POLICIAL ARGENTINO: 2009

sábado, 28 de noviembre de 2009

La dama es policía - CAPÍTULO 36


PARÍS, BOIS DE BOULOGNE. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA NOCHE
Auguste miró alucinado cómo el hombre arrastraba a Odette hasta ellos. En el nombre del Cielo, ¿qué le hizo ese hijo de puta? Se le saltaron las lágrimas mientras se ahogaba de coraje. Sintió una mano en el hombro que lo empujaba hacia el suelo y se arrodilló.
El cuerpo de Odette rebotó contra el capó; cuando el tipo se acomodó delante de ella y la atrajo hasta su entrepierna, ella no reaccionó. Dios mío, qué pasa. El hombre lo miró con una sonrisa feroz y, mientras tiraba el arma al suelo y se desabrochaba la bragueta, le gritó:
—¡Sólo para tus ojos, Massarino!
En las sombras, la presión de una rodilla en la espalda lo hizo tirarse al suelo. Oyó los disparos desde atrás y rodó a un lado al tiempo que gatillaba su propia arma, aunque el hombre ya se retorcía espasmódicamente y la sangre le salpicaba la cara. Los disparos siguieron cuando el tipo ya no era más que un bulto en el suelo. Alcanzó a ver el rostro de Dubois deformado por el odio mientras vaciaba el cargador, ahora de pie junto al cuerpo del otro.
Se incorporó con agilidad mientras el hombre de Varza sacaba del auto al herido en la rodilla, todavía amordazado. Sin pensarlo dos veces, le puso la pistola en la frente y tiró del gatillo. Al volverse, Dubois estaba de rodillas sosteniendo a Odette, mientras lloraba como una criatura.
Con el corazón en la boca vio que su hermana no se movía. Caminó hasta ellos como en un mar de brea.
No, Cisne, no.
Las sirenas de ambulancias y patrulleros aullaban por el bosque.


PARÍS. HOSPITAL HÔTEL DIEU, PRIMERAS HORAS DE LA MADRUGADA DEL MARTES
—Por favor, entren y hablen con ella — el residente se asomó desde la habitación a la vez que le hacía lugar a la enfermera para que saliera.
Auguste, sentado con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, lo miró con cansancio. En dos pasos, Marcel estuvo encima del médico.
—Cinco minutos— el médico remarcó las palabras—. Y sean convincentes.
—¿Respecto de qué? —preguntó Auguste.
—Respecto de que están vivos— Marcel y Auguste se miraron sorprendidos—. Esta mujer es terca como una mula. Necesita el sedante, así que hablen con ella— y en un aparte a Auguste: —Después quiero hablar con usted.
Marcel alcanzó a oír y el corazón se le subió a la boca.


Pasillos del Hospital Hôtel Dieu de Paris- Foto de Flickr
Ciao, lucertola —susurró Auguste mientras le revolvía el pelo. Estaba pálida como las sábanas, tanto que se le encogió el pecho.
Scugnizzo— ella sonrió mientras él le acariciaba la cara—. ¿Estás bien? ¿Qué pasó? En el Bois creí que... ¿Estás bien?
—Magnífico — obvió las explicaciones. No iba a llorar como un idiota. Ella le tomó la mano y se la besó, reteniéndola contra su cara. Tenía las muñecas vendadas, el cuello lleno de hematomas. Sí, iba a llorar.
—Nadine estaba con tu suegro...
—Ya lo sé. Están todos bien.
—¿Quién...? — no tuvo fuerzas para completar la frase. Está mareada por los calmantes, pensó.
—Calogero y la gente de Varza — gracias a Dios.
—¿Perrin?
—Se salvó por un pelo. ¿Vas a preguntar por toda la Crim?
Los ojos de Odette se volvieron vidriosos.
—¿...Marcel?
La besó en la frente.
—Está esperando para verte
A ella se le iluminó tanto la cara que Auguste sintió una punzada de celos. Le hizo señas al teniente para que se acercara. Marcel se sentó en la cama y al estrujarla en un abrazo ella gimió.
—Parece que cada vez que te toco, te lastimo —murmuró Marcel, compungido.
—Me... estoy acostumbrando, Ranxerox... — Odette estiró la mano y le acomodó el cabello. Marcel la besó antes de soltarla con cuidado, recostándola otra vez. Auguste salió mientras oía que su hermana insistía en preguntar qué había pasado.


Marcel la besó otra vez en silencio. Odette cerró los ojos entre agotada y feliz pero cuando frunció la frente y gimió de dolor, Marcel sintió que una tenaza le estrujaba los intestinos. Nunca más lejos de mí, ¿entendiste? Te voy a pisar los talones como un perro. Tu San Bernardo.
Una walkiria embutida en uniforme de enfermera entró con una bandeja estéril y una jeringa. Lo apartó con soltura y mientras le ataba el brazo a Odette para inyectarla, comentó:
—¿Estamos más tranquilas? ¿Le hacemos caso al doctor?
Jawohl, mein Führer.
Marcel sonrió al oírla. No perdiste el humor. Los ojos se le nublaron.
—Muy graciosa— la enfermera hizo un gesto severo. Antes de que terminara de acomodarle las sábanas, Odette estaba dormida —. Afuera— ladró. No le costó demasiado esfuerzo sacarlo de la habitación.
En el pasillo, Auguste escuchaba al médico con la mandíbula encajada y las manos en los bolsillos del pantalón. Al oír la puerta, le echó un vistazo rápido.
—Vamos a tomar un café. No le digamos nada de Foulquie todavía —con un gesto de la cabeza hacia la habitación— . Le tenía mucho afecto al viejo.
Marcel lo interrogó con la mirada llena de angustia. Auguste le apretó el hombro.
—Gracias al Cielo, ese animal no le hizo nada. Va a estar bien — el comisario sacudió la cabeza como si se convenciera a sí mismo — Va a estar bien. Vamos— y lo arrastró hacia el ascensor.


Calogero Colosimo
Se sentaron en silencio en el bar del hospital. Marcel observó las manchitas de sangre en la manga de su camisa y en una de las perneras del pantalón. Ni siquiera había ido a su casa a cambiarse de ropa. Sacó un Gauloise y le tembló la mano al encenderlo. Un hombre se les acercó. Lo reconoció como uno de los que habían encontrado en la casa del comisario.
—Augusto...
—Calogero —el comisario le hizo lugar.
—¿Cómo está? — preguntó Calogero con tono preocupado.
—Duerme. Va a estar bien —respondió Auguste.
—Le fallé. Nunca me lo voy a perdonar— el hombre tenía los ojos vidriosos—Si Mario me corta las pelotas, tiene todo el derecho— los miró y se explicó —. Envié a Filippo a su casa. Encontró a un tipo. Me quedé tranquilo. Nunca pensé que...
—Nadie pensó que ese monstruo los seguiría hasta el Quai— Auguste se mordió el labio.
—Virgen Santa, no podía creerlo. Menos mal que ese, Wi... Wik...
—Witowlski —murmuró Marcel—. Yo la dejé en el Quai. Si me hubiera quedado... —Golpeó la mesa sin darse cuenta, y las tazas tintinearon. Apretó las mandíbulas para tratar de aguantar las lágrimas. Auguste le tomó el brazo en un gesto de consuelo y se quedaron en silencio otra vez, bebiendo café.
—Hay algo... que nunca te dije, Augusto — Calogero miró alternadamente a los dos y continuó en italiano—. Es... historia antigua, pero... siempre me pesó en el corazón.
Auguste lo miró con los ojos llenos de premonición.
—Cuando... cuidaba... a Jean-Luc... —empezó Calogero y Marcel se acomodó para escuchar. Calogero comprendió que él entendía lo que estaba diciendo pero ahora no tenía más remedio que seguir.
—Él... quería que ella lo dejara... La quería con locura... y cuando comenzamos con la morfina... —el dolor le hacía temblar la voz.
—Ya lo sé. Odette se enteró y...—Auguste le tomó el brazo.
—Ella después... —Calogero no lo dejó continuar —le daba... otra cosa — miró a Marcel con aprensión—. Al principio la conseguía ella, no me preguntes de dónde, y cuando me enteré, yo salí a buscarla. No quería que se arriesgara de esa forma.
Siguió un silencio ahogado.
—Entonces él vio la oportunidad... Estuvo lúcido hasta el final, Augusto.
Auguste lloraba en silencio, con la mirada baja. Calogero hablaba con los ojos cerrados.
—Me lo había pedido tantas veces... que lo arreglé... Le cambié la dosis por cloruro de potasio... Tal como estaba, no hizo falta demasiado... Él lo sabía, te lo juro. Lo vi sonreír cuando ella... —casi no podía hablar—.Yo no soportaba verlos sufrir.
Auguste abrazó al otro en silencio durante un largo rato. Cuando se separaron, ambos tenían los ojos húmedos. Colosimo suspiró.
—Me siento mejor ahora que te lo dije. ¿Podrás...?
—Con toda el alma —respondió Auguste, ronco de emoción.
Colosimo se puso de pie.
—Me vuelvo al mediodía. Cuídenla. En casa van a matarme si le pasa algo más— le tendió la mano a Marcel y abrazó y besó a Auguste.
—Calogero, ni una palabra a los viejos.
—¿Quién te creíste que llamó a Mario? —Auguste se sobresaltó—.Fue tu madre.
En el silencio que siguió, Auguste movió la cabeza con resignación.
—No te preocupes; no pienso decirles lo que pasó.
—Está bien... ¿El tipo que encontraron en casa de mi hermana?
—Pudriéndose en el Sena.
Obvio. Colosimo se encogió de hombros.
—Tendrán que reparar la puerta. Lo arreglamos para que pareciera un intento de robo. Arrivederci.
Arrivederci.
Se quedaron solos. Después de un rato, Marcel levantó la vista hacia Auguste.
—Quiero saber.
Auguste lo miró y asintió.
—Es una historia larga.
—Tenemos tiempo.

sábado, 31 de octubre de 2009

La dama es policía - CAPITULO 35


XVI° ARRONDISSEMENT. CASA DEL CRIO. MASASRINO. LUNES POR LA NOCHE
Auguste se había ido hacía menos de diez minutos cuando sonó el timbre. Nadine corrió hasta la puerta, pero, hija y mujer de policías, no abrió. Nadie de la familia podía estar llamando a la puerta a las diez de la noche.
—¿Quién es?
—Signora Nadine —respondió por el intercomunicador una voz vagamente conocida —. Soy Calogero. Calogero Colosimo, signora. Abra, por favor.
Nadine espió por la mirilla telescópica. Dios, de verdad es Colosimo. ¡Mis suegros! ¡Algo les pasó a mis suegros! Abrió y el hombre entró apresurado, seguido por otros tres.
—Calogero, ¿qué pasa?
—Busque a los chicos. Tenemos que salir de la casa.
—¡Auguste no está!
—Ya sé. Alcanzamos a verlo salir y preferimos quedarnos y sacarlos a ustedes.
Nadine miró a los hombres que acompañaban a Colosimo. El parecido no era suficiente para que fueran parientes, pero tenían un aire en común... paisanos del mismo lugar. Colosimo la tomó del brazo y la llevó escaleras arriba.
—Vamos, signora. No tenemos mucho tiempo.
— Dios santo, ¿dónde está Auguste?
—Por favor. Es por el bien suyo y de los niños— insistió Colosimo
Corrieron escaleras abajo, ella con Isabelle y Colosimo llevando de la mano a Antonin. En el garaje de la casa esperaba un automóvil igual al de Auguste.
—Suban. Agáchense en el piso del auto hasta que yo les avise.
—Calogero, ¿qué van a hacer?
—Los muchachos se quedan aquí. Yo la llevo a un lugar seguro.
Después de cinco minutos de carrera, el hombre les dijo que podían levantarse. Les llevó sólo cinco minutos más llegar al Quai. Calogero detuvo el automóvil frente a la puerta principal.
—¡Papá!
SaintClaire estaba esperándolos con un auto en marcha.
—Vamos, hija — el viejo ex comisario miró a Colosimo—. Gracias.
—Somos de la familia. No tiene nada que agradecer— Colosimo saludó respetuosamente a SaintClaire y acarició la cabeza de los chicos. Nadine lo miró con los ojos llenos de dolorosa anticipación.
—Quédese tranquila. A Augusto no le ocurrirá nada.
Mientras se sentaba en el auto de su padre, Nadine oyó el chirrido de los neumáticos del otro automóvil.


36,Quai des Orfèvres por la noche

QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA NOCHE
—¿Adónde vamos? —preguntó Odette después de unos minutos.
La había sentado en el auto y sujetado con el cinturón de seguridad, como a una criatura. Cuando arrancó, con el rabillo del ojo vio que ella estaba llorando en silencio. Le pasó el brazo por los hombros y le acarició la cara. Él tampoco podía hablar. Ella no resistió su abrazo. Se la veía tan frágil. Marcel sintió que el pecho le reventaba de dolor.
—¿A dónde vamos? —insistió ella, con vocecita entrecortada.
—Al Quai. Donde puedas estar segura— la soltó momentáneamente para tomar el volante y virar en un semáforo.
—¡No! ¡Van a matar a mi familia!
—Odette, tu hermano me dio la orden, y nunca estuve más de acuerdo.
—¡Van a matar a mi familia!
El semáforo cambió a rojo. En un segundo, Odette se soltó el cinturón y abrió la puerta, tratando de saltar del auto, pero él fue más rápido. Había previsto esa reacción, y la tomó del brazo y tirado de ella hacia adentro.
—¡No quiero! —Odette se debatió con furia.
—Lo siento, pero no vas a ninguna parte — le esposó la muñeca izquierda a la derecha de él —Ahora, hagamos lo posible por no matarnos— arrancó a toda velocidad.
—¡Te odio!
—Ya lo sé.
Entró con ella en el edificio, todavía esposados, escandalizando al suboficial de guardia.
—¿Quién está arriba?
—¡Foulquie! —gritó el hombre mientras Marcel arrastraba a Odette por las escaleras. Maldita caprichosa. No, por Dios. Está desesperada, igual que yo. Quería abrazarla, besarla, jurarle que nada le pasaría a su familia, que todo saldría bien.
—¡Foulquie!
El sargento se puso de pie de un salto, enarcando una ceja ante la escena. Marcel abrió las esposas, tomó a Odette por los hombros y la sentó ante uno de los escritorios.
—Por favor... —ella le dio la espalda —¡POR FAVOR! Quiero que te quedes aquí. ¡Foulquie —dijo sin volverse—, que no salga del edificio! Si es necesario, enciérrela en algún lado. Voy a la casa de Massarino.
Se inclinó hacia ella y la besó en la frente. Lo pensó mejor y la abrazó y besó apasionadamente.
—Voy a buscar a tu hermano. No te muevas de este escritorio. Quiero tu palabra.
Ella asintió con un gesto. La besó otra vez y salió.


QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA NOCHE.
Foulquie se acercó en silencio.
—Su... cuñada está en casa del comisario SaintClaire, con los niños. El comisario acaba de avisar.
Gracias al cielo. Se le quitó un peso del pecho.
—¿Cómo llegaron...?
El sargento se encogió de hombros.
Un yunque le oprimía el corazón. Odette se frotó el cuello como si con eso pudiera aliviar la angustia. Mi hermano, Marcel... Tengo tanto miedo.
—¿Quiere un café? —le preguntó Foulquie.
—Por favor —murmuró ella con un suspiro.
Mientras el sargento salía, Odette enterró la cara entre las manos. Estoy agotada. Dios mío, que no pase nada. Por primera vez en años se puso a rezar.
Entró un uniformado. Foulquie con el café... El hombre se paró detrás de ella y la levantó de un brazo.
—¡Qué...! —mientras el hombre le esposaba las manos a la espalda.
—Órdenes, señora.
No conozco esa voz.
—¡No es necesario que me espose! —sacudió las manos.
El hombre la tomó del brazo sin abrir la boca y la llevó a la rastra hacia las escaleras. En lugar de ir a las salas de interrogatorio donde pensaba que la encerraría, el tipo la empujó por el patio hacia la calle. ¿Por qué? Odette tuvo un presentimiento espantoso.


Patio interior del Quai des Orfèvres

Se volvió a medias para verlo. Alto, de contextura fuerte, rubio, facciones un poco abotargadas pero atractivas. Ojos azules, casi vacíos de tan claros. Notó que caminaba... No... Marchaba. Cristo, este hombre no es policía. Se estremeció y tironeó del brazo, pero el tipo la sujetó con mano de hierro.
—Un solo movimiento de más y masacro a los que se nos acerquen. O a los que encuentre —le susurró al oído, pegándola a él—. Así me gusta. Tranquila. Vamos a salir con calma.
Hablaba un francés plano, sin inflexiones ni acentos y sin la natural guturalidad del idioma. Extranjero, pero no europeo. Ni norteamericano. Militar, por la forma de moverse. El nombre le estalló en la mente como un rayo. Dios, es él. El estómago le dio un vuelco; le temblaron las piernas y trastabilló. El hombre la sostuvo con una facilidad increíble.
—Despacio. No queremos alarmar a nadie.
En la calle, caminaron muy juntos hasta uno de los patrulleros. Detrás de otros dos vehículos había un hombre tirado en el suelo, en ropa interior. Un hilo de sangre le corría por detrás de la oreja. Perrin. Tiene tres hijos, recordó Odette mientras pugnaba por no llorar de desesperación. Hijo de puta. El hombre la metió en el auto y la sujetó con el cinturón de seguridad. Se caló la gorra, se sentó al volante, y salieron despacio. Dejó el arma entre las piernas. Entre las sombras del interior del vehículo y la visera, no se le veía la cara.
—El mínimo intento de avisar a alguien y te vuelo la cabeza.
Odette no tenía ninguna duda al respecto.
Salieron sin que nadie los molestara, salvo algún saludo ocasional.
A unas cuadras, el hombre detuvo el patrullero detrás de un sedán oscuro, la amordazó con cinta adhesiva y la arrastró fuera del auto. El frío le cortó la respiración. Con la habilidad propia del entrenamiento, el tipo le dio detrás de la rodilla un golpe ligero que la hizo trastabillar lo suficiente como para que él le tomara la cabeza, se la bajara y la sentara en el asiento del acompañante del sedán, en un solo movimiento. Le ajustó el cinturón de seguridad, cerró la puerta y se sentó al volante. Antes de arrancar, reclinó el asiento para sacarla de la vista desde la ventanilla. Comprobó el ajuste del cinturón y se pusieron otra vez en marcha. Sobre la guantera había una Motorola sintonizada con la frecuencia de la policía. Mirando el reloj de pulsera, él dijo:
—Las once y media. En media hora nos encontramos con los muchachos en el Bois de Boulogne. Van a llevar a tu hermano.
La miró de reojo mientras conducía consultando un plano de la ciudad.
—Pensé que iba a tener que servir a una vaca vieja, y me encuentro con una yegua que todavía está para seguir corriendo.
Con la otra mano en el volante, le recorrió el cuerpo. Ella trató de apartarse.
—Eras muy joven para él— le levantó la pollera con la punta del arma—. Todas las francesas son putas. Mirá que usar portaligas. Turra—siguió en francés—. Muy fino. Me gusta.
Odette no entendía todo lo que el hombre había dicho, pero se lo imaginó muy bien. “Puta” suena igual en varios idiomas. Sintió, impotente, cómo las lágrimas de rabia le rodaban por la cara. No quería llorar delante de ese desgraciado. Si consiguiera calmarme, pensar en algo...
El tipo siguió hablando mientras conducía y le metía la mano entre las piernas, buscando el borde del calzón de encaje. Cuando ella se resistió, un violento empujón le sacudió la sien contra el parante del auto.
—No quiero marcarte la cara. No me gusta, así que no me obligues —la miró amenazador mientras le volvía bruscamente la cabeza agarrándola del pelo.
La Motorola zumbaba mensajes anodinos: robos, accidentes de tránsito. Una medianoche tranquila de invierno. Odette alimentaba la esperanza de que alguien hubiera notado la falta del patrullero. ¿Y el cuerpo de Perrin? Escuchó atentamente: lo que se oía por la radio tenía que ser casi incomprensible para el hombre, que la apagó de un manotazo.
—Hablan más atravesado que la puta que los parió —masculló —. Parece que lo de tu hermanito todavía no saltó— le habló en francés mientras le acariciaba un muslo y cuando ella apartó la pierna, se la retuvo violentamente—. Queremos que disfrute del show. Lo mismo que con la mujer. A estas horas deben de haber terminado con ella y los chicos. Espero que mis muchachos se hayan divertido. No con tu hermano, ¿eh? Él tiene que venir entero.
Entonces, el animal no sabía que Nadine no estaba en la casa. Gracias, Dios mío. Quién sabe si Marcel pudo llegar a tiempo. En medio de su angustia, saber que Nadine y los chico shabían escapado de esos monstruos la hizo recuperar algo de esperanza.
—Así que ésta es la capitán Marceau. La puta más cara del mundo. Nos costaste fortunas. Millones de dólares perdidos porque querías vengar la muerte de tu macho — el tono de voz cambió de sarcástico a sombrío. Odette entendía a medias lo que él murmuraba.
—No lo puedo creer. Un cana de mierda. Y la guacha de la mujer que busca venganza trece años después. ¡Como el puto conde de Montecristo, ja! —el auto aceleró rabioso—.Me las vas a pagar, muñeca. Aunque sea lo último que haga, vas a sufrir hasta el último segundo de lo que te queda de vida— se lo repitió en francés para asegurarse de que entendiera la sentencia.
Las luces del alumbrado público pasaban cada vez más rápido. El hombre le manoteó la camisa para desabrochársela y recorrió los contornos del corpiño. Odette tuvo un escalofrío de asco y miedo cuando la mano le bajó el encaje. Cerró los ojos para no ver al hijo de puta humillarle cada lugar del cuerpo donde la tocaba.
—¿Estás llorando de miedo o de rabia? —le volvió la cara y la miró asombrado—. ¡De rabia, puta! —hizo un gesto de incredulidad—. Quiero verte llorar de miedo—continuó con voz ronca—. Tuve una muñequita así, chiquita. Más joven, una pendeja. Después de que la quebré fue como seda. Al final tuve que “trasladarla”. Órdenes.
Ella intuyó el significado de las palabras y la desesperación le trepó por las entrañas, entrecortándole la respiración.
En el bosque se detuvieron en uno de los caminos laterales. Él miró el plano y asintió. Le soltó el cinturón de seguridad y reclinó totalmente el asiento. Se acomodó entre sus piernas, sacó una navaja del bolsillo y tuvo que hacer un esfuerzo para cortarle la ropa interior.
—Todavía te resistís, putita...
Le pasó la navaja a un milímetro de la cara y siguió bajando por el cuello, cada vez más cerca. Un hilo de sangre brotó del nacimiento del pecho izquierdo antes de que ella pudiera sentir el corte. El instinto y el miedo le hicieron contener la respiración para apartar el cuerpo de la hoja que le recorría el esternón y el estómago en una caricia mortífera. Gotitas como perlas diminutas le brotaron del rastro terrible. El hombre dejó la navaja en el otro asiento al tiempo que la sujetaba por el cuello, ahogándola con el apretón. El esfuerzo por respirar hizo que los bordes de los tajos se abrieran apenas y sangraran con un dolor intolerable. La cinta adhesiva le enmudeció el grito en la boca.
La mano de él subió para sostenerle la cara, y el pulgar le arrastró una lágrima. Un instante después la rodilla del tipo se le enterró súbita y violenta entre las piernas. El golpe la paralizó y la dejó sin aire otra vez. Cuando logró inspirar, el dolor casi la desmayó.
Cerró los ojos para controlar la náusea y arqueó el torso, acercándose involuntariamente a él en un esfuerzo por tratar de llenar los pulmones. Sintió que una mano le estrangulaba el gemido en la garganta mientras la otra la recorría en una caricia obscena, pero en lo único en que pudo pensar fue en tratar de seguir respirando. Un acceso de tos ahogada le llenó los ojos de lágrimas y le retorció el cuerpo. ¡Dios, tengo que poder respirar!
Abrió los ojos en el momento en que él miraba el reloj y encendía un cigarrillo. No pudo controlar otro espasmo de horror cuando la mano que lo sostenía la recorrió. Lo vio sonreír mientras fumaba para avivar la brasa, y el brillo rojizo le iluminó los ojos cruelmente azules. Inclinándose sobre ella murmuró:
—Diez minutos. En diez minutos podemos hacer muchas cosas.




Witowlski llegaba al Quai en su utilitario cuando se cruzó con un patrullero en el que salía Marceau, acompañada de un suboficial. La saludó cortés. Esa mujer entendía su trabajo.
—Buenas noches, capitán.
Ella le clavó los ojos. Angustiosamente, pensó él.
—Buenas noches, Vasili —lo saludó Marceau. El suboficial ni lo miró.
¿Vasili? Mientras dejaba el auto y se dirigía al ascensor, Witowlski pensó que era realmente extraño.
Un quejido le llamó la atención. Buscó, y encontró a Perrin con un balazo en la cabeza, semidesnudo, entre dos patrulleros. Las entrañas se le retorcieron del miedo. Witowlski corrió aterrorizado hasta la entrada y avisó al suboficial de guardia. Mientras llegaba la ambulancia, corrió hasta el tercer piso buscando a Massarino. Encontró a Foulquie desangrándose en el pasillo.
—Avísenle a Dubois —alcanzó a decir el viejo mientras lo subían a la camilla.
El pánico le dio ganas de vomitar. ¿Dónde mierda encuentro a Dubois?

XVI° ARRONDISSEMENT. CASA DEL CRIO.MASSARINO
Auguste estaba a unas cuadras de su casa cuando un automóvil se le cruzó delante. Clavó los frenos con un insulto y se bajó sacando el arma de la cartuchera.
—¡Comisario!
Inspiró angustiado y bajó la pistola.
—¡Dubois! ¡Casi lo mato!
—¡Vamos a su casa!
—¿Dónde está Odette?
—La dejé en el Quai con Foulquie.
Lo miró desconfiado pero Dubois insistió:
—Me juró que no se movería de allí.
Volvieron a los autos y se detuvieron cerca de la casa en silencio. Frente a la puerta había un patrullero con las luces apagadas. Había gente dentro. Se acercaron, armas en mano, para encontrar a los dos hombres de la Brigada asesinados a balazos. Auguste sintió detenérsele el corazón. Nadine. Mis hijos. Dubois lo arrinconó contra la pared
—¡No! ¿La casa no tiene otra entrada?
La desesperación no lo dejaba pensar.
—¡Ahí adentro está mi familia! —forcejeó.
—¡Tiene que haber otra forma de entrar!
Dubois tenía razón. Doblaron por la calle lateral hasta la puerta de servicio. En la casa había un silencio de muerte. El pulso le retumbaba en la cabeza. Mis hijos. ¿Dónde están mis hijos? Cuando irrumpieron en la cocina, el espectáculo era de horror. En una de las sillas había un hombre, herido en una pierna; se le veía la rodilla ensangrentada. Dos tipos lo estaban golpeando duramente. Un tercer hombre se ponía de pie, al lado de un cuerpo retorcido en forma extraña. Por la otra puerta podía verse otro cadáver, al pie de la escalera. Los tres giraron, apuntándoles.


PARÍS, BOIS DE BOULOGNE.
—Ahí están. Demasiado puntuales, carajo— la arrastró hacia afuera y le dijo, pegando la boca a la suya amordazada— Vamos. Lo mejor para el final.
Un auto se detuvo a diez metros de ellos. Tres hombres bajaron y uno quedó adentro. En la penumbra del bosque, Odette pudo entrever que el primero tenía la camisa desabrochada y con manchas oscuras. Llevaba las manos detrás de la nuca. El que venía detrás lo empujó, obligándolo a ponerse de rodillas. A pesar de las lágrimas que le nublaban la vista, reconoció a Auguste.
Si hubiera podido, habría gritado de angustia. ¡Mi hermano no! ¡A él no, por Dios!. Los sollozos se le estrangularon en la garganta, sacudiéndole el pecho. Entonces Marcel está muerto. Mi amor. ¿Qué les hice a todos?
Las piernas ya no le respondieron y el hombre tuvo que sostenerla para llevarla hacia el otro auto. El viento le hizo flamear la camisa contra la piel desnuda, pegando la tela sobre las quemaduras y erizándola de frío. Sintió la punta de la pistola enterrársele en el cuello, debajo de la mandíbula. Las esposas le laceraban las muñecas, pero había superado ese umbral de dolor.
—¡Massarino! ¿Te gustó lo de tu mujer? ¡Ahora vas a disfrutarlo con tu hermana!
El hombre la levantó, la arrojó como si fuera una muñeca sobre el capó del auto en que habían llevado a Auguste y le arrancó la cinta adhesiva de un tirón.
—Quiero que tu hermano te escuche.
Señor, si estás en alguna parte, quiero morirme ahora.
Lo último que sintió fue que la tomaba por los tobillos atrayéndola hacia él, al tiempo que le separaba las piernas.

domingo, 18 de octubre de 2009

La dama es policía - CAPÍTULO 34

PARÍS, LA DÉFENSE. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
Carajo, no puede pedirme esto. No puede. Marcel golpeó el volante con las dos manos. Las llaves le estaban lastimando la palma. Le dolía el pecho de no querer pensar en las razones por las cuales Massarino tendría las llaves de la casa de ella. Se sentó en el auto con el estómago y las entrañas hechos un nudo. Miró el reloj: las siete y media de la tarde. El cementerio está cerrado. No puede estar ahí.. Intentó con la radio. Nada. Al puente de L'Alma.
¿Qué mierda vendría a hacer acá? Hace un frío espantoso. Frío y todo, bajó del auto y se arrebujó en el impermeable para recorrer el puente. El panorama era maravilloso, pero se le antojó tétrico.
No me gustan los puentes. La gente tiene la mala costumbre de tirarse al Sena en los lugares donde el paisaje es más interesante. ¿Dónde carajo estará? Massarino tenía cara de tragedia anticipada. ¿Por qué no vino conmigo, si tanto se preocupa...? ¿Tan importante es lo que tiene que hacer que no es capaz de salir a buscarla?

Se metió al auto y a punto de pasar un radiomensaje, intuyó que no tendría respuesta. No creo que quiera hablar conmigo. Lo pensó dos veces y llamó por la radio a las unidades de patrulla para que le avisaran de inmediato si alguien detectaba el automóvil de la capitán Marceau.
Recordó que no tenía anticongelante, así que arrancó el motor para evitar sorpresas desagradables.
¿Qué puede haber pasado con Marguerite?... No. No ‘qué’; ‘quién’ puede estar detrás de Marguerite, y para qué. Marguerite tiene las llaves de la casa de Odette, conoce su vida, sus horarios, sus gustos personales... ¡Dios mío, están detrás de Odette!.
La adrenalina se le disparó y le provocó un acceso de pánico. ¿Adónde? ¡Al departamento! ¡Antes que llegue otro!
Miró el reloj mientras aceleraba: las ocho y media. Perdí el tiempo como un boludo mientras ella quién sabe dónde está. Insistió con la radio, y a las nueve menos cuarto sí hubo novedades. Habían llamado a la policía. El portero del edificio de Marceau.
El pulso le martilleaba enloquecido en las sienes cuando vio la ambulancia. Le costaba respirar, caminar, pensar lógicamente, tanto que casi olvidó exhibir la placa y uno de los agentes estuvo a punto de sacudirle un macanazo por violar el cordón policial.
Alcanzó a ver que subían un cuerpo a la ambulancia y le preguntó a los gritos a un suboficial de quién se trataba. Después de lograr que dejara de zamarrearlo, el pobre cabo le informó que se trataba de una mujer mayor.
—La capitán Marceau está sentada en aquel patrullero, teniente.
Con las rodillas flojas se acercó. Cuando la llamó, Odette no respondió. No miraba a ninguna parte. Abrió la puerta y tomándola del brazo la sacó y la llevó hasta su automóvil. Mientras lo ponía en marcha para seguir a la ambulancia, pudo por fin escuchar lo que ella decía.
—La mataron por mi culpa. Yo la maté.


Prisión de La Santé, en el XIVº Arrondissement
PARÍS, PRISIÓN DE LA SANTÉ. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
La sensación de impotencia le cerró la garganta. Dos oficiales y un suboficial tuvieron que entrar en la sala de interrogatorios y sujetarlo para que no matara a Nohant a golpes. Estaba enajenado y la expresión de burla e insolente suficiencia del ex Director General lo enfureció a tal grado que perdió el control.
—¿Qué le pasa, Massarino? —había murmurado el otro, sentado displicentemente del otro lado de la mesa—. ¿Tiene miedo? ¿O va entendiendo cómo son las cosas?
La mirada de Nohant lo atornilló a la silla.
—¿Cómo puede ser tan imbécil de creer que esto se terminó? ¿Sabe cuánto más me queda acá adentro? El tiempo que tarden en dejarlos a ustedes fuera. Definitivamente afuera.
—Qué quiere decir con eso... —las manos le dolían de tanto apretarlas.
—Averígüelo por usted mismo.
Lo agarró del cuello antes de pensar en lo que estaba haciendo y sus compañeros entraron a separarlos.
—Tranquilo. Lo único que falta es que te sancionen por ponerle las manos encima a este hijo de puta— lo contuvo uno de los oficiales mientras lo sentaban por la fuerza y se llevaban a Nohant.
—¡Tranquilo, un carajo! ¡Me amenazó!
—Está adentro. ¿Qué mierda puede hacer? Es un escorpión sin veneno.
Se sacudió rabioso las manos de sus compañeros. No entienden. No pueden entender. El malparido sabe de qué habla. ¿Dónde carajo está Odette?
—Mejor te vas a casa, Massarino. Quién sabe mañana, con un poco más de calma, nos sentamos con esta rata y le sacamos algo.
Se fue a su casa con dolor de estómago. Tenía la espantosa sensación de que “mañana” sería demasiado tarde.

PARÍS, XVI° ARRONDISSEMENT. LUNES POR LA NOCHE
El timbre del teléfono lo hizo saltar en el sillón. Nadine había acostado a los chicos y circulaba por la casa en puntas de pie. Un rato antes lo había abrazado, y él había recostado su cabeza contra el estómago suave y tibio de ella. Lo único seguro en el mundo. Te amo, pelirroja. La apretó tan fuerte que Nadine se sobresaltó. Sentada en sus rodillas, le preguntó qué estaba pasando. Auguste había negado con la cabeza, incapaz de hablar a causa de la emoción.
—Es Odette, ¿verdad?
Esa cualidad terrible de las mujeres de acertar donde más te duele. Asintió porque no podía hacer otra cosa.
—Si trataras de comprenderla, además de amarla, quizá todo fuera más fácil entre ustedes dos.
¿Comprenderla? Nadine lo miró con aquella mirada suya que lo había atrapado desde el primer día. "Me ves como si me leyeras el alma”, le había dicho él entonces.
—Odette es y representa todo aquello que te empeñaste en encerrar en lo más profundo de tu corazón —y en un susurro sobre sus labios—, siciliano.
Auguste suspiró, movió la cabeza y encogió los hombros, aceptando la verdad. Nadine lo sostuvo en un largo, largo abrazo y se levantó para preparar el café.
Ahora, al oír el teléfono, el comisario casi gritó por el auricular:
—Hable.
—¿Comisario? Es Bardou—la voz del otro lado sonaba extraña. —Llamaron... Encontraron a la persona que usted... —Bardou nunca había vacilado tanto.
Auguste sintió que la adrenalina se le disparaba descontrolada.
—¿Dónde carajo estás?
—En la morgue, señor.
Cuando Nadine volvió con el café, alcanzó a verlo salir como un loco.


Institut Médico-Légal de Paris
PARÍS, MORGUE JUDICIAL. LUNES POR LA NOCHE
—El cuerpo apareció frente al edificio de Marceau —le informó demasiado tarde Bardou.
Marcel estaba pálido de furia. Recordaba a Marguerite y el cariño que había mostrado por Odette aquella mañana. Pensó que si hubiera tenido oportunidad, al conocerla mejor le hubiera agradado todavía más. Miró el cuerpo de la pobre mujer, se volvió y golpeó una camilla cercana. La mujer tenía hematomas y marcas de quemaduras por todas partes: las plantas de los pies, el interior de los muslos, los pechos, los párpados, alrededor de la boca.
—...quemaduras de cigarrillo. Las más pequeñas son del tipo que provoca una descarga eléctrica puntual. La víctima presenta quemaduras de este último tipo en los genitales externos e internos. Se registran laceraciones, probablemente con elemento cortante, en el área vaginal, perianal y anal. Las piezas dentarias faltantes... —el forense estaba hablando hacia por el micrófono para dejar registro de la autopsia.
Marcel salió de allí enfermo de náusea. Afuera, Odette estaba sentada, temblando, en estado de shock. Hijos de puta. Se sentó al lado de ella para preguntarle dónde había estado, pero ella no reaccionaba. La angustia le atenazó la voz cuando intentó consolarla.
Massarino entró como una tromba, los hermosos rasgos de patricio romano deformados por la desesperación. Marcel y Bardou se quedaron helados cuando el comisario se arrodilló para abrazar a Odette y tomarle la cara.
—¿Qué pasó, bambina? ¡Por Dios, qué pasó!
Odette no respondió.
—Dejaron el cuerpo en la puerta del edificio. No mucho antes de que ella llegara. Los porteros no vieron nada —le explicó Marcel mientras entraban juntos en la sala de autopsias—. Bardou, quédese con Marceau. Que no se mueva de allí.
El cabo asintió con la cabeza.
Era terrible ver llorar a ese hombre y no saber qué decir para ayudarlo.
—Comisario, salgamos —y lo tomó del brazo, empujándolo suavemente.
Massarino se volvió y Marcel vio al niño que alguna vez había sido, asustado y dolorido, en los ojos del otro.
—Marguerite... era parte de la familia. Ella... ella quiso quedarse cuando los viejos se retiraron a Italia. “¿Quién se va a ocupar de ustedes dos?”, decía siempre. Ella cuidaba de Odette como si fuera su propia hija— las lágrimas le caían sin ninguna vergüenza.
Instintivamente, Marcel lo abrazó.
—“Está muy sola”, decía... “Está muy flaca”... Marguerite me llamaba cuando Odette estaba mal, sabía dónde encontrarnos a los dos. ¿Qué le hicimos, mi Dios? ¿Qué le hicimos?
Marcel lo sostuvo, mudo por la emoción, mientras Massarino lloraba como una criatura.
—Dubois, no dejes sola a mi hermana. No te le separes ni un minuto. Esos hijos de puta tratarán de llegar a ella de cualquier forma— el policía estaba de regreso.
—¿Su hermana?
—Odette —murmuró el comisario, pasándose las manos por la cara y el cabello en un intento por recuperar la compostura.
En medio de toda aquella atrocidad, Marcel sintió que el nudo en la garganta se le desataba, dejándolo pensar con claridad.
—Comisario, corra a su casa. Vamos —dijo, mientras tomaba a Odette por los hombros con cuidado y ella se dejaba llevar sin preguntar—. Bardou, envíe custodia armada a la casa de Massarino.
—Teniente —murmuró Bardou, señalando con la cabeza hacia Odette—, ¿de verdad es... la hermana del comisario?
Marcel asintió. Nunca había estado tan seguro de algo en toda su vida.
—Mierda — murmuró Bardou.

martes, 22 de septiembre de 2009

La dama es policía - CAPITULO 33


El edificio de Odette en La Dèfense

PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO AL MEDIODÍA
—No, teniente. La señora Marceau salió cerca del mediodía y todavía no volvió. Los domingos rara vez está en casa, ¿sabe?
El portero lo había reconocido y estaba comunicativo. Marcel no pudo resistir la tentación, absolutamente reprobable, de seguir preguntando.
—Hace muchos años que trabajo acá. Apenas lo conocí al marido. Murió hace mucho. Poco después de que se mudaran, creo. Ella nunca recibe a nadie. Sus padres... bueno, deben de ser sus padres, ¿no? Un matrimonio muy agradable. Cada tanto vienen a quedarse en el piso de la señora. Y Marguerite, claro, viene todos los días. Ella está mucho tiempo afuera, ¿sabe? Por trabajo, creo.
A medida que Grégoire hablaba, Marcel se sentía más y más incómodo. ¿Cómo puedo estar haciéndole esto? Soy un insecto.
—Ella es siempre tan gentil... La señora. Marguerite también. Aunque nunca charlamos demasiado. Marguerite siempre está apurada.
Bien por Marguerite.
—¿Quiere que le avise a la señora que vino a verla?
No, no quería. Muchas gracias.
—Teniente Dubois... —el portero puso cara de circunstancias —, la señora Marceau... ¿tiene algún problema... con ustedes.? Ya sabe... —bajó la voz —. Con la policía.
Habría soltado la carcajada de no haberse sentido tan culpable.
—No, Grégoire. Nada más lejos.

BUENOS AIRES, DOMINGO PRIMERAS HORAS DE LA TARDE
La chicharra del teléfono agitó apenas el aire quieto de la hora de la siesta. Ortiz estiró la mano sin levantar la otra del teclado.
—Teniente Chávez, mi teniente coronel...
Se impacientó ante la irrupción. Y ahora qué pasa.
—Diga, teniente.
—Señor, hice lo posible por disuadir al mayor... Resultado negativo, señor.
—Las órdenes son de proceder sin dilaciones, teniente.
—Ya sé, señor— del otro lado del auricular tragaron saliva audiblemente—. No volverá a ocurrir. Señor.
—El grupo completo, teniente. Asegúrese de ejecutar la orden cuanto antes. Le recuerdo que no tiene que quedar nada que permita identificarlos o relacionarlos con nuestro país.
—Sí, señor. Comprendido, señor.

"Paris perdu" (París perdido)

PARÍS, X° ARRONDISSEMENT. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
—¿Adónde fuiste?
La voz del Brigadier a sus espaldas le paró el corazón durante medio segundo.
—A tomar un poco de aire —dijo el Cachorro mientras giraba y lo veía con visión periférica—. No me banco este encierro.
El otro le buscó los ojos con esa mirada helada y terrible.
—Hace un frío de cagarse.
—Igual necesitaba salir.
Se oyó un quejido sordo. ¿Todavía está viva? Instintivamente miró hacia el lugar de donde venían los gemidos. Está loco. Es demasiado; el teniente coronel tiene razón. Hay que limpiarlo cuanto antes. No va a ser fácil; los otros tres están de su lado. Podría intentar convencer al Tigre... No. Tengo órdenes. A todos.


PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
Ya no soportaba más estar en su casa. Salió con el auto a dar una vuelta sin rumbo y terminó estacionando de nuevo frente al edificio de ella. Le mostró la placa al portero de la noche y éste lo dejó pasar. El auto de la señora Marceau estaba en las cocheras: acababa de venir de allí.
Llamó a la puerta varias veces hasta que por el intercomunicador, Odette preguntó quién era. Cuando le abrió, estaba en bata, con el cabello húmedo. Estaba tan pálida... Instintivamente miró al salón detrás de ella.
—¿Estás sola?
Hubiera querido morderse la lengua en el mismo instante en que lo dijo. Ella desvió la mirada e hizo un gesto con la cabeza.
—Hace doce años que estoy sola.
Lo miró con una pena infinita. Cuando trató de entrar, ella lo detuvo suavemente.
—No te hagas daño de esa forma. Prefiero que vuelvas cuando puedas confiar en mí.
—No...
—Te voy a esperar.
Ella se besó la punta de los dedos, estiró el brazo y los apoyó en su boca. Marcel asintió sin poder hablar, mientras la puerta se cerraba despacio. Se quedó sin saber qué hacer y después de una eternidad llamó otra vez. Cuando finalmente ella abrió sin preguntar, la abrazó, pidiéndole perdón con un beso.
Sin hablar la llevó hasta la cama. Sin hablar le hizo el amor mientras ella lloraba en silencio. Se quedaron dormidos casi al mismo tiempo.
No sabía qué hora era cuando sonó el teléfono. Odette dormía. Alargó la mano y levantó el auricular. Del otro lado vacilaron al oír su voz. Oyó una respiración pesada y después el clic violento. ¿Quién? ¿No esperaban que yo respondiera? La desconfianza se le enroscó en el pecho, quitándole el aire. Se odió a sí mismo por ese sentimiento que ya no lo dejó dormir.

El cielo mostraba esa luminosidad tenue previa al alba cuando en medio de la duermevela, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, ambos estiraron el brazo, pero él fue más rápido.
Lo mismo: el silencio ominoso seguido del clic. La miró con la duda agarrotándole la garganta.
Ella debió de ver algo en sus ojos, porque con la voz quebrada le pidió que se fuera. La apretó entre sus brazos, angustiado. No quería irse. Dios, ¿por qué esta mujer me hace sentir todas estas cosas? Quería saber pero no se atrevía a preguntar. Quiso hacerle el amor pero la poseyó desesperado. Ella era la sal en la herida y el bálsamo que la cerraba. La amaba y la odiaba. Ya no tenía orgullo; estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal que lo dejara quedarse y se lo dijo.
—Jamás te humillaría de esa manera— se arrancó de sus brazos y habló con la voz opaca de amargura—. Si quisiera nada más que alguien que me calentara la cama, lo habría buscado en la calle.
Sus propias terribles palabras en boca de ella lo azotaron.
—¿Cómo pudiste insinuar algo así? Nos degrada a los dos. Es mejor que te vayas.
—Por Dios, no...
—No me lastimes más.
Se fue, mudo de vergüenza. Cómo se puede destruir lo que se ama con tanta facilidad. Te perdí. Ahora sí te perdí. Definitivamente.

PARIS, Xº ARRONDISSEMENT, MADRUGADA DEL LUNES—¿Y?
—Está con alguien. Un tipo, el que atendió las dos veces.
—Carajo...
—¿Qué hacemos?
—A esta hora, ya nada.
—Esperemos hasta la noche. Más fácil... Vive sola; se lo sacaste a la vieja. El tipo debe de venir los fines de semana. Seguro.


CAPO CALAVÀ, LUNES POR LA MAÑANA
Lola volvió a marcar el número de la casa de su hija. Nada. No hay nadie. ¿Y Marguerite? Una sensación extraña le trepó hasta el estómago. Decidió probar en la casa de Auguste. Charló de minucias familiares con su nuera y le preguntó como al pasar por Marguerite.
—No, mamá, no vino a casa.
Le pidió a Nadine que si la veía, le avisara para que la llamara y prudentemente cambió de tema. No está en casa de Odette, ni en lo de Auguste. Siempre hablaban el mismo día de la semana, para contarse las nimiedades de la vida diaria, los chismes familiares que la mantenían cerca de sus hijos. El contacto afectuoso de una amistad de años.
Insistió una vez más, esta vez a lo de Marguerite. Nadie. A lo largo del día continuó llamando, con creciente preocupación. A las cuatro de la tarde, la sensación desagradable se había transformado en una ominosa premonición.
Franco llegó del teatro a las cuatro y media. Lo oyó silbar "L'amour est un oisseau rebelle" mientras entraba en la casa. Estaban ensayando una nueva puesta para el ballet de "Carmen". Se asomó para verlo dar unos pasos de baile por el salón. Silbando, su marido la tomó de la cintura y la hizo girar siguiendo los compases.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él, tras detenerse en seco.
Con el corazón en la boca, Lola le explicó lo de las llamadas. La expresión de Franco cambió instantáneamente.
—La última vez que te vi esa cara fue la noche en que murió Jean-Luc.
Los presentimientos le retorcieron las entrañas. Aquella noche, extrañamente, había insistido en llamar a la casita. Nunca lo hacían, pues Franco prefería hablar con Auguste. Calogero les había dado la noticia llorando: había encontrado a Odette al lado de la cama, paralizada. Cuando trató de tocarla, ella había gritado no sabía qué, lo había empujado y salido desesperada de la casa. No podía encontrarla. Tampoco podía encontrar a Auguste.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquella noche, su hija había estado a punto de matarse. Franco lo sospechaba, pero ella lo sabía: se lo había arrancado a Auguste, pues Odette jamás había hablado.
Ahora, la angustia le cerró la garganta. Franco la abrazó mientras ella murmuraba:
—Llamemos a Auguste.
Sin soltarla, él replicó:
—No. Llamemos a Varza.

MILÁN, LUNES POR LA MAÑANA
Mario Varza estaba todavía en su despacho, en la empresa, revisando papeles pero con la mente en otra parte. Había recibido el aviso de que el grupo había salido del país, con destino a Lisboa. ¿Carajo, por qué a Lisboa? No tengo a nadie allí. Repasó lo que sabía de ellos: tenían pedido de captura en Francia y España. ¿Cómo mierda iban a cruzar las fronteras? ¿Cuándo, dónde? Olvidémonos de los aeropuertos: el control es demasiado estricto. ¿Por mar? No. Mucho tiempo. Cualquier viaje por mar hasta puerto francés no llevaba menos de cuatro días, y él sabía que iban a actuar rápido.
El tren. Lógico. De entre una pila de papeles sacó la cartilla de horarios de trenes europeos. El tren les daba el tiempo necesario para preparar lo que hubiera que preparar, y la guardia fronteriza no era tan severa. Seguramente viajarían con documentación falsa. Buscó las conexiones. Lisboa-París Montparnasse, 16: 00-14: 50. Frontera: Hendaya. La puta que los parió, Hendaya es un balneario. Nadie controla nada. Están en París desde hace más de un día. La campanilla del teléfono lo sobresaltó.
Il signore Mario Varza, per cortesia ... (1)
La voz del otro lado era...
—¿Odette?
Lola Massarino, Mario. La prego mi scusi per il disturbo (2)
Apenas cortó con Lola, marcó el número de Colosimo.
En una hora, Calogero estuvo en su despacho. Ya había elegido a quiénes llevar y tenía listos los pasajes de Alitalia.
—Filippo también viene —le dijo, y él estuvo de acuerdo.
—Lo que necesiten — no era necesario mencionar qué—, ya saben dónde conseguirlo en París.
Calogero asintió seco. Cuando salía, Mario lo llamó:
—Calogero... con tu vida.
Manco che me lo dica (3)— respondió Calogero y se marchó.


Entrada al 36, Quai des Orfèvres
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA TARDE
—Marguerite no vino a casa.
Odette cerró la puerta y se apoyó contra el archivero, con los brazos cruzados apretadamente y mirada de preocupación.
—Estará enferma...- respondió Auguste.
—Habría telefoneado.
—¿La llamaste?
—No atiende nadie.
—Odette... —se encogió de hombros y abrió los brazos, tratando de restarle importancia al asunto.
—Fui a su casa, Auguste. No hay nadie. El portero me dijo que no la ve desde hace unos días.
Sonaba muy mal.
—Te estás poniendo paranoica —sin admitir que él ya lo estaba.
—¿Paranoica? ¿Nadie más que yo está paranoico? Este trabajo es paranoico. Ser policía implica estarlo un poco. Si no estuviéramos todos leve, sólo levemente neuróticos, la otra noche Michelon hubiera ido sola, no hubieras llevado a Meyer y Dubois, Nohant se habría salido con la suya... —ella contestó mientras la voz le subía sin control.
—Odette, por favor —le dijo, con un gesto apaciguador—. Estamos todos bajo una gran presión. Quiero que... que dejes este caso.
Ella dio un respingo y le clavó los ojos.
—Por un tiempo, hasta que las cosas estén más tranquilas— ¿Cómo mierda le explico lo que nos ordenaron? Sintió que el estómago se le volvía un abismo.
—¿Qué carajo pasa?
— Nada. Te cuido — no va a ser fácil. Nunca lo es con ella.
—Auguste, no puedo creer lo que estás tratando de hacer. ¡El caso es mío! Estamos llegando al fondo y quieren... !quieren sacarme de en medio, que lo abandone, ahora que estamos a punto de...! Todavía no encontramos a los cerebros... ¡No puedo creerlo!
—¡Basta! Esto se terminó. No quiero que te arriesgues más. Ya tuve demasiado con lo de las monjas...
—Ya tuviste demasiado... ¡YA TUVISTE DEMASIADO! —Odette estaba fuera de sí.
—¡EN EL NOMBRE DE DIOS! ¡ESTOY TRATANDO DE PROTEGERTE!- estrelló el puño en el escritorio.
Desde afuera de la oficina seguramente se oirían los gritos. Pero aunque se estuviese derrumbando el techo, nadie entraba en su oficina cuando él y Odette discutían, lo cual ocurría con cierta frecuencia últimamente. Auguste miró hacia la puerta del despacho con preocupación. Mejor bajo el tono de voz. Bastante con las murmuraciones que corren aquí adentro como para darles más pasto a las fieras. Cerró los ojos, los abrió y respiró profundo tratando de mantener la calma.
—Por favor, sentémonos.
Ella le daba la espalda. Le rodeó los hombros con el brazo.
—¡Por el amor de Dios, necesito que me escuches! Todo esto que está pasando... quiero decir, los implicados, las relaciones que están apareciendo... es muy peligroso. Tengo órdenes. Esto se convirtió en algo muy grande. Nosotros... Nos superó... Hicimos un muy buen trabajo...
—No necesito que me lo expliques —le respondió Odette ácidamente—. Hace diez años que estoy buscando a los implicados y las relaciones. Diez años esperando pacientemente, reuniendo pieza por pieza, buscando noticias inconexas a primera vista, reuniendo testimonios, pruebas minúsculas— respiró y tragó saliva—. ¿Alguna vez imaginaste lo que significa saber que estás en lo cierto y no poder demostrarlo? ¿Alguna idea de cuántas noches pasé tratando de encontrar una grieta, un resquicio por donde penetrar en ese juego infernal? ¿Alguien puede imaginar lo que sufrí?
Una catarata de imágenes terribles le cruzó la mente. ¿Cómo puede seguir resistiendo? Yo ya no puedo soportarlo más. Ella siguió hablando.
—¿Alguien sabe todo lo que perdí?
Auguste cruzó los brazos y giró el sillón hacia la ventana. El viejo dolor estaba allí, golpeando bajo, como siempre. Se mordió el labio con saña.
—Odette, todos lo perdimos. Yo perdí a un gran amigo, mi maestro, mi... hermano —le costaba seguir hablando—. Yo... yo también lo quise. No soportaba verlo sufrir... —tragó, pero el nudo de la garganta no se aflojó ni un solo punto.
—Y como no soportabas verlo, ordenaste que le dieran morfina. ¿Te tranquilizaba la conciencia?
Supo que estaba blanco como el papel. Cerró los ojos y apoyó la frente en las palmas de las manos; se pasó los dedos por el cabello. No quería mirarla.
—¿Creíste que no iba a enterarme? ¿Cómo pudiste pensar que era tan estúpida?
—¡Estúpida, no! ¡Inocente! ¡Quería protegerte!
—¿De qué? ¿De tu piedad? Calogero me lo confesó. ¿Quién creías que lo inyectaba? ¡Calogero tenía miedo de equivocarse con las dosis!
La oyó rodear el escritorio para enfrentarlo.
—Pero la morfina no bastaba. El estar inconsciente no era suficiente. Yo quería hacerlo feliz, aun en ese estado. Así que empecé a inyectarle heroína.
Auguste sintió cómo ella giraba el sillón y le quitaba las manos de la cara para obligarlo a mirarla. Estaba pálida, los ojos como brasas.
—Eso sí, tuve mucho cuidado. No quería que mi dolorido hermano tuviera problemas por mi culpa. Quería que Jean-Luc pudiera sentir, ¡SENTIR ALGO!, algo más que dolor, impotencia, desesperación. Para eso bastaba conmigo. La heroína sirvió, podía verlo en sus ojos. Mientras le duraba el efecto, hasta podía acariciarlo y besarlo, porque cuando estaba lúcido no me lo permitía. Era... la única forma de hacerle el amor que me quedaba.
Estaba de rodillas en el suelo, meciéndose suavemente, con los brazos cruzados, como quien calma un dolor.
—Al final, fue nada más que heroína. La morfina no le hacía nada. Estaba tan débil... Tenía que tener mucho cuidado con la cantidad que le inyectaba... era difícil calcular cuánto... —Odette se recostó contra la pared bajo la ventana, cerró los ojos y hubo un silencio—. Yo lo maté, Auguste. Le di una sobredosis.
El mundo ya no estaba en su lugar. En ese terrible momento Auguste vislumbró la magnitud de la tragedia. Inhaló con dificultad, sabiendo que las lágrimas estaban ahí, ahogándole las palabras en la garganta. Cuando levantó la vista, Odette ya había salido.


El silencio que se hizo cuando Massarino asomó desde su despacho fue descomunal. Marceau acababa de pasar, desencajada y pálida como un fantasma.
—Necesito a alguien de Desaparición de Personas. Ahora.
Alguien murmuró un “Sí, señor” y levantó el teléfono, mientras la puerta se cerraba otra vez.
—Parece un hombre que ha visto su propia muerte —susurró Foulquie, sin dirigirse a nadie. Por una vez, nadie hizo comentarios vulgares.
Llamaron preguntando por Marceau y entonces se dieron cuenta de que se había ido sin decir adónde.


Las manos le temblaban todavía mientras removía mecánicamente los papeles encima del escritorio. No puedo concentrarme en nada. Estoy agotado; tendría que irme a casa y dormir una semana. Aunque, con la cara que debo de tener, Nadine va a atarme a una silla hasta saber qué mierda pasó. No quiero pensar. Volvió a los prontuarios. No. No los soporto. Tomó el teléfono y llamó; nadie respondía en casa de Marguerite. Carajo. Se quedó con la mente en blanco, recostado contra el respaldo del sillón. ¿Qué es lo que no encaja? Ya terminamos, se cerró el caso, no queda nadie suelto... ¿o sí? El instinto le decía que Odette no estaba equivocada. Sí alterada, fuera de control, porque de otra forma jamás le hubiera hecho esa confesión atroz. Las palabras le volvían como una cantilena de horror. No podía ser cierto. O sí. ¿Por qué, si no, torturarse todos esos años? ¿Se había condenado y estaba pagando la culpa? Ella se había ido sin darle tiempo a reaccionar. Fue un accidente. Se estaba muriendo. Yo no tuve el coraje de volver a verlo, porque me pedía que lo ayudara a morirse de una puta vez por todas. Fue culpa mía, Cisne. ¿Mi cobardía te hizo esto?
Se frotó los ojos en un intento estéril por apartar las imágenes y cruzó las manos para apoyar la frente en el hueco de las palmas. La alianza le rozó la piel y, quién sabe por qué, el anillo de sello de Nohant le asaltó la memoria. Nohant. El hijo de puta no había perdido la expresión sarcástica ni siquiera cuando se lo llevaron esposado. Recordó la mirada envenenada de odio... y de algo más. Se habían clavado los ojos durante un instante crucial y la cara del otro reflejaba una burla cruel. Como si supiera algo más, algo que Auguste desconocía. ¿Qué, por Dios, qué? Habían interrogado a Nohant durante horas, inútilmente. Ni siquiera acompañado por los abogados que había exigido había soltado palabra. Está esperando algo. O a alguien. ¡Es eso! A alguien que pueda sacarlo de esta situación. Pero para eso tienen que sacarnos a nosotros de en medio. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿Dónde está mi hermana? Llamó por el interno y finalmente Sully respondió que la capitán había salido hacía más de media hora. ¿Dubois? Estaba en Archivos. En casa de Odette no respondieron al teléfono.
Pasó un radiomensaje, con el presentimiento a flor de piel. Después de un rato le avisaron que el aparato de radio de Marceau aparentemente estaba apagado. Cristo, ¿qué está haciendo?
—Bardou, que Dubois suba a mi oficina.
El teniente se asomó sin hablar.
—Estoy tratando de localizar a Marceau. Me avisaron que tiene apagada la radio de su auto— continuó sin mirar a ninguna parte—. Marguerite... la... empleada de... Marceau... desapareció. Ya di la orden de iniciar la búsqueda.
—¿Quiere que... trate de encontrar a Marguerite?
—No. Busque a Odette— le indicó algunos sitios en los que sabía su hermana podría estar—. Vaya hasta la casa y espérela ahí. Tiene que ir a su casa en algún momento—metió la mano en el bolsillo y le entregó el llavero—. Ésta es de la puerta de entrada; ésta, del departamento. Anula el código de acceso y la alarma —explicó en tono monocorde—. Cuando entre, vuelva a cerrar con llave para activar la alarma otra vez. Ya pedí que rastreen el auto.
Levantó la vista: Dubois estaba mortalmente pálido.
—Comisario... —Dubois vacilaba—. ¿No cree que sería mejor... que usted... buscara a M-Marceau?
—No. Vaya usted. Avíseme tan pronto como sepa algo. Tengo que hacer otra cosa— interrogar a ese hijo de puta de Nohant y arrancarle la verdad a golpes.
—Dubois... —el otro se volvió a medias —Encuéntrela. Como sea. Y no la deje sola.
Dubois asintió y se fue.


(1)El Sr. Mario Varza, por favor.
(2) Le ruego me disculpe por molestarlo
(3)No hace falta que me lo digas

jueves, 3 de septiembre de 2009

La dama es policía - CAPÍTULO 32


PARÍS, X° ARRONDISSEMENT. SÁBADO POR LA MAÑANA
—Me parece muy arriesgado —aventuró el Tigre. “El jefe está tan caliente que va a hacer cagadas”, le había comentado el Cachorro en un momento en que el otro había salido.
—¿Leíste los diarios, Tigre? —murmuró el Brigadier entre dientes.
—Es un quilombo muy grande. No podemos hacer nada. Peguemos la vuelta y vayamos para África antes de que..
—¿Te cagaste? ¿Estoy rodeado de maricones?
—No, hermano, no. Pero me gusta la cabeza donde la tengo. Oíme...
—Los vamos a hacer mierda. La voy a destrozar a esa yegua, al hermano, a toda la familia.
—Pará, tenemos a la vieja. La usamos de rehén y los traemos a algún lado. Hacemos un trabajo limpio y rajamos. Pensalo.
—¡NO! ¡Quiero verlos arrastrarse!
El Yarará estaba de acuerdo, pero no era de extrañar. Cuando hay minas de por medio, aquel guacho siempre se prende.El Mula puso cara de nada, como siempre. Hijo de puta, lo único que le importa es la guita.
—No les va a alcanzar la vida para pagar— la voz se le entrecortaba por momentos, de pura rabia—. No queda nada, nadie. Hicieron saltar la banca en todas partes. ¿Quién carajo los respalda? ¿Cómo hicieron para cargarse al puto de Fiore, a Muammar, a todos los que estaban enganchados con nosotros? Están enchufando a media Humanidad. ¡Los imbéciles de acá no pudieron pararlos! ¿Y el viejo les perdona la vida? ¡Me humilló, me cargó el muerto, me está entregando atado de pies y manos! ¿Saben lo que me dijo el muy turro? Que si tu mano derecha se equivoca y peca, hay que cortarla...
Lo miraron en silencio y entonces aulló:
—¡Pelotudos! ¿Todavía no entienden? ¡Nos sentenció a todos!
Se quedó callado, evaluando las caras. Así los quiero. Mejor que empiecen a entender que sin mí no tienen salida. Que sepan que el viejo ya no me da más órdenes. No me va a sacar de en medio así como así. ¿Te pedí una oportunidad y me la negaste? Me la voy a conseguir yo solo cuando vuelva de arreglar este asuntito.
Volvió a tomar los faxes manoseados con un murmullo.
—Puta, te voy a destrozar. Cometiste un error, muñeca: descuidaste a tu propia gente por hacernos mierda. ¿Te creías intocable? ¿Tan segura estabas de que yo no te iba a encontrar primero?
Se agachó al lado de la mujer que estaba tirada en el piso, esposada y amordazada. Ella lo miró con terror.
—No entendés una mierda, ¿no? Pero sabés lo que te va a pasar... sí que sabés... y la culpa es de ella... — le mostró la foto y la mujer se ahogó con un sollozo—. Te dejó sola, vieja. Para cuando se dé cuenta de lo que pasó, va a ser tarde... —su voz era como una cuchilla—. Muy tarde.
Sintió que la excitación le trepaba por la ingle con un escalofrío. Se levantó y manoteó los papeles de arriba de la mesa.
—Así que el hermanito tiene familia— sonrió lobunamente.
—¡Estas loco! — al Cachorro no le gustaba cómo se estaban poniendo las cosas—. Ella se habrá descuidado, todo lo que vos quieras, pero no podemos meternos en la casa del tipo así como así. Es ponernos demasiado en evidencia. Pará... — el tono de voz era conciliador—.No hagamos cagadas. ¿Para qué meternos en la casa? Lo agarramos afuera. Somos cinco, no tiene oportunidad. Después, si querés, te la cargás a ella como más te guste, pero rápido, y nos vamos a Angola antes de que el viejo se avive y nos haga mierda.
El Cachorro tiene miedo. En cualquier momento nos traiciona. A éste hay que dejarlo acá también. Tienen que entender de una vez por todas que acá mando yo, carajo.
—Ustedes se van a meter en la casa y me lo van a traer a él. Sin dejar a nadie, ¿está clarito? Un laburito limpio.
el Yarará lo miró.
—Bueno, si hay tiempo, ya saben... —se miraron y asintieron. Como en las viejas épocas. —De ella me encargo yo. Mula — hizo una seña con la cabeza hacia el Cachorro, que estaba de espaldas. El Mula asintió sin hablar, mientras el Tigre y Yarará se quedaban atornillados en las sillas por la sorpresa. Les clavó los ojos a la espera de un gesto y el Tigre bajó apenas la cabeza, aceptando su decisión. Bien. El Cachorro volvió hasta la mesa con los planos, ignorante de su sentencia.
—Mula, vos te encargás del departamento de ella y de avisarme. Ustedes tres, a la casa de él. ¿Los autos?
—Ya los alquilamos. En tres lugares distintos, como vos querías.
—Entonces hoy mismo verifiquen los recorridos y los tiempos. Quiero tres Motorolas, una con la frecuencia de la cana — el Yarará dio un cabezazo seco de asentimiento. Así se cumplen las órdenes, sargento; sin discutir.
—¿Munición?
—OK.
Lo más que se le puede sacar al Mula. Mejor, quién quiere que te converse.
—¿Uniformes?
—No, eso fue imposible. No hay tiempo— el Cachorro se encogió de hombros.
Me voy a conseguir el mío de otra forma. Miró a la mujer. Ya sé cómo. Desplegó uno de los planos en silencio y buscó el lugar. Bien, nene, bien. Hoy tenés un día brillante. Ésta es la otra salida posible que tenés, y te la voy a cerrar, muñeca. No te me vas a escapar.
—¿Y vos? —preguntó el Tigre.
—Yo me encargo de esperar las contingencias. No podemos dejar ningún flanco descubierto.
—¿Y la vieja? ¿Para qué mierda la queremos, entonces?
—Nos va a servir de carnada. El plan que tengo en mente los va a hacer descuidarse más todavía, y me asegura que la contingencia sea la que yo quiero. Además, necesito ponerme en forma —se volvió hacia la mujer —.Y voy a empezar con ella.


Gran Arco de La Dèfense

PARÍS, LA DÉFENSE. SÁBADO POR LA MAÑANA
Se despertó angustiada. La misma angustia que la rondaba desde el día anterior, desde la reunión con Michelon. No. No es solamente por eso. El perfume de Marcel le hirió la memoria. Miró hacia la fotografía. ¿Te estoy traicionando? Por Dios, necesito saber. Necesito estar segura de que esto no es un reflejo de otro amor. Porque, en ese caso, los traicionaría a los dos. Pasé tanto tiempo sin querer sentir, que ahora tengo miedo de hacerlo y equivocarme.
Casi agradeció la interrupción del teléfono.
—Odette...
No. ¿Por qué tenías que llamar ahora?
—Odette...
—S-Sí. —La voz se le cortaba por momentos.
—Quiero verte.
—No.
—Por favor...
—Ahora no.
—Quiero saber por qué...
Porque tengo miedo, porque no quiero lastimarte, porque no quiero que ocupes el lugar de otro hombre sino el tuyo, único e irreemplazable, pero necesito estar segura. Pero no podía hablar.
—No puedo... Me siento mal.
—Entonces quiero acompañarte.
—Necesito estar sola.
—No me hagas esto...
—Necesito... tiempo —no pudo ocultar el sollozo —.No puedo verte ahora.
—¿De verdad estás sola?
—Siempre estoy sola.
—Entonces hablemos.
—No puedo —suplicó con un hilo de voz—. Ahora... no puedo. Dame tiempo. Te juro que... no habrá nada de mí que no sepas, pero... ahora no. Hoy, no.
—¿Cuándo?
No respondió. La garganta se le había cerrado en un nudo.
—¡Odette! ¡No me dejes hablando solo, como un loco! ¡Odette!
Ella hizo un esfuerzo por articular las palabras.
—Te amo —susurró, y del otro lado hubo un silencio terrible—, pero no sé si tengo el derecho.
Él trató de interrumpir, pero ella continuó sin darle tiempo.
—Decir lo que estoy diciendo me está costando el alma. Siento que estoy a punto de cometer la traición más grande de mi vida y no la puedo evitar. Tampoco puedo soportarlo. Dame tiempo para entender lo que me pasa.
Del otro lado Marcel también lloraba.
—Si hay otro hombre... Cristo, podemos hablar...
—Hoy no. Por favor.
Ambos hicieron un silencio muy largo.
—Yo... nunca se lo dije antes a nadie... no necesité decirlo. Nunca lo sentí de esta manera. Te amo, Odette. Si eso te sirve de algo en este momento, si significa algo, te amo.
Cerró los ojos y las lágrimas le lavaron el dolor.
—Entonces, dame el tiempo que te pido.
—Lo que quieras. Pero no me dejes fuera de tu vida.
—No podría...
—Te amo. No te olvides.
—Imposible...
—Hasta... ¿mañana? ¿Sí?
—Sí. Hasta mañana.
No pienso estar en casa mañana. No quiero que me hagas el amor y creer que puede resultar, y después comprender que era nada más que un sueño. Necesito estar segura de mi propio amor.
No quiero lastimarte.



PARIS, XVI° ARRONDISSEMENT, SÁBADO POR LA NOCHE
Auguste encendió la pantalla del estudio después de asegurarse de que el resto de la familia dormía. No quería interrupciones, ni tener que dar explicaciones por estar trabajando en casa.
No había esperado nada muy diferente de lo que había encontrado al investigar la titularidad de la propiedad. Más aún: se habría decepcionado si no hubiera resultado así. Con todo, el presentimiento agorero no lo dejó en paz.
Según los registros, el terreno pertenecía desde fines del siglo pasado a una sociedad anónima ganadera y de forestación, radicada del otro lado del Atlántico, con domicilio legal en Buenos Aires. La construcción original se había levantado hacía más de sesenta años y se habían hecho modificaciones importantes unos años después del final de la Segunda Guerra. Tan importantes que se actualizaron los registros. Durante la ocupación, los alemanes habían tratado bastante bien a todo el suburbio, y los estadounidenses, quién sabe por qué, también decidieron dejarlo en paz.
Verificó lo que él y Odette suponían: la traza de las cloacas parecía dibujada adrede para pasar por debajo del edificio.
Se había demorado un par de días en reunir vía Internet el resto de la información del Mercado de Valores de Buenos Aires. La empresa propietaria era subsidiaria de otra, más importante, que sí cotizaba en Bolsa. De allí en adelante era una sucesión de matrioshkas rusas que se abrían para dejar salir a otra muñequita, en este caso a otra empresa, de las que ya sospechaba eran nada más que fantasmas bursátiles.
La investigación no llevaba a ninguna parte; era el laberinto del Minotauro. Vueltas y más vueltas sobre sí misma, atrás y adelante, sin saber dónde estaba el monstruo. Y no tengo ni el hilo de Ariadna ni la espada de Teseo.
Nombres... ¿Dónde mierda aparecen los nombres? Pidió las composiciones de los directorios. ¿Por qué no le puse un poco más de atención al Derecho Comercial, en lugar de meterme de cabeza a penalista? Son sociedades anónimas; tienen que publicar balances, memorias y etcéteras. Nadie escapa a la burocracia de la Bolsa. Allí estaban: listas de nombres que no significaban nada. Podría haber sido arameo. Se estaba mareando con los nombres de los miembros del directorio y de las empresas y los objetos sociales. Orden, Massarino, orden. Se entretuvo en armar un árbol genealógico de empresas.
Más que un árbol, esto es un manglar. Se frotó los ojos y la cara con cansancio, y la barba crecida le raspó la mano. Miró la hora: las dos de la madrugada. Último intento y a dormir.
A ver: nada más que los cargos más altos. Bah, podrían ser títeres de otros. U otro. ¿Otro? ¿Así, en singular? Cristo.
Siguió esa línea de razonamiento y volvió a los listados de directorios. Cuántas mujeres. Todos apellidos distintos. Pero las mujeres muchas veces figuran con sus apellidos de casadas. Se me está ocurriendo algo improbable pero no imposible. ¿Altamente improbable? Por cierto que no, señoras mías. Buscó nombres de varón con apellidos concordantes con los de las mujeres. Se alternaban en los listados: donde estaba el marido no estaba la mujer, y viceversa. O padre e hija, ¿por qué no?
En un ejercicio más de distensión que de otra cosa, comparó su familia con la de su mujer. Papá no tiene hermanos, pero mamma sí: todos varones, que tuvieron más varones. Las únicas mujeres de mi generación son Odette y, bastante más tardíamente, Antonietta. Yo soy el único varón con apellido diferente, pero habrá Vittorellos por bastante tiempo, con todos mis primos dedicados a perpetuar el apellido y la especie. Ahora, Nadine. Cinco hermanas, todas sólo con hijas, menos Nadine misma; tenemos a Isabelle y a Antonin: un varón para los Massarino, ninguno para los SaintClaire. Nadie lo continúa. El apellido termina ahí.
¡Eso es! Quienquiera que sea ‘él’, tuvo nada más que hijas, que a su vez tuvieron sólo hijas. Aunque alguna haya tenido un varón, no lleva el apellido.
Las mujeres eran mayoría en los directorios. Comparó la proporción de hombres: menos de un tercio.
¿Sólo maridos? Digamos que sí. ¿Y si alguna tuvo un varón? ¿Está en algún directorio? Tendría que buscar la repetición de apellidos entre los hombres y... ¿Y si las hermanas se casaron con hermanos, o primos? Me estoy volviendo loco. A ése, si existe, no puedo encontrarlo. Pero el nombre y apellido están detrás de todo esto.
Dejó la mente en blanco y se hamacó en su sillón. La comprensión lo alcanzó lentamente, como una marea.
Quienquiera que sea ‘nombre y apellido’, debe de ser muy poderoso. Sentarse muy alto en su sociedad y en unas cuantas más. Empresas saludablemente centenarias, una dinastía dedicada exclusivamente a figurar como miembros-fantoche de directorios, fantoches de empresas matrioshkas, en beneficio de la pantalla de la operación más terrible que toda la policía francesa había soñado alguna vez con desbaratar... Y sólo encontramos la punta del iceberg. ¿Qué más hay bajo el agua?

De pronto sintió que no quería saber nada más, que no quería buscar más relaciones entre esos listados interminablemente entrelazados. Que, en alguna parte, alguien estaba apuntándole a la cabeza y había amartillado el arma. Por primera vez en su vida decidió no investigar más. Con la opresión cerrándole el pecho, borró los archivos uno tras otro y rompió los papeles que había llevado de su despacho en la Brigada, y quemó los trocitos.
Ya pensaré en algo para decirle a Odette. Ese problema quedará para mañana, o mejor, el lunes. Además, está la orden de derivar la investigación. Carajo, casi me había olvidado, con el entusiasmo de la búsqueda. En definitiva, estuve investigando de contrabando. Nadine tenía razón y Michelon me pasó la posta. Menos mal que ella iba a darle la instrucción a mi hermana. ¿Por qué las mujeres siempre me hacen estas cosas?
Mientras subía la escalera camino al dormitorio, pensó que su problema más serio era que mentía muy mal. Bien, siempre queda el recurso de la superioridad del rango. Comisario dixit.

lunes, 24 de agosto de 2009

La dama es policía - CAPÍTULO 31

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. JUEVES POR LA MAÑANA
El piso de la "Crim" en el Quai des Orfèvres

Los pasillos parecían poblados de fantasmas. El peso de los acontecimientos de la noche anterior era tan grande que ni los teléfonos parecían sonar con la habitual insistencia matutina. La voz se había corrido de alguna manera y el miedo se instaló cómodamente en todos los rincones del Quai. Incluso Archivos, por lo general inmune hasta la exasperación a las catástrofes humanas y naturales, había decidido, en pro del bienestar común, no molestar demasiado con sus exigencias.
Las carpetas estaban todavía allí, acechándolo desde las cajas de cartón ya medio rotas por el traqueteo y el manoseo. Un jueves de maravilla. Como los de casi toda la humanidad. Los jueves se disputan las palmas de peor día de la semana con los domingos. El lunes es un pobre imbécil que carga con las culpas del domingo, no nos engañemos. El martes, se te pasa un poco el malestar y el pronóstico mejora levemente. A veces, uno se va a jugar un partido y hasta se siente mejor. Como si la transpiración pudiera arrastrar el mal humor. El miércoles uno cree que ya remontó la semana y se atreve a levantar la cabeza y enfrentar al mundo. Los errores son reparables, la vida te da una oportunidad. El viernes, se tiene por lo menos la esperanza de irse a casa y no volver hasta el lunes. El sábado uno intenta cumplir los sueños de la semana y de la vida, y el domingo los destruye. Pero el jueves es derrota negra e interminable. La convicción de que nada cambió y, que no importa lo que uno haga, todo seguirá igual, en una vida entera de jueves.
Cristo, qué mal humor. Tengo una semana de mierda.

Nombres, nombres, nombres, órdenes de arresto, de clausura, de incautación, pedidos de captura, de averiguación de antecedentes. Una tormenta gris de papeles llenos de tierra, salpicada de llamadas telefónicas irritantes de parte de comisarios irritables, la red de comunicación que salía de servicio en horarios inesperados; las protestas de las prefecturas regionales que acataban a regañadientes lo que París les escupía por el fax. Las pequeñas miserias humanas de todos los días se estaban comportando más pobremente que de costumbre.
Mientras tomaba cansadamente otro grupo de carpetas de una caja, Marcel se quedó pensando en el hecho de que nadie, en toda la PJ, parecía demasiado feliz por lo que habían conseguido con el operativo. Carajo, un mínimo de satisfacción por el deber cumplido. ¿Por qué las omnipresentes caras de culo? ¿Simple envidia por no haberlo hecho ellos en primer lugar? ¿Por no haber tenido la amplitud de visión para imaginar algo así, y la sutil minuciosidad para concebir la estrategia adecuada? Y yo, ¿me siento orgulloso de lo que hice?
El audio de Vaireaux le decía que, al final, había fallado. Es torturante saberlo. Casi tanto como haber hecho todo lo que hice después. Por supuesto, nadie más conoce mi fracaso, a excepción de tres personas: Massarino, Odette y Michelon. Mis superiores directos y la responsable máxima de la Brigada. Debut y despedida, Dubois. Y ella me llamó 'Ranxerox'... Tiene razón. No era una broma; fue su manera de decirme que arruiné todo. Carajo, no me importaría que me echaran a la mierda si ella me perdonara.
Sacudió el escritorio de un golpe y apoyó la frente en las palmas.
—Eh, buenos días. ¿Todavía no se te despegaron las sábanas?
La cara regordeta de querubín de Meyer le sonreía desde el otro lado del escritorio mientras le robaba un Gauloise. ¿Querubín? Más bien los nueve coros angélicos. Meyer podría cargar sobre sus querúbicos hombros a los serafines, arcángeles, príncipes, dominaciones y unos cuantos más que había olvidado apenas terminó la escuela. Montones de angelitos tocando trompetas y cantando sobre las espaldas de Meyer. Sonrió ante la ridiculez de la idea.
—Casi. Buenos días— echó una mirada alrededor—. Es un decir, claro— encendió su propio cigarrillo.
—Mmm... sí —respondió Meyer con un suspiro que ocasionó un minitornado entre las hojas desparramadas sobre la mesa—. Parece que el ambiente está cada vez más pesado. Voy a buscar un café. ¿Te traigo uno?
—Te amo, Meyer.
Meyer volvió con las tacitas haciendo equilibrio y las apoyó con una delicadeza inesperada, mientras comentaba a media voz:
—Se huele el miedo por todas partes. Las ratas abandonan el barco— miró alrededor de la oficina vacía, excepto por ellos dos.
—Carajo, fue un operativo increíble. ¿Qué mierda les pasa? Nos esquivan como a leprosos...
Después de un silencio, Meyer comentó:
—Paworski tenía razón.
Marcel lo interrogó con un fruncimiento de la frente y el otro siguió.
—Están protestando en todas partes. Que no tienen efectivos, que no tienen tiempo, que damos órdenes a todo el mundo y que qué mierda nos creímos que somos. Parece que no entendieran— Meyer tomó un sorbo de café y continuó: —No es que yo entienda mucho de todo esto. Estoy empezando a enterarme.
—No hay mucho más para enterarse.
—¡Vamos! No vas a decirme que estuviste trabajando con Massarino y Marceau y que no hay nada más detrás, porque no te creo una mierda.
Se atragantó con el café.
—No te entiendo.
—Viejo, estoy en la Brigada desde un tiempito antes de que te transfirieran, y aprendí a conocerlos un poco. Son unos maníacos del trabajo que hacen. A veces parecen cirujanos, cortando un caso en pedacitos hasta el análisis más microscópico. Planificar y desarrollar este operativo les debe de haber llevado meses.
Ya lo creo. No hace falta que me expliquen. Marcel mantuvo un atento silencio. Meyer terminó el café y continuó en tono confidencial.
—Unos cuantos de aquí no les tienen mucho aprecio. Y en cuanto se sabe que uno es gente de ellos, pasa automáticamente a integrar el bando de parias del Quai.
—¿Por qué? —se sorprendió Marcel.
Meyer bajó más el tono de voz.
—Porque trabajan demasiado bien. Entre otras cosas, porque no les gustan los soplones. Un policía sin soplones es como un perro muerto, ya se sabe. Quien más, quien menos, se consigue alguno que le pase información. Alguien que de vez en cuando te permita hacer el héroe, y al que de vez en cuando le hacen la vista gorda. Comer y dejar comer.
—Vivir y dejar vivir. Son males necesarios. Son como el diploma de graduación: sin soplón no se es policía— se encogió de hombros.
No era un tema agradable dentro del Quai. Era como las venéreas: los que se las pescan prefieren no hacer mención. Por el momento, él se venía librando. Pero uno nunca sabe cuándo...
—Son como la vejez: siempre te alcanzan. Cuando se empieza a ascender, sin soplón es muy difícil trabajar. Bueno — Meyer señaló con la cabeza al cielo raso—, las cosas no se manejan así en este sector. No te critican, no te hinchan las pelotas. Cada cual hace su trabajo como puede y consigue la información de donde puede. Pero es difícil, si los jefes dan el buen ejemplo. Así que ya estás al tanto: si vas a quedarte, mejor que te pruebes el sayo de sambenito. Uno se acostumbra. Después de todo, no está tan mal. Hay quien nos llama los enfants terribles de Michelon. Y si la número uno de la Brigada te apoya, los demás tienen que meterse la cola entre las patas.
—¿Qué? —no pudo evitar una risita—. Meyer, estoy sorprendido de tu nivel de información.
—Tengo mis cousins— sonrió cómplice —.Laure Cohen, la asistente de Madame.
—No mientas, Jumbo. Cohen es una tumba.
—Frecuentamos la misma sinagoga. Laure es muy amiga de mi hermana mayor. La PJ es como una gran familia: nos odiamos todo el año y nos saludamos para Año Nuevo. A Cohen y a mí nos saludan dos veces. Rosh Hashana.
Un suboficial cruzó y murmuró un saludo ahogado. Los teléfonos internos hacían huelga de campanillas. Meyer seguía en plan de confidencias.
—A Massarino le gusta que su gente sea observadora, que se preocupe y se involucre con lo que hace. Que haga su trabajo de la forma más derecha posible. Es abogado, ¿sabías? Me lo comentó una vez. El comi no aguantó tener que defender criminales; archivó el título en un cajón y se metió en la policía. Es... raro, un tipo elegante, educado. Una vez nos pusimos a hablar de ballet. A mí me gusta, aunque no entiendo demasiado. Él sabe muchísimo. También de ópera y de literatura. Bueno, es abogado, debe de saber, qué sé yo... Pero es amable, que es mucho más de lo que se puede decir de unos cuantos comis que conozco.
Marcel se quedó callado, evaluando lo que el otro le acababa de contar. Evidentemente, Jumbo estaba contento por tener un interlocutor tan receptivo.
—Y, bueno... Marceau es así, como él. Menos amable, depende de cómo se levante o de la época del mes— levantó las cejas con ironía, y Marcel no pudo evitar una sonrisa—.Como todas las mujeres. Pero se trabaja bien con ella. Siempre está a la par de uno. No se le escapa nada y cuando está detrás de algo, mejor la matan si esperan que abandone.
Comenzó a interesarse. Meyer esbozó una sonrisa burlona ante su expresión, miró la hora y exclamó:
—Mierda. Mejor nos ponemos a trabajar.
Meyer estaba decidido a cambiar de tema. Carajo, me perdí la mejor parte. Mejor así. Prefiero no enterarme. ¿Y de qué tendría que enterarme? ¡Boludo! Lo arruiné todo y me quejo como el perro del hortelano. En cuanto termine con esta mierda voy a pedir el pase. Por lo menos voy a vivir en paz, sin que me odie el resto de la PJ. A la mierda con los ‘especiales’. Se quedó pensando en eso. ¿Meyer? ¿Con esa carita de ángel y las espaldas de estibador? ¿De qué otro modo tendría tanta información, tanta confianza con personas que raramente abrían la boca dentro de la Brigada? Más de una vez él mismo había oído comentarios desagradables sobre Michelon y sus subordinados. Ahora soy uno de ellos. Estoy en la misma bolsa. Cayó en la cuenta como un piedrazo: Jumbo me considera uno más, porque de otro modo no habría dicho una palabra. Se quedó mirando a su compañero de galeras, que estaba acomodando tranquilamente las carpetas de mierda en su escritorio. De pronto Meyer ya no le pareció un querubín excedido de peso y bonachón: estaba ahí para probarlo.
—Jumbo —susurró—. ¿Qué pasa?
El otro se volvió apenas.
—¿Qué pasa con qué?
—Conmigo.
Meyer se apoyó contra su escritorio y lo desplazó ligeramente hacia atrás, haciendo peligrar la ubicación del mobiliario de toda la oficina.
—Te estás portando como un boludo y te estoy pasando el aviso. Te eligieron. Lo mismo que a mí. No desperdicies la oportunidad. Es tu primer caso en el grupo. No es fácil; te tocó uno muy feo. Pero— señaló el cielo raso con un cabezazo—, te van a aguantar. Siempre es así. El problema con Marceau es que hace demasiado bien las cosas y le revientan las boludeces, pero a la larga, si uno aprende, te las perdona. Michelon es peor, y Massarino no es tan duro. Pero los tres hacen buen equipo y cuando uno trabaja con ellos no quiere ir a otra parte. Y los que quieren irse tienen la puerta abierta. No es fácil, muñeco, porque nos metemos con cosas que les tocan el culo a unos cuantos, y eso no gusta. Ya viste qué contentos están todos de que hayan hecho saltar a ese hijo de puta del DG— le robó otro Gauloise y lo encendió parsimoniosamente—. Pero la satisfacción del deber cumplido no te la quita nadie.
—Y la de haber encerrado a esa rata es una satisfacción muy, muy grande.
—Vamos, San Bernardo, a trabajar que faltan cincuenta carpetas.
Marcel aguantó una risita. Así que ya se enteraron
—Hoy no pasamos ningún pedido de captura a ninguna frontera. Deben de estar extrañándonos— Meyer compuso una sonrisa beatífica.
—Eso. Así nos odian en todo el territorio de la República, las ex colonias y el Canadá. Me gusta que me odien. A los grandes hombres de la Historia también los odiaron.
—Es mejor que te odien a que te desprecien. Y tampoco quiero ser despreciable. Arruinémosle la mañana al resto de la Policía Nacional.
Se rieron un buen rato de sí mismos, mientras abrían las carpetas de porquería.
Cuando miró el reloj por segunda vez en el día, eran más de las nueve de la noche.


BUENOS AIRES, JUEVES POR LA MAÑANA
El teléfono celular sonó apenas en el bolsillo interno del impermeable.
—Señor...
— José, estoy a punto de entrar en una junta de Directorio.
—Señor, hubo un problema en Lisboa. El despacho a Angola se desvió de ruta.
Imbécil. Desobedeció órdenes directas y explícitas. Juntó paciencia para preguntar.
—¿Adónde?
—París, señor.
No necesitaba la confirmación, pero quería hacer tiempo para calmarse. Ortiz continuó.
—Hicieron contacto antes de dejar Portugal. En tren.
—Ocúpese de informar el extravío y proceder con la anulación del despacho.
—¿Anulación, señor?
—Definitiva. ¿Necesita que se lo repita?
—No, señor —Ortiz sonaba moderadamente contento —.En absoluto.


Despacho de Michelon

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. VIERNES DESPUÉS DE MEDIODÍA
Michelon colgó el auricular mientras Marceau se sentaba del otro lado del escritorio. Se la ve cansada, pensó. Todos nos vemos cansados. Había sin embargo, una determinación en el rictus de la boca de su subordinada, que la hizo vacilar acerca de lo que tenía que decirle. No va a ser fácil. A mí tampoco me gusta, pero son órdenes directas del Elysée. Marceau suspiró, relajándose en el sillón. Le ofreció café para hacer tiempo. Y reunir el coraje ,pensó con irónico desagrado. Mierda, esto nunca me pasó. A la dama de acero le tiembla el pulso. La sonrisa le brotó tensa sin que pudiera evitarlo.
—¿Cómo... en qué etapa están con los archivos? —Marceau está extraña. Habitualmente es muy perceptiva; ya se habría dado cuenta de lo incómoda que estoy.
—Prácticamente terminamos el relevamiento. Se están verificando las últimas conexiones de nivel nacional,
Está distraída, pensó la comisario. Marceau se detuvo un segundo para beber un sorbo de café y continuó.
—Estamos trabajando tiempo completo... archivando, actualizando los registros, contrastando información... pura burocracia... —movió la cabeza—. Y todavía no lo encontramos.
—¿Más implicados? — ¿Quiénes? ¿Las estatuas del Louvre?
Prácticamente no habían quedado un ministerio o una secretaría limpios. Las ramificaciones eran monstruosas. Desde hacía menos de dos días, en alguna parte del planeta, algún funcionario, diplomático, político u hombre de negocios saltaba por los aires con el sello fatídico de la Orden del Temple metafóricamente estampado en la frente. En muchísimos casos, como los del Primer Ministro, las cosas se estaban haciendo con la máxima discreción posible porque la crisis desatada había estado a punto de quebrar gabinetes y mercados de valores. Ni siquiera habían resuelto cómo dar a conocer la traición de Nohant. El gobierno estadounidense estaba presionando, exigiendo acceso a los archivos de la Orden —corrección, ahora de la Brigada—.
Por una maldita vez la Comunidad había hecho causa común ante un suceso policial de esas características y Francia había podido mantener su posición de no permitir que agencias extranjeras se entremetieran en sus asuntos. Hasta ayer por la noche. Una puede exigir no intervencionismo en hechos de seguridad nacional, pero cuando hay dinero de las Bolsas de Valores de por medio, no hay peros que valgan. Al menos, eso se desprendía del discurso que les habían dado en el Faubourg St. Honoré para explicarles con elegancia que la Brigada ya no estaba a cargo. Bastante lógico, por otra parte, aunque injusto para los que se habían jugado la vida en el caso. Por supuesto, habría condecoraciones, ascensos y otros cuasi sobornos para endulzar la hoja del puñal. Pero estaban afuera.
Marceau apretó los dientes y la respiración se le volvió densa.
—Todavía no llegamos a él.... Quiero su cabeza en una bandeja de plata.
Michelon se recostó en su propio, magnífico sillón y preguntó:
—¿Cómo puede estar tan segura de que nos falta el Richelieu detrás del trono?
La máscara de impasibilidad de Marceau se disolvió para dejar lugar a un rostro ensombrecido por la amargura.
—El Brigadier... Me falta él.... Todo este tiempo, todos estos años buscándolo, persiguiéndolo como en una pesadilla... —levantó los ojos, y Michelon vio en ellos el brillo helado del odio—.Es a él al que quiero.
La comisario no supo qué decir. Marceau siguió hablando, mirando sin ver.
—Dejé tanto en esto... Diez, doce años obsesionada con... —le costaba decirlo —...con cobrarme la vida de Jean-Luc.
Michelon sintió una punzada de dolor y cerró los ojos un instante.
—Quería la ley del Talión... y no comprendí que estaba pagando esa obsesión con mi propia vida— Marceau tenía los ojos demasiado brillantes—. No puedo recordar... su voz... ni sus manos... ni su amor... Sé que esas cosas ocurrieron, pero no puedo aferrar los recuerdos. La única imagen que conservo es la del final, la de la degradación última de un ser humano... Y mi degradación junto con la de él.
La vio levantar la taza de café con mano temblorosa y apoyarla casi inmediatamente. El incongruente tintineo de la porcelana la sobresaltó.
—Me cegué... a todo lo que no fuera mi trabajo, rebuscando siempre entre lo que me caía entre las manos, tratando de hallar las posibles relaciones — se echó hacia atrás en el sillón y miró al cielo raso. Las lágrimas se le escapaban libremente. —Estuve tan ciega que hasta... perdí la oportunidad de estar viva otra vez... Creí que podría... y me equivoqué— su voz bajó hasta hacerse un susurro—. No me queda nada... No tengo esperanzas.. Sólo el ansia de encontrarlo... y terminar con todo.
Michelon se levantó despacio, rodeó el escritorio y, parándose delante del otro sillón, apoyó las manos en los hombros de la otra y apretó fuertemente. No tenía palabras para lo que había oído. Del escritorio tomó unos pañuelitos de papel del contenedor de plata —adoraba esos detalles femeninos— y le secó la cara con cuidado, como a un chico.
Jesús, esta mujer atravesó mis defensas. ¿Qué habrá querido decir con ‘terminar con todo’? Carajo, tengo que hablar con Massarino antes de que la hermana haga una barbaridad. Y quizá con Dubois. No, también. Y si Marceau insiste en que le falta encontrar a alguien, estoy segura de que tiene razón. Podrá estar alterada, pero ante todo es oficial de policía. De los buenos. Mierda, no nos pueden echar así como así. Tengo que hablar con Massarino. Se apoyó en su escritorio con los brazos cruzados y la vista baja.
Marceau se levantó en silencio. Había recuperado la compostura.
—Lo lamento —dijo, mirando hacia otro lado mientras se alisaba la ropa.
Siguiendo un impulso, Michelon la abrazó y la besó en la mejilla como podría haber besado a una hija.
—No hay nada que lamentar. Esto nos superó a todos. Cuanto antes termine, mejor.
Su asistente personal entró, cruzándose con Marceau que salía.
—Parece que hubieran visto un fantasma. ¿Se lo dijiste? —y se apoyó en el brazo del sillón de Michelon.
—No, querida— le tomó la mano y se la besó, distraída—. No tuve el valor. Tengo que llamar a Massarino.
—Ya lo llamo— Laure le acarició brevemente la mejilla y salió.


Seguía de un humor frágil cuando volvió a su cubículo. Dios, qué manera de terminar el día. Me llenaron el escritorio de papeles, carajo. Pura burocracia de mierda. Pateó la silla y colgó la cartera y el abrigo. Hay más formularios que espacio. Y esa estúpida de Sully, que no puede llenar ni un papelito sin consultar. Se sentó de pésimo humor. En fin. Esto es tan bueno para no pensar como cualquier otra rutina. Si los papeles son importantes, ¿para qué mierda están las computadoras? Y viceversa. Resignada ante la evidencia, encendió la pantalla. Alguien asomó la cabeza.
—Capitán, ¿le traigo un café?
Foulquie. Bendito tú eres.
—Por favor, sargento —sonrió débilmente y Foulquie le devolvió el gesto. Viejo adorable. Siempre me cambia el humor. Giró la silla hacia la pantalla otra vez. Sólo es empezar. Coraje.
La puerta se abrió otra vez a sus espaldas y dejaron la taza de café encima del escritorio.
—Gracias... —no terminó la frase. El perfume le asaltó los sentidos. Se quedó paralizada en el asiento mientras el estómago se le estrujaba.
Oyó el chasquido del picaporte al cerrarse la puerta otra vez, y las manos de Marcel la tomaron suavemente por los hombros. Casi con miedo, pensó.
—Por favor... — la voz de Marcel era un susurro—, hablemos. Sin pelear— hizo una pausa larguísima—. Nunca le supliqué a una mujer. Ni le pedí dos veces que me diera una oportunidad. Necesito... necesito explicarme... y... pedirte perdón— la angustia le hacía vacilar la voz.
Odette no se atrevió a moverse, tanto le temblaba todo el cuerpo. Sin darse cuenta levantó una mano y apretó la de él.
—Cuando esto termine —murmuró mientras él sujetaba su mano dolorosamente—. Falta poco. Necesitamos... tiempo para hablar... Estar... más calmados.
Él se inclinó y le besó apenas el pelo, sin soltarla. Ella besó la mano apoyada en la suya. Retiró la silla y Marcel la abrazó, cuando la campanilla del interno estalló en el aire. Se soltó de sus brazos y tomó el auricular con rabia.
—Marceau... ¡Voy! — Archivos y su putísimo sentido de la ocasión. El gesto de contrariedad fue tan evidente que él no pudo evitar una sonrisa esperanzada.
—Marcel...
Él giró en el vano de la puerta.
—Yo también tengo cosas que explicar.
Él soltó un beso al aire.
Dios, si no fuera tan dulce. Me hace bajar la guardia. Cuánto hace que alguien no me conmueve de esta forma. Cuánto hace que no siento algo así. Quiero mi oportunidad, si todavía estoy a tiempo. Apoyó la frente en una mano, aguantando las emociones que le anudaban la garganta. Cerró los ojos y esperó a que él se fuera para salir de la oficina.