POLICIAL ARGENTINO: 16 ene 2012

lunes, 16 de enero de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 32

EN ALGUNA PARTE DE PARÍS, MADRUGADA DEL MIÉRCOLES


Se despertó esposado a una cama metálica en un cuartucho ínfimo. La cabeza y la espalda le dolían y el acto de respirar era casi intolerable. Tenía la ropa manchada de sangre. Lentamente, recordó que no era la suya. Se tocó la cara: el corte ya estaba cubierto por una costra pero ante el mínimo movimiento le brotaba sangre. Se incorporó muy despacio, pero las nauseas lo dominaron y se cayó sobre el colchón desnudo. Contuvo el vómito y se incorporó de nuevo. Esta vez aterrizó de rodillas junto a la cama. La cabeza le estalló en chispazos y tuvo que sostenerse de los barrotes de la cabecera.
— Nos dio trabajo traerlo, capitán— dijo una voz recia.
Levantó la cabeza por la sorpresa y un dolor blanco le hendió el cráneo. Donde debería estar la puerta, una luz cegadora rodeaba una figura oscura.
— ¿Quién carajo es Ud.?— rugió, doblado sobre su estómago.
Dos hombres más entraron y lo arrojaron contra la cabecera. Ciego de furia, estiró el brazo libre y alcanzó a uno, lo hizo trastabillar y le partió la tráquea de un golpe. El otro le dio en la sien con algo duro. Marcel tiró de la macana con la que lo había golpeado, trabó las piernas del tipo con las suyas y lo desnucó de un giro violento de la cabeza.
— ¡Párenlo, carajo!— aulló el que daba las órdenes.
Tres más se le tiraron encima, esposándole la otra mano a la cabecera.
— ¡Alejense de él! ¡Saquen a esos dos boludos de acá, rápido!—el tipo siguió gritando furioso—. ¡Les dije que le esposaran las dos manos!
— Sí, señor!— ladró uno de los tipos. Estaban de uniforme negro, igual que el que daba las órdenes.
El sujeto se acercó hasta los pies de la cama, a prudente distancia de sus piernas. Hijo de puta, si te alcanzo te llevo conmigo. La luz no le permitía ver la cara del tipo pero sí apreciarle la contextura. Bajo y de espaldas poderosas, caminaba como un predador al acecho. ¿Dónde te vi antes? Te conozco, hijo de puta. Si la cabeza no estuviera a punto de estallarme...
— Impresionante, Dubois. No esperaba menos pero estoy asombrado. Superó mis expectativas.
— ¡La puta madre que te...!
— Si se tranquiliza, hablamos— el otro sacó un cigarrillo y lo encendió con parsimonia; aspiró dos o tres veces y se dignó a prestarle atención.
Un brillo dorado destelló en la mano izquierda del hombre.
— ¿Lo conoce? Claro que sí— le acercó el dorso de la mano a la altura de los ojos: el anillo de sello de la Orden del Temple—. Ningún miembro de la Orden lo desconocería.
— ¡Miembro de la Orden! ¿De qué mierda habla?
El otro sonrió sardónico.
— Capitán: usted es uno de nuestros hombres. Por lo que pude ver, muy bueno. Su entrenamiento fue perfecto: una verdadera máquina de matar en cualquier situación, aún en desventaja física o numérica. Magnífico.
No puede ser posible... ¿no? El pensamiento horroroso tomó forma. Nunca dejé de serlo...
— Está empezando a comprender, Dubois. Aunque si utilizo su alias quizás nos entendamos mejor..."Mayor" Maurizio De Biassi.
El nombre que había usado para infiltrarse en la Orden, dos años atrás. No era posible que ese pasado regresara de este modo. La garganta se le cerró en un nudo: no tengo salida, soy hombre muerto.
— No sé qué pretenden de mí pero no me importa— jadeó—. No puede obligarme a nada.
— ¿No? ¿Se imagina el escándalo en la PDP cuando se sepa que su condicionamiento funcionó?
— ¡No sea imbécil! ¡Nunca funcionó!
— Asesinó a ocho hombres en la ruta esta madrugada, acaba de liquidar a otros dos, y si me pusiera al alcance de sus piernas, creo que la pasaría mal. Podría no significar nada, pero tenemos pruebas de su condicionamiento.
— ¡No tienen un carajo!
— Sí, tenemos. Tenemos todas las grabaciones de su entrenamiento, sus respuestas y, lo más importante, el “audio” del test final. Muy satisfactorio. Jacques no se equivocó con Ud. y me alegra comprobar que yo tampoco.
— No importa lo que haya hecho entonces— susurró—. Me niego a hacer nada para Uds. Máteme y déjeme en paz.
— No quiero matarlo. Quiero que trabaje para nosotros— el bastardo hijo de puta era un modelo de mesura y consideración—. Sea razonable, Dubois, no quisera tener que convencerlo por la fuerza.
— ¿ Puede hacer más de lo que hicieron en el cuartel de París? ¡No les sirvo, cretino de mierda! ¡Pégueme un tiro de una vez por todas!
— Lo necesito vivo. Si no acepta colaborar voluntariamente, usaré otros métodos. Siempre consigo lo que quiero.
Se levantó, aplastó el cigarrillo en el piso y salió, cerrando de un portazo.
Marcel se quedó aturdido de horror: soy como ellos. Soy uno de ellos. El recuerdo de lo que había hecho era terrible: cada uno de sus movimientos había sido fatal; su cuerpo respondía autónomo en impulsos mortales.
¿Cuántas otras veces lo hice? Los entrenadores de C** estaban maravillados conmigo... ¿Dios mío, en qué me convertí? ¡Soy tan criminal como ellos, nunca conseguí limpiarme esta mierda!
Una sucesión de flashbacks lo paralizó: “Mátela, Maurizio. Es una orden” y él había levantado el arma. Tenía recuerdos físicos atroces de ese momento: su propia mano moviéndose sola, independiente de su voluntad; su cuerpo empapado en sudor; la erección incipiente ante la visión del cuerpo desnudo y torturado. La mirada fría y evaluadora de Jacques. La excitación evidente y grosera del necrofílico de Prévost. Y ella, retorcida de dolor, aterrorizada ante la muerte que le llegaba de su mano.
Me convirtieron en un monstruo y no fui capaz de librarme de esa podredumbre.
La habitación quedó a oscuras
— Capitán, la decisión está en sus manos— la voz del tipo provenía del techo—. Ud. ya nos conoce y sabe qué es lo que podemos hacer. ¿Está dispuesto a colaborar?
— ¡Váyase a la mierda!
— No: el que se va a la mierda es usted. Que lo disfrute.
El parlante cliqueteó y cambió el sonido. Una imagen se proyectó en el techo del cuartucho, ocupando todo el cielorraso. Los gritos desgarradores llenaron la habitación y le estallaron en los tímpanos. Cerró los ojos pero no podía evitar escuchar. “Su prueba más importante, Maurizio. Mátela. Es una orden”.

****

— Señor— el capitán médico se acercó respetuosamente—. ¿Cómo continuamos?
— Continúen con las proyecciones y no permitan que duerma. Vuelvan a inyectarlo tan pronto como noten que pierde la conciencia.
— ¿La misma dosis, señor? Parece muy resistente, podríamos probar con una más alta...
— Tiene que estar en condiciones antes de cuarenta y ocho horas así que no se pasen de la raya. Sólo lo necesario. No quiero un zombie.
El médico sacudió la cabeza y antes de salir, Lejeune se volvió una vez más hacia él.
— No me llamen. Yo me comunicaré.

PARÍS, XV° ARRONDISSEMENT. RESIDENCIA DE LA CRIO. MICHELON. MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Michelon se fue a casa sin la compañía consoladora de Laure. Prefería dispensarle los malos momentos que últimamente pasaba, respondiendo al teléfono que no dejaba de sonar, y evitar que algún periodista indiscreto se metiera a husmear relaciones que no le interesaban a nadie.
Se servía un coñac generoso cuando llamaron a la puerta. Espió por el circuito cerrado: un hombrecito anodino con un sobre en la mano.
— ¿Quién es?— ladró por el intercom.
— ¿La comisario Claude Michelon? Traigo algo para usted de parte de Lionel Henri.
El nombre la puso alerta.
— Un momento— fue a buscar su reglamentaria en el cajón del escritorio donde solía dejarla olvidada. Camino de la puerta verificó el cargador y liberó el seguro.
El hombrecito la miró detenidamente y miró el arma sin arredrarse.
— Tenía que entregarle esto si el comisario Henri moría... en determinadas circunstancias— le tendió un sobre manoseado—. Usted no me conoce, nunca me vio y no sabe quién le dejó esto en su buzón.
— ¿Por qué hace esto?
— Lionel era mi amigo. Me hizo prometer que le entregaría esto a usted cuando llegara la ocasión. Él estaba seguro que llegaría. Una sola cosa más: Lionel pidió que luego de leer la nota, la destruya.
— ¿Quién es usted?— insistió pero el hombre ya se alejaba rápidamente.
Michelon cerró la puerta con llave y ni siquiera esperó a llegar al escritorio para revisar el contenido: varios microfilms y negativos cortados más la nota de Lionel Henri.
Inspector Lionel Henri

“Querida Claudette:


Si estás leyendo estas líneas es porque estoy muerto. Es preferible así, entre otras cosas porque esta confesión me avergüenza tremendamente. Te pido perdón, Claudette, por haberte mentido y por no haber tenido el coraje de decírtelo personalmente.
Cuando te entregué el informe Ayrault diciéndote que se había eliminado evidencia clave en la causa contra él, no te dije toda la verdad. No te dije, por ejemplo, que fui yo quien la eliminó: acepté presiones y suprimí y oculté evidencia que yo mismo había registrado, como condición para que Ayrault no implicara a funcionarios de alto nivel en IGPN, RG y otras divisiones de nuestra vieja y venial PN. Como pago por mis servicios, me promocionaron rápidamente y tuve una próspera carrera en IGPN.
Y aunque la única mancha de mi legajo permaneció oculta, los culpables nunca dormimos tranquilos, así que cargaba con el peso de esa evidencia robada a los expedientes y que me quemaba en las manos. Creí que siguiendo por mi cuenta y por otras vías con la investigación que yo mismo había cerrado, podría equilibrar ese saldo pendiente sobre mi conciencia. No estaría usando aquello que yo mismo había contribuido a desaparecer; nadie podría acusarme de no cumplir con lo pactado. Si Ayrault sacaba los pies del plato por otro motivo, entonces la PN tendría un caso completamente nuevo y yo, la conciencia en paz.
Me busqué un compañero que creyera en mi virtuosa indignación: Arnold tuvo la desgracia de confiar en mí, porque fue demasiado lejos en su celo profesional y murió por mi causa. Pero resultó que no es la única víctima: cuando veas lo que te envío con esta carta, comprenderás.
No hice caso de mi instinto de policía. Debí saber que Ayrault no cambiaría; que lo que parecía un juego perverso, terminaría en crimen; que cuando la corrupción alcanza cierto grado, sólo cambia para hacerse más grande y contaminar cuanto toca, como a mí.
Lamento profundamente todo lo ocurrido: la humillación de quienes quedaron manchados por mi deshonestidad; las vidas perdidas; el quedar como un miserable ante los ojos de una colega a quien respeto y una amiga a quien quiero con el corazón.
Ojalá que cuando esto llegue a tus manos, sea de alguna utilidad y evite, al menos, otra muerte más.
                                                           Lionel”

Hizo lo que Henri pedía: rompió la carta y la quemó.
No quería esperar al día siguiente para conocer lo que revelarían los negativos y los anticuados microfilms y llamó al Quai: los técnicos se había retirado. Regresó al Quai y fue al Laboratorio de Fotografía. Después de dos o tres vacilaciones, y de recordar el orden de los reactivos gracias a un listado pegado con cinta adhesiva a la pared, consiguió revelar las tomas. Sin duda alguna, era su despacho del Quai. En total desorden, con el intercom y teléfonos arrancados y en el suelo, y papeles desparramados por todas partes. Las demás fotos le dieron escalofríos y vergüenza: varias tomas de cuerpo entero, frente, espalda, y tomas localizadas de una mujer brutalmente golpeada: Odette Marceau.