POLICIAL ARGENTINO: La dama es policía - CAPITULO 35

sábado, 31 de octubre de 2009

La dama es policía - CAPITULO 35


XVI° ARRONDISSEMENT. CASA DEL CRIO. MASASRINO. LUNES POR LA NOCHE
Auguste se había ido hacía menos de diez minutos cuando sonó el timbre. Nadine corrió hasta la puerta, pero, hija y mujer de policías, no abrió. Nadie de la familia podía estar llamando a la puerta a las diez de la noche.
—¿Quién es?
—Signora Nadine —respondió por el intercomunicador una voz vagamente conocida —. Soy Calogero. Calogero Colosimo, signora. Abra, por favor.
Nadine espió por la mirilla telescópica. Dios, de verdad es Colosimo. ¡Mis suegros! ¡Algo les pasó a mis suegros! Abrió y el hombre entró apresurado, seguido por otros tres.
—Calogero, ¿qué pasa?
—Busque a los chicos. Tenemos que salir de la casa.
—¡Auguste no está!
—Ya sé. Alcanzamos a verlo salir y preferimos quedarnos y sacarlos a ustedes.
Nadine miró a los hombres que acompañaban a Colosimo. El parecido no era suficiente para que fueran parientes, pero tenían un aire en común... paisanos del mismo lugar. Colosimo la tomó del brazo y la llevó escaleras arriba.
—Vamos, signora. No tenemos mucho tiempo.
— Dios santo, ¿dónde está Auguste?
—Por favor. Es por el bien suyo y de los niños— insistió Colosimo
Corrieron escaleras abajo, ella con Isabelle y Colosimo llevando de la mano a Antonin. En el garaje de la casa esperaba un automóvil igual al de Auguste.
—Suban. Agáchense en el piso del auto hasta que yo les avise.
—Calogero, ¿qué van a hacer?
—Los muchachos se quedan aquí. Yo la llevo a un lugar seguro.
Después de cinco minutos de carrera, el hombre les dijo que podían levantarse. Les llevó sólo cinco minutos más llegar al Quai. Calogero detuvo el automóvil frente a la puerta principal.
—¡Papá!
SaintClaire estaba esperándolos con un auto en marcha.
—Vamos, hija — el viejo ex comisario miró a Colosimo—. Gracias.
—Somos de la familia. No tiene nada que agradecer— Colosimo saludó respetuosamente a SaintClaire y acarició la cabeza de los chicos. Nadine lo miró con los ojos llenos de dolorosa anticipación.
—Quédese tranquila. A Augusto no le ocurrirá nada.
Mientras se sentaba en el auto de su padre, Nadine oyó el chirrido de los neumáticos del otro automóvil.


36,Quai des Orfèvres por la noche

QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA NOCHE
—¿Adónde vamos? —preguntó Odette después de unos minutos.
La había sentado en el auto y sujetado con el cinturón de seguridad, como a una criatura. Cuando arrancó, con el rabillo del ojo vio que ella estaba llorando en silencio. Le pasó el brazo por los hombros y le acarició la cara. Él tampoco podía hablar. Ella no resistió su abrazo. Se la veía tan frágil. Marcel sintió que el pecho le reventaba de dolor.
—¿A dónde vamos? —insistió ella, con vocecita entrecortada.
—Al Quai. Donde puedas estar segura— la soltó momentáneamente para tomar el volante y virar en un semáforo.
—¡No! ¡Van a matar a mi familia!
—Odette, tu hermano me dio la orden, y nunca estuve más de acuerdo.
—¡Van a matar a mi familia!
El semáforo cambió a rojo. En un segundo, Odette se soltó el cinturón y abrió la puerta, tratando de saltar del auto, pero él fue más rápido. Había previsto esa reacción, y la tomó del brazo y tirado de ella hacia adentro.
—¡No quiero! —Odette se debatió con furia.
—Lo siento, pero no vas a ninguna parte — le esposó la muñeca izquierda a la derecha de él —Ahora, hagamos lo posible por no matarnos— arrancó a toda velocidad.
—¡Te odio!
—Ya lo sé.
Entró con ella en el edificio, todavía esposados, escandalizando al suboficial de guardia.
—¿Quién está arriba?
—¡Foulquie! —gritó el hombre mientras Marcel arrastraba a Odette por las escaleras. Maldita caprichosa. No, por Dios. Está desesperada, igual que yo. Quería abrazarla, besarla, jurarle que nada le pasaría a su familia, que todo saldría bien.
—¡Foulquie!
El sargento se puso de pie de un salto, enarcando una ceja ante la escena. Marcel abrió las esposas, tomó a Odette por los hombros y la sentó ante uno de los escritorios.
—Por favor... —ella le dio la espalda —¡POR FAVOR! Quiero que te quedes aquí. ¡Foulquie —dijo sin volverse—, que no salga del edificio! Si es necesario, enciérrela en algún lado. Voy a la casa de Massarino.
Se inclinó hacia ella y la besó en la frente. Lo pensó mejor y la abrazó y besó apasionadamente.
—Voy a buscar a tu hermano. No te muevas de este escritorio. Quiero tu palabra.
Ella asintió con un gesto. La besó otra vez y salió.


QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA NOCHE.
Foulquie se acercó en silencio.
—Su... cuñada está en casa del comisario SaintClaire, con los niños. El comisario acaba de avisar.
Gracias al cielo. Se le quitó un peso del pecho.
—¿Cómo llegaron...?
El sargento se encogió de hombros.
Un yunque le oprimía el corazón. Odette se frotó el cuello como si con eso pudiera aliviar la angustia. Mi hermano, Marcel... Tengo tanto miedo.
—¿Quiere un café? —le preguntó Foulquie.
—Por favor —murmuró ella con un suspiro.
Mientras el sargento salía, Odette enterró la cara entre las manos. Estoy agotada. Dios mío, que no pase nada. Por primera vez en años se puso a rezar.
Entró un uniformado. Foulquie con el café... El hombre se paró detrás de ella y la levantó de un brazo.
—¡Qué...! —mientras el hombre le esposaba las manos a la espalda.
—Órdenes, señora.
No conozco esa voz.
—¡No es necesario que me espose! —sacudió las manos.
El hombre la tomó del brazo sin abrir la boca y la llevó a la rastra hacia las escaleras. En lugar de ir a las salas de interrogatorio donde pensaba que la encerraría, el tipo la empujó por el patio hacia la calle. ¿Por qué? Odette tuvo un presentimiento espantoso.


Patio interior del Quai des Orfèvres

Se volvió a medias para verlo. Alto, de contextura fuerte, rubio, facciones un poco abotargadas pero atractivas. Ojos azules, casi vacíos de tan claros. Notó que caminaba... No... Marchaba. Cristo, este hombre no es policía. Se estremeció y tironeó del brazo, pero el tipo la sujetó con mano de hierro.
—Un solo movimiento de más y masacro a los que se nos acerquen. O a los que encuentre —le susurró al oído, pegándola a él—. Así me gusta. Tranquila. Vamos a salir con calma.
Hablaba un francés plano, sin inflexiones ni acentos y sin la natural guturalidad del idioma. Extranjero, pero no europeo. Ni norteamericano. Militar, por la forma de moverse. El nombre le estalló en la mente como un rayo. Dios, es él. El estómago le dio un vuelco; le temblaron las piernas y trastabilló. El hombre la sostuvo con una facilidad increíble.
—Despacio. No queremos alarmar a nadie.
En la calle, caminaron muy juntos hasta uno de los patrulleros. Detrás de otros dos vehículos había un hombre tirado en el suelo, en ropa interior. Un hilo de sangre le corría por detrás de la oreja. Perrin. Tiene tres hijos, recordó Odette mientras pugnaba por no llorar de desesperación. Hijo de puta. El hombre la metió en el auto y la sujetó con el cinturón de seguridad. Se caló la gorra, se sentó al volante, y salieron despacio. Dejó el arma entre las piernas. Entre las sombras del interior del vehículo y la visera, no se le veía la cara.
—El mínimo intento de avisar a alguien y te vuelo la cabeza.
Odette no tenía ninguna duda al respecto.
Salieron sin que nadie los molestara, salvo algún saludo ocasional.
A unas cuadras, el hombre detuvo el patrullero detrás de un sedán oscuro, la amordazó con cinta adhesiva y la arrastró fuera del auto. El frío le cortó la respiración. Con la habilidad propia del entrenamiento, el tipo le dio detrás de la rodilla un golpe ligero que la hizo trastabillar lo suficiente como para que él le tomara la cabeza, se la bajara y la sentara en el asiento del acompañante del sedán, en un solo movimiento. Le ajustó el cinturón de seguridad, cerró la puerta y se sentó al volante. Antes de arrancar, reclinó el asiento para sacarla de la vista desde la ventanilla. Comprobó el ajuste del cinturón y se pusieron otra vez en marcha. Sobre la guantera había una Motorola sintonizada con la frecuencia de la policía. Mirando el reloj de pulsera, él dijo:
—Las once y media. En media hora nos encontramos con los muchachos en el Bois de Boulogne. Van a llevar a tu hermano.
La miró de reojo mientras conducía consultando un plano de la ciudad.
—Pensé que iba a tener que servir a una vaca vieja, y me encuentro con una yegua que todavía está para seguir corriendo.
Con la otra mano en el volante, le recorrió el cuerpo. Ella trató de apartarse.
—Eras muy joven para él— le levantó la pollera con la punta del arma—. Todas las francesas son putas. Mirá que usar portaligas. Turra—siguió en francés—. Muy fino. Me gusta.
Odette no entendía todo lo que el hombre había dicho, pero se lo imaginó muy bien. “Puta” suena igual en varios idiomas. Sintió, impotente, cómo las lágrimas de rabia le rodaban por la cara. No quería llorar delante de ese desgraciado. Si consiguiera calmarme, pensar en algo...
El tipo siguió hablando mientras conducía y le metía la mano entre las piernas, buscando el borde del calzón de encaje. Cuando ella se resistió, un violento empujón le sacudió la sien contra el parante del auto.
—No quiero marcarte la cara. No me gusta, así que no me obligues —la miró amenazador mientras le volvía bruscamente la cabeza agarrándola del pelo.
La Motorola zumbaba mensajes anodinos: robos, accidentes de tránsito. Una medianoche tranquila de invierno. Odette alimentaba la esperanza de que alguien hubiera notado la falta del patrullero. ¿Y el cuerpo de Perrin? Escuchó atentamente: lo que se oía por la radio tenía que ser casi incomprensible para el hombre, que la apagó de un manotazo.
—Hablan más atravesado que la puta que los parió —masculló —. Parece que lo de tu hermanito todavía no saltó— le habló en francés mientras le acariciaba un muslo y cuando ella apartó la pierna, se la retuvo violentamente—. Queremos que disfrute del show. Lo mismo que con la mujer. A estas horas deben de haber terminado con ella y los chicos. Espero que mis muchachos se hayan divertido. No con tu hermano, ¿eh? Él tiene que venir entero.
Entonces, el animal no sabía que Nadine no estaba en la casa. Gracias, Dios mío. Quién sabe si Marcel pudo llegar a tiempo. En medio de su angustia, saber que Nadine y los chico shabían escapado de esos monstruos la hizo recuperar algo de esperanza.
—Así que ésta es la capitán Marceau. La puta más cara del mundo. Nos costaste fortunas. Millones de dólares perdidos porque querías vengar la muerte de tu macho — el tono de voz cambió de sarcástico a sombrío. Odette entendía a medias lo que él murmuraba.
—No lo puedo creer. Un cana de mierda. Y la guacha de la mujer que busca venganza trece años después. ¡Como el puto conde de Montecristo, ja! —el auto aceleró rabioso—.Me las vas a pagar, muñeca. Aunque sea lo último que haga, vas a sufrir hasta el último segundo de lo que te queda de vida— se lo repitió en francés para asegurarse de que entendiera la sentencia.
Las luces del alumbrado público pasaban cada vez más rápido. El hombre le manoteó la camisa para desabrochársela y recorrió los contornos del corpiño. Odette tuvo un escalofrío de asco y miedo cuando la mano le bajó el encaje. Cerró los ojos para no ver al hijo de puta humillarle cada lugar del cuerpo donde la tocaba.
—¿Estás llorando de miedo o de rabia? —le volvió la cara y la miró asombrado—. ¡De rabia, puta! —hizo un gesto de incredulidad—. Quiero verte llorar de miedo—continuó con voz ronca—. Tuve una muñequita así, chiquita. Más joven, una pendeja. Después de que la quebré fue como seda. Al final tuve que “trasladarla”. Órdenes.
Ella intuyó el significado de las palabras y la desesperación le trepó por las entrañas, entrecortándole la respiración.
En el bosque se detuvieron en uno de los caminos laterales. Él miró el plano y asintió. Le soltó el cinturón de seguridad y reclinó totalmente el asiento. Se acomodó entre sus piernas, sacó una navaja del bolsillo y tuvo que hacer un esfuerzo para cortarle la ropa interior.
—Todavía te resistís, putita...
Le pasó la navaja a un milímetro de la cara y siguió bajando por el cuello, cada vez más cerca. Un hilo de sangre brotó del nacimiento del pecho izquierdo antes de que ella pudiera sentir el corte. El instinto y el miedo le hicieron contener la respiración para apartar el cuerpo de la hoja que le recorría el esternón y el estómago en una caricia mortífera. Gotitas como perlas diminutas le brotaron del rastro terrible. El hombre dejó la navaja en el otro asiento al tiempo que la sujetaba por el cuello, ahogándola con el apretón. El esfuerzo por respirar hizo que los bordes de los tajos se abrieran apenas y sangraran con un dolor intolerable. La cinta adhesiva le enmudeció el grito en la boca.
La mano de él subió para sostenerle la cara, y el pulgar le arrastró una lágrima. Un instante después la rodilla del tipo se le enterró súbita y violenta entre las piernas. El golpe la paralizó y la dejó sin aire otra vez. Cuando logró inspirar, el dolor casi la desmayó.
Cerró los ojos para controlar la náusea y arqueó el torso, acercándose involuntariamente a él en un esfuerzo por tratar de llenar los pulmones. Sintió que una mano le estrangulaba el gemido en la garganta mientras la otra la recorría en una caricia obscena, pero en lo único en que pudo pensar fue en tratar de seguir respirando. Un acceso de tos ahogada le llenó los ojos de lágrimas y le retorció el cuerpo. ¡Dios, tengo que poder respirar!
Abrió los ojos en el momento en que él miraba el reloj y encendía un cigarrillo. No pudo controlar otro espasmo de horror cuando la mano que lo sostenía la recorrió. Lo vio sonreír mientras fumaba para avivar la brasa, y el brillo rojizo le iluminó los ojos cruelmente azules. Inclinándose sobre ella murmuró:
—Diez minutos. En diez minutos podemos hacer muchas cosas.




Witowlski llegaba al Quai en su utilitario cuando se cruzó con un patrullero en el que salía Marceau, acompañada de un suboficial. La saludó cortés. Esa mujer entendía su trabajo.
—Buenas noches, capitán.
Ella le clavó los ojos. Angustiosamente, pensó él.
—Buenas noches, Vasili —lo saludó Marceau. El suboficial ni lo miró.
¿Vasili? Mientras dejaba el auto y se dirigía al ascensor, Witowlski pensó que era realmente extraño.
Un quejido le llamó la atención. Buscó, y encontró a Perrin con un balazo en la cabeza, semidesnudo, entre dos patrulleros. Las entrañas se le retorcieron del miedo. Witowlski corrió aterrorizado hasta la entrada y avisó al suboficial de guardia. Mientras llegaba la ambulancia, corrió hasta el tercer piso buscando a Massarino. Encontró a Foulquie desangrándose en el pasillo.
—Avísenle a Dubois —alcanzó a decir el viejo mientras lo subían a la camilla.
El pánico le dio ganas de vomitar. ¿Dónde mierda encuentro a Dubois?

XVI° ARRONDISSEMENT. CASA DEL CRIO.MASSARINO
Auguste estaba a unas cuadras de su casa cuando un automóvil se le cruzó delante. Clavó los frenos con un insulto y se bajó sacando el arma de la cartuchera.
—¡Comisario!
Inspiró angustiado y bajó la pistola.
—¡Dubois! ¡Casi lo mato!
—¡Vamos a su casa!
—¿Dónde está Odette?
—La dejé en el Quai con Foulquie.
Lo miró desconfiado pero Dubois insistió:
—Me juró que no se movería de allí.
Volvieron a los autos y se detuvieron cerca de la casa en silencio. Frente a la puerta había un patrullero con las luces apagadas. Había gente dentro. Se acercaron, armas en mano, para encontrar a los dos hombres de la Brigada asesinados a balazos. Auguste sintió detenérsele el corazón. Nadine. Mis hijos. Dubois lo arrinconó contra la pared
—¡No! ¿La casa no tiene otra entrada?
La desesperación no lo dejaba pensar.
—¡Ahí adentro está mi familia! —forcejeó.
—¡Tiene que haber otra forma de entrar!
Dubois tenía razón. Doblaron por la calle lateral hasta la puerta de servicio. En la casa había un silencio de muerte. El pulso le retumbaba en la cabeza. Mis hijos. ¿Dónde están mis hijos? Cuando irrumpieron en la cocina, el espectáculo era de horror. En una de las sillas había un hombre, herido en una pierna; se le veía la rodilla ensangrentada. Dos tipos lo estaban golpeando duramente. Un tercer hombre se ponía de pie, al lado de un cuerpo retorcido en forma extraña. Por la otra puerta podía verse otro cadáver, al pie de la escalera. Los tres giraron, apuntándoles.


PARÍS, BOIS DE BOULOGNE.
—Ahí están. Demasiado puntuales, carajo— la arrastró hacia afuera y le dijo, pegando la boca a la suya amordazada— Vamos. Lo mejor para el final.
Un auto se detuvo a diez metros de ellos. Tres hombres bajaron y uno quedó adentro. En la penumbra del bosque, Odette pudo entrever que el primero tenía la camisa desabrochada y con manchas oscuras. Llevaba las manos detrás de la nuca. El que venía detrás lo empujó, obligándolo a ponerse de rodillas. A pesar de las lágrimas que le nublaban la vista, reconoció a Auguste.
Si hubiera podido, habría gritado de angustia. ¡Mi hermano no! ¡A él no, por Dios!. Los sollozos se le estrangularon en la garganta, sacudiéndole el pecho. Entonces Marcel está muerto. Mi amor. ¿Qué les hice a todos?
Las piernas ya no le respondieron y el hombre tuvo que sostenerla para llevarla hacia el otro auto. El viento le hizo flamear la camisa contra la piel desnuda, pegando la tela sobre las quemaduras y erizándola de frío. Sintió la punta de la pistola enterrársele en el cuello, debajo de la mandíbula. Las esposas le laceraban las muñecas, pero había superado ese umbral de dolor.
—¡Massarino! ¿Te gustó lo de tu mujer? ¡Ahora vas a disfrutarlo con tu hermana!
El hombre la levantó, la arrojó como si fuera una muñeca sobre el capó del auto en que habían llevado a Auguste y le arrancó la cinta adhesiva de un tirón.
—Quiero que tu hermano te escuche.
Señor, si estás en alguna parte, quiero morirme ahora.
Lo último que sintió fue que la tomaba por los tobillos atrayéndola hacia él, al tiempo que le separaba las piernas.

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