POLICIAL ARGENTINO: 05/01/2009 - 06/01/2009

viernes, 22 de mayo de 2009

La dama es policía - CAPITULO 25

PARÍS, LUNES POR LA MAÑANA

"Fra noi" - Iva Zanicchi - 1974

El radiodespertador se encendió a las seis y media, indiferente al sufrimiento ajeno. Iva Zanicchi cantaba "Fra noi" como sólo ella sabía hacerlo. Apagó el artefacto de un manotazo y se tiró de la cama. Sin mirarse al espejo, se metió al baño .
— ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta, te voy a cortar las pelotas, desgraciado! — aulló de desesperación bajo la ducha. Carajo, estoy con el período. Por lo menos el hijo de puta no me dejó embarazada. Lo mismo te voy a matar.
Cuando se decidió a mirarse en el espejo notó que tenía marcas y moretones desde el cuello hacia abajo. Te voy a castrar en donde te cruce. Qué espectáculo. Rebuscó entre la ropa un vestido apropiado. Como no me vista de monja... El vestido azul no era para un día así. Obvio, tendría que ir de luto porque te voy a liquidar, desgraciado, pero no había otra cosa que la cubriera adecuadamente. Bien, estaremos espléndidas. Radiantes. Como reinas. El abismo en el estómago le decía exactamente lo contrario. Mientras se maquillaba encontró una marquita bajo la oreja izquierda. En fin, no puedo salir con capucha. Se dejó llevar por el pulso violento y tomó la cartuchera con el arma. No la había usado desde que el inicio del operativo.
Mientras conducía hasta la fábrica de chocolates, repasó los hechos para distraer la mente de cosas peores. Había algo que no encajaba. No en la información hallada, las armas, el lugar: algo intangible. Algo que debía haber ocurrido y no estaba pasando...
—Capitán, el comisario Massarino la espera en el primer piso, en Cómputos —le dijo el sargento de guardia cuando ella dejó el automóvil en la playa de camiones.
Había el rumor habitual de conversaciones, pasos, órdenes, los ruidos humanos. Eso: los ruidos. ¿Qué faltaba? El teléfono. El fax. Las comunicaciones con Central se hacían por la silenciosa Intranet. ¿Por qué no se habían comunicado los otros Templarios? Era imposible que no tuvieran comunicaciones con otros centros, en el continente o del otro lado del Atlántico. ¿Nadie había llamado en casi cuatro días?
¡Dios, nos traicionaron! ¡Ya lo saben! Es una trampa. ¿Pero quién? Pensó desesperadamente cuándo sería lógico que se hubieran comunicado: veinticuatro, treinta y seis horas después de que coparan el lugar, no más. ¿Quién había llegado al lugar en ese tiempo? Inteligencia. El corazón le dio un vuelco. El coronel Savatier. A cargo de la seguridad de la conexión con el Archivo Central. ¿Quién mejor que él?
Corrió por los pasillos hasta la sala de cómputos y entró, buscando a Savatier con la mirada. Él la vio y le lanzó una mirada amenazadora. Ella se acercó mirándolo acusadoramente; él giró en el asiento y, mientras se levantaba, deslizó la mano hasta la cartuchera.
—Coronel, suelte el arma. Está bajo arresto —dijo Odette con voz controlada mientras sacaba su propia pistola.
—¡Grandísima puta! ¡Igual que la Michelon! —Savatier apuntó demasiado apresurado y erró el disparo.
Odette tuvo tiempo de apoyar la rodilla en tierra, apuntar y darle en el hombro. El resto del personal se había puesto a cubierto. En el otro extremo de la sala, Auguste encañonaba al otro hombre de Inteligencia. Se acercó al coronel y le apuntó otra vez. Dos hombres lo esposaron, manteniéndolo en el suelo.
—¿Cuál es el plan?
—No pueden hacer nada... — Savatier la miró con desprecio.
Odette bajó el arma hasta la entrepierna del hombre.
—¿Cuál es el plan?
Savatier no respondió. El disparo le estalló a un centímetro de sus testículos. Odette lo miró desafiante y acercó la pistola hasta la boca de él. Savatier boqueó alucinado.
—Michelon... tiene una audiencia con el Presidente —jadeó —.El general Beaumont... tiene que encargarse de ellos.
Odette se agachó, metió la mano en los bolsillos de la guerrera del hombre y le arrancó las credencia-les y la placa de Inteligencia.
—La contraseña —lo urgió, apuntándole otra vez a la entrepierna. Amartilló el arma ostentosamente.
—¡Relapsos! —gritó Savatier, atemorizado.
—Muy adecuado —masculló ella al tiempo que se levantaba. Mientras corría hasta la puerta, oyó que Auguste daba la orden de enviar patrulleros hacia el Palais d’Elysée.
—¡No vayas sola!— gritó su hermano.
—¡Es más seguro! —respondió Odette a la carrera mientras pensaba en un plan para entrar en el palacio presidencial.


Palacio del Elíseo Paseo virtual

Marcel llegó a la Brigada un poco más tarde de lo habitual. En las paredes de la planta baja, las fotos de los caídos en servicio observaban silenciosamente a los pasantes, esperando el homenaje mínimo de una mirada. Nunca pasaba sin hacerlo. Era su pequeña obligación secreta de cada mañana.
Un retrato le llamó la atención. “Insp. Jean-Luc Marceau”. ¿El padre de Odette? Algo lo hizo sentir muy mal. Preguntó a Foulquie, que pasaba a las apuradas.
—No, teniente. Marceau era su marido
Sintió que le apretaban los testículos con una tenaza.
—Un gran hombre —continuó Foulquie, memoria viviente y tradición oral de la Brigada—. Todos dicen que si hoy viviera estaría ocupando el lugar de la Michelon o que habría llegado más lejos todavía. Creo que ella era muy joven en esa época. Ingresó después en la fuerza.
Por supuesto que era muy joven. Habían pasado doce años. Pero lo que más lo golpeó fue comprobar que ése era el hombre cuya foto había visto en el dormitorio de Odette. La única fotografía en toda la casa. Subió a las oficinas con piernas como de plomo. En ese momento entró el radiomensaje de Massarino pasando el alerta. Corrió a la playa, subió a su automóvil y salió hacia el Elysée encendiendo la sirena.


Odette se retocó el maquillaje en el auto y trató de dominar el temblor de las manos y la voz. Tomó una foto suya del bolso y cubrió con ella la tarjeta de identificación de Savatier. Lo mismo hizo con la placa. Al menos para ayudarme a entrar. Hasta que alguien verifique el nombre y el portador. Había dejado el arma en su propio automóvil; de cualquier modo no podría ingresar en el Elysée con ella.
Bote de mierda. Maniobrar el auto de Savatier se le hacía bastante difícil, acostumbrada a la agilidad de su deportivo microscópico. Espero poder estacionar esta... cosa... sin llamar la atención. Se dirigió con calma al garaje del personal y sonrió al encargado. La tarjeta le abrió la barrera sin problemas. Subió por el ascensor trasero, tratando desesperadamente de recordar la distribución del edificio. Por radio le habían pasado el dato de dónde sería la audiencia: en el despacho del primer piso. Entró por las cocinas caminando con desenvoltura. Un par de camareros la miraron sorprendidos, pero ella les sonrió con candor.
—Es mi primer día. Llegué tarde... y me perdí —dijo, mordisqueándose el labio.
Uno de los camareros se ofreció a acompañarla.
— Busco al general Beaumont. Está en la audiencia del Presidente con la comisario Michelon. Tengo que entregarle documentos de parte del coronel Savatier — mostró unos sobres —. Soy su nueva asistente. Teniente Marceau.
El camarero tomó una bandeja con el servicio de café de la Presidencia y la cargó en un carrito.
—Acompáñeme, teniente —la llevó por el montacargas —.Por aquí es más rápido. Venga cuando quiera.
Dejó que el hombre se alejara con el servicio. Estaba segura de que lo iban a detener. Esperó y vio que el camarero regresaba rápidamente.
—No me dejaron pasar. Que se les enfríe el café — dijo el hombre, encogiéndose de hombros. Ella frunció la nariz en un gesto encantador, y el hombre le guiñó un ojo. Cuando el camarero se marchó, Odette avanzó con aire resuelto, agitándose el cabello. Ante la puerta del despacho había un guardia que la observaba acercarse.
—Traigo información para el general Beaumont.
—No puede pasar —el hombre volvió la cabeza para no mirarla.
—Soy la asistente personal del coronel Savatier. Teniente Marceau. El mensaje es importante.
Al oír el nombre del coronel, el hombre fijó los ojos en ella.
—La contraseña —bajó la voz, amenazador, y cuadró la espalda. La mano se le movió apenas hacia la cartuchera.
—Relapsos — Dios quiera que ese hijo de puta haya dicho la verdad. El guardia relajó los hombros y le echó una mirada apreciativa y nada disimulada. Odette pescó el gesto del guardia y no perdió la oportunidad. Inspiró, apretándose contra el vestido.
—¿Puedo pasar?
—Voy a preguntar —los ojos del tipo la recorrieron sin ningún pudor.
Ella sonrió con desfachatez. Y no uso Wonder Bra...
Mientras el guardia entraba en el despacho, tomó una bandeja de plata del carrito del servicio de café. Oyó gritos y disparos que venían de la planta baja. Espero que sea la Caballería.


Exhibición de esgrima de bastón francesa (Canne de combat)

—Lo lamento, señor. Comisario Michelon... —el general Beaumont movió la cabeza con falsa cortesía— No podemos permitir que estas... filtraciones... continúen. Tenemos mucho en juego para que la policía se cubra de gloria desbaratando una organización magnífica.
Apuntó primero al hombre. El Presidente y la comisario estaban esposados en sus sillas y amordazados con cinta adhesiva.
Michelon se desesperó. Qué estúpida, Jesús. Cómo cometí el error de venir sola a la entrevista. La habían desarmado antes de entrar pero era de esperar. Ansiosa, había esperado a que el Viejo leyera el informe. Él la miró con gesto más que preocupado.
—Señora, esto es... terrible —se puso de pie y caminó por la habitación —Nunca pensé en algo de esta magnitud. El Gabinete, mi Dios... ¿Quién está libre de sospecha...?
Antes de que terminara de hablar, el general Beaumont había entrado en el despacho.
Ahora, Renaud Beaumont giró sobre sus talones ante la interrupción.
—¿Qué pasa, idiota? ¡Di órdenes de que no entrara nadie!
—¡Señor! Es la secretaria del coronel Savatier, la teniente Marceau. Trae un...
—¡Imbécil! ¡En la Orden no hay mujeres!
Apartó al estúpido con un puñetazo que lo arrojó contra la pared y lo dejó inconsciente. No en vano lo conocían como el “Carnicero” Beaumont. No era alto, pero su fuerza física era poderosa. En ese momento, alguien más entró en el despacho: un borrón azul, seguido por un golpe de plano con algo metálico, en plena cara. Beaumont se tambaleó. Los ojos asombrados de Michelon siguieron los movimientos de ballet de Marceau, que, con el brazo extendido, volvió a golpear al hombre en la sien, esta vez con el filo de la bandeja. Siguiendo el mismo arco, rompió una vitrina en la que había antiguos bastones de mando. Marceau pivoteó sobre una pierna, tomó un bastón y golpeó la mano con que general sostenía el arma. Después, por detrás de las rodillas, haciéndolo caer. Volvió a girar en tanto que el bastón describía remolinos en el aire. Más golpes a los hombros, los codos, las piernas; todos puntos débiles y neurálgicos que hicieron que Beaumont chillara de dolor sin poder incorporarse. Mientras le daba el coup de grâce en la tráquea, entraron Massarino y Dubois, armas en mano, seguidos de cuatro oficiales de la Brigada. Massarino tenía un raspón que le sangraba en la sien, y Dubois, el traje desgarrado en una manga. Marceau quedó de pie al lado de Beaumont, temblando, como un torero después de la faena. Todavía sostenía el bastón.
Massarino se les acercó, les quitó las mordazas y soltó las esposas.
—Señor...
—Estamos bien. Gracias a Dios... y a esa mujer... no pasó nada —murmuró el Presidente, que temblaba, impresionado por los hechos—. Querían que pareciera que Michelon me había disparado y...
Michelon corrió hasta Marceau.
—Dios sabe cuánto me alegro de verla. ¿Cómo hizo eso? —murmuró al oído de la otra.
—Estoy con el período —le respondió Odette entre dientes.
Michelon entendió. En sus épocas, a ella le pasaba lo mismo. Sonrió comprensiva.
—Llamen a una ambulancia. El hijo de puta todavía está vivo —Marceau masticó las palabras.
Massarino se les acercó y miró a Marceau con severidad.
—Creo que el último golpe estuvo de más —comentó, seco.
—Que alegue brutalidad policial —Marceau sacudió el mentón.
Michelon contuvo otra sonrisa a su pesar. Peleándose en estos momentos. Si Dostoievsky hubiera conocido a estos dos, habría escrito ‘Los hermanos Massarino’ en lugar de los Karamazov.
—Tenías que venir sola, carajo— ladró Massarino.
—Fue más fácil entrar. Parece que no te fue tan bien... —retrucó Marceau mientras le pasaba el dedo por el raspón de la sien. Massarino respingó y la miró con ferocidad. Marceau se alejó para dejar el bastón en la vitrina rota.
Dubois no habló una sola palabra ni miró a su alrededor. A Michelon tampoco se le escapó que Marceau ni siquiera se volvió hacia donde estaba el teniente.

jueves, 7 de mayo de 2009

La dama es policía - CAPITULO 24



SUBURBIOS DE PARÍS, SÁBADO POR LA MAÑANA

Dos oficiales fueron a buscar a Marcel a la planta baja del edificio, donde junto a otros efectivos esta-ba concluyendo la requisa del arsenal digno de un ejército. Había armas que la policía conocía sólo en fotografías. La orden de Michelon en el sentido de que ningún oficial de los cuadros inferiores podía permanecer en el centro de cómputos, todavía lo molestaba. ¡Carajo, estuve casi cuatro semanas en este infierno! ¡No es justo! Después pensó que, de cualquier forma, sería más útil colaborando en el reconocimiento del edificio. Guió a sus asombrados compañeros por los pasillos y gimnasios, el polígono de tiro y la playa de expedición de la falsa fábrica. Encontraron un camión camuflado como transporte de refrigerados, equipado para operativos militares. Un sargento comentó admirado:
—Deberíamos confiscar el edificio entero para la Brigada.
Ya lo creo, pensó Marcel.
Lo acompañaron hasta el segundo subsuelo, el que recordaba con tanta repugnancia.
—¿Por qué acá? —preguntó, vagamente atemorizado.
—No sé, teniente. Órdenes de Massarino. Espere aquí.
El corazón le latía con fuerza. Tenía la boca seca. La habitación del otro lado del cristal, ¿no era la misma? Le estaba faltando el aire, mierda. ¿No había un peor lugar para reunirse? Pasaron varios minutos que sirvieron para que se pusiera cada vez más nervioso. ¡Carajo, para qué me hicieron venir acá!
Alguien entró en la habitación del otro lado. Traía a una mujer vendada, a la que empujó contra el piso, obligándola a ponerse de rodillas. Estaba esposada. Marcel creyó que el corazón le saltaba por la boca. Los latidos le pulsaban en la frente y un puño de hierro le retorció las entrañas. No podía despegar la vista de la escena. La mujer no se movía, de espaldas a él. Con las manos apoyadas contra el cristal, no se dio cuenta de que alguien había entrado a sus espaldas. Notó una mano pesada en el hombro.

—Entremos —oyó entre algodones. Enfrentó a la mujer, que boqueaba aterrorizada. El hombre parado detrás de él era de su misma contextura física o un poco más grueso, y casi tan alto como él. Vestido con el ominoso uniforme negro de la Orden.
—Mátela, Maurizio.
Las palabras retumbaron en su cabeza. Le alcanzaron un arma. No. No quiero. Pero sus brazos se estiraron hacia adelante, arma en mano. Puso la pistola sobre la frente de la mujer.
—Dispare, Maurizio. Es una orden.
—¡NO! —giró hacia el hombre de negro y gatilló. Una, dos, tres veces, hasta vaciar el cargador. ¡Soy Marcel Dubois, teniente de la Brigada Criminal, hijos de puta! Las piernas le fallaron y quedó de rodillas. Los sollozos le sacudieron el cuerpo en espasmos.
—¿Qué hice? ¿Qué me hicieron?


Auguste se acercó, soltó las esposas de Odette, que se sacó la venda, y se volvió para ayudar a Dubois a ponerse de pie. Después recogió el arma con cartuchos sin casquillo que le había dado al teniente.


Entre los dos lo llevaron a su casa y lo ayudaron a desvestirse y meterse en la cama. Odette le alcanzó un vaso de agua con un par de pastillas.
No supo durante cuánto tiempo durmió. Se despertó sobresaltado dos o tres veces, bañado en transpiración. Cada vez, lo tranquilizó ver a Odette sentada en el otro extremo de la habitación, junto a la ventana. En el contraluz, parecía una pintura de Degas. Se sintió estúpidamente feliz y volvió a dormirse después que ella se acercara a darle algo de beber. En una de las ocasiones, Massarino también estaba allí; por alguna razón que no alcanzaba a recordar, a Marcel le molestó.
Cuando se despertó definitivamente, estaba embotado. Bajó tambaleante de la cama, directo a ducharse. ¿Odette estaría todavía allí? El sillón de adelante de la ventana se hallaba vacío. Quizás ella nunca había estado. Le dolió.
El baño le devolvió la conciencia y el dominio de sus actos. Comenzó a recordar. En el nombre de Dios. Sintió náuseas. El espejo del baño le devolvió una imagen demacrada. Pero era su cara: la cara de Marcel Dubois. Basta de flashbacks. Se puso la bata sobre la ropa interior y fue al salón, en penumbras por la hora. Eran más de las diez de la noche. Rodeó el sofá y la vio.
Estaba dormida, la camisa negra desabrochada un botón de más, por la posición. Se sentó en el al sofá junto a ella y, sin pensar, le acarició el pelo. Odette abrió los ojos morosamente y, al verlo levantado, trató de incorporarse, pero él la retuvo con delicadeza.
—No te levantes.
—¿Cómo estás?
—Horrible. Tengo la boca seca todo el tiempo.
—Es el sedante. Ya pasará.
Odette estiró la mano y le ordenó el cabello húmedo. A ella también se la veía cansada. Retiró la mano, se incorporó a medias y miró hacia la ventana. Estaba oscuro.
—¿Qué hora es? —ella preguntó suavemente.
No supo por qué lo hizo. O sí, pero no le importó preguntarse los porqués. Ella estaba ahí. No se había ido. Quería decir algo, ¿no? Se inclinó para abrazarla. Mientras la besaba, respondió:
—¿A quién le importa?

Besándola, la atrajo hasta la alfombra al tiempo que le desabrochaba la camisa. Se abrazaron otra vez, de rodillas, mientras ella le desanudaba el lazo de la bata. Con un beso lo empujó, obligándolo a recos-tarse. Cuando intentó incorporarse, ella negó con un gesto a la vez que le acariciaba el pecho y la cara. Él le mordisqueó las puntas de los dedos, y cuando trató de quitarse la ropa interior, ella volvió a ne-gar. De pie a su lado terminó de desvestirse. Desnuda, se arrodilló entre sus piernas y comenzó a reco-rrerle el cuerpo con besos lentos y húmedos. Él trató de acariciarla, pero ella le sujetó las manos sin dejar de besarlo. Abrió la boca para inspirar y las sensaciones le recorrieron la espalda. Ella lo desnu-dó, estiró su cuerpo sobre el de él felinamente y se incorporó para separar las piernas y acomodarse encima de él. La proximidad lo desesperó todavía más, e instintivamente levantó las caderas. Ella se apartó apenas y le besó los ojos, cerrándoselos. Luego descendió por toda su piel, despertándole sen-saciones que no sabía que existían. Conoció puntos de placer de su propio cuerpo que ignoraba, entre oleadas de goce angustioso. Por primera vez en su vida se dejó arrastrar, entregado a lo que ella deci-diera hacer de él. Lo llevó hasta el límite una, dos, quién sabe cuántas veces, hasta que la piel le dolió de deseo. Ahora lo estaba acariciando con todo el cuerpo, deslizándose por encima de él para permitir-le besarla. Bebió de su boca como un náufrago. La miró y sus ojos eran brasas; en la penumbra del salón, la luz del alumbrado público que entraba por la ventana daba a su cuerpo el brillo pálido de la plata. Sus besos le recorrieron el pecho y el abdomen hasta el bajo vientre. Sus labios y su lengua lo torturaron exquisitamente, y cuando creyó que ya no podría resistir el infierno de su boca, ella se in-corporó una vez más y, entonces sí, lo dejó penetrarla. No necesitó más; las sensaciones lo retorcieron en oleadas y en medio de su propio agónico placer sintió cómo ella vibraba a su unísono, estremecida en un orgasmo violento e interminable.
Cuando ella regresó, él descubrió que no le bastaba, y la hizo rodar sobre la alfombra. La sostuvo bajo su cuerpo que todavía temblaba de voluptuosidad y la besó, sorbiéndole la vida con el beso. Se hundió en ella otra vez. Había sido poseído, y ahora necesitaba poseer, sentirla entregada como él se había entregado. La dominó con su cuerpo y ella respondió ferozmente, abandonándose de una forma que él no había esperado. Se sintió aprisionar por sus piernas y en respuesta al mudo mensaje le mordió los pechos y ella gimió de placer. Esta vez, el orgasmo los atravesó como un rayo y, cuando trató de apartarse para no afligirla con su peso, ella lo retuvo, acurrucada debajo de él. El pulso le atronaba en los oídos. La miró a través de la penumbra y vio una perla diminuta brillarle en el rostro extático. Inclinó la cabeza para que ella no viera sus propios ojos, también húmedos.


Estaban a punto de dormirse y murmuró:
—Lamento tener que arrestarla, Madame.
—¿Bajo qué cargos? —preguntó Odette mientras se acomodaba en el hueco de su cuerpo.
—Asalto y corrupción contra un oficial de la policía —la recorrió entera con sus manos.
—Como no emplee la fuerza pública para detenerme...
—Eso intento —murmuró él, al tiempo que la abrazaba y se cubrían con las sábanas.


BUENOS AIRES, SÁBADO, DESPUÉS DE MEDIODÍA

—¡Carajo! ¡Les dije que pasaba algo raro!
—Pará, Mengele, calmate— el Tigre intentó hacer un gesto conciliador.
—¡Las pelotas! Llamó el tira. Desde afuera— Mengele giró para mirar a todos— ¡Coparon el edificio! ¡La cana! ¿Entendés? ¡La cana copó el edificio!
—¿Cómo mierda pasó? —El Brigadier entró, desencajado.
—Todavía no sabemos. Lo único que se sabe es que es la policía. El tira ordenó cortar todas las comu-nicaciones. Está tratando de meter gente de él adentro para ver quiénes son.
—¡Hijos de mil putas! ¡Nos traicionaron!
—No. Estoy seguro de que no. Esto viene de afuera. Nos metieron gente.
—¡Quiénes, la reputa que los parió! ¡Si tenemos gente en todos lados! Nunca se nos metió nadie, ¡NADIE!
—Tranquilizate. Ya le dije al tira que averigüen quiénes son. Los van a boletear tan pronto como puedan. No puede ser demasiada gente. Si no, se habría filtrado algo.
—¿Pero vos tenés sangre de pato, Mengele? ¿Nos hicieron mierda, y vos tan tranquilo?
—Estoy tratando de razonar. Todavía queda un montón de gente afuera. No nos pueden agarrar tan fácilmente. Había un montón de los nuestros afuera cuando cayeron ellos.
—Pero se cargaron a Jacques y Prévost...
—Tenemos gente que puede reemplazarlos. Hay que preparar las cosas con cuidado. Hablé con el viejo. Estuvo de acuerdo con el nombre. Ya pasó la orden.
—¿A quién quieren poner?
—Al Carnicero.
El Brigadier lo miró con los ojos entrecerrados.
—Quiero hablar con él. Saber qué mierda tiene pensado hacer para retomar el control.
—Está bien. Lo llamamos y listo.
—Listo, un carajo. Y no me pases más por encima con el viejo. ¿Te quedó claro, Mengele?
—Como el agua.


PARÍS, DOMINGO POR LA MAÑANA
Se despertó sin saber qué hora era. Manoteó el reloj de pulsera: las seis. De la mañana, supuso. El brazo derecho de Marcel la aprisionaba contra la cama. Se sorprendió pensando que había olvidado esa sensación maravillosa. Extrañamente, no sintió vergüenza. Se levantó de puntillas para no despertarlo. Se lo veía tan conmovedor. Lo besó suavemente y se vistió en silencio. Antes de irse, le dejó una notita en la almohada.


El teléfono sonaba insistentemente. Te odio, te odio, te odio. Casi arrancó el auricular.
—¡Odette!
Auguste, y la puta que te parió.
—¿Vas a venir a almorzar?
¿En qué siglo estamos?
—¡Odette! ¿Estás bien?
—Ya te oí.
—¿Vas a venir?
—Sí —cualquier cosa con tal de colgar.
Se duchó y se vistió como pudo. ¿Por qué mierda los autos no tienen piloto automático? Dormí tres horas; no hay derecho a hacerme esto.
El almuerzo familiar pasó como en una neblina. Los chicos, comunicativos como siempre, se encargaron de las relaciones públicas. Se dio cuenta de la cara malhumorada de su hermano y trató de pensar en el porqué. Había comido las tagliatelle y los zucchini pero había rechazado el pollo. ¿Sería por el pollo? Auguste era muy sensible respecto de su cocina.
Mientras lavaba los platos con Nadine, preguntó:
—¿Qué carajo le pasa?
—Está celoso como un turco —los ojos color miel de su cuñada chispearon divertidos.
—¿Otra vez te escapaste a Printemps sin pasarle un radiomensaje?
—No, esta vez no es por mí.
—¿Eh?
—Pura Cavalleria Rusticana. Te llamó anoche y no te encontró en tu casa. Más la marca en el cuello...
Mierda. No la había visto.
—Me voy a casa —anunció Odette mientras besaba la frente de su hermano.
Auguste la miró con gesto de patriarca ofendido.
—¿Te divertiste anoche?
Nadine lo fusiló con la mirada. Odette cerró los ojos y prefirió no responder. Auguste la persiguió hasta la puerta.
—Estaba preocupado, nada más. Podrías haber llamado.
—Sí, mamma.
—¡Por qué no te vas a la mierda!
—Ídem. Te quiero.
Entró en su casa quitándose la ropa. A dormir hasta mañana. Va a ser un día muy pesado. Ya estaba casi dormida cuando se envolvió en las sábanas y apagó la luz.
El teléfono de mierda otra vez. Ni siquiera podía alcanzarlo.
—Hola.
—¡Odette! ¿Dónde estabas?
—¡Auguste, por Dios! ¿Vas a dejarme en paz de una puta vez? —colgó furiosa, sin detenerse a pensar que la voz de su hermano sonaba ligeramente distinta. A la mierda. Quiero dormir.

Cuando se despertó y encontró la notita sobre la almohada, sintió un doloroso vacío en el estómago. ¿Por qué se había ido? Dio vueltas en la cama tratando de encontrar su perfume. Se había despertado pensando en hacerle el amor otra vez. Se sorprendió de sus propias palabras: hacerle el amor. Nunca pensé en esos términos al irme a la cama con alguien. Miró el reloj: las doce. Llamó desde la cama. Llamó, llamó y llamó hasta enfurecerse cada vez que oía la campanilla inútil del otro lado. Un sentimiento desagradable se le instaló en el pecho. A las cinco de la tarde volvió a llamar, notando que el Gauloise le temblaba en la mano. El “hola” del otro lado de la línea fue como bálsamo sobre una herida.
—¡Odette! ¿Dónde estabas?
La respuesta y fin de la comunicación terminaron de enloquecerlo.


No puedo creerlo. La puerta. Algún hijo de puta está llamando a la puerta. ¿Es que no hay un Dios en el cielo? Manoteó una bata y fue a abrir. ¡Stop, estúpida, estás dormida! No puede ser nadie de la familia. Tienen la clave de acceso.
—¿Quién? —preguntó de malhumor por el intercomunicador.
—Señora Marceau, soy Grégoire.
El portero. Espero que sea un incendio, por lo menos.
—¿Qué pasa? — ladró.
—Señora, un oficial de policía insiste en verla.
Grégoire vaciló. ¿Qué clase de broma es?
—Dice ser... —Una voz grave y masculina respondió al portero, sobresaltándola. No hizo falta que le dijeran de quién se trataba. —El teniente Dubois, señora.
Apoyó la frente contra la puerta. Abramos.
Marcel estaba detrás del viejo, que le obstruía el paso manteniéndolo cerca del ascensor. Era gracioso, el pobre Grégoire tratando de contener al Abominable Hombre de los Pirineos.
—Está bien, Grégoire. Déjelo pasar.
Marcel entró sin mirarla. Mientras cerraba la puerta, ella le preguntó:
—¿Por qué le dijiste que eras policía?
—No quería dejarme entrar —respondió él, mientras se quitaba el impermeable sin volverse—. Llamé desde abajo varias veces y, como no respondiste, le hice señas para que me abriera.
—Y lo intimidaste con la placa. ¿Trajiste orden de allanamiento? —se le acercó sonriendo al tiempo que se ajustaba la bata. Tengo tanto sueño... Dios, ¿no puedo reaccionar normalmente? Marcel la tomó del brazo con saña.
—¿Dónde estabas? —ladró.
—¡Eh, me duele!
—¡Dónde estabas! —le sujetó el otro brazo y la sacudió. Estaba pálido, los dientes apretados. La empujó contra el sofá. —¿Por qué tenías que irte esta mañana?

—¡Te dejé una nota!
—“Me voy a casa. O.” ¡Muchas gracias!
—¿Qué te pasa? —trató de levantarse, y él la forzó a sentarse otra vez.
—¡Te llamé! ¡Toda la mañana! ¡Toda la tarde! — le gritó, desencajado.
Ella lo midió, se levantó con calma y, cuando él trató de detenerla, se escurrió empujando el sofá. Ca-minó rápidamente hacia el pasillo de su dormitorio.
—Voy a vestirme —no se puede discutir semidesnuda con un hombre de tan mal humor.



Estuvo tras ella en tres zancadas, sosteniendo la puerta del dormitorio para que no la cerrara.
—Tengo que cambiarme de ropa —lo miró severa.
—Anoche no estabas tan recatada —la enfrentó con violencia contenida.
—La situación es diferente — idiota fanfarrón, debería meterte una bala en las pelotas por grosero. Mantuvo la calma —Salgo en un minuto.
Intentó cerrar otra vez, pero él se lo impidió, azotando la puerta contra la pared. Apoyado en el quicio de la puerta, Marcel recorrió el cuarto de una ojeada. La mirada se le volvió torva y la respiración pe-sada, mientras se le acercaba ominoso.
—Es un dormitorio espléndido.
Ella lo miró desconcertada.
—Un piso espléndido. Muy elegante. Muy caro. ¿Quién paga por esto? —estaba pegado a ella; podía sentir el calor de su cuerpo a través de la bata. —¿La puta de quién me llevé a la cama? —susurró sobre su boca mientras la apretaba en un abrazo brutal.
Trató de revolverse y soltarse pero Marcel la arrojó sobre la cama con tal facilidad que se asustó. Retrocedió, pero ya estaba sobre ella.
— ¡Basta! ¡Me estás lastimando!
—¿Con cuántos más, Odette? —él ya no la escuchaba —.Por eso estabas tan apurada por irte. Tenías una cita, pero, claro, anoche tuviste un desliz con el tipo equivocado —la tomó de los cabellos, aplastándola contra la cama con su cuerpo —¡Dios, qué estúpido! Yo te creí, ¡puta mentirosa! ¡Te hice el amor! —la voz se le quebró —.Te juro que te hice el amor... ¿Quién te esperaba?
La sujetó de las muñecas y le pasó los brazos por encima de la cabeza, con un movimiento brusco, mientras le ahogaba las palabras en la garganta con besos rabiosos y desgarradores. Le separó las piernas con una mano de hierro, ayudándose con la rodilla. En medio de su desesperación, Odette sintió que se desabrochaba la bragueta. ¡No me hagas esto, por favor! Quería gritarle que estaba terriblemente equivocado, pero él no dejaba de castigarla con besos llenos de furor. Lo sintió luchar para penetrarla. No, Marcel, con odio no... La arremetida la dejó sin aliento. Él levantó un momento el torso para abrirle la bata y desprenderse la camisa. Los botones saltaron por todas partes. Él le separó los brazos sin soltarla ni aminorar la furia con que se hundía en su carne. Con un gemido ronco ella trató de retorcerse y rechazarlo, pero el peso del hombre era demasiado. Intentó mover la pierna libre y él se la sujetó con crueldad, afirmándose más contra la cama. Lo oyó murmurar cosas terribles mientras la besaba y la poseía como un loco. Volvió la cara y lo miró a través de las lágrimas que le caían silenciosamente. Por qué, por Dios, por qué. Entonces, él la miró como si la viera por primera vez. Se sostuvo encima de ella con los brazos, inmóvil durante un largo momento.
—¡No llores, puta! ¡No me mientas! —susurró mientras ahogaba un sollozo. — ¡Te odio...! —le soltó los brazos, le tomó la cara y la besó desesperado.
No es cierto. Tu cuerpo me dice que no es cierto, y para mostrarle que nunca le había mentido, se ofreció a su locura. Lo sintió buscar sus pechos y se estremeció, arqueándose contra él, abierta y húmeda, entregada por su propia sensualidad, pero él cerró los ojos para no verla ni perdonarla; entonces ella habría querido gritarle: “Te odio, no quiero, te odio”, pero sólo podía abandonarse cada vez más a lo que él quisiera hacer de ella. No me dejes ahora. Lo sintió crecer en su interior y estallar. Ahora, ahora, ahora. El orgasmo la atravesó desde lo más profundo de sus entrañas hasta la base del cerebro. Te amo. ¿Por qué me hiciste esto? Cerró los ojos y más lágrimas le rodaron hasta las orejas.
El colchón se sacudió cuando él se levantó.
— No te vayas, no me dejes — ella le suplicó en un susurro y se acurrucó en la cama, incapaz de sentarse. Marcel estaba de pie junto a la cama, desencajado y con la mirada perdida, abrochándose la bragueta.
Mareada, se incorporó despacio al tiempo que trataba de recuperar el aire. Él buscó algo en sus bolsillos, sacó un puñado de billetes y los tiró sobre las sábanas, a la vez que la empujaba hacia el dinero.
—Esto incluye lo de anoche.
El portazo estalló en medio de sus sollozos.


Se dio cuenta de que lloraba mientras conducía de regreso a su casa. De lo que no se había dado cuenta era del exceso de velocidad, que un patrullero sí notó. Lo detuvieron y le hicieron la prueba de alco-hol. “Conduzca con cuidado, teniente”, dijo el suboficial, haciendo la venia. Estaba desquiciado. Dios, cómo pude ser tan boludo. Cómo pude creer que podría haber algo más. La rabia le pesaba en el pecho como un yunque. ¡Estúpido, estúpido! Volvió para encamarse con el otro, Massarino la pescó y se pelearon. Cuando respondió mis llamadas, me confundió con Massarino. Por eso me llamó "Auguste" y me mandó a la mierda.
Había salido como un loco para verla. Quería una explicación, hablar civilizadamente y decirle, civilizadamente, lo que pensaba de ella. Por lo menos, eso pensaba mientras le dolían las manos de aferrarse al volante. Encontrarla en bata era lo último que esperaba. Con cara de inocencia y haciéndole bromas. No supo qué fue lo que lo enfureció más: si el aire ofendido de ella al echarlo de su dormitorio, o el lugar mismo. Nunca había visto esa parte del piso; el cuarto era amplio, con muebles Art Déco que juraría eran originales, la chaise-longue delante del ventanal, la cama sólida y enorme, de maderas exquisitas. Atrás se entreveía el vestidor. No era el dormitorio ultrafemenino que había esperado de una mujer sola. Había cierto dejo de virilidad en el lugar, los colores, las maderas. Un dormitorio para un hombre y una mujer. Amantes. Cerró los ojos mientras se le oprimía cada vez más el pecho. La cama estaba revuelta. Se encamaron ahí, ¡ahí!... ¿El hijo de puta la estaba esperando?
Los celos lo cegaron. Quería poseerla para humillarla. “¿Anoche no tenías quién te calentara la cama, puta? ¿Por eso te quedaste?” le había gritado, loco de rabia, dolor y celos. No fue sino hasta que vio sus lágrimas silenciosas que tomó conciencia del daño que le estaba causando. Parecía tan... inocente. Por un instante le creyó, cuando en medio de su furia desesperada cayó en la cuenta de que ella se había abandonado a él. Como anoche. Dios, ojalá fuera cierto. Ojalá tu cuerpo no mintiera tan bien. La besó como un condenado a muerte y ella le respondió. La sintió fundirse en su boca y alrededor de su sexo y estuvo a punto de creerle. “Zorra, no mientas", aulló para no gritarle te odio, te amo, te odio. Se vació en ella con furor, mordiéndose para no gritarle que era suya y que quería morirse allí mismo para no matarla. Cuando la oyó suplicarle indefensa, se despegó de su cuerpo con violencia. Quería que sufriera como él sufría, así que le arrojó los billetes a la cara. Mientras manoteaba el picaporte la oyó llorar. Salió temblando de coraje, porque si se quedaba iba a cometer una locura.