles de la danza. Más una hermana menor en la carrera de Psicología... Por alguna razón inexplicable, Marceau se tomó muy en serio la investigación de antecedentes y con ese pretexto se paseó durante algunos días más de los necesarios por los pasillos de la Facultad de Leyes y de la de Psicología.
No contó con que una estudiante en particular notara su presencia ajena al ambiente académico y desconfiara. Tampoco contó con que esa estudiante advirtiera que el extraño había aparecido por las calles del barrio de los Massarino. Una tarde, cuando Odette regresaba de sus clases de esgrima, cargada con la bolsa de floretes y bastones, textos y material de estudio, el interesante extraño —bueno, se puede ser un criminal y tener buena facha; la cátedra de Psicopatología había dado varias clases sobre el tema — apareció, caminando “casualmente” —casualmente una mierda, pensó Odette— por su calle. Sin poder evitar que el corazón le saltara un latido, apretó el paso, pero el extraño la alcanzó sin esfuerzo. Muy gracioso, Dos-Metros, con esos zancos...
—Perdón, señorita, no conozco la zona y me extravié. ¿Sabe dónde estamos?
Lo oyó apurar el paso mientras abría el cierre de su bolso y empuñaba el bastón de caña.
—¡En París, imbécil!
El bastón relampagueó fuera de la bolsa y sacudió los zancos del gigante con una magnífica parada en cuarta. Mientras el grandote se quedaba sin aliento por el golpe, Odette saltó hacia adelante y corrió hasta la puerta de casa, batiendo su propio récord de velocidad con sobrecarga de libros.
Entró en la casa sin respiración y corrió a su cuarto. El corazón le saltaba como loco y casi no podía hablar. Dios, estuvo cerca. ¿Me habrá visto entrar? En un segundo, todos los comportamientos patológicos que conocía desfilaron por su mente. ¿Se lo cuento a Auguste? ¿Y si se ríe de mí? 'Mucha psicología, chiquita, y poco mundo'. Un carajo, soy grande y puedo defenderme muy bien sola. Se tiró en la cama. Ah, un poco más de aire... Ese criminal se veía muy, muy interesante. ¡Mi primer caso real de psicodiagnóstico!
Pasaron unos días y los exámenes le hicieron olvidar el incidente, hasta que un jueves, cuando ya oscurecía, creyó ver a su delincuente favorito en un auto estacionado a las puertas de la universidad. Con el pulso acelerado caminó dos o tres cuadras en el sentido opuesto al tránsito y retomó la calle que la llevaba al club. Entonces vio al auto que doblaba en la esquina que acababa de pasar. Con un escalofrío paró un taxi y volvió a su casa. Dos días más tarde el automóvil reapareció: esta vez era temprano y lo distinguió claramente. Esto se está poniendo serio. ¿Hablo con Auguste? No, voy a resolverlo sola. Por un instante, se sintió muy audaz.


Escudo de la Policía Judicial - Policía Nacional
Jean-Luc se derrumbó en el sillón de visitantes del despacho del comisario de división SaintClaire de la Brigada Criminal.
—Tengo un problema.
SaintClaire lo miró por encima de sus anteojos de medio marco. Cuando Jean-Luc "tenía un problema", sus superiores temblaban, porque el asunto era serio. Lo interrogó con la mirada.
—Ah, nada relacionado con un caso. Es... personal.
Ajá, tiene un problema personal. SaintClaire movió la cabeza y se repantigó en su sillón. Polleras, seguramente. Era hora. Demasiado tiempo soltero y comienzan a ocurrírsete cosas raras. No es que te falten oportunidades, muchacho. Si yo tuviera tu facha, no perdería el tiempo...
—Investigué los antecedentes de Massarino y...
—¡Jean-Luc! —se sobresaltó SaintClaire—. ¡Dijiste que eran impecables!
—¡Lo son! Pero cuando hice la investigación... bueno, ya sabe: dónde estudió, su familia, dónde viven...
—Rutina, sí. ¿Qué?
—Tiene... Es decir, la hermana... eh... una mocosa — hizo un gesto con la mano a una altura de menos de 1.60m — de diecinueve años, pero...
Si SaintClaire necesitaba confirmar sus apreciaciones, la incomodidad de Jean-Luc le aseguró que estaba en lo cierto. Se removió en el asiento pensando que reírse a carcajadas haría que el otro se sintiera peor, así que se limitó a apretar los labios en una línea muy fina antes de hablar.
—Jean-Luc, como padre de cinco mujeres puedo jurarte que ninguna hembra de la especie de más de nueve años es una mocosa. Están todas en la Guerra Santa.
—¡Pero me estoy portando como un idiota! La seguí hasta su casa y... ¡me... me cagó a palos!¡ Por Dios, está loca como una cabra!
Las carcajadas de SaintClaire fueron tan contagiosas que Jean-Luc terminó riéndose de su desgracia.
—Jean-Luc, te hiciste amigo del hermano, ¿eh? Y Massarino te tiene en gran estima. Que te invite a la casa. Son italianos y eso les gusta, la comida en familia y con amigos. Quizá puedas devolverle el golpe a tu mini-amazona. Eh, no un palazo —risas—,me refiero al factor sorpresa.


Odette escuchó a su madre discutir el menú de la cena con Marguerite, sin prestar mucha atención.
—Mañana por la noche, hija, ¿estarás en casa para la cena? Un amigo de tu hermano, un inspector...
—Sí, mamá. Cocinen algo rico. No importa si el mismísimo comisario Maigret viene a encanar a Auguste con tal de que hagas struffoli(8).
Volvió a su casa muy temprano; estaba preparando un examen y no había ido a la habitual práctica de esgrima. Picoteó los struffoli a escondidas junto con nonno Augusto y se chuparon la miel de los dedos entre risitas. "Hay que esperar que vengan figuroni a casa para que tu madre haga struffoli”, había protestado el nonno. Lola y Franco estaban muy elegantes. Bah, papá y mamá siempre están elegantes. ¿Tan importante es el tipo? ¿Un viejo carcamán que ayudaría a Auguste en sus ascensos? No era el estilo de su hermano. Adoraba al grandote, cosa que él retribuía con absoluta idolatría por su Cisne.
Llamaron dos veces y luego oyó la llave en la cerradura. Era Auguste. Corrió a la planta alta a cambiarse los jeans gastados por algo más decente, mientras oía las presentaciones. Un timbre de voz le sacudió las entrañas. Dios, ¿dónde lo escuché antes? Le saltaron dos latidos. ¡Esa voz! Jamás olvidaba una, con su oído magníficamente educado por años de canto.
—¡Odette! —mamá llamaba.
El nudo del estómago amenazaba con estallar. Se miró al espejo y estaba pálida. El nuevo corte de pelo le afinaba la carita y le enmarcaba los ojos. “Destácalos siempre, bambina. Son lo más bello de tu cara y el espejo de lo que eres”. Se había maquillado con cuidado siguiendo los consejos de mamá para ver el efecto del conjunto, y le había gustado. Ahora no había tiempo de lavarse la cara. Bien; abajo, entonces, aunque el nudo estuviera subiendo a la garganta.
—El inspector Jean-Luc Marceau. Mi hermana, Odette —Auguste sonrió orgulloso, mientras ella entornaba los ojos al darle la mano.
—Buenas noches.
Cuánta buena educación. Pura hipocresía. Hola, rata. ¿No serás un caso de doble personalidad?
Durante la cena, Dos-Metros se mostró encantador. Hasta sabía de ballet, qué desfachatez. Los padres de Odette, por no hablar de Auguste, estaban fascinados mientras ella recorría el repertorio de los peores epítetos de Víctor Hugo y Émile Zola, sin decidirse por ninguno. Insecto. Comió en absoluto silencio, y cuando Lola se levantó para traer el café y los struffoli, la rata comentó:
—Casi no recuerdo su voz.
—Tiene muy mala memoria, inspector —le soltó en su más aterciopelado tono de contralto. Él se quedó helado mientras ella disfrutaba de la estocada —Le dije “buenas noches” — Coupé. Finta y contraataque impecables. Jean-Luc movió la cabeza galantemente. Touché.
—Mmm, se los ve tan apetitosos como la cena. ¿Qué son?— preguntó Jean-Luc cambiando rápidamente de tema.
Struffoli, y se comen con la mano. Así —tomó dos o tres y se los metió en la boca, para luego chuparse la miel de los dedos, uno a uno, con los ojos entrecerrados clavados en él. Simone Signoret estaría orgullosa de mí. Me falta el cigarrillo.
Dos-Metros continuó comportándose como un par de la corona británica, sin aludir al patinazo de momentos antes. Cuando se marchó, se inclinó hacia ella para saludarla.
—Buenas noches, Scaramouche(9)—la última palabra fue casi inaudible, sólo para sus oídos.
¿Lo diría por el espadachín? Sonrió contra su voluntad. Me encantó Stuart Granger en esa película...
—Mitad escarabajo, mitad mosca —dijo él, más bajo que antes. Sonrió y se fue. Escoria. Subió hasta el estudio y trató de desencajar la mandíbula al cruzarse connonno Augusto. Desde el pie de la escalera, el nonno canturreaba divertido: “Lo sai che i papaveri /son alti, alti, alti / se tu sei piccolina /che cosa ci vuoi far!”(10).
—¡Abuelo! —gritó, ofendida, y se encerró con sus libros.
Durante los tres meses siguientes no supo nada de él y le sorprendió sentirse tan molesta. Por fin una tarde lo encontró apoyado en su auto a las puertas del club.
—Hola, Scaramouche.
—Hola, Maigret — ¿Por qué no podía decirle todo lo que había pensado al estúpido psicópata fanfarrón?
—¿Puedo invitarte con un café? Sin bastones ni floretes, en lo posible.
—Mmm... sí — contestó, encogiéndose de hombros. ¡Sí! ¡Le dije que sí! ¡Dios, estoy completamente loca!
—¿A algún lugar en especial? —preguntó mientras se sentaban en el automóvil.
—A donde te quepan las piernas, Dos-Metros.
—Uno noventa y tres, Scaramouche.
Ella lo miró con ferocidad.
—Paz. Por favor — Jean-Luc levantó la mano.
Fue una tarde increíble, seguida por otras cuatro más, hasta que Jean-Luc le dijo que no podría verla por un tiempo porque le habían asignado un nuevo caso. Odette casi se puso a llorar— ¿cómo vas a llorar, mocosa estúpida?—, pero se despidió con dignidad.
Cuando dos meses después lo encontró esperándola a las puertas de la universidad, se sintió ridículamente feliz. Retomaron los cafés y los paseos en automóvil. Otras tres semanas de ausencias y encuentros alternados. Quizá debería rever su psicodiagnóstico.
—Mañana viajo por unos días a Estrasburgo. Cuando regrese, ¿querrías cenar conmigo?
Claro que le gustaría. Estaría encantada. Quería mostrarse reticente, pero a lo único que atinó fue a asentir con un gesto mientras le deseaba buen viaje.
—Me importa más el regreso —dijo Jean-Luc mientras le acariciaba la cara, antes de subir al auto y salir a velocidad un poco mayor que la permitida.
Odette estaba en su casa, tratando de desentrañar un caso planteado por la cátedra de Psicología Infantil, cuando el teléfono estalló en medio del silencio. Mierda, estoy sola, recordó mientras saltaba para responder.
—Hola, Scaramouche.
—¡Maigret!
—¿Cenamos mañana?
—A las ocho y media está bien.
Mientras se probaba el vestidito negro —¡ah, Cocó, cuánta sabiduría!— no podía sacarse esa miradita estúpida. Jeanne Moreau, ¿dónde está lo que me enseñaste? Papá y mamá estaban ya en el teatro, lo mismo que toda la semana, porque era temporada de ballet y los ensayos comenzaban temprano. Nonno Augusto, que acompañaba a papá —y desde que se habían casado, a ambos— a todas las funciones desde la muerte de Vita, se estaba poniendo el esmoquin cuando la vio pasar.
—¡Eh, bambina! ¿Sales con el papavero?
—¡¿Quée?!
—¡Con zampelunghe (11)! ¡El amigo de tu hermano! —El nonno rió, guiñando un ojito cómplice. Ella se le colgó del cuello, muerta de risa, y lo besuqueó pero no dijo nada.
Cuando salieron del restaurante, Odette sintió que podría bailar por la calle sin vergüenza. Caminaron en silencio hasta el automóvil y antes de subir se besaron. Jean-Luc volvió a abrazarla una vez adentro y se dio cuenta de que le temblaban los labios.
—Puedo llevarte a tu casa —dijo suavemente mientras la besaba otra vez.
—No.
Puso en marcha el motor y salieron en silencio mientras Odette se acurrucaba contra el hombro de él. Llegaron, subieron al departamento y sólo entonces percibió que Jean-Luc estaba más nervioso que ella.
—¿Tomamos algo? —preguntó él casualmente.
—Café.
Sonrió, la besó con dulzura y fue a la cocina a prepararlo. Idiota, no podías pedir un coñac. Si algo falta para que se convenza de que soy una mocosa, es esto. Era mejor esperar el café juntos y lo siguió.
—Cafetera express italiana. Uno de mis vicios ocultos, junto con los Gitanes. Me lo paso tratando de dejar de fumar —dijo Jean-Luc, riendo, mientras le alcanzaba la taza.
Volvieron al salón y él se sirvió un coñac generoso.
—¿Otro vicio oculto?
—No, éste es bien público. La mayoría de las botellas son regalos de mis compañeros.
Se dio cuenta de lo asustada que estaba mientras él dejaba la copa en la mesita al costado del sofá. Jean-Luc la abrazó contra su pecho y le besó el cabello sin soltarla.
—Lo que más deseo es que te quedes... pero prefiero llevarte a tu casa. No soy un estúpido de quince años...
Odette le tapó la boca con la mano.
—No quiero irme —Dios, si pudiera dejar de temblar, y hablar con mi tono habitual de voz. Por favor, no creas que soy una chiquilina —.Nunca... nunca estuve con un hombre.
Él la miró a los ojos intensamente, sin soltar todavía el abrazo.
—Nunca me acosté con nadie — murmuró Odette mientras él le bebía a besos las lágrimas que le caían hasta el cuello.
Le hizo el amor con ternura, luego con pasión y finalmente con locura, y antes de quedarse dormidos él susurró:
—También es mi primera vez. Te amo.



"Garage Olimpo" - Fuente: Cinenacional.com
BUENOS AIRES, 1980
La venda sobre los ojos se le caía sobre la nariz y le molestaba para respirar, y las esposas le habían sacado ampollas en las muñecas. Ya no tenía más lágrimas ni voz para llorar.
Los alaridos de uno de sus compañeros atravesaron el aire fétido de las celdas. Dos, tres disparos. Nada. Gritos y llanto desde los demás cubículos.
Entraron. Le metieron un trapo en la boca y lo aseguraron con una mordaza. El miedo la petrificó. Uno le pasó las manos por los sobacos y la levantó mientras el otro le sacaba los jeans a tirones y después la sujetaba por los tobillos. Pudo sentir una corriente de aire frío: iban por un corredor. Fue un trayecto corto. La bajaron sobre una superficie acolchada y estrecha: una camilla. Le separaron las piernas para atarle con correas los muslos por encima de las rodillas, a algo frío, de tacto metálico. Después le sujetaron también los tobillos. Intentó desesperadamente moverse, pero el que estaba detrás de su cabeza le pasó otra correa por el cuello y la aseguró en alguna parte. Ahora no podía incorporarse. Los gemidos se le convirtieron en un mugido aterrorizado. Oyó el ruido horrible de unas tijeras y el roce frío de la hoja mientras le cortaban la camisa y la ropa interior. Si se movía demasiado, la correa del cuello la estrangulaba. Los oyó salir y cerrar la puerta. No podía gritar, no podía moverse. Sintió que los pezones se le erizaban de frío hasta dolerle y que las piernas se le agarrotaban por la posición y la tensión de las correas. Por fin entendió dónde estaba atada: a una camilla ginecológica.
Una presencia. Una mano caliente y seca la estaba recorriendo morosamente, en silencio, dibujándole los contornos. La mano descendió y se le metió en la entrepierna. Hubiera querido gritar, cerrar las piernas, cubrirse los pechos. Estaba crucificada en la camilla.
—No te quiero lastimar... —Se quedó helada. —¿Eh? Sos muy chiquita, muy linda. Si te portás bien, vamos a andar bárbaro. ¿Qué te parece?
La voz educada de un hombre joven. La mano no había dejado de moverse, adentro, afuera, más abajo, por el pubis. El miedo no la dejaba pensar.
—Quiero que me digas qué sabés...
¿Qué sé de qué? ¡No sé nada de nadie, por Dios! Sacudió desesperada la cabeza entre gemidos ahogados.
—No, muñequita. Tenés que ser razonable. Los nombres de tus amiguitos de la facultad que están con los 'montos'. No me vas a decir que no los conocés... Si te pasabas el tiempo con ellos, de joda. Como tu amiga Liliana. O la otra, la... ¿Ginette, le dicen? ¿Qué sabés de Mirta? Todas tus amigas están en la pesada.
¿De qué habla? ¿Qué montos? ¡No lo puedo creer, mi Dios!
La mano subió, pero no supo qué era peor. La estaba pellizcando con crueldad.
—Mirá, te propongo algo. Te saco ese trapo de mierda de la boca, y vos me decís lo que yo quiero. Vas a ver todo lo que puedo hacer por vos si colaborás... ¿Estamos?
La mordaza le había dejado la boca como arpillera. Aunque hubiera querido o sabido, no habría podido hablar. Tosió para escupir unas pelusas. Él le sostuvo la cabeza apenas levantada y le dio un sorbo de agua.
—¿Y?
—N-no sé nada.... —le temblaba la voz —.Se lo juro, señor, no sé de qué me habla.
—No me gusta que me mientan, muñeca — un apretón en un pecho la hizo gritar.
—¡Por Dios! ¡Se lo juro! —sollozó—. ¡No sé!
—No estás en posición de negar nada. Yo sé que vos sabés... —Otro pellizco la retorció de dolor.
—¡Por favor!
El silencio del hombre era más aterrorizante que sus palabras. Oyó el tintineo de algo metálico, después el roce de la tela. Cuando se hundió en ella con saña, abrió la boca para gritar pero no le salía la voz, tal era el dolor. Tragó aire en un estertor y quiso retorcerse. El trapo la ahogó cuando iba a gritar otra vez. El bruto la estaba destrozando por dentro. Se desmayó y él la reanimó a cachetazos.
—¡No te lo pierdas! —gritó mientras sacudía la camilla a golpes de pelvis. Los mismos sacudones que lo enterraban en su carne. Cuando por fin la dejó, ella sintió que el interior de su cuerpo le quemaba como si le hubieran metido ácido.
—Mirá vos. Una virgencita — le sacó el trapo de la boca —.Soy tu primer hombre. Tu primer macho.
La dejó tirada y se fue. Vinieron, la desataron y la llevaron de vuelta a la celda.


Sala de tortura a embarazadas - Marinería - ESMA

—¿Viste cómo aprendiste?
Estaba sentado, las piernas separadas y ella de rodillas delante de él, arrancándole la vida con una fellatio
—¿Te gusta?
—Sí, papi, sí...
—Sos preciosa. Mi muñeca — le tomó la carita entre las manos, la besó con delicadeza y ella abrió la boca para ofrecérsela —Levantate. Sentate acá — le señaló la entrepierna —.Así. ¿Me querés?
—Te quiero. ¿Y vos? —asintió mientras lo besaba.
—Te quiero. Me volvés loco. Esa boca, esas piernas... — la abrazó y la penetró despacio. Ella se arqueó de placer. La luz ubicada detrás de su silla le destacaba las marcas diminutas de las quemaduras de cigarrillo en el vientre suave y los muslos. Pero las que más loco lo volvían eran las de los pechos. También se las había hecho él mismo, pero con la picana. Le había costado. Después del terror inicial, ella había mostrado una resistencia que lo enfureció. Lo miraba con rabia, con odio. La había quebrado, la había domado y ahora tenía a la hembra más hermosa y dulce del “campito”. Toda para él. Mi pendeja. Yo la estrené.
Habían cometido un error al llevársela esa noche, en la puerta de la facultad. Bueno, esas cosas pasan. Con tanto zurdo terrorista suelto, a veces no se sabe quién es quién. Y las denuncias estaban a la orden del día, con tanta gente con cagazo y tanta gente con ganas de cagar a otro. Por lo que había podido averiguar, la batida de la pendejita fue para vengarse del padre, un empresario de guita que, decían, había echado a un par de tipos de la fábrica. La nena iba a Filosofía y Letras. Todos montos. Quién carajo iba a decir que la pende no era, ni sabía un carajo, ni sospechaba de nadie. Bueno, salió bien al final. La única cagada es que no la puedo devolver. Sabe demasiado, me conoce demasiado... me calienta demasiado. Y tiene demasiada merca encima. Él la había iniciado. No consumía, pero la merca venía bien en muchos casos. Hace hablar a algunos muertos. Le había servido para quebrarle las últimas reservas y enseñarle a disfrutar.
¿Y si me la llevo a la estancia? Un tiempo, hasta que tengamos la situación dominada del todo. Mientras tanto, podríamos limpiar al padre, que rompe bastante las pelotas con los Derechos Humanos, la Justicia, el hábeas corpus y la puta madre que lo parió. No jodan más. Qué derechos ni qué humanos para esos zurdos de mierda.
La nena dormía con él en el casino del “campito”. No era ninguna novedad ni tampoco la excepción: había unas cuantas que ya habían aflojado antes, para zafar de la picana o porque habían cantado hasta La Traviata y enchufado a unos cuantos de sus antiguos compinches. Todas con una buena carrera encima. Más pasadas que el túnel subfluvial, macho. Ésta fue siempre para mí. A las otras, a veces se las pasaban entre oficiales y suboficiales. Había una en particular, que cogía con el Tigre y el Yarará. Decían que se encamaba con los dos a la vez. Al final, la soltaron porque se habían aburrido de ella. Pero en Uruguay, y sin pasaje de vuelta. También, si volvía... A mi nena no la presto. No se toca.
—Más... más —le pedía mientras se retorcía encima de él.
—Lo que quieras, muñeca. Es todo para vos.

—Es una orden.
La garganta se le atenazó.
—Mi coronel, no... — no pudo seguir hablando.
—Lo lamento, teniente. Órdenes son órdenes. Es una situación muy irregular. Muy peligrosa. Sabemos de algunas que fueron liberadas cuando la consigna era trasladar. Los responsables la van a pasar bastante mal.
Cerró los ojos y tragó saliva. No se discute con un superior. Pero, carajo, si éste también tiene minitas. Y no una; dos o tres que comparte con otro tira. Tenía una favorita, claro. No era joven y había sido muy pesada. Esa sí que ponía bombas. Se había cargado a unos cuantos canas y un par de milicos grosos. El coro en persona la había quebrado en una lección magistral. Pero, al final, la turra se había ganado la conmutación de pena.
—Coronel... usted...
—Yo también tuve que cumplir, teniente. Todos tenemos —la cara del tipo era un bloque de cemento picoteado por el granizo. El bigote negro y escrupulosamente recortado no se le había movido ni un pelo cuando se lo dijo —.La orden es de trasladar. Yo cumplo órdenes —la nuez de Adán le subió y le bajó visiblemente. A la mierda. El coro dio media vuelta y se fue con paso rápido.
Llegó al casino y le dio a la nena una dosis de merca mucho más fuerte que la habitual. Cuando quedó inconsciente en el suelo, llamó para que se la llevaran. Sabía que iba a estar muerta por la sobredosis antes de que la tiraran al río. Se tumbó en la cama, aguantando las ganas de gritar. Sabía de dónde había venido la orden. Viejo hijo de mil putas, me la quitaste.


Madres de desaparecidos arrojadas vivas al mar
Infobae: Scilingo admitió que hubo unos 200 vuelos de la muerte

—¡PELOTUDO DE MIERDA! ¡QUÉ HICISTE!
Podía sentir los sacudones, pero no abrir los ojos o responder.
—¡TRAIGAN AL TORDO!
Para qué mierda quieren un médico. Déjense de joder. Déjenme en paz.

—¡Qué carajo pasó!
—¡Dale, no preguntés! ¡Se pasó de merca!
—¡La reputa madre que lo parió!
Con la velocidad que da la práctica, "Mengele" le clavó la jeringa con aguja y todo entre las tercera y cuarta costillas. La dosis de adrenalina directa al corazón lo hizo saltar por el aire, y reaccionó resollando como un buey. "Menguele" lo cacheteó un poco y lo hizo sentar. Los resuellos eran cada vez más seguidos, más violentos.
—Ya está. Déjenlo en la cama hasta que se le pase. Y averigüen qué mierda tomó.
—Tomar, nada. Se jaló.
—¿Con qué?
El "Tigre" le pasó "Menguele" un sobre vacío. La que se usaba para terminar a alguno.
—La orden de trasladar a las minitas.
—¡Boludo! ¡Cómo te vas a dar con esto! ¡Si querés, usá de la fina, carajo!
Andate a la mierda, Mengele. No podía decírselo, pero el otro se lo leyó en los ojos todavía alucinados por la frula. Estuvo vomitando casi un día entero. Fue la primera y la última vez en su vida que se jaló. Viejo hijo de puta, algún día me las vas a pagar.

Más acerca de la represión en Argentina: Desaparecidos.org - Argentina


(1)Hijo mío
(2)cana
(3)Antonino el loco. Famoso delincuente napolitano de los años '50, escapaba de la policía en moto
(4)Por eso tomo vino
(5)¿Entienden por qué la ópera es italiana?
(6)Papelón. Fig: cartonazo, un burócrata importante.
(7)Police Judiciaire - Policía Judicial
(8)Frutos de sartén tradicionales del sur de Italia, elaborados con vino y miel.
(9)Famoso personaje de aventuras francés. Película con Steward Granger y Janet Leigh
(10)Canción popular italiana: "Ya sabes que las amapolas/son altas, altas,altas/Si tú eres pequeñita/qué le vas a hacer!"
(11)Patas largas

jueves, 21 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 9


Tapa de la revista "Así", elecciones de 1946


Presidente Gral. Juan Domingo Perón - 1946-1952; 1952-1955; 1973-1974
Marcha cantada por Hugo del Carril

BUENOS AIRES, 1960
El mocoso era ruidoso, por decirlo con suavidad. No había heredado el carácter de Dora, quién sabe si el de su padre. Pero su yerno era un hombre de una disciplina por lo menos tan férrea como la suya. Militar hasta la médula, el tipo de milico que él admiraba: el que cumple órdenes sin discutir, el que va primero al frente, aquel para quien el honor es lo primero que se gana y lo último que se pierde. Prusiano. De los que ya no quedan en ninguna parte.
Qué se le va a hacer si los superiores le ordenaron que hiciera lo que hizo. Cumplía órdenes. Y cumplió. El mandato era expurgar la raza de las taras. El monte Taigeto de los griegos mezclado con la roca Tarpeya de los romanos y llevado a su atroz máxima expresión. Mejorar la sociedad para un futuro donde sólo dominarían los superiores. ¿O no había hablado Darwin de la supervivencia y la supremacía del mejor y del más fuerte?
En lo personal, prefería expurgar la sociedad de otras lacras. Las raciales le importaban bien poco. Después de todo, la mayor parte de la población del país desciende de los barcos. Hasta la peonada había cambiado. Ahora, eran en su mayoría chilotes, bolivianos o paraguayos sin trabajo. Algún changuito jujeño o salteño.
El gobierno anterior había sido favorable al Eje. Inclusive tomó los modelos fascistas y los adaptó en su propio beneficio, con resultados espectaculares: movilizó a la gente del pueblo de una forma que ni siquiera recordaba haber visto en el gobierno de Yrigoyen. Las ovejas estaban contentas. Baa, baa. Perón era un mago de la política y del manejo de masas. Impresionante. Casi parecemos hermanos —pensó sonriendo—;con la diferencia de que a mí el halago del público no me gusta ni me preocupa. Se había metido en el bolsillo a sus compañeros milicos, a los politicastros, a la gente común, con planes de gobierno que tenían más de treinta años de antigüedad y que él presentaba como la revolución social argentina. Un maestro. Un Maquiavelo criollo. Su único problema era que le gustaba demasiado figurar. A la larga, eso es malo. Y la mujer no era la Pacini. Regina era estrella y se movía con la clase de la prima donna que era. Ésta no había sido nada y ahora era todo. Llegó a sentir una cierta admiración por ella, mezclada con lástima. Él le había entrevisto esa desesperación que traen las enfermedades mortales. Las ovejas la habían canonizado en vida. La oligarquía la hubiera quemado viva en la plaza de Mayo. Los milicos querían comérsela viva porque era el instru-mento de la derrota del ejército a manos de las ovejas.


Pte. J.D. Perón y María Eva Duarte de Perón

Él sabía lo que le pasaba: el poder. La estaba consumiendo porque ella no estaba hecha para el poder. El marido la manejaba con maestría. Era su mejor herramienta política. Pobrecita. Hasta después de muerta, el Partido la esgrimió como bandera y tapadera de las más bajas ambiciones. Malo. Muy malo.


Renunciamiento público de Eva Perón a la candidatura como vicepresidente - 1952
Y tan malo fue que en el ’55 bombardearon la plaza y los viejos conocidos se sentaron otra vez en el sillón. No lo sorprendieron. Nunca lo sorprendían esas oscilaciones violentas de su país. La historia lo tenía acostumbrado. Seguían buscando a un caudillo, al padre que los había dejado guachos en algún momento de la colonización cruel.


Presidente de facto Gral. Eduardo Lonardi - 1955
Ver: "Revolución Libertadora" - El Historiador

Alguien le ofreció el puesto y se negó, como siempre. Mejor así, porque estos milicos no son los de antes. Se habían vuelto ansiosos, buitres peleándose por carroña. Mucho tiempo sin hacer nada, sin enemigo real, y empiezan a dibujarse enemigos imaginarios entre ellos.

Presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu - 1955-1958

Se despedazaron en gobiernos de facto y seudoelecciones que terminaban con el presidente de turno arrasado por un nuevo gobierno de facto. Las botas, las charreteras y las jinetas iban y venían. El poder seguía estando en el mismo lugar de siempre.
Y así se lo explicó al nieto, a su heredero. Quería enseñarle como su tatita le había enseñado a él. No con los rebencazos en el lomo de algún desgraciado, porque las épocas habían cambiado, pero sí con el mismo rigor y severidad, para que se le fuera templando el carácter en la moderación. No se puede manejar tanto poder si no se tiene moderación.
El mocoso era demasiado indisciplinado. Culpa de la madre, que lo malcriaba hasta el hartazgo. Hijo único varón, único sobrino y primo bonito y seductor entre miríadas de tías, primas y amigas levantiscas, era la atracción social de cada fiesta de cumpleaños.
- Lo están arruinando —le dijo a su yerno—. Mucho mujerío revoloteándole alrededor. Tendría que ocuparse usted en persona de enderezarlo un poco.
El yerno escuchó y obedeció y se encargó de impartirle educación prusiana al crío. Se excedió en el celo y lo metió en el Liceo Militar. No le gustó mucho, pero era el padre. Todos, incluso él, creyeron que eso lo cambiaría. El tiempo demostraría si habían acertado.

Presidente Arturo Frondizi - 1958-1962

Un mes después del nacimiento de su nieto, Elías Ortiz, el capataz, le pidió permiso para conversar con él. Lo recibió en su estudio de la casa grande, con el fuego encendido en el hogar de mármol italiano que su tatita había hecho traer de una villa en las afueras de Perugia, que había comprado en uno de sus viajes. El hombre estaba serenamente impresionado por el lugar. Claro, el escritorio monumental imponía respeto. Los bergères delante del fuego se prestaban a confidencias que el capataz nunca podría oír. La biblioteca severa y oscura tenía libros que él nunca sabría qué decían. No era su intención asustar al capataz, porque era un hombre de valía y confianza, sólo que no tenía otro lugar donde recibirlo y hablar tranquilos y sin interrupciones. Ni sus hijas se atrevían a entrar cuando el tatita cerraba la puerta.
Lo hizo sentar del otro lado del escritorio, en el sillón de las visitas, mullido y forrado en cuero finísimo. El capataz se sentía incómodo por tanto confort, tanto cuero delicado y tanta alfombra. Era un hombre de campo, duro y seco como la tierra del monte.
—Lo escucho, Ortiz.
—Patrón, se me murió la Rosalía.
Ya sabía, y Ortiz sabía que él sabía, pero de alguna manera hay que empezar a hablar. La mujer se le había muerto de un derrame cerebral. Una aneurisma, dijo el médico del pueblo; demasiado tarde para hacer otra cosa que el certificado de defunción. Se cayó muerta delante de la cuna, antes de levantar al crío para amamantarlo. Se dieron cuenta de que pasaba algo por el llanto desaforado e interminable.
—Yo no tengo a nadie, patrón. Usted ya sabe.
Le ofreció criar al mocoso en el casco. Ortiz se lo merecía. Tendría la misma ama de leche que su nieto, porque a Dora se le había cortado.
—Patrón... —al capataz se le iba la voz —,yo... tenía pensado algo más para este hijo. Yo... junté la plata, ya sabe, no me gusta tirarla por ahí en pavadas... Quería que tuviera educación.
Él intentó hablar y Ortiz lo atajó.
—Yo le agradezco lo que usted hizo por mí todos estos años, lo que va a hacer por él, pero... quiero algo mejor para él que...
—Que la estancia...
—No, que la estancia no. Que la vida acá, sin conocer más que el horizonte chato y muerto de la pampa. Sin haber visto alguna vez el mar. Otras tierras. Otra gente. Si después quiere venirse para acá, que venga. Yo estoy orgulloso de lo que soy. Pero los tiempos son diferentes. Yo había soñado algo para él.
—Cuénteme... —se arrellanó en el sillón, extrañamente conmovido por ese hombre mitad indio mitad mestizo que tenía aspiraciones de volar más alto que el cóndor. Lo conmovió verle los ojos color café, casi negros, llenos de ilusión contenida.
Ortiz le contó su sueño y él le dijo que sí.
—Gracias, patrón.


Presidente José María Guido 1962-1963

Su nieto estaba decidido a no hacerle la vida fácil al “criadito”, como le decían cariñosamente y sin desprecio las mujeres de la casa.
—"Criado" no quiere decir "sirviente" —le había explicado inútilmente al nieto—, es su hermano de leche. Háganse amigos, crezcan juntos. Si es usted el que va a mandar acá algún día, ¿cuál es el problema?
No había caso. Los mocosos se hacían la vida imposible mutuamente y su nieto era el provocador, a sabiendas de que nadie lo reprendería, salvo su abuelo.
—¿Me puede decir por qué no le gusta?
—Porque es un guacho de mierda... — respondió contestón el mocoso, y él le atizó un sopapo en la boca que le hizo sangrar el labio.
—Para que aprenda, guacho es uno que no tiene padre, y José tiene padre y madre, igual que usted. Y no me diga malas palabras.
—¡Vos porque lo preferís a ese negro! —gritó ofendido y rabioso el crío, y salió corriendo.
Habrá que enderezarle el temperamento a este gurí. Vamos a tener que hablar mucho, el padre y yo. Esto no me está gustando. Vio a José, parado en la puerta de la cocina, callado como siempre, los ojos negros muy abiertos, mirarlo con un amor y una devoción que nunca nadie le había dedicado. Ni siquiera sus hijas.
—Tatita...
—Camine a tomar la leche.


BUENOS AIRES, 1972
—Dale, viejo, contame. Dale.
—¿Que querés que te cuente?
—La verdad.
Su padre se quedó mirándolo fijo, sin expresión. Lo había despertado en medio del sopor de la siesta para preguntarle, porque no aguantaba más la curiosidad. Venía vigilándolo desde hacía rato, desde la primera vez que lo oyó hablar en sueños.
Su madre le había contado que su padre era español, que había venido de muy chico y que sus abuelos paternos habían muerto hacía mucho. Pero había algo en él que no lo convencía. Buscó en la caja de madera donde Dora guardaba los papeles de la familia y encontró la partida de nacimiento y la legalización del consulado. Las actas de defunción de unos abuelos que no conoció. Qué raro. Parece que me lo hubieran puesto adrede. Cuando observaba caminar a su padre por el campo, porque era el capataz desde que Ortiz se había muerto de un ataque al corazón, sentía en las entrañas que había algo más detrás de ese porte que hacía derretir por igual a las chinitas y a las nenas bien de sus primas. La forma en que se paraba, muy derecho, la cabeza erguida. Cómo se ponía el rebenque debajo del sobaco, o se azotaba descuidado las botas. Eso no era de gallegos. No de los gallegos que conocía. Un día, ya en el Colegio Militar, vio a un tira de los de verdad, con charreteras y soles, que hacía lo mismo: se fustigaba indolentemente las botas de montar, lustrosas como cucarachas. Las botas que los cadetes de primer año limpiaban con esmero digno de sirvienta.
Milico. Mi viejo también es milico. ¿Por qué no me lo dijo? Y ese verano, aprovechando que su madre estaba en Punta del Este con las hermanas menores y las sobrinas, se dedicó a espiar a su padre, y lo pescó, de la forma más increíble: hablando en sueños. Una lengua dura, en la que todo sonaba como órdenes. Lo había oído tantas veces que tenía que ser verdad. Y además estaba lo que pasaba de noche, con su madre.
La primera vez, él tenía seis años y se asustó, pero no se lo contó a nadie. Se metió en la cama a llorar de miedo. ¿Y si papá venía y le hacía lo mismo, por espiar? Durante varios días se despertó en medio de la noche, asustado, y la Felisa tenía que meterse en la cama con él para que se durmiera, abrazado al cogote de la negra como una garrapata rubia. Pero la curiosidad lo estaba matando así que volvió a espiar. No una vez; muchas. Un día se dio cuenta de que ya era grande, porque la Felisa estaba en la cama con él para hacerlo dormir y le sacudió un chirlo. “Mocoso de porquería, te voy a enseñar a hacerme chanchadas”, le dijo. Nunca más consiguió que la negra lo hiciera dormir. Tenía diez años. A los once, las hijas de los puesteros de la estancia se ponían coloradas cuando lo miraban pasar, junto a su padre, recorriendo el campo a caballo. No en tractor o en camioneta. A caballo. A su padre le gustaba más, y a él también. Disfrutaba de azotar al zaino brioso que le había regalado el abuelo para su último cumpleaños, sentirle el lomo transpirado debajo de las bombachas cuando montaba en pelo, el viento zumbándole en los oídos. Se dio cuenta de que le gustaba que las chinitas se sonrojaran con él lo mismo que con su padre. A los doce, una paraguaya que hacía poco trabajaba en la casa de Buenos Aires, dulce, perfumada y caliente como las siestas en Asunción, le enseñó a conocer a una mujer. Alcira era llena, de ojos grandes y oscuros, y un pelo largo que lo acariciaba cuando ella se lo montaba. Alcira era el paraíso.
No había dejado de espiar a sus padres en todo ese tiempo, y quería probar con Alcira. Una tarde en que estaban solos, su madre en casa de una hermana en un “beneficio”, como les gustaba pasar las tardes de fin de semana, y su padre de vuelta en el campo, decidió intentar.
—Quiero hacerte algo nuevo.
Ella se rió con esa risa que parecía el agua de un arroyo, el acento guaraní golpeándole las palabras.
—¿Algo nuevo? ¿Qué me vas a enseñar que yo no te haya enseñado primero?
—A tenerme miedo.
Y Alcira le tuvo miedo. Estaba tan linda, así asustada, llorando, el pelo arrastrándose por el piso. Se arrodilló y la besó, como había visto a su padre hacer con su madre.
—¿Me tuviste miedo?
Ella sacudió la cabeza diciendo que sí, sin poder hablar a causa del hipo que le había dado el llanto.
—¿Pero te gustó?
—No sé... —lo miró entre enamorada y alucinada.
—Tenés que saber. Decime.
Y Alcira aprendió a saber. Su patroncito rubio y dócil, ávido de conocimientos de cama, se le había convertido en uno de esos gringos crueles que se habían venido a poblar las selvas apocalípticas de su tierra natal. Ella lo quería pero le tenía un miedo terrible cuando le veía en los ojos esa locura salvaje. “Me vas a matar”, le decía, y él le respondía que sí. Y tenía nada más que catorce años, y ella, casi dieciocho.
—Contame —insistió ahora ante su padre.
—Vamos adentro.
Su padre se sentó en la biblioteca, se sirvió un whisky y le ofreció uno. Nunca lo había hecho antes. Bueno, ya tengo dieciséis, qué carajo. Además, en el Colegio se las arreglaban para contrabandear alguna que otra botella. También contrabandeaban merca, pero eso era una reverenda mierda. Alcohol puede ser, de vez en cuando. Merca, ni loco. Lo escuchó hablar lenta, muy lentamente, casi con dolor.

—Yo era militar de carrera —le dijo—. Pero, hacia el final, las órdenes las daban la Gestapo y los SS. Inútiles de mierda, estúpidos incompetentes y burocráticos. Todos civiles. Nosotros éramos la gloria del Reich: el ejército, la aviación, la marina. Ellos arruinaron todo y nos hundieron. Tuve que cumplir órdenes. Para eso me habían entrenado. Estuve a cargo de un campo, durante un tiempo, casi al final de la guerra. Indigno de un soldado pero eran las órdenes. Algunos de mis compañeros torturaron. Yo jamás toqué a un prisionero. Tomaba testimonio de las declaraciones, como testigo y como oficial superior a cargo. Firmaba las órdenes de disposición final o de traslado de los contingentes de prisioneros a otros campos. Cumplí con lo que me dijeron que hiciera.
Él se quedó callado tomando el whisky, mientras su padre hablaba. El tono de voz era orgulloso, digno de un oficial que se ganó las medallas en cumplimiento del deber, aunque le dijera que no había estado de acuerdo con sus asignaciones en los años finales de la guerra.
Había algo que no cerraba. Si nunca tocaste a un prisionero, papá, ¿qué pasa con la vieja? Su madre había sido muy hermosa pero estaba un poquito envejecida, un poquito gorda, un poquito descuidada. La visión terrible de sus seis años se le cruzó como un relámpago y comprendió al mirar, por encima del cristal, los ojos azul lapislázuli del otro sentado frente a él.
Su padre caía en éxtasis de violencia, tanto que estaba a punto de matar a su madre cuando se descontrolaba. Lo sabía porque había oído las amenazas, los ruegos, los golpes, los gritos de dolor y de placer. Porque, extrañamente, su madre gozaba. Más que Alcira, que le tenía demasiado miedo para relajarse. ¿Instinto de conservación, que le dicen? Sintió más curiosidad y finalmente hizo lo que nunca había hecho hasta entonces: revisar los cajones de su madre. Guacha; ahí está la merca. Mamá se cayó del pedestal, más abajo que papá. Bueno, papá nunca se cayó; yo lo bajé.
Probó con Alcira y dio resultado. Muy buen resultado. Lástima que un día la turra se enganchó con otro tipo, bastante mayor que él, y le dijo que se había acabado. Ella se quería casar y con él eso no se podía. Él era el patrón. Se volvió loco. “¿Así que soy el patrón? ¡Aprendé, entonces!”, le gritó. Le dio tantos rebencazos por el lomo que le sacó sangre. La sangre lo enardeció más y la montó ahí, en el piso, como a un potro al que hay que domar. Ella gritó y gritó hasta que se quedó ronca. Los gritos lo excitaron y siguió. A los diecisiete, no parás ni para respirar.
Alcira se escapó de la casa. Al principio pensó en seguirla y matarla, de puro gusto, pero cambió de opinión. Me estaba aburriendo. Y el campo está lleno de chinitas calientes y ansiosas porque el patroncito les haga un gringuito. Y mis primas tienen amigas que se mueren por probar emociones fuertes con el único macho joven de la familia.
Había encontrado una droga mucho más fuerte que cualquier frula: el poder sobre otros. De sexo y castigo, como había probado con Alcira. De placer y dolor, como le habían mostrado las putas de las amigas de sus primas. De conocimientos indebidos, porque ahora su padre y su madre estaban en sus manos: su padre, por haberse corrompido en cumplimiento de sus órdenes; su madre, por haberse dejado corromper, drogona viciosa y caliente detrás de su criminal de guerra. Poder de vida o muerte.
La lección que su abuelo quería enseñarle, él ya la había aprendido.

jueves, 14 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 8




Obertura de "El lago de los Cisnes", Pyotr Illich Tchaikovsky

PARÍS, 1957
Los aplausos atronaron el teatro durante una eternidad, mientras los bailarines flotaban en ese Nirvana que ocurre después de un enorme esfuerzo físico y mental. Al agotamiento lo seguía siempre esa maravillosa e indescriptible sensación casi posorgásmica que provoca la aprobación rugiente del público. Esa noche además, aplaudían por partida doble: el Cisne de Kiev, la gran Alina Pawlowska, se retiraba de la danza. Tomada de la mano de sus partenaires, saludaba bajo una lluvia de flores que ya cubría el proscenio por completo, aunque ella no pudiera verlo por las lágrimas.
Había bailado "El lago de los cisnes" no sólo con los pies sino con la vida puesta en cada paso. Su Odette había sido sublime y había arrancado lágrimas y vítores por igual. Si supieran —pensó— que yo también acabo de morir. Tragó saliva para ahogar el nudo que tenía en la garganta. “¡Arriba la cabeza, muchacha! ¡El cuello siempre erguido, el talle como una vara! ¡Con gracia, con gracia!” Las instrucciones de su maestro de baile le resonaban como una cantilena y le servían para alejar otros pensamientos. Era su sonsonete privado cuando necesitaba concentrarse: “¡Arriba la cabeza! ¡Majestuosa!”.
Eso, majestuosa. Y majestuosa debería ser su salida de la escena y de la vida. De la vida de Franco Massarino. Visino di Fata lo había llevado de la mano por los caminos del ballet hasta la fama y el éxito, y él había retribuido con devoción absoluta su dedicación. Demasiada devoción —pensó—. No puedes seguir aquí, ragazzino mio. Nuestros caminos deben separarse.
Hacía apenas unas semanas que Franco había entrado en su camarín para hacerle la proposición más increíble que había recibido en su vida.
—¡Visino di Fata, cásate conmigo! —le dijo con la ilusión bailándole en la cara.
Alina se volvió hacia el espejo para no mirarlo a los ojos, cerró los suyos, tomó coraje y con toda la ironía y el desprecio de que fue capaz, respondió:
—No estás hablando en serio, querido, ¿sí?
—Alina, por favor, nunca hablé más seriamente que ahora...
—¡Fuera de aquí! ¡Cómo te atreves!
—Alina, te amo... —y un sollozo lo dejó sin palabras.
Estuvo a punto de dejarse conmover. Hubiera sido tan fácil ceder y dejarse amar... ¿por cuánto tiempo? ¿Un año? ¿Dos? ¿Cuántos? ¿Y después, qué? Alguna más joven y hermosa la reemplazaría y ella se moriría de dolor. No, era mejor morir ahora, antes de haber probado aquel cuerpo fuerte y dulce, aquel aliento que había adivinado, aquellos brazos que la habían sostenido en el escenario y que se ofrecían a sostenerla en la cama. Él amaba a la estrella, a la imagen que tenía de su Visino di Fata. Ella lo sabía porque ya había pasado por la misma experiencia, hacía tanto, en Kiev. Pero Rudolph no le había destrozado el corazón rechazándola. Había tomado la fruta jugosa que se le ofrecía y, a su extraña manera, la había amado. Sí, alguna vez, fue realmente feliz.
Cuando Franco salió del camarín deshecho de dolor, Alexander se asomó de entre los cortinados con una sola frase:
—¿Por qué?
Se abrazó a su hermano para llorar en silencio. Porque lo amo demasiado, Sasha, pero no puedo decírselo. Porque lo que esperé toda mi vida llega tarde. Lloró como cuando sus padres huyeron con ella en brazos ante el avance imparable de Lenin y la Revolución. Lloró como no había llorado desde los campos de concentración alemanes. Lloró como el día en que decidió desertar para salvar a Alexander de la persecución implacable del Partido, que no aceptaba a los disidentes homosexuales. Tantas pérdidas, y ahora, la más dura de aceptar.
—Madame —dijo el médico pausadamente mientras la auscultaba—, creo que... eh... sería mejor realizar unos estudios un poco más... eh... profundos. Su condición actual no me pare-ce... eh... totalmente adjudicable al agotamiento físico. Vístase, por favor.
Los estudios habían confirmado lo que el médico sospechaba y no se había atrevido a decirle desde un principio: una disfunción valvular cardíaca congénita (¡Dios, cuánto palabrerío científico para decirte que vas a morirte antes de lo que creías!, pensó Alina con leve disgusto), no solucionable mediante medicación adecuada y cuya resolución quirúrgica entrañaba ciertos riesgos (¡Basta, basta! Va a matarme de aburrimiento) aunque él personalmente recomendaba el intento...
—Gracias, doctor. ¿La cirugía es absolutamente inevitable? Quiero decir, ¿qué ocurrirá si no...?
—Si no se opera, Madame, bien... eh... por lo pronto, deberá abandonar toda actividad física fatigosa.
—Mi actividad es fatigosa, doctor — restalló Alina con acidez.
—Lo sé, Madame. Lo que estoy tratando de decirle es...
—Es que si quiero vivir un tiempo más, debo abandonar el ballet, ¿verdad? Olvidarme de la escuela de danza y del teatro y vivir lo que me quede por vivir en un sillón de ruedas.
—Madame, la cirugía puede ayudarla muchísimo en esto.
—¿Podré volver a bailar? ¿O dirigir la escuela de ballet?
—Eso no puedo garantizarlo. Todo depende de cómo reaccione su organismo.
—¿Cuánto tiempo viviré si no me opero?
—No lo sé, Madame. No lo sé — el médico bajó los ojos, entre derrotado y avergonzado.
Para ser una condenada a muerte, me siento bastante bien, pensó Alina de regreso a su casa. Y en definitiva, ¿no estamos todos condenados? ¿No hemos de morir algún día? ¿Y quién te dijo cuándo se ejecutará la sentencia?
—Entonces vivamos, Alina — había gritado Alexander al enterarse del diagnóstico— ¡Vive, ama a Franco, cásate con él, ¡sé feliz!
—No, mi Sasha. No me casaré. Tendré que ser feliz de otra forma.
La felicidad tiene caminos extraños, se decía Alina mientras repasaba la coreografía con el régisseur. "El lago de los cisnes" era más que adecuado para su despedida. ¿No era ella el Cisne de Kiev? Rudolph la había llamado así, y a ella le había gustado. Entonces, estaba decidido. Pero sabía que no podría bailar la obra completa. Necesitaban encontrar una Odile: el Cisne Negro. Qué significativo, pensaba Alina, que el Cisne Negro fuera la sentencia de muerte de Odette. El régisseur le habló entonces de la nueva bailarina: era muy adecuada para el papel. Alina lo supo apenas la vio bailar. Sí, esta vez el Cisne Negro no sólo derrotaría al Cisne Blanco: haría que los que la amaban la olvidaran. “Es magnífica”, comentó ella. “No tiene tu majestad”, insistió el régisseur.
No; tiene la fuerza, el brío, la insolencia de la juventud, la vida. Franco mío, espero que te agrade mi elección: serán una pareja magnífica.
Un año después, en el mismo escenario de la Ópera de París, luego de haber bailado un "Corsario" inolvidable, Franco Massarino y Addolorata “Lola” Vittorello, étoiles de la Ópera-Garnier, anunciaron su boda entre los aplausos y lágrimas del público.

PARÍS, 1962
Franco abrazó a su mujer y la cubrió de besos.
—¡Una niña, mi vida!
Después de tantos varones en la familia, una preciosa niñita para su preciosa Lola. No podía dejar de contarle los deditos de los pies ni evitar emocionarse al verla en el pecho de su madre. Hasta el pequeño Auguste, un poco desconcertado por el revuelo, se había acercado de la mano de nonna Nunzia a la ventana de la nursery para conocer a su diminuta hermana. El bautizo sería ocasión para una fiesta grandiosa, casi tanto como lo había sido el de Auguste.
—No pensamos en el nombre — susurró Lola cuando las visitas se fueron.
Franco se quedó en silencio y con la mirada perdida en quién sabe qué recuerdos.
—Me gustaría llamarla Odette.
—Pensé que querrías ponerle el nombre de tu madre.
Franco negó con la cabeza. Vita le había pedido expresamente que no llamara a ninguno de sus hijos con su nombre y él quería respetar ese último deseo. Alcanzaste a verme debutar, mamá. Al menos pude bailar para ti una vez. Intentó pasarse la mano por la cara para detener las lágrimas que se le escapaban despacio, pero Lola se la retuvo entre las de ella.
—Es bueno llorar.
—Pero es tan triste, y hoy...
El cáncer pulmonar se había llevado a Vita una semana después del debut de Franco como primer bailarín del San Carlo. Habían pagado fortunas por la morfina que había hecho que la pobrecita no sufriera los dolores atroces del final.
—¿Cómo la llamaremos? —insistió Lola para desviar su atención.
—¿Annunziata, como tu madre?
—No, basta de abuelos. Quiero un nombre francés.
Don Antonino había insistido en ello al nacer Auguste: "Será ciudadano francés; entonces, que tenga nombre francés”. Y aunque llevaría los nombres de sus dos abuelos porque Lola se había encaprichado con la tradición italiana, deberían escribirse en francés.
Lola estaba dejando a la niña en la cuna cuando oyó a Franco decir:
—La llamaremos Odette. Nuestro pequeño cisne.
El silencio duró unos segundos; luego ella comentó suavemente:
—La amaste mucho, ¿verdad?
Franco la abrazó con fuerza, la besó y, mirándola a los ojos, respondió:
—A ella la amé como un niño. A ti te amo como un hombre — y era la absoluta verdad.

Escuela de ballet de la Opera de París (Opera-Garnier)

Odette no resultó ser el "pequeño cisne" que sus padres esperaban. No para la danza. Después de ocho años en la escuela de ballet, el maestro de danza llamó a ambos padres para decirles que, aunque buena alumna, era algo indisciplinada y él recomendaba algo un poco más enérgico. Por otra parte, su contextura física no se adaptaría bien.
—Claro que tiene la altura y el peso correctos, pero... Bien... Quiero decir, el desarrollo de la joven...
—Lo que M. Bertrand quiere decir, mamá, es que los cisnes no tienen tetas —disparó la mocosa.
El maestro de danza enrojeció, palideció y asintió y Lola se rindió ante la evidencia: Odette tenía silueta de sirena, no de sílfide. En eso, su hija se parecía más a nonna Nunzia que a ella.
—Bien — filosofó Franco—, no seremos una familia de bailarines.
Odette estaba feliz de abandonar la escuela de ballet más terrible del mundo. Desilusionar a sus padres era lo último que deseaba en la vida pero la idea de horas y más horas como rat(1)la estaba volviendo loca . Lola la abrazó diciendo que lo que su hija eligiera estaría bien para ella, y lo decía con el corazón. Así que el "ex-cisne", como la llamaba su hermano mayor, dedicó sus esfuerzos al noble arte de la esgrima. Sus reflejos pronto se hicieron notar y el maestro italiano tuvo más de un motivo para enorgullecerse. Odette insistía en que le enseñara a esgrimir el sable o por lo menos la espada, pero tuvo que conformarse con el florete.
—No es un arma para mujeres, "signorina" Massarino. Las damas sólo esgrimen florete.
—Yo no quiero ser una dama —insistió testaruda, pero el “no” fue definitivo. Muy bien, ¿ni sable ni espada? Entonces, nada más que con contrincantes masculinos. No hubiera hecho falta aclararlo: ni una sola compañera del club se habría atrevido con el Cisne. Demasiado feroz para ellas, un hermano mayor maledicente aseguraba que disfrutaba asustando a las chicas en la pedana.
Para satisfacción de Franco, continuó con sus estudios de canto. Llevaba la ópera en la sangre y si hubiera tenido los agudos requeridos, quizás hubiera sido cantante lírica. Pero las contralto nunca son "prime donne" así que desistió de ingresar al coro del teatro. De todos modos, a "nonno" Augusto le encantaba cantar canzonette a dúo con su bambina.
Después llegó la esgrima de bastón. Esta vez Lola sí protestó, pero Odette insistió en que era muy elegante.
— ¡Seguro! Le dará de bastonazos a sus pretendientes “elegantemente” —, dijo Auguste, muerto de risa, y a continuación experimentó en carne propia un curso acelerado de la disciplina deportiva que acababa de criticar.
—Bueno, tiene carácter —comentó Franco, tratando de contener las carcajadas mientras Lola abrazaba a los beligerantes que se amenazaban con la mirada.

(1) rat: rata. Estudiante de la escuela de ballet de la Opera-Garnier

domingo, 10 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 7


Adolph Eichmann
Eric Priebke


BUENOS AIRES, 1931
Su padre se murió de cáncer, en silencio, sin una sola queja. Como correspondía a un hombre de campo. Lo enterró en la misma estancia, detrás de la capilla, junto a la tumba de su madre y su hermana. No lloró, porque los hombres no lloran. A su padre no le hubiera gustado. La peonada lloró, silenciosa. Las mujeres no; se dieron el gusto de desgañitarse por el patrón.
Se quedó en la estancia revisando papeles, aprendiendo todos los días algo más sobre todo lo que tenía entre las manos. Era monstruoso. Increíble de tan grande. Increíble lo corrupta que podía llegar a ser alguna gente que se encaramaba en las ancas del poder.
— Usted no se corrompa con porquerías —le había dicho su padre, que se había negado a que le dieran la morfina que lo dejaría morirse sin sufrir—. No tome basura por estar a la moda. Que los mequetre-fes y los petimetres se inyecten lo que quieran. Nosotros se la vendemos. Pero donde se come... ya sabe.
Le hizo caso y se volvió espartano como el tatita. Buscó una mujer adecuada a la vida dura de la estancia. Martita fue una buena esposa. Le dio cuatro hijas, ningún varón. Se murió tan calladamente como había vivido. Se sintió en paz en ese aspecto. No era hombre de muchas mujeres.
En Europa ya se estaba cocinando la guerra. Por lo que sabía, más dura que la anterior. La Gran Guerra había sido la última de caballeros, y la que se venía sería la primera de crápulas. Problema de ellos. A veces viene bien estar en el culo del mundo, en el otro extremo del planisferio. Les vino muy bien a sus nuevos y particulares aliados.
Una noche, sentado en el estudio, recibió un telegrama. Lo necesitaban. Había que sacar a muchos nombres importantes de Alemania, antes de que los aliados los alcanzaran. “Eso cuesta”, respondió escuetamente. El telegrama siguiente trajo nada más que un número, el de una cuenta bancaria en Suiza. La respuesta fue el nombre de un barco cerealero que anclaría en un puerto seguro. Esperaría dos días y volvería a Buenos Aires. El barco fue y vino muchas veces.
Los fondos a la cuenta, también. Y las influencias. Y la información. Todo conocimiento es materia negociable. Esa ciencia nueva que estaban desarrollando. Los estadounidenses se habían repartido con los rusos a los científicos italianos y alemanes que la habían formulado. Los estadounidenses habían atacado primero y la guerra había terminado. Un negocio un poco peligroso. Habría que estudiarlo. Pero los desarrollos de armas más sofisticadas, aviones más veloces, submarinos más resistentes... El cuerno de la abundancia de la industria pesada. Diversificar. Tanto en productos como en ubicaciones. No concentrar más que el poder.


Foto: Página 12
"La iglesia genovesa abre archivos nazis para frenar las versiones"- Página 12
"La Odessa que creó Perón"- Página 12

Los nombres que llegaron en el barco cerealero eran peligrosos. Ninguno se quedó en Buenos Aires mucho tiempo. Ayudar, sí. Hacer estupideces, no. Se dispersaron por el Chaco paraguayo, el Impenetrable argentino, la selva boliviana y brasileña. Con el tiempo, todos esos sitios se llenarían de gringuitos rubiotes y de ojos azules como el cielo, que chapurreaban un argot incomprensible, mezcla de ale-mán, guaraní y portugués. A los nombres les gustaban los harenes de hembras paraguayas, hermosas y bien dispuestas; en Asunción hay muy poco que hacer a la hora implacable de la siesta. Lo mismo del otro lado de las fronteras difusas de una Sudamérica que no terminaba de definirse a sí misma a la hora de los límites.
Uno solo se quedó, el que se enamoró de su hija mayor, que ya pintaba para soltera. Las otras, más achispadas, se habían casado con milicos y con tipos de la sociedad patriarcal que las veían como una espléndida relación con el poder. Todas parieron hembras.
Dora se enamoró como una vaca estúpida del alemán, y él, que casi podría haber sido su padre, la correspondió con el mismo amor inmune a la crítica. Y tan enamorados estaban que lo sorprendieron. Puso condiciones. El nombre que llevaba él era inadmisible públicamente. Tendría que aceptar cambiarlo. Podrían arreglar eso sin problemas. Con Europa devastada, no había fuentes de información confiables. Se fraguaría toda la documentación y pasaría a ser español, de Galicia. Los celtas y los germanos tienen características físicas similares. Lo dejó elegir un nombre de la guía.
Segundo: el acento tendría que borrársele de las palabras. Se solucionó con un instructor de idiomas severo hasta el castigo.
Tercero, pero no se lo dijo a los tórtolos: Quiero un nieto varón. Se mordió y esperó sin demasiada esperanza.
Dora, la vaca boba de Dora, y su alemán devenido gallego y en el límite de la madurez, le dieron el varón que había esperado durante veinticinco años. Comenzó a sentir una especie de aprecio por la hija que se había quedado en la estancia con él de puro soltera y por ese marido extraño que se había conseguido.
En secreto admitía que el mocoso le sacaba los pantalones, metafóricamente hablando. Era un ángel, como lo había soñado cada vez que cumplía sus deberes maritales con Martita. Y los ojos azules del gurí eran iguales a los de él. Como l’agua, decía la peonada. Todos, incluso las mujeres viejas de la estancia, decían que el mocoso se parecía más al abuelo que al padre, y eso lo llenaba de tanto orgullo como si él mismo lo hubiera engendrado.
Marta, si vivieras para ver este nieto. Lo habríamos disfrutado. Se encontró con el recuerdo lejano y polvoriento de su mujer, recuerdo que había enterrado con ella en el mismo día y en la misma tumba. Había sido una buena compañera: callada, sumisa, siempre a la espera de sus palabras. Te quise. Me parece que te quise. Debe de ser este mocoso que me ablanda.




jueves, 7 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 6




Puerto de Ischia - Comune d'Ischia

ISCHIA, FINES DE SEPTIEMBRE DE 1996
El "vaporetto"(1) salió alegremente del puerto de Nápoles hacia Ischia. Los napolitanos la llamaban desdeñosos "l'isola dei tedeschi"(2), desaprobando que sus compatriotas hubieran vendido sus magníficas propiedades a extranjeros, por lo general pensionados en buena posición que elegían Ischia para pasar sus últimos días en las termas en medio del Mediterráneo.
Nada de eso empañaba la belleza del paisaje. Apenas comenzaba el otoño y las enredaderas floridas techaban las callecitas estrechas. Como en casi toda la costa sur de Italia, las calles subían o bajaban — aunque los turistas insistían en que sólo subían — entre los acantilados que formaban toda la extensión de la isla. Aun antes de entrar en puerto, se olía el perfume de los azahares y se oía el griterío de tierra. Al atracar, una andanada de turistas ansiosos se descargó en la explanada. El griterío aumentó en proporción ofreciendo taxis, paseos, restaurantes y mercaderías varias, muchas de ellas ostentosamente contrabandeadas.
Una de las pasajeras que cargaba una mochila pequeña, esquivó con elegancia a los voluntariosos que no dejaban de ofrecerle servicios de todo tipo en varios idiomas. Por fin se dieron por vencidos mien-tras uno murmuraba:
—Sti ‘mmericani, caminano sempre, caminano!(3)
La mujer se acomodó los lentes oscuros sobre el pelo rubio desteñido, se colgó la mochila de los hombros, trepó con agilidad la empinada cuesta hacia el centro de la ciudad con paso elástico y, al llegar al "piazzale" (4), giró a la izquierda para perderse en una callecita atestada de puestos al aire libre. El gentío era una masa compacta, pero ella no tenía interés en comprar aunque los comerciantes hicieron su mejor esfuerzo vendedor.
Giró en la segunda esquina a la derecha desde el piazzale y continuó su tranquilo ascenso, internándose cada vez más entre los "viccoli"(5). Alcanzó una calle elevada, alejada del centro atestado; allí sí se respiraba la brisa que soplaba desde el mar. Fue hasta el extremo escondido de un callejón que terminaba en un mirador sobre la costa. Abajo estaban los acantilados; el punto de observación era magnífico. Se detuvo unos momentos a admirar la vista y luego se dirigió hacia una puerta a un lado del mirador. Sacó una llave de la mochila, abrió y entró. Al instante, todos los olores familiares se agolparon en su nariz y se dejó llevar por los recuerdos de innumerables vacaciones durante una infancia feliz y despreocupada.
—Assunta, Gelsomino, so’ arrivata!(6) —gritó alegre, y un hombrecito bajo, de cabellos totalmente blancos y aspecto de pescador, corrió a su encuentro.
—Bambina! —mientras la abrazaba y la besaba en ambas mejillas—. Macchè t’aggia fatto na’ cappa? (7) - El hombre le tiró del pelo.
—Gelsomino! Gelsomino mio! —se rió. —Basta, basta, é ’na parruca!(8)
Se arrancó la peluca rubia y sacudió la corta melena oscura. Abrazados y entre risas entraron en la cocina, donde esperaba una mujer anciana y regordeta que limpiaba unas verduras. De solo verla, saltó gritando de alegría mientras se secaba las lágrimas con el delantal de cocina.
Era bueno estar con la familia nuevamente. Sentirse en casa con mayúsculas, segura como en ninguna otra parte del mundo. Ése era “su” lugar, si es que pertenecía a alguno. Odette suspiró y se sentó a la mesa que la esperaba con "il piatto"(9) recién servido.
Pasaron el día entre confidencias familiares. Assunta había preparado sus mejores platos y almorzaron hasta bien entrada la tarde. Alrededor de las siete bajaron a la playa, que había quedado vacía: todavía oscurecía temprano. Gelsomino cargaba la mochila mientras las dos mujeres iban del brazo. Se sentaron en la arena a charlar y disfrutar del atardecer. Cuando ya no quedaban paseantes en la playa, Gelsomino extrajo un par de prismáticos de sus bolsillos para explorar el horizonte. Se sentó en una de las rocas que brotaban de la arena y se acomodó un bulto bajo el brazo izquierdo, con gesto absolutamente profesional.
En unos momentos oscureció. Los tres quedaron en silencio, atentos, hasta que Gelsomino, luego de inspeccionar el horizonte con los prismáticos, comentó en voz baja:
—Sono ca’(10) .
Odette se quitó la ropa deportiva y la metió en la mochila; debajo llevaba un traje de buceo sin piernas. Se calzó las patas de rana, un snorkel y se colgó la mochila en la espalda. Abrazó a Gelsomino y a Assunta, se metió al mar y nadó en línea recta hacia el horizonte vacío. Pocos momentos después se alzó una vela blanca sobre el tranquilo perfil del mar, que creció conforme una embarcación se acercaba a la costa.
Pronto escuchó el golpeteo de la proa contra las olas. Cuando el velero estuvo a su lado, de a bordo bajaron una escalerilla de sogas. Trepó con agilidad y fue recibida por el abrazo de un hombretón de cabellos oscuros y encrespados. Se besaron de manera ceremoniosa en ambas mejillas y, todavía abrazados, bajaron a la cabina.
—Bambina! —gritaron los demás hombres, sentados alrededor de la mesa del capitán, ya preparada para la cena. Todos la abrazaron y besaron igual que el que la había recibido en cubierta.
Odette suspiró:definitivamente, era bueno estar en familia.




Península "Torre de Sant'Angelo" -
Comune d'Ischia



—¿Estás segura de lo que vas a hacer? —comentó Ciruccio con un dejo de preocupación. Habían navegado toda la noche con buen viento y las costas de la isla se delineaban nítidas en el horizonte.
Odette apretó los labios. La familia estaba preocupada: no eran contactos a los que se recurría habitualmente, eso quería decir Ciruccio.
—No tengo muchas salidas — soltó en medio de un suspiro.
—Está bien — su primo la tomó por los hombros y le besó la frente — Sé cuidadosa. Estaremos ahí, pero el viejo quiere verte a solas.
Horas después amarraron en un pequeño muelle privado. Los esperaban con uno de los autos grandes. Necesitaría ropa adecuada. No había pensado que don Mario en persona fuera a recibirla y no era cuestión de ofenderlo vistiendo un conjunto deportivo de porquería.



Mercado en la Vucciria, Palermo - Comune di Palermo


—Adelante, hija.
A los ochenta y un años, Mario Varza seguía teniendo una figura imponente. Flanqueado por su hijo y sus tres nietos, en la habitación cargada de muebles y con cortinados pesados, resultaba casi ominoso.
Mientras se acercaba al escritorio, Odette sintió los ojos de los hombres más jóvenes clavados impúdicamente en ella. Desvió apenas la vista del anciano y enfrentó a los otros, alzando apenas el mentón. Le sostuvieron la mirada un instante y bajaron los ojos.
Salvatore, el hijo mayor y único varón de don Mario; Mariolino, el mayor de los nietos, y los mellizos Andrea y Rosario. Todos de riguroso traje oscuro de la marca de última moda y camisa blanca idem, ostentando —cuándo no — los gruesos anillos de sello. La escena era de otro siglo. El rostro de Salvatore era una máscara tallada en piedra; sólo las aletas de la nariz se movieron con una pesada inspiración. Lujuria debe ser el pecado capital que mejor lo describe, pensó Odette. El hombre era demasiado violento, demasiado apasionado como para suceder al viejo. Los mellizos, demasiado jóvenes: unos mocosos en traje de firma. Mariolino conservaba la expresión neutra, helada. Muy parecido a su padre, carecía de ese halo de vicio que envolvía a Salvatore. Es él. El próximo Don Varza. No va a ser fácil para Salvatore.
— Ascite(11) — ordenó don Mario. Salvatore protestó, pero los nietos obedecieron silenciosamente. Pasaron muy cerca de ella, rodeándola.
—Signora —saludaron con un levísimo movimiento de cabeza que ella correspondió de la misma manera, sin apartar del viejo la mirada firme.
—Tienes coraje — comentó el viejo con una sonrisa cuando la puerta se cerró—. Más de un hombre ha temblado ante mi familia.
—No soy hombre — habló por primera vez, sonriéndole.
—È vero(12) —Don Mario movió la cabeza en un gesto divertido —.Siéntate y cuéntame.
No supo durante cuánto tiempo estuvo hablando. Cuando terminó, se sentía exhausta, desnuda y sola. Había dejado caer todas sus defensas delante de ese hombre de la edad de su abuelo. Don Mario la miró en silencio, largamente, y la mirada se le volvió extrañamente nostálgica.
—Es un favor muy grande.
Odette sintió de golpe un nudo en la garganta. ¿Se había equivocado? Tragó saliva, dispuesta a levantarse aunque le temblaban las piernas.
—Don Mario, La prego (13), no quise...
—Te ayudaré, Nunziattina.
Nadie la había llamado Nunziattina en años, y los recuerdos le llenaron los ojos de lágrimas. Su abuelo y sus tíos la llamaban así cuando era chica, en alusión a su parecido con su adorada nonna Nunzia.
—Se lo debo a tu abuela — don Mario insistió.
Lo miró entre sorprendida y curiosa. La voz del viejo de pronto se cascó.
— Yo... pretendía a tu abuela. Pero ella eligió a Antonino. Fue una buena elección, aunque en aquel momento me volví loco de celos. O de orgullo herido, quién sabe. Hubiera hecho cualquier cosa, cualquier cosa para tenerla —suspiró — .Era una mujer de coraje. No cualquier muchacha de la isla hubiera rechazado a un Varza. Y tú te le pareces tanto... Tienes el mismo fuego en los ojos...
Odette bajó la mirada, confusa. La conversación tomaba un giro inesperado.
—¿Crees que no me di cuenta de cómo te miraban mi hijo y mis nietos? Soy viejo, pero hombre. Caminas como ella, miras con la misma intensidad. Si yo no hubiera estado aquí, Salvatore y los muchachos estarían peleando como cabras montesas... por ti.
—No soy hermosa como para eso, don Mario.
—¿Quién habló de esa hermosura? Mi nuera es hermosa, la esposa de Mariolino es hermosa. Bellezas huecas, frías. Tú tienes el fuego de esta tierra aquí — se tocó el pecho —, y aquí — señaló las entrañas—. Tu abuela hizo lo imposible por sacar a Addolorata de Sicilia, para que tuviera otra vida, distinta de la que ella conoció. Pero la sangre no se niega. Tú perteneces a esta tierra tanto como yo.
Era tan cierto como que era de día. Odette se sonrojó sin poder evitarlo.
—Esos ojos queman. Ese cuerpo provoca con sólo caminar. Eso mismo tenía Nunzia. Cuando subía al mercado con su madre, la gente se detenía y les cedía el paso. Los hombres se quedaban mudos de deseo y se habrían acuchillado entre ellos si alguno hubiera osado faltarle el respeto. Cuando se casó con tu abuelo, enloquecí. Podría haber arrasado la isla para tenerla, y ella me habría apuñalado en nuestra noche de bodas. Amaba a Antonino. Siempre lo amó. Con el tiempo lo entendí y la respeté por ello y cuando eso pasó, ella... me perdonó. Tú eres como ella.
Retiró el sillón lentamente hacia atrás para levantarse. Rodeó el escritorio enorme de caoba, caminando con una leve renquera. Acarició el cabello de Odette con dulzura.
—Podrías haber sido mi nieta. Quizás hubieras sufrido menos.
Odette se puso de pie, todavía sin poder hablar.
—No te preocupes, Nunziattina. Mi ayuda no te traerá problemas. No podrán relacionarte con nosotros. Buscaremos los contactos que necesitas. Tengo algunos buenos amigos que estarán muy interesados en colaborar para terminar con este asunto. En cuanto a lo otro... déjalo por nuestra cuenta. Encontraremos la forma de avisarte qué estamos haciendo.
—Don Mario, no tiene que hacer nada.
—Esos "stronzi"(14)no merecen seguir vivos. Los encontraremos y les enseñaremos buenos modales.
Se besaron ceremoniosamente en ambas mejillas y el viejo la abrazó contra su pecho.
—Vete rápido. No quiero que mi hijo te persiga por toda la isla. Aunque si yo tuviera veinte años menos, no te dejaba salir de aquí.
Afuera esperaban Salvatore y Mariolino, junto a Ciruccio y Renzo, que la habían acompañado. Don Mario la escoltó hasta la puerta llevándola del brazo. Volvieron a besarse, esta vez delante de todos. Salvatore le tomó la mano para besársela mientras no le despegaba la mirada sombría. Mariolino le tomó también la mano pero con el gesto correcto, sin tocarla con los labios, mientras murmuraba:
—Signora.
Ella aceptó los saludos con un gesto leve de asentimiento. Sus primos se dieron la mano y se besaron con los Varza.
—Andrea Varza anda detrás de Antonietta —comentó Renzo mientras regresaban al amarradero.
Antonietta era la hija menor de Vincenzo, el menor de los hermanos de mamá y el más parecido a Lola. En la fami-lia todos decían que el parecido entre Tonina y Odette no era sólo físico: la mocosa tenía un genio explosivo.
— E be': si a Tonina no le gusta Andrea, que ese Varza se cuide — respondió secamente Ciruccio, ocupado en conducir a toda velocidad por el espantoso camino de montaña.

(1)Barco que hace el recorrido entre las islas del golfo de Nápoles
(2)La isla de los alemanes
(3)Estos americanos se la pasan caminando
(4)Explanada
(5)Callejuela
(6)¡Ya llegué!
(7)¡Pero qué te hiciste en la cabeza!
(8)Es una peluca
(9)El plato: tradicionalmente, el plato de pastas
(10)Están aquí
(11)Salgan
(12)Es cierto
(13)Le pido disculpas
(14) Hijos de puta (lit.:soretes)

sábado, 2 de agosto de 2008

La dama es policía - Capítulo 5




Napoli, via Mergellina
Fuente:www.dentronapoli.it

Nápoles, 1950
Franco Massarino se divertía pidiendo limosna a las puertas del Teatro di San Carlo. Tan pronto como salía de la escuela pública, corría a su casa a quitarse el delantal negro y, con la camiseta más rotosa y sucia que tenía escondida bajo el abrigo, se escurría hasta la Ópera. Mendigaba entre la clase alta napolitana, que sentía particular simpatía por sus "scugnizzi"(1) de cara sucia y ojitos alegres.
Si Augusto Massarino se hubiera enterado de las actividades clandestinas de su hijo, muy probablemente le hubiera dado la paliza de su vida. Augusto era un humilde albañil, pero jamás habría permitido que su hijo anduviera por las calles mendigando como un huérfano. Su pobre Vita estaba siempre enferma: esa tos seca y persistente que le sacudía el pecho sin compasión le estaba dejando la delicada piel olivácea cada vez más transparente, así que casi todas las liras extra se gastaban en los hospitales. Vita siempre se sorprendía cuando Franco llegaba a casa con algunos billetes, acompañados de hábiles excusas: don Americo, el sastre, le había dado unas monedas por entregar unos trajes, o Gennarino, del mercado, le había regalado las naranjas que habían sobrado. Lo cierto era que en Forcella todos sabían a qué se dedicaba Franco por las tardes, y callaban por compasión a Vita y a Augusto.



Barrio de Forcella, hoy
Fuente: Diario La Repubblica

Si bien en algunas ocasiones el mocoso se ganaba sus liras abriendo las puertas de los automóviles que trasladaban a los "dilettanti" (2) al teatro, lo cierto es que las más de las veces acarreaba los instrumentos o portafolios con partituras de los músicos de la orquesta. Éstos sentían un particular afecto por Franco y, con la excusa del frío o del mal tiempo, hacían pasar al scugnizzo al teatro para que presenciara los ensayos. Pocas cosas había que el chico disfrutara más que eso, y más de una vez había llegado tarde a su casa por quedarse a escuchar las repeticiones de un allegro.
Pronto comenzó a ir al teatro nada más que para que lo invitaran a los ensayos, y los músicos y tramoyistas se ocupaban de que Franco no regresara a su casa sin alguna moneda.
Una tarde tuvo la oportunidad de presenciar desde bambalinas, un ensayo de El Corsario. Allí decidió que, si algo deseaba hacer en la vida, era bailar. Detrás de los cortinados imitaba cuidadosamente los giros del protagonista, arrobado por la música. No se dio cuenta de que lo estaban observando hasta que el régisseur detuvo el ensayo y preguntó a los gritos por el intruso. Franco trató de escurrirse, pero una manita blanca lo detuvo y lo hizo girar. No entendió qué le decían, pero el acento era dulce y el rostro de hada lo convenció. El niño buscó desesperadamente a sus amigos tramoyistas para que lo sacaran de ahí, pero uno le hizo señas de que fuera con la joven. Milagrosamente, el francés había dejado de gritarle y se dirigió al director de orquesta, que desde el foso, le guiñaba un ojo cómplice a Franco. Luego de unas secas instrucciones, los músicos atacaron un tema más liviano que el que habían estado ejecutando, y el régisseur le indicó al mocoso que se acercara.
—Dansez!(3) —le dijo, mientras lo animaba con gestos. Los bailarines, aprovechando el descanso inesperado, rodearon al chico y Franco pudo discernir, entre el palabrerío del francés y el miedo que tenía, un 'Avanti, ragazzo!'. "¡Adelante, muchacho!" ¡Querían que bailara! Miró hacia "Visino di Fata" (4) , y ella sonrió asintiendo.
Con la desfachatez propia de la edad, Franco comenzó a saltar y girar alegremente por todo el escenario, como en un juego. Todos se quedaron en silencio, viendo lo qu.e el régisseur ya había adivinado.
—Ça va!(5) —dijo el hombre, y la orquesta se detuvo. Nunca había visto algo parecido: el chico, que obviamente desconocía la técnica del ballet, al desplazarse y girar no había errado ni una sola vez al compás de la música. Parecía que marcara el ritmo con sus graciosos saltitos.
—Comment tu l’as fait? Comme hai fatto? —preguntó, esta vez en italiano.
¿Cómo lo había hecho? Franco no sabía. Simplemente había escuchado la música y bailado al compás, como tantas otras veces allí en el teatro, o en la calle, donde vivía al ritmo de las "canzonette" que tarareaban su padre o sus vecinos. Uno de los músicos gritó riéndose desde el foso, napolitano él, que el "scugnizzo" era capaz de bailar hasta el Requiem de Verdi.
Los hechos se sucedieron vertiginosos. El director de la escuela de ballet fue llamado al día siguiente para ver al muchachito. Citaron a Augusto, que acudió llevando a su hijo preventivamente de las orejas, porque estaba seguro de que el chico había hecho alguna de las suyas. No podía entender que lo que deseaban era que su Franco tomara clases de ballet. ¡Eso era de "finocchi"(6) ! Además, Franco apenas hablaba italiano y si no terminaba la escuela...
Le prometieron que el niño recibiría educación adecuada y una beca para estudiar ballet. Tuvieron que explicarle al pobre albañil lo de la beca, y el director del teatro prometió a Augusto que inclusive podría llevar algo de dinero a su casa. Franco miró a su padre con la ilusión y el miedo en los ojos. Augusto comprendió en ese momento que estaba decidiendo el futuro de su hijo, y también tuvo miedo. Murmurando en dialecto que necesitaba pensarlo, se levantó para irse a su casa, cuando el director del teatro, hablando también en dialecto, lo detuvo:
—Es la oportunidad de demostrarles a los "polentoni" (7) que aquí hay arte de verdad. Franco tiene condiciones, signor Massarino. Puede llegar a ser el mejor bailarín que haya dado Italia, y será napolitano. Piénselo.
Había tocado el amor propio de Augusto y llegado a su corazón. Por un instante vislumbró lo que podría alcanzar su hijo, si es que además del talento poseía la perseverancia necesaria.
—No será fácil para él —comentó, acariciando la cabecita crespa.
—Maie e'facile. Ppe' nisciuno. Nunca es fácil. Para nadie, signor Massarino.
Era más de lo que Augusto podía creer. Lo habían llamado respetuosamente signore dos veces. Él no era más que un albañil, pero su hijo podría ser un auténtico signore. Ése fue el argumento final que ganó su batalla interior. No le importaba el dinero de esa beca, sino que su hijo tendría la oportunidad de cambiar de vida. Pensó en Vita y al mirar a Franco, el niño le apretó la mano diciendo:
—Podremos mandar a mamá a un buen hospital.
Se abrazaron y Augusto dio su consentimiento.

PALERMO, 1952

Palermo, Piazza Bellini
Fuente:Comune di Palermo

Antonino Vittorello era una especie de mediador entre sus belicosos coterráneos. Sin plegarse a ninguna "famiglia", respetaba las secretas leyes de "onore, omertà e vendetta"(8) que regían la vida clandestina de la isla. Quizás fuera por ello que le famiglie lo respetaban, y más de una vez había sido consejero en asuntos de importancia. Siempre se había negado a intervenir en negocios ilegales, rechazándolos con sutil gentileza, pero jamás había negado ayuda de ninguna clase a los que se la solicitaban. La "società" sabía que podía contar con los Vittorello porque eran gente de honor, y lo había hecho muchas veces. Los Vittorello sabían que podían contar con la "società"(9), pero se guardaban muy bien de pedir favores.
Addolorata era la menor de sus hermanos y única hija de don Antonino Vittorello. Cuando a los nueve años quiso estudiar danzas clásicas, su tenacidad convenció a su padre de que quizá la niña tenía verdadera vocación para el ballet. Así, con la compañía vigilante de mamma Annunziata, Addolorata concurrió a sus ansiadas clases. Pronto demostró que no era un capricho infantil: sus profesores aseguraron a Nunzia que la niña tenía mucho más que condiciones. “Con los maestros adecuados, podrá llegar muy lejos”, les dijo la profesora del conservatorio de Palermo. El orgullo materno pudo con las prevenciones de don Antonino y así, Nunzia y su hijo mayor, Aniello, llevaron a Addolorata a dar una prueba para ingresar en el ballet del Teatro di San Carlo de Nápoles. Para sorpresa - y secreta desilusión - de su padre, fue admitida en la escuela del teatro. Nunzia no cabía en sí de alegría y envió a Nello de regreso a casa con la noticia. Don Antonino accedió a alquilar una casa en Nápoles para que no tuvieran que vivir en hoteles y pudieran estar acompañadas por alguno de los hombres de la familia. Finalmente se instalaron junto con Assunta y Gelsomino Colosimo, primos hermanos de Nunzia. Gelsomino tendría así la oportunidad de estudiar en el Politécnico de Nápoles, además de cuidar a la familia.



Teatro di San Carlo e galleria Umberto I (Napoli)
Fuente: Wikipedia

El talento de la muchacha no se hizo esperar: luego de debutar en el "pas-de-quattre" de "El lago de los cisnes", desplazó a bailarinas de mayor antigüedad para saltar rápidamente al puesto de primera figura, a los quince años. Don Antonino se convirtió en un vehemente aficionado al ballet y el día que Addolorata debutó en Palermo sólo le faltó pararse en las escalinatas del teatro para anunciar que la estrella era nada menos que su hija.
Para Nunzia, el triunfo de su hija significaba mucho más que su satisfecho orgullo de madre: Addolorata abandonaría Sicilia. Nunzia amaba su tierra con devoción, pero sabía que una mujer no tendría muchas posibilidades en una sociedad tan cerrada y de costumbres ancestrales como aquélla en que vivían. Ella había tenido aspiraciones en otros tiempos, pero el matrimonio y los hijos la habían amarrado a la familia y al terruño. “Tú eres de donde son tus hijos”, le había dicho su madre, el día en que se marchó del pequeño puerto de pescadores para vivir con su marido en las tierras altas de la isla. Antonino, hijo único de un rico terrateniente, se había enamorado de la muchacha y contrarió a sus padres con el matrimonio, por lo que Nunzia se esforzó por devolver aquel amor tratando de reconciliar a su marido con sus suegros. Su encanto natural y su dulzura lograron que su adinerada familia política la aceptara, a costa de sacrificar sus deseos personales. Como buena siciliana, se sometió a la dictadura matriarcal de su suegra hasta el mismo día de la muerte de ésta.
Finalmente conquistó el lugar que merecía como esposa de un Vittorello. Pero se juró que, si Dios la bendecía con una hija, ella haría que su destino fuera diferente.
Dios la había bendecido doblemente, pensaba Nunzia el día en que llegó la oferta de la Ópera de París para que Addolorata se incorporara al ballet estable. Era la oportunidad de su vida: si Lola triunfaba en París se le abrirían las puertas de todos los teatros del mundo. Cuando intentó pintar a su marido el halagüeño futuro de su hija, Antonino la silenció mientras la abrazaba, diciéndole: “Ella tendrá la oportunidad que tú no tuviste”. Nunzia lloró de felicidad, y no sólo por su hija: ahora sí estaba segura de que su marido siempre la había amado.

(1)mocoso de la calle
(2)aficionado
(3)¡Baila!
(4)Carita de hada
(5)¡Está bien!
(6)marica
(7)italianos del Norte
(8)honor, silencio y venganza
(9)sociedad. La Mafia