POLICIAL ARGENTINO: 18 abr 2011

lunes, 18 de abril de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 17





;París, sábado por la noche

Odette bajó del auto en diagonal a la puerta despintada que se abría a unas escaleras mal iluminadas. Meyer estaba fuera de la ciudad y por lo tanto no quedaba nadie más que ella misma para ocuparse.
Además, Meyer no da el phisique du rôle, se había reído mientras se maquillaba los ojos con trazos gruesos y purpurina. El trabajito tenía sus riesgos: chicas y macrós(1) eran muy territoriales y ella era una “nueva” e “independiente”, que debía andar con cuidado para no terminar con una buena paliza encima por callejear donde no debía. Con todo, era más fácil ser una más de tantas que buscar información en traje sastre y placa en mano.
En sus excursiones anteriores había averiguado que  Anouk/Sulamit no hacía la calle en el sentido estricto: lo mismo que el resto de las chicas del Nene Rimbaud, sólo iba a domicilio. Las demás les tenían algo de envidia: “No se cagan de frío ni hacen pipes(2) de rodillas en un auto: esas sí que tienen suerte.”  Si supieran lo peligrosos que son los clientes del Nene no estarían tan  envidiosas.
Metió la mano en el bolso y tanteó el frío tranquilizador de la reglamentaria. Sólo por precaución, se había dicho y había metido dos cargadores. Debajo del tapado marrón gastado y sin forma, asomaba la ropa ad hoc: suficientemente vulgar como para hacer creíble su papel y no tan llamativa como para que la recordaran. Alguien de mi tamaño puede pasar desapercibida si se lo propone.
Un bocinazo corto y unas luces trataron de llamar su atención y prefirió no darse por enterada. De nuevo las luces. Lanzó un vistazo por encima del hombro y negó con la cabeza en un gesto cansado. Un zumbidito le dijo que se estaba abriendo la ventanilla. Este tipo se está poniendo pesado.
— Busco algo muy especial— dijeron desde dentro a media voz.
—Terminé por hoy.
— Muy especial. Pago bien.
— Otro día—  le dedicó una sonrisita forzada a los vidrios polarizados sin prestar más atención y apretó el paso.
— Me gusta tu tipo. Cinco mil.
La suma la hizo respingar. Mierda, bastante más de un tercio de mi sueldo. Ninguna chica de este barrio cobra tanto por un “trabajito”. ¿De dónde salió este chiflado?
El auto aceleró.  El cristal zumbó otra vez, dejando una rendija algo más amplia.
— Vamos, nena. Deberías estar agradecida por la oferta.
La frase y la voz le hicieron correr un escalofrío por la espalda. ¿Dónde la escuché antes? Cruzó la avenida mientras el tipo seguía hablando y aterrizó frente a la puerta que había estado vigilando todas esas noches. Se alejó rabiosa, insultando al idiota y dobló en la esquina. Sólo se dio cuenta de que corría cuando al refugiarse en un portal oscuro, le faltaba el aliento y le temblaban sospechosamente las piernas. No corrí tanto... Carajo, ese tipo me asustó. ¿Qué era lo que le había provocado tanto temor? Se esforzó por evocar la voz y lo que esa voz había dicho. “Deberías estar agradecida...” Qué frase tan estúpida. Y yo más estúpida que la frase. Sin embargo, se dijo que era hora de volver a casa, aunque fuera nada más que por prudencia.

 Hotel de Milán, sábado por la noche
Marcel salió del ascensor en el piso de su habitación y el dejo de perfume todavía flotaba en el pasillo. A medida que se acercaba al cuarto, el perfume se acentuó, poniéndolo en guardia. Sacó la Beretta del bolso de mano, le quitó el seguro y abrió: el perfume se había hecho ubicuo. Cerró la puerta sin encender las luces y dejó el bolso en el suelo alfombrado, repasando mentalmente el plano de la suite. Avanzó y encendió todas las luces con el arma amartillada: Alessandra Giuliani esperaba sentada en uno de los silloncitos junto al ventanal.
— Llega tarde.
— No esperaba comité de recepción — dijo, y sin guardar la Beretta, fue hasta el baño y lo revisó.
— Vine sola — aclaró ella desde el sillón.
— ¿Viene o la envían?
— Si deja de apuntarme...
— No veo porqué debería hacerlo — respondió al tiempo que sacaba del bolso el detector de campos y escaneaba a la mujer y el cuarto. Se sentó en el sillón frente a ella con el arma sobre las rodillas.
— ¿Siempre es así de desagradable? ¿También con Sonja?
— Sonja avisa antes de venir.
— No siempre.
— Pues yo prefiero que lo hagan.
— No creo que Sonja continúe viniendo.
— ¿Dejó de interesarse en mí? — bromeó.
— Ella dejó de ser interesante.
Carajo, qué le pasó a Sonja. Puso cara de póker y continuó con el juego.
— Aún no respondió. ¿Quién la envía?
— Ah, eso— ella se encogió de hombros —.  Vine por iniciativa personal — lo miró directo a los ojos.
— Supongo que Ruggieri no tiene nada que ver con su iniciativa.
— Ni siquiera sabe que estoy aquí.
— ...porque de otro modo, se pondría furioso.
— No por los motivos que usted cree, Delbosco.
— No me diga que es de esa clase de tipos que mandan a la amante a seducir a sus posibles socios. Si es así, aclárele que no me gusta compartir.
Alessandra le disparó una mirada verde y fría.
— No soy la amante de Ruggieri: soy la hermana. Y tiene razón: es posible que Massimo intentara alguna maniobra con usted y conmigo, si le conviniera. Ya lo hizo otras veces— torció la boca perfectamente maquillada en una mueca de disgusto.
— Oh, pobrecita. Usted es una víctima.
— Piense lo que quiera, Delbosco. Sí soy una víctima de mi hermano pero me harté de que me use.
Marcel se reclinó contra el respaldo. Muy buena actuación, preciosura. La mujer dedujo correctamente lo irónico de su mirada y continuó en tono áspero.
— No pasó un día de mi vida durante el que Massimo no me usara. Ahora se acabó: ya no quiero hacer la puta para otros. Me usó con el viejo Contardi, me usó con PierAndrea y con el otro imbécil de su socio de BCB, Santorini. Bien, a partir de ahora trabajo para mí— los ojos le llamearon.
Así que el viejo se divertía en la oficina. Parece que no tenía problemas de próstata.
— ¿Y de qué forma piensa hacerlo?
— No me diga que tiene escrúpulos. Aceptó el trato que Massimo le propuso respecto de la vieja, ¿o me equivoco?
Sonrió de costado y se metió la Beretta en el cinturón después de ponerle el seguro.
— Bien, señora víctima. ¿Cuál es su oferta?
Alessandra se acercó y apoyó ambas manos sobre los brazos del sillón. El perfume lo envolvió y la luz de la lámpara se filtró a través de la cortina de pelo rubio.
— Buena, muy buena: el negocio sólo para usted. Sin intermediarios de ninguna clase.
El corazón de Marcel dio un saltito. ¿Habla en serio? ¿Cuánto puede saber de las operaciones de Ruggieri?
— ¿Puede llegar en forma directa al proveedor?
— Puedo decirle quién es y cómo llegar. No hay grandes directores para las secretarias: conozco todos los llamados, todos los contactos.
— Creí que Ruggieri había dicho que usted era la secretaria sólo de la señora Contardi-Bozzi.
— Para BCB, sí. Pero fuera de BCB me ocupo de los asuntos privados de Massimo. Usted, por ejemplo.
— ¿Por qué yo y no los otros?— él se inclinó hacia adelante y quedaron a dos centímetros uno del otro— ¿Quién me asegura que usted no está jugando este juego en varios frentes a la vez?
— Investigué sus antecedentes, lo mismo que los de los otros contactos de mi hermano. Usted es el mejor candidato: no se droga, es discreto, trabaja solo, habla poco y va al grano en todo lo que hace — una mano delgada y suave le subió por el muslo— Invíteme a comer, tengo hambre.
— ¿Y dejarme ver por ahí con usted? Ni loco. Si tiene hambre le pido un sandwich aquí en la habitación.
— Además, tacaño.
— No, señora: precavido. No tengo idea de si miente o dice la verdad, o si me está probando y en ese caso con qué fines.
— Ya me revisó: no traigo mics ni grabadores. ¿Aún desconfía de mí? ¿Le parezco tan peligrosa que no quiere aparecer conmigo en público?
—  Sí a todo. Si no quiere comer, hablemos de trabajo. ¿Cuál es su precio, señora? No hace esto gratis.
Ella no retiró la mano.
— BCB. La quiero para mí — los ojos verdes relumbraron.
— Pudo haberla conseguido con el viejo Contardi— la azuzó, y ella no pudo evitar que la contrariedad le endureciera el rostro.
— Mientras vivió ese viejo de mierda nadie se hubiera atrevido a nada, ni siquiera Massimo.
— Pero ahora las cosas cambiaron…
— La vieja está buscando a su nieto.
Una alarma se le encendió en la cabeza: esta zorra es de cuidado. Ella continuó.
— No tiene a nadie más en el mundo y esa búsqueda es la única razón por la cual la vieja se niega a vender. Pero si el nieto no existe o... — ella hizo una pausa significativa.
—...deja de existir... — Marcel acotó con sonrisa fría y ella le devolvió la misma mueca desagradable—, entonces la vieja ya no tendrá motivos para conservar BCB.
— Empezamos a entendernos — ella le rozó los labios con la punta de la lengua y esta vez él le sostuvo la cara y se la apartó con delicadeza, preguntándole:
— Vuelvo sobre el punto que más me preocupa: ¿por qué yo y no otro?
Alessandra lo miró largamente a los ojos antes de besarlo con la boca abierta.
— Intuición.
— Intuye demasiadas cosas acerca de mí. ¿Por qué razón usted debería agradarme?
— Le agrado — afirmó ella, sentándosele sobre las rodillas.
— Y me agrada tomar la iniciativa. Soy anticuado: no me drogo, soy discreto y trabajo solo.
— Y por supuesto, no hace excepciones con nada ni con nadie. Es un hombre virtuoso— terminó de acomodársele, una pierna a cada lado de las suyas. Podía sentir el calor de su piel a través de los pantalones. 
— Sólo dígame porqué hace esto. Puedo aceptar sin que necesite convencerme de esta forma. Usted misma dijo que estaba harta de prostituirse.
—No me estoy vendiendo, Delbosco — irritada, le tomó la cara entre las manos con brusquedad — ¿Le es tan difícil entender que además, me gusta? Por primera vez en mi vida — respiraba tan cerca de él que lo empujaba con cada inspiración —, seré libre de vivir como quiera y de elegir hacer lo que me venga en gana. Si voy a hacer la puta, será para mí, porque yo quiero o me conviene, no porque me obliguen. Te elegí para lo que quiero hacer — comenzó a tutearlo —,¿vas a rechazarme?
— No creo que me lo permitas...
— No.
****
— Tengo que irme — Alessandra saltó de la cama y comenzó a vestirse a la carrera.
Marcel mantuvo un silencio neutral y encendió un Gauloise.
— ¿No vas a preguntar a dónde voy?
Él negó con la cabeza antes de hablar.
— No hago preguntas ni las respondo.
— Un auténtico duro Alessandra sonrió y le dio un beso leve—  ¿Nos vemos hoy?
— No — le devolvió el beso. Ella iba a replicar y él le tomó la barbilla —.Lo dije en serio: sin preguntas. Aclaremos las cosas en este mismo minuto: somos socios sólo en esta operación: las armas son mías, BCB es tuya. La pasamos bien. Trabajo solo.
Los ojos verdes esbozaron una mirada de respeto.
— Si el lunes estás en Milán ... disponible... puedo pasarte información.
— Nada por escrito o que deje rastro. No quiero que te involucren en nada de lo que yo haga.
— ¿Te preocupo? — Alessandra tragó saliva.
— Cuido a mis contactos— la besó suavemente en la boca y ella se le colgó del cuello— Se te hace tarde.
Apagó la luz pero no pudo dormir; se sentía una escoria de la peor calaña y fumó rabioso hasta casi terminar el paquete. Involucrarse con la tipa que tenía pensado asesinar a Valentina Contardi-Bozzi y a Marcel Dubois era lo último que hubiera querido en la vida, y esa tipa acababa de levantarse de su cama. Sintió asco de sí mismo: no quería pensar en las consecuencias. En Odette.

Milán,   Palazzo Bozzi, domingo por la noche

Valentina estaba a punto de meterse en la cama cuando escuchó el sonido amortiguado del timbre de la puerta principal. Oyó a un irritado Guglielmo replicar en tono bajo y finalmente oyó la voz que la hizo salir al corredor y asomarse a la barandilla.
Creyó que el corazón le saldría por la boca al verlo: la apostura altiva, la misma altura o quizás más; la forma de plantar la cabeza y mirar a su alrededor. Se aferró al pasamanos con ambas manos. Mio Dio, ¡cuánto se le parece! Él levantó los ojos hacia ella y vaciló un segundo; luego, entregó algo a Guglielmo, que negaba con la cabeza.
— No me haga pasar si no quiere, pero alcáncele estos documentos a la signora Valentina. Esperaré afuera — dio media vuelta y salió.
No le dio tiempo a Guglielmo a subir; bajó y tomó lo que el mayordomo traía: identificación personal, credenciales y la placa de la PDP que decían que el hombre a su puerta era Marcel Dubois.

****
El mayordomo abrió la puerta y lo hizo pasar sin mirarlo a los ojos.
— Muchas gracias.
 Signore...—  murmuró Guglielmo, algo compungido.
— Está bien, se ve que Ud. la cuida mucho. Hace bien.
— Sí,  signore.  Venga por aquí — lo llevó a un salón grande.
Sin que se lo pidiera, Guglielmo le trajo un cenicero. No sabía si encender un cigarrillo cuando Valentina entró, envuelta en una bata apenas grande para ella. Su fragilidad lo conmovió. Sin hablar, ella le tendió las credenciales y el pasaporte.
 — Esos documentos son auténticos— casi tartamudeó . Soy... oficial de policía de la Prefectura de París, estoy trabajando encubierto en Milán, detrás de Ruggieri. Nunca imaginé que él tendría algo que ver con BCB — Bueno, ya lo dije. Tratemos de mantener la compostura, viejo.
— Entonces...— ella hizo una pausa —, las fotos...
— Era yo, por supuesto.
— ¿Sabe Ud. quién soy?— preguntó la anciana.
Abrió la boca y se le acabaron la seguridad y el autocontrol. Pronunció las palabras a media voz:
— Mi... abuela.
Desvió la mirada y se volvió para encender un Gauloise.
— Te le pareces tanto... — ella lo tuteó y las mismas palabras de treinta años atrás lo hicieron girar en redondo.
— ¿A quién?
— A tu abuelo, Marcello Contardi.
— Mi madre decía que me parecía a mi padre.
— Si te viera ahora, me daría la razón.
La nicotina le dio coraje. Lastimar a una anciana era una bajeza, pero él necesitaba conocer la verdad.
— ¿Por qué no respondieron cuando les escribí? Cuando mamá se enfermó, yo traté... escribí varias veces... nunca tuve respuesta. Cuando murió yo pensé que ustedes me responderían.
Valentina fue hasta un secretaire y sacó un fajo de sobres manoseados. Reconocer su propia caligrafía fue un golpe que no esperaba. Las cartas que había escrito a unos abuelos que no conocía y que detestaba, para informarles que su única hija había muerto de cáncer a los treinta y ocho años. Los sobres estaban rotos y faltaba el remitente.
— Marcello ocultó esas cartas... Supe que las habías enviado más de un año después de la muerte de Constanza... Las encontré por casualidad. No podía buscarte. No sé... cómo pedirte perdón... por haberlos abandonado, a tí y a tu madre... Dios sabe que no quise hacerlo...— contuvo un sollozo.
La miró con dolorosa atención: alguna vez había sido muy hermosa porque los resabios de aquella belleza todavía se le intuían en las facciones nobles, heridas por años del dolor que le quebraba la mirada. No sintió la lágrima que le rodaba por la cara hasta que ella la detuvo en su camino hasta el mentón.
Reparó en esas manos largas, de dedos finos y uñas rosadas, arrugadas aunque, asombrosamente, sin las manchas típicas de la edad. Manos de hada como las de mamá. Las tomó entre las suyas, demasiado grandes para esas otras tan frágiles, y acarició los dedos uno por uno, como lo hacía con Constanza.
— Tu mamá hacía lo mismo cuando era pequeña. Yo la abrazaba y ella me acariciaba los dedos hasta que se quedaba dormida.
Si le quedaba algo de escarcha en el alma, las palabras de su abuela terminaron de derretirla. Le besó las manos sin poder hablar, con las emociones brotándole de los ojos. Tiene que ser verdad. Debe haberla amado. Debe haber sufrido mucho.
— Tengo tantas cosas que decirte...— murmuró Valentina y él asintió.
Anch’ io...— "Yo también". La abrazó y se sentaron juntos a contarse sus vidas.



(1) alcahuetes
(2) fellatio