POLICIAL ARGENTINO: 7 sept 2008

domingo, 7 de septiembre de 2008

La dama es policía - Capítulo 11


Prefectura de Policía de París
PARÍS, 1981
—¿Dónde está Marceau? — el aullido del teniente Massarino se escuchó desde el interior del despacho de SaintClaire, que no tuvo que molestarse en abrir para ver qué pasaba: la puerta del despacho se azotó y Massarino entró furioso.
—Olvidó golpear, teniente — dijo SaintClaire en tono exageradamente medido.
—Tenemos que hablar — respondió Massarino, agarrando a Jean-Luc por el hombro—. Disculpe, comisario.
—Más tarde, Massarino —respondió Jean-Luc, girando a medias el sillón.
—Voy a romperte la cara acá o afuera, así que mejor salimos.
—Teniente, salga y cálmese — dijo SaintClaire con severidad. Lo último que necesitaba era que esos dos percherones se enfrentaran a golpes en su despacho. Acababan de pintarlo, y era el dinero de la Prefectura. Nada de gastos extra.
—Después de golpearlo, señor, voy a estar muy calmado.
SaintClaire se preguntó qué podría haber llevado a Massarino a ese estado de descontrol. Estaba trabajando junto con Jean-Luc en un caso, y sabía que el inspector se cuidaba de imponer sus teorías sin escuchar antes a sus subalternos. No podía ser eso, entonces...
—¿Qué estuviste haciendo anoche en mi casa?— ladró Massarino.
Ah, era eso. SaintClaire se acomodó en el sillón. Jean-Luc sonreía beatíficamente. Massarino estaba a punto de perder el control.
—¡Tuve que enterarme por Marguerite esta mañana! ¡Qué clase de compañero tengo! ¡Invito a mi superior a mi casa, a compartir mi familia, y el cerdo termina en la cama con mi hermana!
—Tu hermana va a casarse conmigo —le respondió Jean-Luc con parsimonia.
—¡Odette es una mocosa!
—Ninguna mujer de más de nueve años es una mocosa — retrucó Jean-Luc sonriéndole a SaintClaire, que lo miró con expresión de “a mí no me metas”.
Esto pasa por aceptar italianos, carajo. El honor, la familia, la hermana, la Cavalleria Rusticana, y ahora tengo a dos buenos oficiales a punto de matarse en mi oficina. Y está recién pintada. Mierda.
—¡Grandísimo hijo de...!
—Tu hermana y yo salimos desde hace un año — interrumpió Jean-Luc.
—¡Cómo pude ser tan estúpido! ¡Yo creí que eras una buena persona!
— Bueno, tu hermana y tus padres opinan eso. Aunque también creen eso de ciertos oficiales jóvenes y un poco arrebatados —énarcó una ceja —.Y como tengo que darles crédito, quiero pedirte que seas mi testigo.
Para tranquilidad de SaintClaire, Massarino se sentó, aturdido por el giro que estaban tomando las cosas.
—No tengo familia. Fuiste el primero en quien pensé.
—Testigo...
—Ajá...
SaintClaire se levantó y los palmeó en el hombro.
—Felicitaciones, inspector. Felicitaciones, teniente. Nos gustan las familias. —Todo terminó bien. Aunque la mirada de Jean-Luc le avisó que el inspector no pensaba abandonar el campo de batalla sin devolver las atenciones.
—Auguste, cuando tengas un minuto, podrías explicarle al comisario por qué te encanta perder tanto de tu tiempo libre en la puerta de su casa. Nadine, la segunda, ¿verdad?
—La tercera. Massarino, ¿a qué se refiere Marceau? — SaintClaire frunció el ceño.
—Traidor... — farfulló el teniente.
—Te dejo en buenas manos — Jean-Luc abandonó el despacho. SaintClaire hubiera jurado que el inspector aguantaba la risa hasta salir de allí, mientras dejaba que Wellington invitara a Napoleón después de Waterloo, a tomar asiento.


Amalric Mathieu como Jean-Dominique Bauby, en la película "La escafandra y la mariposa"
Más sobre sindrome de locked-in: Alis - Asociación del Síndrome de Locked-In (en francés e inglés)

PARÍS, FINES DE SEPTIEMBRE DE 1996
Tropezó con las fotos mientras rebuscaba en el interminable revoltijo de papeles de su escritorio de casa. El dolor seguía agazapado ahí, esperando para tirarle el zarpazo. Auguste se mordió el labio hasta que sintió sangre, para no llorar. Dos años. La felicidad había durado dos años y después, la nada. El horror de esa nada agónica en que había quedado convertido Jean-Luc. La espera diaria por el milagro que jamás ocurriría. El sabor de la desesperación y la impotencia. No tuvo el coraje de seguir viéndolo cuando el deterioro físico fue más que evidente. No podía contener las lágrimas: apenas hablar por teléfono con Calogero. Sabía que Odette no lo abandonaría. Que ella sí creía ciega e irracionalmente en ese milagro inasequible. Sabía también que ella sabía que era una mentira construida por su mente para seguir adelante porque, entre las sondas y los catéteres que mantenían eso que había sido un ser humano al borde de la vida, ella veía todavía al hombre al que amaba. Afortunadamente, pensaba Auguste, los períodos de lucidez de Jean-Luc eran cada vez más cortos. Afortunadamente, y sin que su hermana lo supiera, había logrado que los médicos recetaran morfina, que Calogero inyectaba en los catéteres, junto con el resto de las prescripciones.
Guardó las fotos de cualquier manera en el último cajón, como si el esconderlas pudiera exorcisar los recuerdos. Cómo, si todavía los tenía a flor de piel y le daban escalofríos. La noche en que Jean-Luc murió, él estaba en el Quai, empantanado en una pila de informes por terminar. Entró un radio de un patrullero que cumplía con el recorrido habitual, informando sobre un posible suicida en el puente de L'Alma. La identificación positiva por parte de los suboficiales de ronda lo hizo salir como alma que lleva el diablo, sin impermeable y sin placa. Nunca pudo recordar cómo llegó hasta el puente. Seguramente violando todas las normas del tránsito.
—Acérquese despacio, capitán. No sabemos qué es lo que va a hacer.
Despacio una mierda. Corrió a abrazar a Odette, que miraba ciegamente el río, sentada descalza en el parapeto.
—¿Qué pasa, Cisne? —como cuando eran chicos.
—¿Sabías que una vez hicimos el amor en este puente? —Estaba desvariando, no podía ser otra cosa, estaba seguro.
—Bambina... — le acarició el pelo mientras se aseguraba de tenerla sujeta.
—Scaramouche — ella sonrió débilmente mientras se volvía hacia el río otra vez.
Auguste hizo señas al patrullero para que se retirara.
—Está bien— les gritó —. Un poco alterada, pero no pasa nada — cualquier cosa con tal que los dejaran solos.
—Se despertó para mirarme y sonrió.
No era posible. Era una ilusión creada por la desesperación misma.
—Me sonrió, lo abracé y murió.
—Vamos a casa.




CAPO CALAVÀ, FINES DE SEPTIEMBRE DE 1996
Lola acarició la cabeza de su hija mientras se asoleaban en la terraza del villino de Capo Calavà. Medio adormilada por el sol tibio del otoño siciliano, Odette sonrió al tiempo que frotaba su mejilla contra la mano de su madre. Lola suspiró. Cuando Auguste se entere, pondrá el grito en el cielo. Y ella se habrá salido con la suya. Lo normal.
—¿Le avisaste a tu hermano?
—Se lo encargué a Marguerite. No te preocupes, mamá. Tan pronto como tenga los papeles, vuelvo a París.
Pobre Auguste, siempre el último en enterarse, pensó Lola, sonriendo para sí. Caballero andante de brillante armadura, empeñado en proteger damiselas renuentes a ser protegidas. Odette reaccionaba como un basilisco ante el intervencionismo fraternal. Siempre había sido así: desde chicos, cada vez que Auguste había intentado tomarse seriamente su papel de hermano mayor, el Cisne se había escurrido en forma invariable, aunque se hubiera metido en problemas. “Puedo hacerlo sola”, era el eterno argumento contra el “Quiero ayudar”. No importaba que fuera un rompecabezas complicado o un compañero del Liceo demasiado afectuoso, aunque Auguste se las arreglara, en estos últimos casos, para cuidar a su hermana a espaldas de ella. Lola siempre había sospechado que Odette lo dejaba hacer en los casos en que le convenía que el oso de su hermano mayor hiciera su entrada triunfal como protector de doncellas en desgracia. Prueba de ello había sido el noviazgo con Jean-Luc: Auguste no se enteró de nada hasta que estuvieron a punto de casarse.
Lo mismo cuando Odette ingresó en la Policía, después de enviudar. Auguste había hecho un escándalo, se había peleado con Nadine y había amenazado a su hermana con encerrarla hasta que se le pasara la locura temporal que la había atacado. Ella se limitó a decirle con calma que no le estaba pidiendo permiso sino comunicándole una decisión. Auguste incluso intentó robar el expediente de admisión, lo que casi le costó que lo degradaran, si su suegro no hubiera intervenido para pacificar la situación y salvarle el cuello. Lola y Franco viajaron a París ante el pedido de refuerzos de su hijo, que veía que las cosas se le escapaban de las manos. Lola sonrió al recordar la expresión del viejo SaintClaire, en medio del simposio familiar en que había degenerado la cuestión, murmurando: “Estos italianos...”. Franco estuvo a punto de ofenderse, Nadine acusó llorando a Auguste de retrógrado y machista, y SaintClaire no sabía cómo disculparse con sus consuegros. Por fin, cuando se calmaron los ánimos, descubrieron que Odette se había ido. Regresó dos horas más tarde, con expresión plácida: había ido a firmar los papeles de la admisión. Auguste decidió cambiar de táctica.
—Odette, por favor, sólo queremos ayudarte.
—Soy mayor de edad.
—No tiene nada que ver con la edad —su hijo mostraba una ecuanimidad que estaba lejos de sentir —.Todos te queremos y queremos cuidarte.
—Yo también los quiero. Es simplemente un trabajo, como cualquier otro. Tengo que vivir de algo.
—¡No! — Auguste golpeó la mesa con el puño—. ¿No fuiste a la universidad? ¿Para qué estudiaste? ¿Qué carajo vas a hacer en la policía? — A la mierda la ecuanimidad.
Odette se sentó y se sirvió un café y cuando levantó la vista, Lola supo que su hija iba a ganarle otra partida al hermano.
—Esta conversación me recuerda a otra parecida, entre un abogado joven y muy prometedor, y sus padres — .Jaque.
Auguste se quedó sin argumentos. Miró consternado a cada uno de los presentes. Su suegro —que no se había atrevido a confesarle que era él quien había aceptado la solicitud de Odette— estaba muy ocupado armando una pipa. Nadine lo miraba con expresión triunfal. Buscó apoyo en el último baluarte que le quedaba, pero Franco, encogiéndose de hombros muy a la napolitana, dijo:
—Siempre hizo lo que quiso. No va a cambiar ahora.
Auguste ni siquiera pensó en consultar a su madre. Con los brazos en jarras se volvió hacia su hermana, tratando de hacer una salida honorable.
—No quiero que sepan que somos hermanos.
—Yo tampoco. Me admitieron como Marceau —.Jaque mate.
Y, con todo, Auguste continuó protegiendo como podía a su hermana. Contaba con la ayuda incondicional de Marguerite, que había decidido quedarse con los "chicos" cuando ella y Franco volvieron a Italia. Odette había insistido en que su padre aceptara el puesto de régisseur de la Ópera de Palermo, que le había sido ofrecido varias veces. “¡Qué mejor culminación de tu carrera! Quizás hasta podrías convencer a mamá de que vuelva a escena”, le dijo. Franco estaba feliz con el desafío del puesto. Con sus hijos casados, deseaba emprender algo nuevo.

Pas de deux del balcón de "Romeo y Julieta"

Mi dulce Franco, tan conmovedoramente napolitano. Tan enamorado de la vida, pensó Lola y sonrió. Ni la guerra, ni la infancia en la miseria, ni la muerte prematura de Vita le habían oscurecido el corazón. Sí, a lo sumo, exacerbado el ansia de vivir cada minuto de la vida, bebiéndosela a grandes tragos. Siempre la había arrastrado en sus bríos, hasta cuando bailaban. Por eso ella había elegido abandonar el escenario cuando su marido se había retirado. ¿Con quién podría sentir tan vívidamente las dulces ficciones de las coreografías? Franco le había enseñado a gozar de la danza no solamente como placer estético o disciplina artística. No era eso lo que importaba: cuando bailaban, eran de veras los protagonistas de cada historia. Su amor no se limitaba únicamente a las bambalinas: subía con ellos a escena y creaba la magia que los había hecho inolvidables. Podría no ser un bailarín tan acrobático como los rusos o tan disciplinado como los británicos, pero la pasión que le brotaba por los poros se transmitía al público, electrizándolo. Si Shakespeare y Prokofiev lo hubieran visto bailar, se habrían dado cuenta de que nunca fue más auténtico un Romeo. Franco era único, su amor era único y sería su único partenaire durante el resto de sus vidas.
Sólo la tragedia de su hija había opacado ese ímpetu maravilloso. La agonía de Jean-Luc les había cambiado la vida a todos. Después de su muerte, con Odette en Capo Calavà, Franco había intentado que su hija se quedara a vivir con ellos, pero al cabo de dos meses ella quiso regresar a París. “¿Estarás bien?”, le preguntó el padre, y Odette le mintió diciéndole que sí.
Lola se sentía impotente para penetrar el caparazón en que se había recluido voluntariamente Odette. Con un dolor que la consumía vio cómo su hija se transformaba, lenta pero inexorablemente. Quizás esa forma de ser siempre había estado allí, latente, acechando el momento para salir a la luz. Auguste era transparente, abierto e inocente como su padre, y precisamente esas cualidades muchas veces le causaban dolores innecesarios. Odette, en cambio, era más sombría, más reconcentrada, con una violencia interior severamente contenida, que Lola alcanzaba a entrever en algunas actitudes de su hija. Aun cuando todavía era una estudiante despreocupada, había en ella esa intensidad en los sentimientos que se manifestaba en la pasión desaforada con que emprendía todo lo que hacía. Había amado apasionadamente y ahora sufría igualmente apasionada, pero ese mismo fuego le había convertido la sangre en veneno. Lo veía en sus ojos, antes brillantes de alegría, ahora carbones encendidos por la furia sorda e impotente que le oprimía el pecho.
Odette nunca había podido engañarla. Tu padre y tu hermano podrán no verlo, o no querer verlo, pero te llevé en mis entrañas y yo sí sé lo que hay en tu corazón. Sabía que su hija no descansaría hasta vengar —sí, vengar, aunque me duela— la muerte de Jean-Luc. Una vez, una sola, Lola se había atrevido a preguntarle por qué se lastimaba de esa forma. Odette la miró como si quisiera ahogarse en sus ojos. “No lo sé. Lo llevo en las venas, en las entrañas. Es más fuerte que yo”, respondió en un momento terrible de desnuda debilidad. Es esta tierra, se lleva en la sangre. Se habían abrazado durante mucho tiempo, sin hablar, dejando que la piel transmitiera esas sensaciones que no pueden describirse con palabras. Te entiendo, hija, te amo y te acepto. Desearía que no sufrieras tanto, nada más. Pudo entonces verla en su real dimensión y darse cuenta de que Odette había madurado de la forma más dura posible, porque la vida no le había dejado oportunidad. Había perdido de un solo golpe el halo maravilloso de la juventud. Y si los años no la habían tocado, le habían dado a cambio la belleza sombría y terrible de una tragedia griega. Entonces Lola lloró por su pequeño, dulce e inocente Cisne, muerto y enterrado en la tumba de un policía.



Mariolino Varza enfocó los binoculares disimuladamente. En la reposera vecina, Beatrice se bronceaba el cuerpo de modelo, provocando a los guardaespaldas. Que provoque. Ninguno se atrevería a tocarle ni un pelo de la cabeza, aunque ella se les tirara encima desnuda. ¡Ah! Ahí está. Apretó los labios, inspirando para desatar el nudo que la excitación le había atado en la garganta. Tomaba sol con un pantaloncito viejo de jean desprendido y el corpiño de encaje. ¿Qué era lo que lo atraía de esa mujer? Eso. “Mujer” era la palabra. Con todas las letras. No solamente "hembra". Para hembra, tenía a Beatrice, la belleza romana que era la envidia de sus amigos. Beatrice, que se aburría ostentosamente fuera de su círculo social, y elegantemente dentro de él; que no podía comprender a la familia ni la forma de vida que ésta llevaba en la isla. Por fortuna, él estaba a cargo de los negocios y vivían alternadamente en Roma y en Milán, lo cual era muy conveniente para evitar los roces entre su mujer y el resto de sus parientes salvo su madre, tan afecta al jet set como Beatrice. Se había casado enamorado, pero la pasión no alcanzaba a convertirse en amor, y ya había perdido la esperanza de que eso sucediera algún día.
Ah, ahora se levantó. Volvió a tragar saliva. Orgullosa, había enfrentado a los hombres de la familia: su abuelo, su padre, sus hermanos y él mismo. Vestida de negro, con un único anillo de oro en la izquierda y la alianza del marido muerto descansando sobre el pecho, colgada de una cadena. No necesitaba más adornos. Ella se bastaba; sus ojos eran joyas suficientes. Los había mirado uno a uno, congelándolos, manteniéndolos a distancia. “No estoy en venta”, decía esa mirada. Él jamás habría intentado comprarla. A una mujer así se la respeta, y se la ama, si te deja. Y si no, uno se muerde y cede el paso.
Salvatore —quién sabe por qué, hacía tiempo que no podía pensar en él como “papá”— había reaccionado como el macho cabrío que era: “Siempre quise tener de amante a una putita francesa”, le había susurrado mientras salían del escritorio de don Mario. A una mujer así no se la tiene de amante. Uno se casa con ella y mata al que se le acerca, o nada..
—¿Qué estás mirando? —preguntó Beatrice, indolente, desde la reposera.
—Los veleros.
Les hizo señas a los guardaespaldas para que se retiraran. Se le había encendido la sangre, y el cuerpo de su mujer era tan bueno como cualquier otro. O casi, pensó con los dientes apretados.


—Bambina, tu madre y yo salimos un momento —gritó papá desde el vestíbulo. Odette asomó la cabeza desde el baño para pedirles que trajeran cannoli di ricotta(1).
Cannoli, struffoli..., ¿macchè ti credi(2)? ¿Que estás de vacaciones en la Isola dei Ballocchi (3)? —papá rezongó—. ¿Traigo también casatta(4)?
—¡Síii!
La puerta se cerró y Odette se quedó rebuscando entre los vestidos de su madre. Mamá conservaba el cuerpo gentil de sus tiempos de étoile, así que todavía usaban el mismo talle, excepto que... Mierda, no puedo cerrarme la parte de arriba. Se sacó el corpiño y eligió otro, más escotado, con la espalda baja y breteles. Un modelito adorable. Por lo menos no parezco un salchichón. Descalza bajó a la cocina a meter el atribulado conjunto deportivo, la ropa interior y los pantaloncitos de jean en el lavarropas y a preparar café. Oh, struffoli. Tomó dos o tres y se los metió en la boca. Llamaron a la puerta y fue a abrir chupándose la miel de los dedos.
—¿Se olvidaron las llaves?
—Signora Marceau... —Mariolino Varza en persona, que pugnaba por mantener la mirada por encima de su cuello. Por qué mierda me puse este vestido. Y descalza. Y con el pelo mojado. Cristo, debo de parecer un pato.
—Adelante, signor Varza.
—Quise traerle estos papeles. Sé que está esperándolos para marcharse.
Tomó el sobre de papel de arroz —carísimo— que le entregaba el hombre.
—¿Puedo ofrecerle un café?
—Por favor.
Lo invitó a sentarse en el salón y mientras iba a la cocina sintió los ojos de Mariolino clavados en su espalda. Bebieron el café intercambiando frases de cortesía, hasta que él dijo:
—Mi abuelo me puso al tanto —dijo Mariolino mientras Odette asentía en silencio —.Creo que usted es... muy valiente al hacer lo que hace.
—Es mi trabajo.
—No me refería sólo a eso —y después de unos segundos: —Le prometo, señora, que tendrá toda la colaboración que necesite de nuestra parte.
Odette se sonrojó levemente ante esos ojos negros que la miraban con intensidad.
—Por favor, llámeme Odette. El “señora” es demasiado formal.
Él le sostuvo la mirada por un instante y después bajó los ojos.
—Odette... Llámeme Mario, entonces.
—Mario —sonrió, asintiendo. Sintió que podía confiar en él tal como había confiado en su abuelo, y se relajó.
La conversación se volvió profesional, pero en absoluto distante. Mario había oído rumores sobre cierto tipo de diversiones a los que eran afectos algunos de los hombres con los que hacía negocios. El gesto de repugnancia no era fingido. Continuaron hablando hasta que Franco y Lola regresaron. Si sus padres estaban sorprendidos, lo disimularon muy bien. Invitaron a Mario con una copa de Marsala y dulces pero él se negó con gentileza.
—Tengo que irme. Pero creo que pronto mi familia tendrá la oportunidad de aceptar y devolver la cortesía. Si Dios quiere, seremos parientes.
—¿Tonina? —Su madre sonrió, muy al tanto de los romances familiares. Franco, como siempre, estaba en la luna en ese aspecto.
—Su hermosa sobrina ha aceptado a mi hermano Andrea —Mario estaba complacido —.Parece que las Vitorello siempre se roban el corazón de los Varza —añadió, mirando galante a ambas. Lola sonrió otra vez, encantadora, mientras Mario se inclinaba en un educado besamanos. Saludó con un respetuoso gesto a Franco y, al volverse a Odette, le tomó la mano. No se la besó sino que se la estrechó con franqueza. Al devolverle el apretón, ella supo que ese hombre sería un aliado incondicional.
Cuando se hubo marchado, papá preguntó con la boca llena de casatta:
—¿Tonina se casa con Andrea Varza?
—Parece que sí —respondió mamá, que volvía de la cocina con más café.
—Podrías aprender — Franco reprendió a su hija.
—Papá...
—¿Te crees que estoy ciego? Si las miradas preñaran, ese Varza te habría dejado embarazada. ¿Qué te pasa? ¿Ya no te gustan los hombres?
—¡Papá!
—Encima te pones ese vestido... —comentó Franco en tono reprobador.
Odette y su madre se miraron con un gesto de entendimiento: “Papá no cambia más”.


(1) postre siciliano de masa frita en forma de tubo (cañón), rellena de ricota y chocolate
(2) ¿Pero qué te crees?
(3)La Isla de Los Juguetes: a donde se escapó Pinocho con su amigo para no ir a la
escuela
(4)postre siciliano confeccionado con ricotta, vino Marsala y frutas glaseadas