POLICIAL ARGENTINO: 4 mar 2012

domingo, 4 de marzo de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 35

VIERNES POR LA NOCHE


¿Cuánto hace que estoy acá? ¿Cuánto tardarán en volver? Intentó cambiar de posición sin rasparse con las paredes revocadas groseramente. Las esposas le lastimaban las muñecas, la venda le ajustaba demasiado, la sed le desgarraba la garganta y la boca y le dolían las piernas y los brazos, pero frente al pánico que le enloquecía el pulso, todo se minimizaba.
Trató de razonar para no aterrorizarse más todavía.  ¿Acá adentro también hay cámaras? ¿Para qué? ¿Para que Marcel lo vea? ¿Qué me harán después? La sola idea del “después” le paralizó los músculos del tórax. No llores, estúpida; no les sigas el juego, y se tragó las lágrimas.
Habían entrado no sabía hacía cuánto y la habían empujado hasta un baño. La la vejiga le lanzaba punzadas dolorosas por todo el abdomen. Tuvo que orinar con la puerta abierta y mientras lo hacía, escuchó el ping de la cámara y las risas y obscenidades de los tipos.
— ¡Sin quitarse la venda!— ladraron. Casi no la dejaron acomodarse la ropa y la esposaron otra vez, para arrastrarla de regreso al agujero en la pared que le servía de calabozo.
Escuchó ruido a llaves y cerraduras que corrían y a través de la tela negra percibió luz. Alguien se agachó junto a ella: olía a sudor ácido y a tabaco negro. El calor del cuerpo del hombre era algo tangible que la hizo retroceder.

— Tu Dubois es un duro, ¿eh?— susurró frente a su boca y el aliento del tipo le insultó los sentidos —. Si yo fuera él, me dejaría de joder que para que no te pasara nada más.
Reconoció la voz del que la había llamado a la Brigada.
— Conmigo no hay duros: les rompo el culo a todos y el cretino no será la excepción— la lengua del tipo se le deslizó por el cuello y la oreja. El asco casi la hizo gritar. El tipo levantó la voz.— ¿Está mirando, Dubois? ¿Cuánto tiempo más resistirá sin quebrarse? ¿Quiere que le suplique a los gritos que la saque de aquí?— la levantó casi por el aire y la sostuvo contra el cuerpo transpirado— Está asustada y me calienta mucho cuando me tienen miedo.
La soltó tan bruscamente como la había levantado y cayó como una piedra. No tenía aire para moverse o gritar y se quedó inmóvil, esperando a que la bestia saliera y dejara de torturarla con su sola presencia.
El portazo la sumió en un averno de oscuridad.
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De pie frente a los monitores, Lejeune se tragó la rabia junto con el humo del cigarrillo. El médico seguía perorando acerca de los peligros de una sobredosis.
— Es muy resistente, señor. Podría incluso sufrir un efecto paradojal y...
— ¡No me venga con esa mierda de medicuchos para justificar que el compuesto que está usando no sirve!
— Está al borde del colapso— el médico se envaró con una mueca de disgusto.
— ¡Y por qué no cede de una puta vez!— deletreó mordiendo el cigarrillo.
El médico dejó caer los brazos.
— No lo sé. Señor.
—Quizás no sea el método indicado. Señor— Schwartz, uno de los argentinos, intervino respetuosamente.
Uno que no se anda con vueltas, pensó Lejeune, evaluándolo con los ojos entrecerrados. Escuchémoslo.
— ¿Qué sugiere, mayor?
El hombre miró hacia la puerta del “agujero”.
—Probar con algo más... drástico a nivel físico y psicológico. Lo de la “limo” fue una muestra gratis pero hasta ahora, nos limitamos a amenazar con lo que haríamos con ella si él no colabora.
Empezó a entender y sonrió torcido.
— Hagámoslo. ¿No es eso, mayor?
—Es una cuestión de prioridades, señor. De acuerdo con las instrucciones que tenemos, él es el más necesario de los dos.
Evaluó la situación y decidió.
— Adelante.


CENTRO POMPIDOU, SÁBADO TEMPRANO POR LA MAÑANA


El empleado del estacionamiento dejó de protestar cuando Auguste le pagó la estadía completa. Según el registro, el auto había ingresado a las 08.55 del día anterior y no se había movido de allí durante las últimas veinticuatro horas. Las llaves estaban puestas: no se lo habían robado de milagro.
Del piso del vehículo recogió un pimpollo marchito de rosa negra. Revisó metódicamente el interior y al bajar el parasol, una tarjeta flotó como un pájaro blanco. El texto no significaba nada para él pero lo mismo se la metió en el bolsillo junto a la flor. Subió al auto y salió, deteniéndose en una callecita cercana a aclararse las ideas. Al rebuscar la tarjeta, se enterró una espina del pimpollo en el dedo y el dolor le fulguró en la cabeza. Gotitas de sangre salpicaron la consola, su camisa, el parabrisas y la tarjeta. Sacó la flor con cuidado mientras se llevaba el dedo a la boca y lo chupaba, mirando fascinado el reguero de perlitas rojas. Tan bella y tan cruel, pensó dándole vueltas a la rosa. Todo un símbolo ... ¿de qué? La tarjeta vino con la rosa... Algo parecido a una alarma comenzó a sonarle en la cabeza. 
¿Quién te necesita, Cisne, y para qué? ¿Qué ganarías a cambio de aceptar ese trato? ¿Por qué te arriesgarías? ¡Por Marcel, que no aparece! ¿Está escondido o lo esconden?
La certeza lo iluminó.
Te necesitan para obligarlo a algo que de otro modo él no haría. ¿Ayrault? No, trató de matarlo y ya lo habría hecho. Estos lo quieren vivo y colaborando. Entonces, les es muy valioso, hasta el punto de sacrificar a otros por él... ¿Quiénes podrían conocerlo tan bien?
 La respuesta lo aturdió.
"Ellos”, esos hijos de puta madre. Y tienen a mi Cisne otra vez.

SÁBADO POR LA TARDE
Ya no podía llevar la cuenta de las veces que habían entrado y la habían manoseado, pateado o escupido; le habían gritado "puta barata", "cana de mierda", "acá tu placa no vale un carajo y te la vamos a meter en el culo"; se habían acercado en silencio y habían hecho girar el tambor de un revólver en su oreja: “¿Jugamos ruleta rusa, comisario?“, y gatillado cinco veces en vacío. “¿Y ahora? ¿Aprieto el gatillo? ¿Ya te measte de miedo? ¡Se hace así, arrastrada!” y el hijo de puta le había orinado encima, y ella ya no podía tolerar el hedor que le provocaba arcadas. ¡No puedo más, Marcel, por favor!, suplicó mentalmente. ¡Por favor!, y las nauseas la doblaron en dos.
Escuchó voces ahogadas que daban y recibían órdenes. La puerta se entreabrió. Alguien se acercó y se bajó el cierre de la bragueta frente a ella; algo húmedo le rozó la cara y ella se encogió en un rincón con un grito mientras el tipo aullaba: “¡Dubois, vamos a jugar cara o ceca! ¡Cara, me la chupa, ceca, le hago el culo!”
El corazón se le desbocó cuando una mano de hierro la levantó por el pelo, la arrastró fuera, la obligó a arrodillarse y le desgarró lo que quedaba del vestido mientras los demás se reían salvajes.
Más pasos pesados. Alguien tropezó delante de ella y ella le percibió los olores rancios de sudor, sangre, orina y encierro. Todo ese sitio inmundo hedía con hedores de muerte y descomposición.
Nos van a matar.
No tenía dudas de que el otro era Marcel, que estaba tan acabado como ella y que los matarían a los dos.
¡Ni siquiera sé porqué lo hacen!
Un espasmo de llanto la convulsionó. El ruido metálico inconfundible de una pistola amartillada rasgó el aire viciado, y el frío del cañón en su sien la petrificó.
— Quedó hecha una piltrafa por tu culpa, cretino— masculló la voz de la ruleta rusa —. Da asco, no me la cogería ni para anotar otro tanto. Si le pego un tiro, le hago un favor. ¿O te interesa que siga con vida?
¿Marcel? Hubo un silencio horrible. Iba a suplicar pero no le dieron tiempo: la agarraron por los cabellos y cuando gritó, el cañón se le metió en la boca.
— ¿Eso es un “sí “? Se te acaba el tiempo, Dubois... Tres, ... dos... uno... fuera.