POLICIAL ARGENTINO: 31 may 2010

lunes, 31 de mayo de 2010

La mano derecha del diablo - CAPITULO 5

PARÍS, LA DÉFENSE, DEPARTAMENTO DE LA CRIO. MARCEAU. MISMO DÍA, DE MADRUGADA



Los ojos azules, claros como el agua. Crueles, vastamente crueles. Sin lugar en ellos para un mínimo de piedad.Ni siquiera la elemental compasión que se siente por un animal.
— Puta... me estuviste esperando trece años... Acá estoy...
Quería suplicarle pero estaba muda. La desesperación que le aporreaba las sienes y los tímpanos, le desgarraba la garganta en un grito que se empeñaba en no brotar. Por favor, no, pero los ojos azules le sellaban los labios y la paralizaban. Era de plomo sobre ella, plomo líquido y ardiente que se le colaba en los orificios torurados del cuerpo.
— Así,¿ ves?... Así quebrábamos a las putitas montoneras ...— jadeaba, ronco de furia.
Morir, morirse de una vez por todas para que el pecho no le doliera más así, el corazón lanzado a toda velocidad ensordeciéndola, no, por favor no... no... ¡NOO...!

Sus propios gritos la despertaron. Odette miró alucinada a su alrededor hasta que reconoció su propio dormitorio. Sin encender la luz, saltó de la cama y corrió al baño. Se metió en la ducha, temblando por los sollozos. Después de un rato bajo el agua se dio cuenta de que tenía puesta la ropa interior y se desnudó. Cuando consiguió llorar sin gritar, se sentó en el piso de la ducha dejando que el agua arrastrara los últimos estertores de la pesadilla. En cuatro patas, cerró los grifos y se quedó sentada hasta que el frío la hizo salir y ponerse una bata. Dios, estoy helada... Un café. Pasó corriendo delante del espejo para no verse y nunca estuvo tan concentrada llenando la cafetera. Se salpicó con el café caliente. Carajo, me tiemblan las manos.
De vuelta en la cama, encendió la lámpara y se metió bajo el cobertor con la bata puesta, sin admitir que tenía miedo de dormirse y soñar todo de nuevo. De todas las atrocidades que la bestia había cometido con su cuerpo, ninguna era comparable al odio con que le había lacerado las entrañas. Le había hundido en el cuerpo un hierro ardiente, la había inundado con ácido y destrozado por dentro con saña.
¿Qué te pasa, nena, no aprendiste que uno no le miente al espejo?
No me jodan, no puedo hablarlo con nadie... Además, el hijo de puta está muerto, muerto, muerto...!
¡Te da vergüenza, muñeca! Te da vergüenza que ese animal te haya violado. No que estuviera a punto de matarte, ¿eh? Una es una heroína si la matan, te dan medallas post mortem, pero no hay medallas post violación, no señor. Das lástima, los médicos te revisan los moretones y te hurgan en la vagina. Mejor cerrar la boquita tal como él te la cerró y no poder gritar ni cuando estás dormida. ¿Dónde mierda dejaste la psicología y la profesión? ¿Y si te pasa cuando Marcel esté en casa, qué vas a decirle? Nunca le contaste toda la verdad, claro que no, porque nunca te planteaste la idea de contárselo a alguien más, para que te acompañara en tu dolor. Tenías que tragártelo, señora "puedo-hacerlo-sola". Si lo hubieras compartido...
¿Compartir qué, la humillación? ¿Que ese hijo de puta me haya torturado y...? Estuve en exhibición en una cama de hospital, ¿qué mierda iba a conseguir con eso, que me miraran con más lástima que a un perro?
Qué estúpida puede ser una mujer inteligente.
Basta, en el nombre de Dios, basta. Ya terminó. Bebió un sorbo de café y la garganta le dolió de angustia al tragar. Todo está tan muerto y enterrado como él...
Ah, nena, ese es tu peor error: estas cosas no se entierran porque se pudren y te pudren.
Sí, decirlo, hablarlo con alguien... Un peso terrible amagó a aliviarse. Tomó el teléfono. Si no responde al segundo timbrazo, corto, se prometió cuando apretaba las teclas de memoria.


CAPO CALAVÀ, VILLA MASSARINO. LA MISMA MADRUGADA


Una desazón extraña la despertó de madrugada, oprimiéndole el pecho. Franco roncaba apaciblemente. Amor mío, lo besó y Franco dio media vuelta y dejó de roncar. Lola se levantó sin hacer ruido.
Alguien me llama. Se asomó al dormitorio de nonno Augusto: dormía como un bebé. ¿Y papá? No: si hubiera pasado algo, Aniello ya habría llamado. ¿Por qué pensé en los viejos? La voz que me llama: ronca y cascada, casi agotada por el esfuerzo de pronunciar. Decía "Addolorata". Todos me llaman Lola. ¿Quién...?
Miró la hora en el reloj de pie del salón: las cinco de la mañana. Qué frío hace, se frotó los brazos. Un frío húmedo que se le metía por las fosas nasales y le pesaba en los pulmones. Las ventanas estaban cerradas y el viento las sacudía apenas. El frente de tormenta había pasado rumbo a costas más cálidas, pero había llovido toda la noche.
Volvía al dormitorio cuando el llamado agonizante la reclamó de nuevo. ¿Quién...? La voz le azotó la memoria. ¡No! ¡No tú...! El pecho se le estrujó de miedo y los ojos se le llenaron de lágrimas. El teléfono le ahogó la respiración en la boca. Corrió y tropezó con una silla en la prisa. Gesucristo benedetto! Levantó el auricular con dedos rígidos por el temor, antes del segundo campanillazo.
Mamma?
Odette. Soltó el aire ruidosamente.
— ¡Hija, casi me muero de miedo! — pero ambas respiraron más tranquilas.
Scusa l’ora, mammina ... (1)
Otra vez la sensación de anticipación. Odette hablaba en voz queda.
— ¿Estabas despierta?
— Sí pero, ¿por qué llamaste?
Del otro lado tardaron un par de segundos de más en responder.
— Tuve un impulso — Odette titubeó — ... Quería... saber cómo estabas. Perdón, estoy medio chiflada, ... no tendría que haberlo hecho..
— No, figlia mia, no. Está bien: yo también necesitaba hablar con alguien... contigo— le confesó a su hija la inquietud—. Sentí que alguien me llamaba... Creí que eran los viejos y me levanté. Están bien— la tranquilizó —. No sé qué pueda haber sido. Un sueño, chi lo sà (2) — quién sabe te soñé...Sí, un mal sueño...
— Un sueño... — murmuró su hija —. Yo también ... soñé...
Presintió que había mucho más detrás de esas palabras.
— ¿No quieres contarme de qué se trataba? — la animó.
— Nada, mammina, ... un mal sueño... ya pasó.
— Basta, parecemos locas, hablando de pesadillas a mil quinientos kilómetros de distancia, a las seis de la mañana — se rieron más por los nervios que por lo ridículo de la situación.
Ciao, mammina.
Ciao, bambina.
Cuando cortó, reparó en el hecho: cuánto hace que no llamo bambina a Odette.

(1) Perdón por la hora, mami
(2) Quién sabe


PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. PRIMERA SEMANA DE ABRIL

— Sully, a mi oficina por favor.
Sully colgó de mal humor. Marceau. ¿Y ahora qué carajo quiere? Desde que Marceau había quedado a cargo del puesto de Massarino, había hecho lo imposible por evitarla. Lo único que me faltaba. Massarino había sido transferido al Ministerio del Interior, ¿no necesitaba una asistente? Había tratado de todas las formas posibles de que el comisario reparara en ella para que le dieran el traslado, inútilmente. La puta que lo parió, tuve que quedarme y verla ocupar ese despacho. Y encima, la gota que colmó el vaso: Dubois duerme con ella. ¡No hay derecho! ¿Por qué tengo tanta mala suerte?
Se había limitado a desaparecer de la vista de Marceau, que seguramente se la tenía jurada. Por algo le dicen "Madame la Veuve" . ¡Y cómo se callaron todos ahora que la señora es la número uno del sector! Ese chismoso de Bardou, que se llenaba la boca hablando pestes de ella y de Massarino. Todos los que le miraban el culo y las tetas cuando era capitán, y que apostaban sobre quién sería el macho de la señora y qué oficial sería capaz de encamársela, ahora se cuidan hasta cuando la saludan. Si su Dubois se llega a enterar de quiénes son, los corta en pedacitos. Maricones de mierda.
Cierto que había otros que jamás se habían metido con ella. Meyer, por ejemplo. Ese amargo de Paworski y los antipáticos de los Laboratorios: ¡los había visto sonreírle por los pasillos! Chupamedias. Con la única persona con la que el anormal de Witowlski articula más de dos palabras es con ella. Claro que hablan nada más que del sistema de mierda. ¿Y Foulquie? Pobre viejo, siempre la defendió. Y a mí qué me importa. Tragó saliva y entró al despacho.
— ¿Señora? — No la mires a los ojos. Visión periférica, preciosa.
— Sully, sería tan amable de traerme este expediente?
La comisario le alcanzó un papel con el número. Ella asintió con un sacudón de cabeza y salió.
Parece que hoy está de buen humor, pura cortesía. Bueno, conmigo siempre es muy cortés. Salvo que le mires al Dubois.
Mientras subía las escaleras a desgano expediente en mano, se cruzó con Bardou que venía de gran charla con Strauss, acerca de un tal Ayrault. Aminoró el paso y paró las orejas. El Ayrault ese se estaba postulando para candidato a presidente. ¿Y a éstos qué les importa? Alguien más intervino en la conversación: el comisario Girard. Otro cerdo con galones, de esos que te se creen que porque son comis te pueden mirar el culo y opinar acerca de él sin remordimientos.
— Su municipio es un ejemplo— decía el bocón de Girard —. Ojalá hubiéramos tenido un alcalde como él. ¡Él sí sabe cómo mantener el orden público!
— Duró poco en el Quai — intervino Strauss.
— ¡También, con el escándalo de Marceau, como para que durara! — Bardou se rió socarrón.
¡Mierda! ¿Marceau de por medio? Ésta sí que no puedo perdérmela. Pero unos pasos más y sería evidente que estaba escuchando. Se prometió averiguar el resto de la historia. Roulet, el de Archivos, siempre tenía una anécdota jugosa para quien quisiera escuchar. Seguro que algo debe saber. Se prometió ser más amable con el viejo verde para ver si le sonsacaba algo.
Apretó el paso y se adelantó al grupo sin mirarlos. Al alejarse, escuchó las risas ahogadas de los tres hombres. Alguna porquería que estarán contando, sucios babosos.
— Señora, el expediente que pidió.
Dio media vuelta decidida para salir cuando la voz aterciopelada la congeló.
— ¿Sully, quiere un café?
Se quedó sin aire durante un momento. Se volvió, tragó saliva y se sentó, consciente de que su expresión era una mezcla de sorpresa y pánico. Mejor digo que sí, nunca se sabe...
— Gracias...
Marceau le alcanzó una tacita de café exquisito y caliente. Desde que ocupaba esa oficina, se hacía preparar el café, su propio café pagado de su bolsillo, en una jarra térmica que quedaba en el despacho, junto con tacitas descartables. Bardou decía que era por Foulquie. Claro, el viejo siempre corría a llevarle la tacita de café, evocó con un pinchazo de envidia del que se arrepintió de inmediato. Pobre Foulquie.
— Sully, si no me equivoco, tuvo algunos problemas con Bardou.
Se puso roja como un tomate. Dios, ésta se entera de todo. Tragó saliva.
— Ah, bueno, tuvimos ... un intercambio de palabras.
Casi le había tirado el descartable de café por la cabeza al chismoso, por andar desparramando por ahí los comentarios groseros de Girard acerca de su anatomía y de lo bien que le vendría un poco de atención masculina específica.
— Sully, cuando una trabaja con más de dos personas, las habladurías son inevitables. Me importa un comino lo que digan de mí, pero detesto que molesten a mi personal. Sobre todo si quienes lo hacen se amparan en su rango.
Se quedó dura. La comisario continuó.
— Si vuelve a ocurrir un incidente de ese tipo, quiero conocer las circunstancias. Quiero que sepa que puede contar conmigo.
— Gra...gracias. Comisario. Gracias.
— A veces los hombres son más maledicentes que las mujeres — Marceau sonrió apenas.
Dios del Cielo, debo estar púrpura. Apuró el café y se puso de pie.
— Gra-gracias... Por el café.
La comisario sonrió otra vez y sacudió la cabeza, mientras giraba hacia la pantalla de la pc. Sully salía cuando la curiosidad pudo más que ella. No pudo resistirse más y preguntó desde la puerta.
— Comisario,... ¿quién era Ayrault?
Marceau se volvió a medias y respondió en tono neutro.
—Fue el antecesor de Michelon. Estuvo tres años en el cargo y después se retiró de la PN.
— ¿Ud. lo conoció?
— Sí.
Mierda, qué locuaz. Le informó a la comisario de sus recientemente adquiridos conocimientos.
— Ah, qué bien. ¿Sabe? Parece que va para candidato a presidente. Fue alcalde de Chaumont y ahora es diputado. Dicen que... que le va muy bien— terminó la frase en un murmullo, cortada por la expresión indescifrable de Marceau.
— Espero que tenga suerte — comentó Marceau educadamente.
— Sí, claro. Me voy... Me... tengo que archivar.
— Adelante — la sonrisa volvió al rostro impenetrable y ablandó el hielo de dos minutos atrás.
Mientras recogía expedientes y los ordenaba por número, la cabo se prometió que averiguaría la tenebrosa historia sobre la que la comisario mantenía un discretísimo silencio.