POLICIAL ARGENTINO: 05/01/2010 - 06/01/2010

lunes, 31 de mayo de 2010

La mano derecha del diablo - CAPITULO 5

PARÍS, LA DÉFENSE, DEPARTAMENTO DE LA CRIO. MARCEAU. MISMO DÍA, DE MADRUGADA



Los ojos azules, claros como el agua. Crueles, vastamente crueles. Sin lugar en ellos para un mínimo de piedad.Ni siquiera la elemental compasión que se siente por un animal.
— Puta... me estuviste esperando trece años... Acá estoy...
Quería suplicarle pero estaba muda. La desesperación que le aporreaba las sienes y los tímpanos, le desgarraba la garganta en un grito que se empeñaba en no brotar. Por favor, no, pero los ojos azules le sellaban los labios y la paralizaban. Era de plomo sobre ella, plomo líquido y ardiente que se le colaba en los orificios torurados del cuerpo.
— Así,¿ ves?... Así quebrábamos a las putitas montoneras ...— jadeaba, ronco de furia.
Morir, morirse de una vez por todas para que el pecho no le doliera más así, el corazón lanzado a toda velocidad ensordeciéndola, no, por favor no... no... ¡NOO...!

Sus propios gritos la despertaron. Odette miró alucinada a su alrededor hasta que reconoció su propio dormitorio. Sin encender la luz, saltó de la cama y corrió al baño. Se metió en la ducha, temblando por los sollozos. Después de un rato bajo el agua se dio cuenta de que tenía puesta la ropa interior y se desnudó. Cuando consiguió llorar sin gritar, se sentó en el piso de la ducha dejando que el agua arrastrara los últimos estertores de la pesadilla. En cuatro patas, cerró los grifos y se quedó sentada hasta que el frío la hizo salir y ponerse una bata. Dios, estoy helada... Un café. Pasó corriendo delante del espejo para no verse y nunca estuvo tan concentrada llenando la cafetera. Se salpicó con el café caliente. Carajo, me tiemblan las manos.
De vuelta en la cama, encendió la lámpara y se metió bajo el cobertor con la bata puesta, sin admitir que tenía miedo de dormirse y soñar todo de nuevo. De todas las atrocidades que la bestia había cometido con su cuerpo, ninguna era comparable al odio con que le había lacerado las entrañas. Le había hundido en el cuerpo un hierro ardiente, la había inundado con ácido y destrozado por dentro con saña.
¿Qué te pasa, nena, no aprendiste que uno no le miente al espejo?
No me jodan, no puedo hablarlo con nadie... Además, el hijo de puta está muerto, muerto, muerto...!
¡Te da vergüenza, muñeca! Te da vergüenza que ese animal te haya violado. No que estuviera a punto de matarte, ¿eh? Una es una heroína si la matan, te dan medallas post mortem, pero no hay medallas post violación, no señor. Das lástima, los médicos te revisan los moretones y te hurgan en la vagina. Mejor cerrar la boquita tal como él te la cerró y no poder gritar ni cuando estás dormida. ¿Dónde mierda dejaste la psicología y la profesión? ¿Y si te pasa cuando Marcel esté en casa, qué vas a decirle? Nunca le contaste toda la verdad, claro que no, porque nunca te planteaste la idea de contárselo a alguien más, para que te acompañara en tu dolor. Tenías que tragártelo, señora "puedo-hacerlo-sola". Si lo hubieras compartido...
¿Compartir qué, la humillación? ¿Que ese hijo de puta me haya torturado y...? Estuve en exhibición en una cama de hospital, ¿qué mierda iba a conseguir con eso, que me miraran con más lástima que a un perro?
Qué estúpida puede ser una mujer inteligente.
Basta, en el nombre de Dios, basta. Ya terminó. Bebió un sorbo de café y la garganta le dolió de angustia al tragar. Todo está tan muerto y enterrado como él...
Ah, nena, ese es tu peor error: estas cosas no se entierran porque se pudren y te pudren.
Sí, decirlo, hablarlo con alguien... Un peso terrible amagó a aliviarse. Tomó el teléfono. Si no responde al segundo timbrazo, corto, se prometió cuando apretaba las teclas de memoria.


CAPO CALAVÀ, VILLA MASSARINO. LA MISMA MADRUGADA


Una desazón extraña la despertó de madrugada, oprimiéndole el pecho. Franco roncaba apaciblemente. Amor mío, lo besó y Franco dio media vuelta y dejó de roncar. Lola se levantó sin hacer ruido.
Alguien me llama. Se asomó al dormitorio de nonno Augusto: dormía como un bebé. ¿Y papá? No: si hubiera pasado algo, Aniello ya habría llamado. ¿Por qué pensé en los viejos? La voz que me llama: ronca y cascada, casi agotada por el esfuerzo de pronunciar. Decía "Addolorata". Todos me llaman Lola. ¿Quién...?
Miró la hora en el reloj de pie del salón: las cinco de la mañana. Qué frío hace, se frotó los brazos. Un frío húmedo que se le metía por las fosas nasales y le pesaba en los pulmones. Las ventanas estaban cerradas y el viento las sacudía apenas. El frente de tormenta había pasado rumbo a costas más cálidas, pero había llovido toda la noche.
Volvía al dormitorio cuando el llamado agonizante la reclamó de nuevo. ¿Quién...? La voz le azotó la memoria. ¡No! ¡No tú...! El pecho se le estrujó de miedo y los ojos se le llenaron de lágrimas. El teléfono le ahogó la respiración en la boca. Corrió y tropezó con una silla en la prisa. Gesucristo benedetto! Levantó el auricular con dedos rígidos por el temor, antes del segundo campanillazo.
Mamma?
Odette. Soltó el aire ruidosamente.
— ¡Hija, casi me muero de miedo! — pero ambas respiraron más tranquilas.
Scusa l’ora, mammina ... (1)
Otra vez la sensación de anticipación. Odette hablaba en voz queda.
— ¿Estabas despierta?
— Sí pero, ¿por qué llamaste?
Del otro lado tardaron un par de segundos de más en responder.
— Tuve un impulso — Odette titubeó — ... Quería... saber cómo estabas. Perdón, estoy medio chiflada, ... no tendría que haberlo hecho..
— No, figlia mia, no. Está bien: yo también necesitaba hablar con alguien... contigo— le confesó a su hija la inquietud—. Sentí que alguien me llamaba... Creí que eran los viejos y me levanté. Están bien— la tranquilizó —. No sé qué pueda haber sido. Un sueño, chi lo sà (2) — quién sabe te soñé...Sí, un mal sueño...
— Un sueño... — murmuró su hija —. Yo también ... soñé...
Presintió que había mucho más detrás de esas palabras.
— ¿No quieres contarme de qué se trataba? — la animó.
— Nada, mammina, ... un mal sueño... ya pasó.
— Basta, parecemos locas, hablando de pesadillas a mil quinientos kilómetros de distancia, a las seis de la mañana — se rieron más por los nervios que por lo ridículo de la situación.
Ciao, mammina.
Ciao, bambina.
Cuando cortó, reparó en el hecho: cuánto hace que no llamo bambina a Odette.

(1) Perdón por la hora, mami
(2) Quién sabe


PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. PRIMERA SEMANA DE ABRIL

— Sully, a mi oficina por favor.
Sully colgó de mal humor. Marceau. ¿Y ahora qué carajo quiere? Desde que Marceau había quedado a cargo del puesto de Massarino, había hecho lo imposible por evitarla. Lo único que me faltaba. Massarino había sido transferido al Ministerio del Interior, ¿no necesitaba una asistente? Había tratado de todas las formas posibles de que el comisario reparara en ella para que le dieran el traslado, inútilmente. La puta que lo parió, tuve que quedarme y verla ocupar ese despacho. Y encima, la gota que colmó el vaso: Dubois duerme con ella. ¡No hay derecho! ¿Por qué tengo tanta mala suerte?
Se había limitado a desaparecer de la vista de Marceau, que seguramente se la tenía jurada. Por algo le dicen "Madame la Veuve" . ¡Y cómo se callaron todos ahora que la señora es la número uno del sector! Ese chismoso de Bardou, que se llenaba la boca hablando pestes de ella y de Massarino. Todos los que le miraban el culo y las tetas cuando era capitán, y que apostaban sobre quién sería el macho de la señora y qué oficial sería capaz de encamársela, ahora se cuidan hasta cuando la saludan. Si su Dubois se llega a enterar de quiénes son, los corta en pedacitos. Maricones de mierda.
Cierto que había otros que jamás se habían metido con ella. Meyer, por ejemplo. Ese amargo de Paworski y los antipáticos de los Laboratorios: ¡los había visto sonreírle por los pasillos! Chupamedias. Con la única persona con la que el anormal de Witowlski articula más de dos palabras es con ella. Claro que hablan nada más que del sistema de mierda. ¿Y Foulquie? Pobre viejo, siempre la defendió. Y a mí qué me importa. Tragó saliva y entró al despacho.
— ¿Señora? — No la mires a los ojos. Visión periférica, preciosa.
— Sully, sería tan amable de traerme este expediente?
La comisario le alcanzó un papel con el número. Ella asintió con un sacudón de cabeza y salió.
Parece que hoy está de buen humor, pura cortesía. Bueno, conmigo siempre es muy cortés. Salvo que le mires al Dubois.
Mientras subía las escaleras a desgano expediente en mano, se cruzó con Bardou que venía de gran charla con Strauss, acerca de un tal Ayrault. Aminoró el paso y paró las orejas. El Ayrault ese se estaba postulando para candidato a presidente. ¿Y a éstos qué les importa? Alguien más intervino en la conversación: el comisario Girard. Otro cerdo con galones, de esos que te se creen que porque son comis te pueden mirar el culo y opinar acerca de él sin remordimientos.
— Su municipio es un ejemplo— decía el bocón de Girard —. Ojalá hubiéramos tenido un alcalde como él. ¡Él sí sabe cómo mantener el orden público!
— Duró poco en el Quai — intervino Strauss.
— ¡También, con el escándalo de Marceau, como para que durara! — Bardou se rió socarrón.
¡Mierda! ¿Marceau de por medio? Ésta sí que no puedo perdérmela. Pero unos pasos más y sería evidente que estaba escuchando. Se prometió averiguar el resto de la historia. Roulet, el de Archivos, siempre tenía una anécdota jugosa para quien quisiera escuchar. Seguro que algo debe saber. Se prometió ser más amable con el viejo verde para ver si le sonsacaba algo.
Apretó el paso y se adelantó al grupo sin mirarlos. Al alejarse, escuchó las risas ahogadas de los tres hombres. Alguna porquería que estarán contando, sucios babosos.
— Señora, el expediente que pidió.
Dio media vuelta decidida para salir cuando la voz aterciopelada la congeló.
— ¿Sully, quiere un café?
Se quedó sin aire durante un momento. Se volvió, tragó saliva y se sentó, consciente de que su expresión era una mezcla de sorpresa y pánico. Mejor digo que sí, nunca se sabe...
— Gracias...
Marceau le alcanzó una tacita de café exquisito y caliente. Desde que ocupaba esa oficina, se hacía preparar el café, su propio café pagado de su bolsillo, en una jarra térmica que quedaba en el despacho, junto con tacitas descartables. Bardou decía que era por Foulquie. Claro, el viejo siempre corría a llevarle la tacita de café, evocó con un pinchazo de envidia del que se arrepintió de inmediato. Pobre Foulquie.
— Sully, si no me equivoco, tuvo algunos problemas con Bardou.
Se puso roja como un tomate. Dios, ésta se entera de todo. Tragó saliva.
— Ah, bueno, tuvimos ... un intercambio de palabras.
Casi le había tirado el descartable de café por la cabeza al chismoso, por andar desparramando por ahí los comentarios groseros de Girard acerca de su anatomía y de lo bien que le vendría un poco de atención masculina específica.
— Sully, cuando una trabaja con más de dos personas, las habladurías son inevitables. Me importa un comino lo que digan de mí, pero detesto que molesten a mi personal. Sobre todo si quienes lo hacen se amparan en su rango.
Se quedó dura. La comisario continuó.
— Si vuelve a ocurrir un incidente de ese tipo, quiero conocer las circunstancias. Quiero que sepa que puede contar conmigo.
— Gra...gracias. Comisario. Gracias.
— A veces los hombres son más maledicentes que las mujeres — Marceau sonrió apenas.
Dios del Cielo, debo estar púrpura. Apuró el café y se puso de pie.
— Gra-gracias... Por el café.
La comisario sonrió otra vez y sacudió la cabeza, mientras giraba hacia la pantalla de la pc. Sully salía cuando la curiosidad pudo más que ella. No pudo resistirse más y preguntó desde la puerta.
— Comisario,... ¿quién era Ayrault?
Marceau se volvió a medias y respondió en tono neutro.
—Fue el antecesor de Michelon. Estuvo tres años en el cargo y después se retiró de la PN.
— ¿Ud. lo conoció?
— Sí.
Mierda, qué locuaz. Le informó a la comisario de sus recientemente adquiridos conocimientos.
— Ah, qué bien. ¿Sabe? Parece que va para candidato a presidente. Fue alcalde de Chaumont y ahora es diputado. Dicen que... que le va muy bien— terminó la frase en un murmullo, cortada por la expresión indescifrable de Marceau.
— Espero que tenga suerte — comentó Marceau educadamente.
— Sí, claro. Me voy... Me... tengo que archivar.
— Adelante — la sonrisa volvió al rostro impenetrable y ablandó el hielo de dos minutos atrás.
Mientras recogía expedientes y los ordenaba por número, la cabo se prometió que averiguaría la tenebrosa historia sobre la que la comisario mantenía un discretísimo silencio.

lunes, 24 de mayo de 2010

La mano derecha del diablo - CAPITULO 4

Despacho de la Crio. Michelon

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES, PRINCIPIOS DE FEBRERO
El capitán Marcel Dubois miró a la comisario de división Claude Michelon por encima de las hojas dos o tres veces, dejando de leer al tiempo que la sensación de vacío y vértigo se le aposentaba en el estómago. Dejó los papeles sobre el escritorio sin abrir la boca.
— Lo siento, Dubois. Quisiera no haber recibido nunca ese informe. Tenía pensado darle la buena noticia del ascenso, pero esto — Madame golpeó las hojas con el índice —, tiene prioridad.
— Madame, ¿no corresponde a IGPN? — Marcel cruzó los dedos mentalmente.
Michelon vaciló antes de continuar.
— Precisamente alguien de IGPN, de cuya honestidad no puedo dudar, fue quien me lo dejó entre las manos. De acuerdo con esa persona, dejó de ser sólo territorio de IGPN.
— No me extraña — Marcel arrugó la frente—. Muchos matarían por la décima parte de todo esto.
— Ya empezaron — el tono de Madame era acre —, aunque no hay forma de probarlo.
—Veo un solo inconveniente para mi asignación a este caso: cómo mantener a ... a la comisario Marceau — iba a decir “Odette” —, al margen de esto.
— Ya pensé en eso: el ascenso estaba previsto. Los cursos en C* son muy exigentes; los postulantes deben quedarse allí en varias ocasiones... Es la excusa perfecta para ir y venir sin demasiadas preguntas. No creo que Marceau sea del estilo de perseguirlo telefónicamente. Por otra parte, no la quiero en este caso. Hay aspectos de la investigación...— Madame vaciló buscando el término adecuado —, digamos, sensibles. Hay vinculaciones con... casos anteriores. Cuando lea el informe completo, comprenderá.
Entonces es cierto, carajo. Ahora sí me duele el estómago. Dios, no tan pronto, no sé si puedo enfrentarme con ellos otra vez. La idea le petrificó la cara y Michelon lo notó.
— Dubois — lo tranquilizó —, si no quiero a Marceau en este asunto es porque estuvo directamente involucrada en una investigación relacionada con este sujeto y no sería ético que ella estuviera a cargo. La conozco bien y sé que trataría de ser lo más imparcial posible, pero desde mi posición no puedo permitirlo.
Se la quedó mirando fijo: Madame no está demasiado deductiva esta mañana. Por lo que leí en esta basura, voy a toparme con gentuza que conozco demasiado bien.
— Un solo “pero”, Madame: ¿cómo voy a justificar el que deba "recursar" más adelante?
— No lo hará. De hecho, conseguí condiciones especiales para Ud: deberá asistir sólo a los exámenes. Así que en definitiva, sí irá a C*, aunque no con la frecuencia estricta que requiere el curso — Michelon lo miró complacida —. No todas son malas noticias.
No sé si alegrarme o pegarme un tiro en las... Se ahorró a sí mismo la imagen deletérea de esa parte sensible de su anatomía.
— Una cosa más, Dubois — Madame tomó un expediente de la pila —. Ud. tiene familiares en Milán...
— No los conozco y no tengo interés en hacerlo — la interrumpió con sequedad.
— .. que tienen una empresa que casualmente opera con proveedores del otro lado del Atlántico — Michelon obvió su tono terminante—. Sería una cobertura interesante, si tuviera que utilizar alguna.
— Preferiría no tener que verme obligado a eso. Quiero decir, tomar contacto con ... mis familiares— tuvo que esforzarse para ocultar el disgusto.
— Capitán — Michelon lo miró con ojos grises y fríos apenas velados por los párpados —, en esta profesión hay miles de cosas que uno preferiría no hacer, pero las hace.
Es una orden, viejo. Te mandaron a tu lugar. Michelon continuó después de asegurarse que había sido comprendida.
— Los circuitos que recorren los fondos y las armas pasan por el puerto de Génova. Las armas siguen por mar hasta el Adriático y luego al continente. El dinero se desvía por bancos italianos a bancos luxemburgueses y desde allí se esfuma.
— Que es algo que el dinero no suele hacer. Alguien debe reunirlo en alguna parte para pagar.
Michelon hizo una pausa.
— No trabajará solo en esto. Elija un compañero.
— "Jumbo" Meyer— dijo casi sin pensar—. No confiaría en nadie más.
— Yo tampoco, Dubois — Madame sonrió —. Bien, son un equipo. Llévese el informe y comiencen a trabajar. Una cosa: esos exámenes en C*, debe aprobarlos. Fue el compromiso que asumí al negociar las condiciones. No espero menos de Ud.
Asintió sin hablar y se levantó. O sea que voy a perder las pelotas de cualquier modo.
                                                                         ****
— Tengo una sorpresa — le dijo mientras la abrazaba en la cama. Ella lo miró expectante. — Estuve con Michelon esta tarde: van a ascenderme a comandante — Marcel cruzó los dedos detrás de la espalda.
— ¡Magnífico! — Odette lo besuqueó; estaba tan feliz por él que lo hizo sentir culpable.
— El curso es en C** y comienza el lunes próximo. Serán montones de idas y venidas y tendré que quedarme algunas veces — explicó, molesto por la verdad que Odette desconocía.
— Bueno, si ese es el precio por el ascenso, vale la pena pagarlo, ¿no?
— No me queda más remedio — rezongó. ¿Te entusiasma la idea de tenerme lejos? Se arrepintió de inmediato. Soy un idiota. Dubois, no abras más la boca, vas a embarrar todo.
— Siempre podemos hablar por teléfono— ella se acurrucó debajo de su brazo —. Imagino que habrá teléfonos públicos o un número al que dejar mensajes en C*...
Hubiera podido jurar que los testículos le habían subido al menos dos centímetros: ¡El teléfono! ¡Carajo! Mejor que pienses algo, viejo, porque esto se está complicando.
— Pensaba llevarme el celular...
— Eso es mejor — ronroneó ella mientras le rascaba el estómago y descendía hacia el pubis —. Y esto está mucho mejor... Creo que me va a extrañar— lo acarició peligrosamente.
— Yo también.

OFICINAS DEL DIP. AYRAULT, CHAUMONT. MEDIADOS DE FEBRERO

— Señor, tiene una llamada desde el Comité Central — Loiseau asomó la cabeza de pájaro por la puerta.
Gruñó un asentimiento. ¿Quién jode ahora? Estaba revisando los nada halagüeños estados de cuentas personales y del FRF: estoy enterrado hasta las pelotas. La campaña estaba costando demasiado, a pesar de los buenos oficios de Blanche Lemaire a cambio de las encamadas maratónicas de las siestas. Casi todos los descubiertos están al límite: necesito ese préstamo lo antes posible.Estaba a punto de llamar al banco de Montevideo que sus contactos de Buenos Aires habían sugerido, cuando Loiseau lo habia interrumpido.
— Te llamo para darte buenas noticias — la voz del otro lado sonaba queda.
Bueno, es este cretino. Menos mal, no estoy de humor para rendir cuentas a nadie.
— Estoy muy ocupado. ¿Cuáles? — preguntó displicente.
— Me reasignaron. Soy asistente del comisario Auguste Massarino.
— ¿Y esas son buenas noticias? — masculló. ¿Imbécil, no tiene un carajo que hacer?
— ¿Qué te pasa, jefe? Massarino es del SSMI (1) , tiene acceso a información clasificada! Todavía falta limpiar algunos expedientes....— le recordó el gusano —. Entro en funciones la semana próxima.
— Bien, ya le encontraremos alguna utilidad a tu Massarino — cortó la comunicación con cualquier excusa.
Carajo, tengo demasiadas cosas de qué ocuparme...Aunque todavía debo algunos favores y esta cucaracha me los puede allanar. El directo interrumpió sus cavilaciones y le provocó un pinchacito al final de la espina dorsal. No era un número que conocieran muchos de sus allegados.
— ¿Jefe?
— ¡Nene...!
— Tengo una sorpresa muy especial para cuando tenga tiempo de hacerse ver por París.
— Si encontraste lo que te pedí, voy a dejarme ver muy pronto.
— Jefe, ¿alguna vez le fallé?— fanfarroneó el Nene. — Si me hubiera mandado la foto antes...
— Tiene que ser igual, ¿está claro? No como la última vez...— casi lo amenazó.
— No podía ser más parecida, comi. Le aseguro que es perfecta. Y una de mis mejores chicas. Veintitrés años, garantizo la discreción.
La excitación lo ahogó durante un instante.
— Quiero verla hoy — dijo sin casi pensarlo.
— Lo estamos esperando.
Del compartimiento oculto de su cajafuerte sacó sus juguetes preferidos. Le temblaban las manos cuando revisó la ropa que había comprado la semana anterior. Cargó la .45 y la metió en un maletín con los juguetitos. Guardó la foto, el expediente y cerró la cajafuerte. Al sorprendido Loiseau le dijo que había surgido un compromiso muy importante en París.
— No me esperen hasta mañana.

(1) Servicio de Seguridad del Ministerio del Interior


MILÁN, PALAZZO BOZZI. FINALES DE MARZO.


La lluvia helada azotó los cristales y Marcello Contardi se despertó completamente lúcido, con la lucidez previa a la muerte. Inspiró profundo por primera vez en varios días. El enfermero de noche no estaba en su puesto al pie de la cama de hospital, que había reemplazado a la suya propia monumental cuando la enfermedad lo encadenó a ese montón odioso de metal ortopédico para lo que le quedara de vida.
Supo que era el momento y la fuerza le llegó a los músculos vencidos por la postración. Puso los pies en el piso y sin preocuparse por buscar las pantuflas, salió de la habitación. La vida se le iba con cada respiración y muy pronto no podría impulsar el diafragma una vez más.
El picaporte del estudio le transmitió un algo de eléctrico cuando lo empuñó; tuvo la sensación de no pisar el suelo en el trayecto desde la puerta hasta el escritorio. Se sentó porque ya no podía tenerse en pie, y los pulmones y el corazón se prepararon para la traición definitiva. Abrió la trampa del escritorio y buscó enfebrecido hasta encontrar las fotografías. Quería gritar el nombre pero se le había acabado el aliento y fue nada más que un susurro ronco y desgarrado. Me muero, pensó, me muero y lo único que tuve de tí fue tu desprecio. A pesar del tiempo y de la agonía inminente, el cuerpo se le estremeció en un estertor de aquella locura que le había envenado la vida. ¡Por qué me condenaste de esta forma! Estoy maldito por tu culpa. ¡Maldito, maldito para siempre y sin descanso! El pecho le estalló en una convulsión de amor contrariado, en la rebelión inútil del final.
Guardó su secreto como pudo, con la vista turbia y las manos temblorosas por el esfuerzo ingente de girar la cerradura. Lloraba de rabia, de odio y de pasión cuando escuchó los gritos entre algodones, pero ya no podía responderlos.

jueves, 13 de mayo de 2010

La mano derecha del diablo - CAPITULO 3

PARÍS,XVI° ARRONDISSEMENT. CASA DEL CRIO. MASSARINO. NAVIDAD.

El almuerzo familiar navideño había degenerado en el habitual y estentóreo intercambio de noticias. La visita de Franco y Lola había sublevado a los chicos en contra de la autoridad paterna y apoyados por sus abuelos, se dedicaban a fechorías tales como levantarse de la mesa sin permiso y arrancar las fotos de las manos de su madre y su tía.
Marcel los observó mientras volvía a la mesa: los Massarino en pleno. Los mismos ojos oscuros y profundos, la misma intensidad en todo lo que hacían. Lola y Odette eran versiones apenas diferentes de una misma porcelana de Capodimonte; Auguste y su padre se reían del mismo modo abierto y sincero.
Y pensar que no me gustaban las de tipo mediterráneo, ni bajitas, ni con curvas, ni quería enredarme con compañeras de trabajo, mucho menos con un superior y...
— ¿Qué te pasa? — murmuró Odette a su oído.
Cuándo voy a aprender que no se le escapa nada.
— Nada.
— No mientas que te crece la nariz.
La besó para no tener que responderle.
— ¿Eh, Calogero no se casó hace tres meses?— preguntó Auguste, que había recuperado las fotos.
— Ajá — asintió Lola.
— Pero Clementina está como de seis meses por lo menos...
— En Sicilia todo crece rápido — disparó Franco.
— ¿Y cómo fue que el padre de Clementina le perdonó la vida a Calogero?
— Es un buen muchacho, de buena familia. ¡No lo iban a rechazar!— Franco seguía en su papel de defensor de pobres.
— No sé de qué se asombran algunos— comentó Odette sin mirar a nadie—. Isabelle es la única sietemesina que conozco que pesó 3,5 kilos al nacer.
— No vayas a creer — Lola intervino, risueña —. Tu hermano nació de seis meses y pesó un poco más.
— ¡Mamá! — Odette puso cara de espanto —. Qué van a decir los vecinos...
— ¡No sé cómo papá te perdonó la vida!— Nadine se reía a carcajadas, colgada del cuello de Auguste.
— Ibamos a casarnos. ¿Cuál era la diferencia? — Auguste se encogió de hombros.
— Es que los napolitanos somos irresistibles— fanfarroneó Franco abrazando a su mujer—. Tropo belli — con Auguste se guiñaron un ojo—. Y talentosos... — agregó mientras hacía un gesto envolvente con la mano abierta.
Lo que se perdieron Vittorio de Sica y el neorrealismo italiano con los Massarino no tiene perdón, pensó Marcel, aguantando la risa.
— Y con mucha, mucha suerte— agregó Lola —. Te salvaste de que mi padre y mis hermanos te decapitaran o te hicieran algo peor...— hizo tijeritas con los dedos.
— Ya habíamos anunciado la boda, invitado a las autoridades del teatro, arreglado la fiesta,... ¡Estaba todo listo, ni siquiera le hice gastar dinero a Antonino! ¿Dónde más iba a encontrar un yerno como yo?— Franco gesticulaba con cara de inocencia ofendida— ¡Tu madre estaba contenta de que te casaras conmigo!
E non si parli più! (1) — Lola parafraseó a su marido, muerta de risa —. ¿Alguna vez alguien te ganó una discusión?
Auguste señaló a su hermana con la cabeza con un gesto por demás expresivo.
— Digna hija de su padre— Marcel sonrió y abrazó a Odette —. Mejor que tome lecciones con Franco si quiero ganar alguna.
— Un poco de elocuencia no te vendría nada mal. Dejarías de romperme las costillas para convencerme de algo — le dijo ella en voz baja.
— ¡Nunca te rompí nada!
— No porque te faltaran oportunidades...— lo provocó con la mirada.
— ¿Dónde está Antonin?— Nadine buscaba a su cachorro.
— En su cuarto — Franco señaló hacia el techo—, practicando las trampas que le enseñé a hacer al tre-sette.
— No se puede hacer trampas en el tre-sette— sentenció Auguste. Tres montoncitos de dedos se le sacudieron delante de la cara. Lola se reía a carcajadas y Odette levantaba una ceja burlona.
— ¡TU nunca aprendiste a hacer trampa en el tre-sette! — replicó Franco.
— ¿Dónde está Isabelle? — Auguste cambió prudentemente de tema.
— Hablando por teléfono — suspiró Nadine.
— ¿Con quién? — a Auguste se le oscureció la mirada.
— Con uno de los chicos del Liceo.
— Está preciosa— Lola estaba orgullosa de su nieta —. ¡Está tan alta, tan bonita! ¡Parece de dieciséis!
— ¿Escuchaste? — Auguste le gritó a su mujer. Nadine no se inmutó. — ¡Tu hija tiene trece años! ¡Es una mocosa! ¿Tengo que estar cuidándola todo el tiempo?
— No sabía que te habían transferido a Moralidad — disparó Odette.
Auguste miró a Marcel solicitando refuerzos mientras su hermana se mordía para no reírse.
— Antonietta se casa en noviembre— anunció Lola—, con Andrea Varza. ¡Renzo está amargado por lo que gastará en la fiesta! Pobrecito, todavía le falta lo peor: el vestido, la iglesia, la banda...
— Podrías aprender ...— intervino Franco, hablándole a su hija.
— Papá, basta — Odette suspiró.
Lola hizo un gesto de resignación e invitó a las demás mujeres a levantar la mesa, para que las cosas no pasaran a mayores. Cuando Odette volvió con la bandeja del café, Marcel la tomó de la cintura y se la sentó en las rodillas.
—Tu padre tiene razón— Marcel invitó a Franco y a Auguste a darle apoyo logístico y padre e hijo le pusieron trompa a Odette.
— Siempre la misma...— rezongó Franco.
— La culpa es tuya, papá, por malcriarla tanto— sentenció Auguste.
— ¿Ven?— declamó Marcel, mientras forcejeaba con Odette, que quería levantarse a toda costa —. Yo quiero hacerte una mujer honesta, ¿y qué consigo? Nada, la señora resopla como un búfalo. ¿Qué, no soy un buen partido?
— Es un buen muchacho — aseguró Franco.
— Y tiene un trabajo honesto — Auguste colaboró.
— ¿Qué les pasa, me quieren colocar con el primero que llega? — Odette se levantó, ofendida y él le dio una palmada en el culo. Caprichosa de mierda. Odette le lanzó una mirada oscura y se llevó la bandeja vacía. La siguió y la arrinconó antes de que pudiera escurrirse hasta la cocina. Asterix contra el César. Ella echó la cabeza hacia atrás y se mordió el labio.
—¿Por qué no ?— Marcel ensayó su mejor expresión asesina.
— ¿Por qué no qué?
— No te hagas la tonta...
— No necesito papeles. Te amo, estamos bien así. ¿No es suficiente?
— ¡No! No quiero que tu familia diga que somos amantes. Quiero que seas mi mujer— ¿Jaque mate en dos jugadas?
Ella miró al cielorraso con resignación, pero le acercó las caderas sin despegársele un milímetro. Bruja.
— Mi familia es tu familia. No necesitan un acta de matrimonio para aceptarte y quererte. Y yo tampoco.
Tengo una familia.
La idea lo tomó por sorpresa y lo emocionó. Odette lo empujó y se soltó, pero él quería arrancarle alguna clase de compromiso, palabra de honor o por lo menos un buen mechón de pelos. No pienso dejarte ganar la partida esta vez. Salieron al balcón pero ni el frío de diciembre les aplacó los ánimos belicosos.
— Muy bien. Entonces, no quiero que en la PJ se corra la voz de que estás disponible— ¡Jaque otra vez!
— ¡Disponible! ¡Qué vulgar! ¡Nunca estuve disponible!— se picó y forcejeó para apartarse, pero la sostuvo contra él, empujándola con la pelvis. Se miraron furiosos, en el límite entre un arranque de pasión y uno de rabia. Esto es la Inquisición, bruja.
— Vamos, comisario, si los pretendientes la acorralaban por los pasillos cuando era capitán, ahora deben estar haciendo fila fuera de su despacho. Quiero que todos sepan a quién pertenece— le echó una mirada de rufián.
— No seas desagradable. Nadie me acorrala en ninguna parte. ¿Qué es esa idea estúpida de que las mujeres tenemos que "pertenecer" o "estar disponibles"? ¿Por qué no podemos simplemente "ser" ?
— Nena, no te hagas la feminista conmigo— lo estaba sacando de quicio.
— ¡Miren al macho de la PN!
— ¿Sí o no? — la apretó entre sus brazos y la miró sombrío.
— No. ¡Auch! ¡Vas a romperme una costilla de verdad!
— Voy a hacer mucho más que eso — la miró amenazador —. Sí o no.
— Está bien.
— ¡No! "Está bien", no— masculló ronco —. Sí o no.
Lo miró sin responder tan largamente que estuvo a punto de estallar.
— No puedo respirar... — jadeó ella y él la apretó más.
— Te voy a matar...— susurró en su cuello.
— Basta, nos miran todos. Y me estoy muriendo de frío.
— Me importa un carajo. Por última vez, ma dame, ¿sí o no?
— S-sí.
Le dejó una buena marca en el cuello. Se rindió, viejo. Jaque mate. Ahora, segunda etapa.
— Cuándo.
— ¡Ah, no! Ya son demasiadas condiciones.
                                  

                                                                             ****

Franco abrazó a su mujer para darle un beso y se quedó helado, mirando hacia el balcón. No podía despegar los ojos de su hija y Marcel. Frunció el ceño y sacudió la cabeza.
— ¿Qué te pasa? — murmuró Lola pegada a su cuello.
— Nada.
— Claro, y yo estoy ciega. ¿A quién estabas mirando?
Ma' va, pazza! Nisciuno (2)— la apretó entre sus brazos.
— Tendrías que haberte visto la cara: pareció que viste un fantasma.
Suspiró resignado: cuándo voy a aprender. Cuarenta años con la misma mujer y todavía me dejo pescar distraído. La besó sin soltarla.
Va bene, mira hacia el balcón y díme qué ves. A primer golpe de vista, ¿eh?, sin pensar.
E va' bene... — Lola meneó la cabeza, poniéndole cara de "estás medio chiflado". Pero la sorpresa le abrió enormes los ojos. Se quedó callada y desvió la vista.
E' beh'? ¿A que pensaste lo mismo que yo?
— Me impresioné, te lo juro. Qué tontería — su mujer sonrió, incómoda.
— A mí también me pareció tonto. Pero no pude evitar pensarlo.
Hundió la nariz entre los cabellos de Lola y "Capricci" le inundó los sentidos, tranquilizándolo. Mi amor, mi mujer, mi vida. Gesucristo, cada vez que me acuerdo de ese hijo de puta me vuelven las ganas de asesinarlo. Cómo se atrevió a poner los ojos de serpiente encima de mis mujeres. Estrechó a su mujer contra sí. Mi Lola. Mi bambina. Mierda, la memoria te juega pasadas absurdas. Es imposible. No tiene sentido.
Miró otra vez: Marcel y Odette se abrazaban, riéndose y besándose. Gracias, Dios mío, por devolverle la felicidad a mi hija. Y con ella, a nosotros dos. Después de tantos años, Lola había vuelto a reír con alegría, y él, que vivía por la palabra de su mujer, se sentía entero otra vez. Ahora falta nada más que te dejes de esa estupidez de la Policía y tu madre y yo viviríamos más tranquilos.
Besó la frente de Lola y le acarició la nuca.
— Son felices... Dio Santo, nunca pensé que nuestra felicidad necesitara tanto de la suya — señaló hacia el balcón con la cabeza y Lola asintió.
— Casi tengo ganas de volver a bailar... — susurró ella. Franco le levantó la cara y la besó en la boca largamente.
— Siempre te espero en el teatro.
— Pero no podría bailar contigo...
— Hay muchas que quisieran aprender de tí. Podríamos trabajar juntos.
Ella no respondió pero sonrió y se acurrucó en el hueco de su hombro. Franco se sintió inmensamente feliz: otra vez juntos en el escenario, en la escuela de ballet.
— Hay unos mocositos que me gustaría que vieras...
Mientras charlaban en voz baja, la mirada se le fue una vez más, como atraída por un imán. La forma de levantar la cabeza y plantar los hombros, el perfil orgulloso y ligeramente aquilino, la boca sensual que a veces esbozaba aquel gesto altanero; la arrogancia con que sujetaba a Odette contra su cuerpo, mostrándole al mundo que esa mujer le pertenecía. No supo por qué, pero la aborrecida imagen de Marcello Contardi no dejó de rondarle la cabeza en toda la tarde.
                                                    Marcello Contardi
PROVINCIA DE BUENOS AIRES, ESTANCIA "LA AUGUSTA". ENERO DE 1998

El viento le azotó la cara y el pecho desnudo hasta el ombligo. Entre las piernas, a través de las bombachas, sintió la transpiración del tordillo que montaba en pelo y descalzo. Riachos de agua corrían por el cuello y los flancos de la bestia. El sudor le perlaba la frente, más de excitación que del esfuerzo de la cabalgata. Hizo detener al tordillo nada más que con la presión de los talones en los ijares, para otear el horizonte. El pecho le batía gozoso.
Quería emborracharse de pampa interminable y callada, del viento seco y áspero como él mismo, del olor familiar de la polvareda y del rumor de los arbustos achaparrados susurrando en lenguas perdidas.
¿Así habrá sido cuando venían a saquear los fortines? ¿La grandeza entontecedora los habrá aturdido igual que a mí? ¿De veras darían alaridos de guerra? ¿No habrá sido su humanidad solitaria queriendo espantar a los que se atrevieron a quebrar el silencio eterno y el silbo del viento?
El ocaso lo cegó y en ese momento, el horizonte podría haber sido el mar.
¿Quién soy? ¿El que pertenece a esta tierra desde sus mismos huesos, desde la sangre que me corre por las venas? ¿El que lleva las riendas del poder tras el poder, sin dejarme conocer por los codiciosos, los glotones, los avaros, los trepadores? ¿O nada más que la mano izquierda que reemplazó a la derecha, cortada porque supuraba su propia podredumbre? La pregunta le corroía el alma y entonces ansiaba desesperadamente volver a la tierrra, a cabalgarla, a pertenecerle, para reencontrarse en secreto con su identidad.

Dejó que el animal volviera al trote cansino. Se lo merece. Jamás lo espoleaba o azotaba: no hacía falta. Se entendían con la piel, el sudor, los resoplidos de los ollares y sus propios murmullos y caricias en las orejas. “Le brota el indio, José”, le decía el tatita, y él sonreía con esa sonrisa que apenas le movía las comisuras aunque le hiciera brillar los ojos.
Cuando llegó a las caballerizas, desmontó y dejó libre al tordillo para que volviera solo a su stud. Se calzó las botas antes de entrar, no fuera cosa de asustar a los asistentes. Una cosa es un coronel que vuelve de recorrer el campo a caballo y otra muy distinta, un indio que regresa de un malón imaginario. Al entrar se miró en el espejo para ver si ya se la había borrado la mirada de salvaje. Se prendió dos botones de la camisa de fajina y se pasó la mano por el pelo oscuro y corto.
— Mi coronel...— el asistente se paró en posición de firmes cuando pasó por delante de la puerta del estudio. Mientras encendía un Marlboro y lo pitaba con fruición, hizo un gesto con la cabeza. El subteniente asintió y le pasó el mensaje. Golpeó la puerta del estudio y entró. Golpeaba más por costumbre que por pedir permiso, porque ahora, al único a quien tenía que pedirlo era a sí mismo.
                                                                
                                                                            ****
— Le estoy ocupando el escritorio.
— No es mi escritorio...
— Déjese de pavadas...
— Mientras Ud. esté en esta casa, señor, seguirá siendo suyo.
— Mire que es tozudo.
La discusión era siempre la misma y sin embargo, al viejo le complacía el respeto que José no ostentaba sino ejercía. Sabía que más que palabras, era una actitud de vida. Por qué será que a veces los de tu sangre te salen torcidos, la manzana podrida del árbol, y los que recogés parecieran estar hechos de tu misma madera.
José se acomodó en el sillón frente al escritorio imponente. Al viejo le gustaba verlo, nunca totalmente relajado, atento tanto a los ruidos de fuera como a lo que ocurría dentro, en una espera tensa, casi animal. Con el correr de los años y la convivencia, se entendían sin hablar. A veces, les bastaba una seña mínima para saber la decisión o la opinión del otro.
La botella de whisky estaba sobre el escritorio y José se sirvió un par de dedos para acompañar el cigarrillo.
— 'Etchegoyen' — dijo él y José asintió sin hablar—. Alguien está metiéndose donde no debe — antes que José pudiera hacer ningún comentario, levantó la mano—. No quien ya sabemos. De eso me encargué personalmente. Ella no hará ningún movimiento ni creo que permita que los suyos lo hagan.
— No estoy tan seguro. Pasó bastante tiempo ...
— Yo sé lo que le digo. Es una mujer muy inteligente. Nos ha esquivado cuidadosamente, ¿o Ud. se cree que no sospecha por dónde andamos o qué hacemos? No, ella sabe y se calla. Bien hecho. Nosotros cumplimos nuestra parte del trato, y ella la suya.
José miró la brasa y pitó en silencio. Todavía tiene la camisa mojada de transpiración. Esos raptos que le agarran y lo hacen cabalgar desmesurado, como si quisiera morirse a caballo. Su única concesión al desenfreno. Se le antojó tan severo como su propio padre, ya nada más que un jirón de recuerdo perdido en la memoria. Lo halló tan espartano como él mismo y sin embargo... La misma duda que hacía que José vacilara internamente en asumir el lugar que él le había dado, y que José se había ganado, lo hacía vulnerable: lo llenaba de humanidad y eso era peligroso para la Orden. Hay decisiones que deben tomarse. Sin odio, sin rencor, sin piedad. Simplemente, hacer lo que debe hacerse. El ejercicio del poder a lo largo de toda su vida se lo había enseñado. Él había intentado enseñárselo a su nieto, su heredero, y había fallado. Mi error.
El nieto se le había desbocado salvaje, había cometido todos los excesos que permite el poder, se había revolcado en ellos y había pecado de lujuria de poder. Que es un veneno terrible porque te intoxica pero no te mata. No había sabido mantener la necesaria distancia con lo que había que hacer: se había involucrado, había manchado sus propias manos.
La equivocación de los milicos de pacotilla. Imbéciles soberbios. No entendieron que el poder se ejerce mejor sin sentimientos, sin dejar que broten los instintos. Cuando se deja que las entrañas manejen al cerebro, el vientre se vuelve voraz y obnubila al intelecto. Una cosa es instinto de conservación, otra muy distinta, gula. La gula de poder lleva a la lujuria. De la lujuria al derrumbe hay nada más que un paso.
Apretó los labios con fuerza, mientras alcanzaba el vaso de whisky. De nuestras propias destilerías, sonrió complacido. Una highland cream, la que se bebía en la mesa de sus Graciosas Majestades Británicas y que él se dignaba a venderle a cuentagotas a la Corona. La cara que pondría la vieja si supiera que su ‘appointed supplier’ es un argentino. Pequeñas venganzas poéticas.
Sonrió, y José intuyó su gesto y el pensamiento, y se rió a medias con él de la broma privada. Retomaron el tema de conversación.
— ¿Tienen algún nombre?
— Parecen ser los de IGPN. Asuntos Internos de ellos, o algo parecido — se encogió apenas de hombros — .Dos tipos. Van detrás de nuestro cliente.
Golpearon a la puerta, José dio la orden de entrar y un asistente les alcanzó un fax. Se lo pasaron entre ellos, mirando las fotos.
— Queda uno. El otro murió de insuficiencia renal — comentó casi para sí.
— Qué conveniente para nuestro hombre...— José levantó una ceja apenas sarcástica.
— La gente se muere— se encogió de hombros—. Podría no ser nada.
— El hombre es demasiado sanguíneo...
— Por ahora, esperamos.
— Por ahora — José asintió y se bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso antes de continuar—. Estuve pensando en desarrollar algún comprador nuevo en Francia. Éste era un contacto de Nohant y tiene muchas veleidades de otra clase. No termina de gustarme. Habrá que averiguar porqué IGPN anda ocupándose de él.
Mientras José se levantaba para salir, le preguntó por Fernandito, y a José se le iluminaron los ojos.
— Bien, con ganas de venir a ver a su tatita. Extraña mucho en Buenos Aires. En una de esas, me pego una vuelta y me lo traigo para Pascua.
Su debilidad: el hijo de José. Le recordaba al padre cuando tenía su edad. No le decía abuelo sino "tatita" y eso lo llenaba de un orgullo medio zonzo. ¿Me estaré volviendo gagá del todo?


(1) No se hable más
(2)¡Pero no seas loca! A nadie