POLICIAL ARGENTINO: 06/01/2009 - 07/01/2009

domingo, 28 de junio de 2009

La dama es policía - CAPITULO 27


SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES POR LA MAÑANA
—¿Qué es este lugar? — dijo Odette para sí.
La habitación era espléndida, en contraste con la sobriedad espartana del resto del edificio. Tuvo una sensación desagradable y desabrochó la cartuchera. Mejor estar prevenida. Detrás de ella, Marcel respondió a su pregunta.
—La “sala de audiencias”, por ponerle un nombre. Acá me entrevistaron cuando me admitieron.
Lo miró por encima del hombro. Lo último que quiero es estar a solas con él. Y menos en este lugar de mierda. Se alejó hacia las paredes para recorrer el perímetro de la habitación y al cruzar delante de uno de los paneles de boiserie, tuvo una sensación rara. Aire frío. Esta habitación no tiene ventanas. Retrocedió. Le hizo un gesto imperioso a Marcel, que trataba de hablarle. Se pegó a la pared y pasó varias veces la mano por delante de las molduras. Definitivamente, una corriente de aire. Caminó hacia atrás, al centro de la habitación, y le hizo señas a Marcel para que se acercara. Detrás de él ahora había otros dos hombres, también en silencio.
—¿Hay otra puerta? — le susurró al teniente.
Él se encogió de hombros. Fue otra vez hacia la pared, con Marcel respirándole en la nuca. Recorrió las molduras mientras la anticipación le batía el pecho. Tres muescas seguidas. Para una mano más grande que la suya. Giró para hacerles señas a los otros de que se pusieran a cubierto. Marcel y ella se pegaron uno a cada lado del panel y, anticipándose a su gesto, el teniente indicó a los que estaban detrás que apagaran la luz. Bien hecho, Cro-Magnon. Apretó los dientes. Se miraron y sacaron las armas en silencio. Movió la cabeza para la cuenta de tres y apretó las muescas. La puerta se soltó silenciosa y del otro lado terminaron de abrirla violentamente, al tiempo que disparaban en la oscuridad. Ellos tenían por el momento la mejor posición, porque desde el otro lado llegaba una luz clara que les permitió ver al tipo una fracción de segundo antes.
El otro tenía reflejos de cobra. Retrocedió por el túnel disparando y giró para escapar, con la ventaja del que conoce el terreno. Marcel la empujó a un lado y corrió detrás del hombre.
—¡Vamos! —Odette hizo una seña con el arma, y los otros dos oficiales la siguieron al túnel. Dejaron de oir disparos. En un recodo tropezó con un cuerpo tirado en el suelo. Se agachó a mirar y distinguió a Marcel. Se le estrujó el estómago.
—¡Dubois está herido! —gritó, saltando por encima del cuerpo del teniente.
¡Hijo de puta, te voy a destrozar en cuanto te alcance! Mientras corría alcanzó a ver dos bultos a contraluz. Estaban saliendo. Disparó tres o cuatro veces y oyó un aullido de dolor. Del otro lado había gente gritando. ¡Son los nuestros! Llegó hasta el hombre, que trataba de manotear el arma; pateó la pistola lejos de él y lo encañonó. Del otro lado del corredor entraron dos uniformados con linternas. Mientras esposaban al tipo y lo sacaban a la calle, alguien le tocó el hombro. Marcel.
—¿Estás bien? — preguntó Odette casi sin voz.
—Había dos. El otro estaba esperando en el recodo y me golpeó.
Marcel tenía un raspón bastante grande en la sien. Odette dio media vuelta y salió para que él no la viera respirar con alivio. Gracias a Dios la prioridad de los tipos era salir de ahí. En la calle estaban subiendo a un suboficial a una ambulancia, herido en el hombro.
—Se metió en un auto y escapó, capitán —le dijo el hombre cuando se acercó. Podía oír las sirenas. Se aproximaron a ver al herido en la pierna, antes de que lo cargaran en otra ambulancia.
—D’Ors —dijo Marcel con rabia contenida.
El otro volvió la cabeza.
—De Biassi... un cana...—el tipo mordía las palabras. —...Y esa puta... —la miró y al reconocerla abrió mucho los ojos. —¡La monja!... Tendría que haber... dejado que Hamad te la diera en el camión...
El levantador de pesas. Odette tuvo que hacer un esfuerzo para guardar el arma. Marcel, pálido de furia, avanzó un paso hacia la camilla. Lo retuvo mientras cerraba los ojos.
—Lo necesitamos vivo —siseó—. Y si alguien vuelve a llamarme “puta”, lo dejo hecho un despojo.


Ing. Nikolai Paworski
—Lo perdimos, teniente —el suboficial del patrullero le avisó a Marcel —. Encontramos el automóvil abandonado en un callejón.
Habían recorrido los edificios cercanos, pero nadie había visto nada. Marcel apretó los dientes. ¿Quién mierda sería el otro? Alguien tan peligroso como D’Ors, posiblemente Hamad. Volvió a entrar, esta vez por el corredor. En el encuentro con la “sala de audiencias” había otra puerta. Oyó voces y se detuvo antes de entrar.
—¿Pudieron sacarle algo a Savatier? —preguntó alguien. Un hombre.
—Nada importante. Es un segunda línea —respondió una mujer en tono seco: Odette.
Se asomó. Ella estaba de espaldas a la puerta y no lo vio. La habitación era una sala de monitoreo con cuatro pantallas y equipo de circuito cerrado. Paworski en persona estaba operando las consolas y verificando las cámaras.
—¿Y Beaumont? —volvió a preguntar el ingeniero y ella se encogió de hombros. —Ah, cierto, todavía no puede hablar.
Después de unos momentos mientras Odette hojeaba algo, Paworski continuó:
—Savatier, Beaumont, ¿quién más? —no esperó respuesta. —Estaba de muy mal humor... ¿Tuvo un mal fin de semana? —Paworski sonrió irónico y al ver a Marcel le hizo señas para que entrara.
Odette se volvió con unos papeles en la mano y lo vio. Marcel se quedó con la boca seca al enfrentarla. Desviando la mirada, ella respondió:
—Digamos que el balance no fue muy positivo —cambió rápidamente de tema. —¿Encontró algo?
La delicadeza de ella al responder a Paworski lo hizo sentir un insecto. Hubiera querido disculparse a los gritos. ¿Qué mierda tiene que hacer Paworski en este lugar?
Las paredes del cuarto estaban cubiertas de cajones de archivo con carpetas, varias de ellas abiertas. D’Ors y el otro habían ido a robar esos papeles. Odette estaba revisando algunas de esas carpetas y le alcanzó una.
—¿Te resulta conocido? —le preguntó mientras hojeaba otro expediente, sentada sobre una mesita junto a las pantallas.
Marcel abrió la carpeta: sus propios antecedentes. Los papeles y cartas con que se había presentado en la Orden. Paworski comentó:
—Tengo imágenes.
Se acercaron a las pantallas. Era la entrevista que Marcel había mantenido con Jacques.
—¿Qué sentido tendría grabar las entrevistas? —preguntó el ingeniero.
—Estudiar al sujeto más a fondo, imagino. Porque seguramente alguien se sentaría de este lado a obervar —respondió Odette, y extendió la mano hacia él—. Dame tu carpeta. Quizás haya algo registrado después de esa entrevista.
Se la entregó y ella pasó rápidamente las hojas.
—Acá —se detuvo a leer. —La fecha... Kolya, ¿hay fecha registrada en el video?
A Marcel le dolió que ella llamara al otro por su diminutivo. El ingeniero verificó en los equipos.
—La grabación de Dubois fue, a hoy... hace tres... casi cuatro semanas.
—Bien, coincide —ella siguió. —Qué increíble... —dejó la carpeta sobre un monitor y con la mano ocultó una media sonrisa irónica.
—¿Qué increíble qué? —preguntó Paworski, mientras Marcel tomaba los papeles y los hojeaba. Al llegar a la página que Odette acababa de leer, dio un respingo.
—Cristo.
—¿Qué increíble qué? —repitió el otro, intrigado.
Odette se bajó de la mesa y, mientras salía, comentó:
—Que a Dubois lo salvaran los Murati. —Desde la puerta les dijo: —No cierren ningún cajón de los que abrieron esos dos.
Los Murati de mierda me salvaron el cuello. Ella me salvó el cuello al insistir en que no fumara Gauloises.
—Dubois, mire.
Las pantallas mostraban celdas. El ingeniero movió otro dial y apareció una de las salas con la grilla metálica. Se veían trozos de vidrio en el suelo. La imagen cambió a diferentes ángulos y se acercó y alejó alternadamente.
—¿Qué harían allí? —murmuró. Marcel tragó saliva. ¿En ese lugar obtenían los audiovisuales de Vaireaux?
—Atrocidades —fue lo único que pudo articular.
En ese momento, Odette regresó con dos hombres. Uno de ellos cargaba dos cajas grandes.
—Strauss —le ordenó al suboficial que llevaba las cajas—, tome todas las carpetas que están en los cajones abiertos y guárdelas por separado. No quiero que se mezclen con las otras.
—Sí, capitán —Strauss se puso a trabajar.
—¿Qué buscamos? —preguntó Marcel. Estaba decidido a no permitir que ella lo excluyera. Carajo, estamos trabajando juntos en esto.
—A quiénes querían salvarle el culo D’Ors y el otro —fue la respuesta seca—. Teniente Meyer, cuando Strauss termine, recoja las demás carpetas. Están ordenadas alfabéticamente. Divídalas entre usted y otros dos o tres. Separen a los franceses de los extranjeros; verifiquen si los extranjeros tienen pedido de captura, ya sea de Interpol o de algún país en particular. Con los franceses, el procedimiento de rutina. Informen a la Gendarmería. Muchos deben de estar bajo un alias. Trabajen con las fotografías. Investiguen también a los... ¿cómo les llamaban? —le lanzó una mirada rápida.
—Representados.
—Eso. Sobre todo a ellos... Son casi más importantes que los amigos de Dubois...
—No son mis amigos... — Marcel se molestó.
—Es una forma de decir... Meyer...
—No me gusta —la interrumpió Marcel. Ella contuvo un gesto de disgusto y Paworski se volvió hacia las pantallaspara que no lo viera contener una sonrisita. Meyer los miraba con cara de “mejor vuelvo más tarde”. Marcel cayó en la cuenta de que se estaba comportando como un cretino y cerró la boca.
—No quise ofenderte — Odette se disculpó secamente y continuó sin mirarlo: — Meyer, con respecto a estos últimos, verifique los nombres con los del listado de propietarios de cruceros que tiene Massarino. Ahí figuran los puertos donde amarran habitualmente —miró el reloj. —Si nuestra maravillosa red de comunicaciones no está ya fuera de servicio, por favor pase la información y que no permitan que ninguno zarpe ni efectúe operaciones de carga o descarga. Deberíamos librar las órdenes de requisa y arresto lo antes posible.
—Eso puede provocar un incidente internacional —intervino Paworski—. ¿Qué pasa si no encuentran nada en bodega? Además, a los chicos de la Riviera no les gusta que los de la Prefectura de París les demos órdenes.
—Con la información que escupió el centro de cómputos de la Orden alcanza para encerrar a la mitad del jet set naviero por tráfico de armas y estupefacientes —respondió ella en tono apenas sarcástico—, y si eso no basta a los elegantes y respetuosos oficiales que se ganan tan duramente la vida en la Côte d’Azur, los miembros del tout Monte Carlo son sospechosos de homicidio.
—¿Homicidio? —Meyer estaba sorprendido.
Por supuesto. No está al tanto de todas las actividades de la Orden, recordó Marcel. Intervino, en parte para disculparse con Odette.
—Mis “amigos” se dedicaban también a la trata de blancas —aclaró—, para una clientela muy selecta y que pagaba increíblemente bien por el servicio exclusivo.
—Pero entonces... las mujeres... ¿no podrían estar vivas en alguna parte? — Meyer los miró a Odette y a él. —En ocasiones... ya saben, las llevan y las encierran en... no sé... para... —la frase le estaba costando. —...usarlas... varias veces... Perdón, capitán. —el teniente casi se sonrojó.
—No, viejo. Están muertas —Marcel inspiró para tomar coraje y decir lo que seguía. —Era lo que aseguraba la continuidad del negocio. Ninguno las mantenía con vida por más de... una o dos semanas. —Odette miraba el piso, los brazos cruzados sobre el estómago. —Un tipo que paga por vírgenes no se interesa en las que dejaron de serlo...
Se quedaron todos callados, mirando a cualquier parte.
—¿Cómo obtuviste esa información?
Marcel levantó la vista hacia Odette, que había hecho la pregunta.
—Jacques me lo dijo.
—¿Jacques?
—Lo viste en la grabación; el tipo que me entrevistó. —Ella asintió. —Creo que le había caído bien... —se quedó pensativo; los demás esperaron a que continuara. —Parecía militar, o al menos tenía toda la actitud física, la forma de expresarse, de dar las órdenes... Supongo que por esa razón mi cobertura como ex Casco Azul funcionó bien... Me pareció que le gustaba... En una ocasión me preguntó con qué frecuencia yo estimaba que Al Faid utilizaría el “servicio”, para programar las selecciones... y luego hizo ese comentario de las dos semanas...
Buscó nervioso un Gauloise y se demoró en encenderlo. Cuando miró por encima de la llama del encendedor, Odette tenía un puño apretado contra la boca y la mirada perdida. Meyer y Paworski guardaban un silencio ominoso y, más atrás, Strauss había dejado de simular que ordenaba las carpetas para parar las orejas.
—O sea que las cinco mujeres que se rescataron... —Paworski no terminó la frase.
—Son las únicas que sobrevivieron —el Gauloise le tembló en la mano —.Nunca las vi mientras estuve aquí dentro. No sé qué harían con ellas, pero supongo que... sería muy... violento.
—De acuerdo con las denuncias de desaparición que conocemos y los registros que encontramos aquí, asesinaron a más de noventa religiosas —la voz de Odette era un murmullo.
—¿Religiosas? —susurró Paworski.
Marcel levantó la cabeza; el ingeniero estaba desagradablemente asombrado y paseaba la mirada de a Odette a él. Paworski estaba completando el rompecabezas del operativo con información fresca.
—Monjas y novicias. Más o menos jóvenes, más o menos bonitas. Todas vírgenes —aplastó el cigarrillo con saña mientras terminaba la frase. Hubo un silencio largo y pesado.
Repentinamente un bulto gris se disparó entre los pies de todos. Odette se sentó de un salto sobre una mesa, con una exclamación. Strauss dio un paso hacia atrás con un insulto.

—¡Carajo, una rata!
Afortunadamente, el animal estaba más impresionado que ellos, porque salió huyendo por la sala de audiencias hacia el corredor principal.
—¿De dónde salió? —Meyer estaba más asustado de lo que su tamaño podría dejar imaginar. Parece que es cierto eso que los elefantes se asustan de los ratones.
—No sé. —Strauss estaba pálido. —Dios, y yo estuve tocando estos papeles... —puso cara de repugnancia. —De ahí abajo, creo —dijo, señalando los cajones cercanos al suelo.
Odette bajó de la mesa, se acercó a los archivos, sacó dos o tres carpetas y las revisó; luego sacó el cajón.
—Está limpio.
—¿Limpio? —preguntó Strauss.
—No hay excrementos y los papeles no están mordisqueados. La madera tampoco. No tuvo tiempo de comer —quedó pensativa. —El bicho vino de otra parte.
—De la calle, seguramente —Meyer seguía asustado.
—No. Corrió hacia el otro lado. Estas chicas recorren siempre el mismo camino.
Marcel siguió a Odette hasta la sala de audiencias, y la vio revisar el escritorio.
—¿Ves? —le mostró ella mientras, acuclillada, examinaba la alfombra —.Está todo sano. Si los bichos anduvieran habitualmente por estos sitios, habría marcas en la madera, o habrían comenzado a roer la alfombra.
—Qué grandes conocimientos de zoología —se burló Marcel—, o más bien de “ratología”.
Odette abrió la boca, seguramente con toda la intención de decir algo mordaz, pero se contuvo y continuó con el mismo tema, en tono de voz contenido.
—Esa rata estaba muy bien alimentada. Tenía casi el tamaño de un gato.
Marcel se acercó y, mientras ella se ponía de pie, no pudo evitar hacer el comentario.
—Con tu tamaño, todas las ratas deben de parecer gatos.
Ella no se molestó en volverse.
—Dubois —y lo hizo sonar como sinónimo de “idiota”—, evidentemente, la falta de oxígeno en el aire a “tu” altura afecta el funcionamiento cerebral.
Dubois, podrías haberte ahorrado el papelón. Ella salió sin dignarse a mirarlo y se asomó al corredor. Él la siguió como un perro.
—Me porté como un imbécil —susurró con voz compungida.
—Ya me di cuenta. ¿Adónde va esa escalera? —le preguntó secamente.
Él agradeció la tregua.
—Arriba, a los dormitorios y al gimnasio. Abajo, al comedor, las cocinas y el montacargas que lleva a los subsuelos.
—Vamos a ver.
—Odette, ya revisamos todo el edificio.
—Y hasta ahora no habían encontrado ratas...
—¡No! ¿Qué mierda te importa una rata? —los putos bichos lo estaban poniendo nervioso.
Paworski se había asomado y los había seguido. Se está divirtiendo a mi costa, carajo.
—Teniente, creo que entiendo lo que Marceau quiere decir.
Los dos miraron al ingeniero, que se acercó mientras explicaba:
—Cuando uno vivió su infancia en medio de la guerra, aprende que donde hay ratas posiblemente haya algo para comer. No siempre del agrado de uno, claro. Ya sabe, estos bichitos comen cualquier cosa.
—Entonces están en las cocinas...
—Marcel, dijiste que no encontraron nada cuando inspeccionaron el lugar. Y seguramente había comida todavía. —Él asintió. —Y chocolate por todas partes. Entonces, si hay comida decente, y el olor del chocolate que debería volverlas locas, ¿por qué mierda esos bichos no aparecieron hasta hoy? ¿No será que tendrían algo mejor que comer?
La miró y entendió. Dios, no.
—¿Cuántos subsuelos tiene el edificio?
—Hay nada más que dos.
—Entonces —comentó Paworski— el segundo debe de estar al nivel de las cloacas de esta zona. No es raro que haya ratas del tamaño de gatos. Podría haberlas del tamaño de focas, por lo que sé.
—Vamos. Quiero ver el lugar —insistió Odette.
Salieron del montacargas al corredor que daba a las salas con frente vidriado. No pudo evitar el escalofrío. Un portón metálico cerraba el otro extremo. Una botonera con un par de teclas, una roja y la otra verde, permitía la apertura y el cierre. Entraron en silencio, y el olor a humedad y rancidez les azotó el olfato.
Era un pasillo estrecho, escasamente iluminado con tubos fluorescentes. Apenas se entraba había una habitación sin puerta, con un tablero eléctrico, un escritorio grande y sillas. A lo largo del pasillo se alineaban puertas metálicas con una ventanita en cada una. Una puerta ciega de mayor tamaño cerraba el final del corredor. El conjunto era lúgubre.
Paworski se acercó al tablero y accionó unos interruptores. Una de las puertas del pasillo se abrió. El interior era un cubículo ínfimo y sin iluminación. El olor a humedad era más fuerte todavía en el interior, mezclado con otros que le agredieron los sentidos. Olor a orina y a fluidos humanos en descomposición. Casi tuvo una arcada. Cuando miró otra vez al interior, Odette estaba parada en medio de la celda, con la mirada perdida.
—Por favor, no te quedes ahí —dijo Marcel, sin poder evitar otro acceso de asco.
Ella estaba de espaldas cuando le respondió en voz baja y entrecortada:
—Estuve aquí... —continuó casi en un murmullo—. No podría olvidar el olor en toda mi vida... —recorrió el cubículo en tres pasos. — Pobres mujeres... pobrecitas... —salió rápidamente, evitando mirarlo.
Él tardó unos segundos en digerir la frase. Cuando giró hacia ella, Odette estaba de cara a la pared, con los brazos cruzados fuertemente y la frente apoyada en el muro húmedo.
—Mi Dios... —la comprensión lo horrorizó. —Odette, vámonos de este lugar.
—Todavía no... —ella inspiró para recuperar el control.
—¡Dubois, Marceau, miren! —los llamó Paworski, que se había quedado manipulando el tablero—. Es el mismo sistema de apertura y cierre de puertas que en las prisiones— accionó varios interruptores y las puertitas del pasillo se abrieron y cerraron. Lo mismo el portón que separaba ese sector del resto del segundo subsuelo. —Y, miren, las paredes de las puertas son de construcción bastante más reciente que el resto.
—¿Nunca estuviste en este sector? —insistió Odette, que había recuperado la compostura y estaba prestando suma atención al lugar.
—No. Bajé una sola vez a este subsuelo.
—Dos.
—Bueno, sí. Dos veces —la carrera furiosa hasta la salida le saltó a la memoria. —Ahora vámonos.
—No. Quiero ver qué hay detrás de esa otra puerta —y se alejó hacia el otro extremo del pasillo.
—¡Es una locura! Si hay ratas, no las quiero sueltas por acá. Basta. ¡Subamos!
La tomó por un brazo y ella se volvió, la mano libre describiendo un arco que él adivinó dónde terminaría. Le sujetó la mano y se miraron rabiosos. Caprichosa de mierda. Apretó sus manos alrededor de las muñecas de ella y tiró atrayéndola hacia sí. ¿Ves qué frágil puede ser una mujer? Paworski habló desde adentro de la habitación con el tablero de mandos. Carajo, me olvidé de que estaba ahí. Marcel tragó saliva y la soltó; si las miradas asesinaran, él ya estaría degollado.
—Dubois tiene razón. Déjese de estupideces, Marceau y salgamos de aquí — Paworski terminó la frase mientras se asomaba.— Además, nuestras vecinas ya abrieron una vía de escape por alguna parte en este sitio. Son mejores que un batallón de ingenieros para eso. La visitante que vimos podría querer traer refuerzos.
Por una vez, Marcel agradeció la interrupción. Odette los miró a los dos y apretó los dientes.
—Tenemos pruebas concretas de que aquí también asesinaron a varias mujeres. Por lo menos a veinticuatro. Si lo que creo es correcto, hubo hombres entrenados por la Orden que no cumplieron con lo que se esperaba de ellos, y también los eliminaron.
—Y si las cloacas y los bichos están tan cerca... no hace falta preocuparse demasiado por los cadáveres —la idea era tan repugnante que le retorció el estómago.
—Bravo, Dubois, te despertaste. Buenos días.
No te ibas a perder la ocasión de ser sarcástica, capitán. Tuvo ganas de estrangularla. Ella también debe de tener las mismas ganas, así que estamos a mano. Paworski debe de estar pasándola en grande a costillas de los dos. Milagrosamente, Paworski decidió actuar como mediador en el conflicto.
—Les propongo algo: vamos a buscar a nuestra gente arriba y que se ocupen de revisar este subsuelo. Hay un interruptor en el tablero que abre la puerta grande del fondo. No quisiera estar aquí cuando la abran, y sugiero que se ocupen los bomberos. Ellos se las arreglan mejor con las cloacas, las ratas y todo lo otro que puedan encontrar.
Gracias a Dios, Odette estuvo de acuerdo. Segunda tregua del día.
Volvieron a la sala de monitoreo y Odette salió a pedir los efectivos que necesitaban. Él y Paworski pusieron a Meyer y a Strauss al tanto de lo que habían encontrado. Odette regresó a los diez minutos.
—Una unidad vendrá en una hora. Vamos a ver qué encuentran.
—Capitán —interrumpió Strauss—, terminé con esto. Son veinticinco carpetas.
Odette le sonrió con desarmante gentileza.
—Gracias por esperarme, Strauss. Déjelas aquí, por favor. ¿Puede ayudar a Meyer a llevar las otras? —Strauss asintió. Parecía encantado de complacerla.
Odette se volvió hacia Meyer.
—Teniente, muchas gracias también a usted. —El otro sonrió de oreja a oreja. —Ya mismo llamo al comisario Masarino para que le facilite gente que lo ayude. Es mucho trabajo —volvió a sonreír, y a Meyer se le iluminó la cara.
—Sí, señora.
No puedo creerlo. Es la primera vez que veo que alguien está encantado de tener que revisar casi doscientos expedientes, pensó Marcel.
Antes de que se fueran Meyer y Strauss, Odette volvió a preguntar:
—Meyer, ¿encontraron algo referido al envoltorio del chocolate?
—Tenía razón, capitán: es una falsificación. Las partidas y los códigos de barras son falsos, y las tintas usadas para estampar el papel de las etiquetas no son las que emplea el fabricante en Suiza.
—Por supuesto. El chocolate no es suizo. Es italiano.
—¿Cómo lo supo? ¡Laboratorio no tuvo los resultados hasta esta mañana!
—No necesito un laboratorio para distinguirlos. ¿Identificaron a los proveedores de papel y tinta? ¿La imprenta?
—A todos. Massarino libró las órdenes de detención.
Ella asintió.
—Tan pronto como localicen al fabricante del chocolate, den parte a la policía italiana.
—¡Pero, capitán! ¿Cómo va a arreglarse Laboratorio para identificar la procedencia? ¡Debe de haber decenas de fábricas!
—Mmm, no tantas, pero cada una elabora una variedad diferente —hizo un gesto de comprensión. —Veamos... vamos a aliviarle la tarea a Laboratorio... —anotó una dirección en un papel —Aquí venden todas las variedades que puedan desear. Que compren los de procedencia italiana y los comparen... antes de comerse toda la evidencia —y sonrió con una ceja levantada.
Meyer se rió tímidamente y Strauss enrojeció con una graciosa expresión culpable, mientras decía:
—Es muy buen chocolate, señora.
—Ya lo sé, y me temo que me lo voy a perder los próximos años, salvo que permitan elaborarlo en la cárcel...
Todos rieron agradeciendo el momento de distensión. Marcel se sorprendió pensando en el manejo firme pero sutil que ella tenía para lograr que los demás hicieran lo que les pedía. Una gentileza que desarma, un glaciar cuando hace falta. Podría aprovechar que le mejoró el humor, presentar bandera blanca y parlamentar. Ese subsuelo de mierda nos alteró demasiado. Tendría que conseguir que el pesado de Paworski desapareciera...
Pero cuando Meyer y Strauss se fueron, hizo la peor pregunta del día.
—Odette, ¿para qué dejaste éstas ahí? —señalando la caja con las carpetas que había reunido Strauss.
—Tarea para el hogar. Son todas tuyas.
—¡Pero...!
—Son nada más que veinticinco. Meyer se llevó doscientas. Veinticuatro, descontando la tuya. Conocemos tus antecedentes —remarcó en tono severo, sin quitarle los ojos de encima. A Marcel, el estómago se le estrujó en un nudo —.A trabajar, teniente.
Al carajo con la tregua. Furioso, levantó la caja de mierda y salió de la habitación. Alcanzó a oír que Paworski citaba a Odette en el gimnasio. A las seis. Como siempre.

jueves, 11 de junio de 2009

La dama es policía - CAPITULO 26

Quai des Orfévrès - vista desde La "Tour Pointu"

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
Se desplomó sobre la silla de su cubículo, ante la pantalla, sintiéndose miserable. No tengo un maldito analgésico y el primer día siempre es el peor. La puerta se abrió a sus espaldas. Odette giró a medias la cabeza y al ver entrar a Marcel, se revolvió en el asiento con la velocidad de una serpiente, apuntándole con el arma.
—Como te atrevas a acercarte, te vuelo las pelotas.
—¡Odette, por favor, necesito hablarte....!
—Fuera. Fuera de mi oficina y de mi vida.
—Odette... —suplicó—, fue.. un error. No sabía lo que hacía.
—Vas a necesitar otra excusa menos vulgar, Dubois. Acá es demasiado habitual.
—Por favor, dame una oportunidad...
—A mí no me diste ninguna. ¿Qué se siente al violar a un superior?
Él cerró los ojos, mudo, sin atreverse a mirarla.
—Tenías razón respecto del piso. Es demasiado grande y demasiado caro para el salario de un policía. Lo habíamos pensado para una familia. Por suerte tengo mi pensión de viuda. Pero aunque quisiera, no puedo venderlo, porque no pude terminar de pagar la hipoteca —se puso de pie. El cañón se movió un milímetro, y él intentó acercarse otra vez. —Otro paso más y te borro la cara.
Sin dejar de mirarlo, tomó el sobre de encima del escritorio y se lo arrojó con desprecio. Marcel levantó las manos instintivamente y lo atajó. La miró confundido y revisó rápidamente el contenido. Vio cómo los ojos de él se llenaban de lágrimas de culpa, pero estaba resuelta a no tenerle piedad.
—Afuera.
Marcel dio media vuelta y salió, blanco como el papel.


Carajo, ¿no puedo hacer nada bien? El aire no alcanzaba a llenarle los pulmones. Tenía ganas de golpear las paredes. ¿Qué hago? ¿Vuelvo a entrar y...? La mirada de ella tenía tanta determinación... Pero anoche, Dios, anoche me rogó, lloraba. ¿Cómo pude hacer lo que hice? Soy peor que los otros monstruos. Los billetes de mierda quedaron hechos un bollo inútil en un cesto de papeles del pasillo.
Sully se lo cruzó y lo saludó, pero él ni siquiera la oyó.



— Buen día, teniente... — Sully enderezó la espalda y agitó la cola de caballo rubia. Cero resultado: Dubois siguió de largo como si estuviera ciego y sordo.
—¿Qué le pasa? —preguntó, molesta. No estaba acostumbrada a que la ignoraran.
Bardou señaló la puerta de Marceau con un cabezazo y una media sonrisita sobradora y eso bastó para que la cabo enrojeciera de rabia. Sacudió la pila de expedientes que traía sobre su escritorio, con tanta fuerza que saltaron de vuelta al aire y se desparramaron por el piso.
— ¡Eh, Sully! ¿Esos no eran para Marceau? — Bardou estaba a sus anchas.
— ¡Que se los junte ella! — chilló Sully y dio una patadita en el suelo antes de salir al pasillo y desaparecer.
Foulquie le lanzó una mirada reprobadora y se ahorró la respuesta. La puerta de la oficina de Marceau no se abrió en toda la tarde.


Llegó a su departamento pasadas las nueve de la noche. No quería entrar en el dormitorio. Eso es estúpido. Marguerite estuvo esta mañana y debe de haberlo arreglado. Espero que haya quemado la bata y las sábanas. Otra estupidez. Qué sabe Marguerite.
Pasó rápidamente al vestidor, se desvistió y se puso una bata diferente. Su vieja bata azul de seda china. Papá y mamá la habían comprado en una gira por los Estados Unidos. Nadine tenía una igual, verde esmeralda, que también conservaba. Papá la había comprado para mamá, pero mamá insistía en que no le sentaba el verde, y cuando Auguste se casó, se la regalaron a su nuera, que la usó en su noche de bodas. Lola había conseguido que Franco le comprara una bata de seda roja con arabescos dorados. Parecía Madame Butterfly, y a papá se le había ocurrido que prepararan una coreografía con la ópera de Puccini, pero mamá insistía en que no se puede bailar en quimono.
No hay como las pequeñas cosas y los recuerdos familiares para sentirse contenida.
Te extraño, mamá, pero no puedo llamarte para contarte nada de esto. No voy a llorar un carajo.

Cuando salió del baño, vio la camisa negra, lavada y planchada, colgada de la percha-valet junto a la ventana. Te odio. En un primer impulso estuvo a punto de hacerla un bollo para tirarla a la basura. Estoy un poco irracional. Se tiró en la cama. A veces me gustaría fumar, para poder hacer algo con las manos cuando pienso. Recorrió el cuarto con la mirada, pensando en cualquier cosa. Estiró la mano para acariciar el retrato de Jean-Luc: su pequeño acto de amor diario. Se levantó a prepararse un café. No tengo hambre. Mejor tiro la comida antes de que Marguerite se dé cuenta.
Cuando volvió al dormitorio con la taza de café con leche, miró hacia la cama. Desde allí se veía cla-ramente la fotografía. La comprensión le llegó inexorable. Todo un caso, resuelto de punta a punta. Y con atenuantes para el criminal.
En contra de sus deseos, los hechos del día anterior tomaron la dimensión exacta en su memoria. No había sido Auguste quien había llamado por la tarde, sino Marcel. Dormida, se había equivocado, ¡ella, que jamás confundía una voz! Después él la encontró casi desnuda, con el maquillaje un poco corrido porque no se había lavado la cara al volver de la casa de su hermano, con la cama deshecha... No hacía falta demasiada imaginación para encadenar las conclusiones a las que él había llegado. Qué increíble. Qué conjunción terrible de casualidades. Te perdí. No nos dimos oportunidad ninguno de los dos.
Se levantó y llevó la camisa negra al cuarto de huéspedes para guardarla.



BUENOS AIRES, MEDIODÍA DEL LUNES

—Nos retiramos.
—¡NO!
Los ojos azul hielo lo taladraron. El viejo se recostó contra el respaldo del bergère, estirando las piernas con pereza.
—¿Perdón?
Retrocedió ante esa mirada glacial, terriblemente igual a la suya.
—No... ¡no podemos! ¡No vamos a dejar caer la organización así como así!
—No se equivoque. No dejamos caer nada. Es una retirada táctica. Reagrupamos y reiniciamos las operaciones en otra parte.
—¡Cómo, carajo! ¿Cómo? ¡Nos están haciendo mierda en todos lados! ¡Tienen los listados!
Ortiz lo fusiló de un solo vistazo oscuro. Con la calentura, el Brigadier se había olvidado lo mucho que le molestaban las puteadas al número uno.
—¿Tiene idea de por qué pasó todo esto? Fue un error de mi parte.
El Brigadier quedó mirándolo con la boca abierta.
—Sí, aunque usted no lo crea, yo me equivoqué. Le permití a usted organizar ese operativo tan desagradable, con mujeres de por medio.
Intentó interrumpirlo, pero los ojos de Ortiz le ahogaron las palabras en la boca. EL viejo siguió.
—Nos convertimos en vulgares tratantes de blancas, mire qué lindo, por hacerle caso a usted— apretó los labios en una línea muy fina— Una cochinada. Así nos fue.
—No, espere. Las transacciones dejaban fortunas y el riesgo era mínimo. Usted estuvo de acuerdo con eso.
—Digamos que no evalué a fondo todas las posibles derivaciones. Cometí un error de apreciación.
—Los clientes estaban muy satisfechos...
—Y Armand también, ¿sí? Porque fue Armand el que lo apoyó en París. A Jacques no le gustaba, pero, como buen militar, ejecutaba las órdenes sin discutir. No se puede trabajar con mujeres; se lo expliqué miles de veces.
—¡Pero si no...!
—Llámelo con el eufemismo que más le guste: intermediación, abastecimiento, servicio... como quiera. ¡Nuestra organización, rebajada al proxenetismo! Ese operativo terminó hundiendo al cuartel de París. Reorganizar y reagrupar Europa va a llevar bastante tiempo. No vamos a poder tener una base en el continente durante unos años.
El Brigadier seguía de pie delante del sillón, cada vez más nervioso, sin osar sentarse. El viejo no se había molestado en invitarlo a hacerlo. Y ese lagarto servil y traicionero de Ortiz, que no me saca los ojos de encima. El perro de presa del número uno. Le lame la mano al viejo después de destrozarte la garganta. Negro hijo de puta, tendrías que estar viviendo con los puesteros.
—Tranquilo —el viejo levantó la mano con gesto pacificador —. Lo básico sigue en pie, ¿sí? De eso no se perdió nada: las plantaciones, las industrias pesadas, los transportes. Todo eso está. Y el mercado también. Asumo mi total responsabilidad por las pérdidas y los errores. Ahora hay que repararlos, en la medida de lo posible.
—Perdimos muchos buenos elementos —admitió el Brigadier en voz baja.
—En estos momentos no es lo más importante... Pero, sí, perdimos hombres muy preparados.
—Déjeme tratar de arreglar las cosas allá. Le prometo que no dejo títere con cabeza. Esos tipos tienen que pagar por lo que hicieron. Voy, reorganizo todo...
El viejo lo miró en silencio, con expresión helada. Sus ojos eran más duros que nunca.
—No quiero vendettas personales. ¿Está clarito? Esto es una empresa. Considérelo un revés económico muy grande, del que nos recuperaremos.
—¿Los va a dejar? ¿Después de lo que hicieron? — ¿Cómo podés ser tan boludo, viejo de mierda?
—Todos tenemos que asumir nuestro grado de culpa en esto. Todos pusimos nuestro granito de arena para que esto pasara. Me dejé convencer por usted, que era mi mano derecha.
El “era” no se le escapó, y le apretó la tenaza de rabia en la garganta.
—Nos topamos con alguien más inteligente que usted y que supo ver la grieta que este... “servicio” estaba dejando en el sistema. Hasta tengo una idea de cómo fue... ¿Y usted?
Negó con la cabeza. No podía pensar en nada. Me está humillando delante de Ortiz. Nunca hizo algo así. . El viejo continuó, indiferente.
—Se infiltraron. No más de dos, imagino. Seguramente uno haya estado dentro del cuartel general para el entrenamiento. A ése hubiera sido más fácil controlarlo. Debe de haberse desempeñado muy bien para no descubrirse. Los suyos tienen que estar orgullosos de él. Resistió el condicionamiento. Me gustaría saber cómo lo hizo. Esa información vale oro...
Carajo, se está yendo por las ramas. ¿Pero quién interrumpe al viejo en sus digresiones?
— El otro... o la otra, porque más bien creo que es “otra”... atacó por el punto débil que no controlábamos: las mujeres. Se arriesgó a lo peor —el viejo paseó la mirada displicente por el estudio—. Porque, si caía en las manos de su amigote Armand, dudo mucho de que saliera entera, o viva... No podemos saber... Ya no.
El Brigadier atrevió a interrumpir, por la ansiedad que le agarrotaba el pecho.
—¿Lo sabe? ¿Ya sabe quiénes son?
—Todavía no. Estoy haciendo suposiciones, deducciones. No se me ocurre otra forma mejor ni más sutil de infiltrarse. Pero eso a usted ya no le importa.
—¡Sí que me importa, por Dios! ¡Quiero a los responsables, sean dos, tres, cien! ¡Los que hicieron esto tienen que pagar!
—¿Quién hizo qué? ¿Quién dejó el rastro? ¿Quién les facilitó la entrada con una operación tan obviamente nociva para nuestros intereses? Estábamos satisfaciendo demandas muy puntuales, en detrimento de negocios mayores. Se acabó. No quiero más errores como éste.
El tono del viejo era brutalmente acusador. ¿Lo estaba haciendo responsable, y encima le decía que no le permitía cargarse a esos hijos de puta?
—¡Pero ellos...!
—Estamos hablando de usted, no de ellos.
El corazón le dio un vuelco. Toda la cháchara de la responsabilidad y los errores era pura mierda. Me está cargando el muerto. Inspiró pero el aire no le llenaba los pulmones. Por primera vez en su vida tuvo miedo. Un miedo cerval, instintivo. El viejo, maestro en el manejo de los silencios, se mantuvo callado mientras esperaba que él comprendiera su verdadera situación.
—Usted y su grupo tienen destino reasignado.
Si le hubieran pegado un derechazo en el estómago no se habría sentido peor.
—Reúna a su gente. Salen para Angola.
No podías humillarme más, hijo de mil putas. El paredón de fusilamiento. Hizo el último intento.
—Por favor, déme una oportunidad...
—Gánesela. Salen el miércoles vía Lisboa.


Cuando Ortiz regresó, el viejo todavía estaba sentado. Ortiz le sirvió un whisky sin hablar y sólo después de que el viejo se lo hubo tomado, se atrevió a interrumpir el silencio fúnebre que flotaba en el aire.
—Señor...
El viejo levantó los ojos, invitándolo a hablar.
—Señor, no le va a hacer caso. Lo conozco.
—Quiero darle una oportunidad —suspiró a su pesar.
—¿Más? Señor, le dio mano libre, y mire lo que pasó...
—No hace falta que me lo digan. Yo sé que me equivoqué. Es duro de aceptar, nada más —lo miró y supo que Ortiz sabía que le dolía el pecho. Movió la cabeza con resignación — Me estoy poniendo viejo. A nadie le gusta, y a mí tampoco — bajó la mano pesadamente sobre el brazo del bergère.
—Usted no es viejo, señor —la voz de Ortiz estaba llena de ese afecto de años, capaz de perdonarle y aceptarle cualquier cosa. Sonrió para sí. Cualquier cosa menos que le tocaran al “tatita”. A veces los tuyos te salen como un pato guacho, y los que recogés parecen de tu sangre.
—A usted siempre le dolió que él fuera mi mano derecha...
—Conozco mi lugar, señor —Ortiz bajó los ojos, apretando los labios.
—Me equivoqué. Hay que saber perder. Lo que sea. Aunque se trate de mi propio nieto —hizo una pausa. La amargura le deformó la voz y la boca. —Si me desobedece, pobre de él.
Se levantó y se miró en el espejo que coronaba el hogar enorme de mármol italiano que adornaba el estudio. Recompuso el gesto austero y se sirvió otro whisky con parsimonia.
—Pobre de él.