POLICIAL ARGENTINO: 22 may 2009

viernes, 22 de mayo de 2009

La dama es policía - CAPITULO 25

PARÍS, LUNES POR LA MAÑANA

"Fra noi" - Iva Zanicchi - 1974

El radiodespertador se encendió a las seis y media, indiferente al sufrimiento ajeno. Iva Zanicchi cantaba "Fra noi" como sólo ella sabía hacerlo. Apagó el artefacto de un manotazo y se tiró de la cama. Sin mirarse al espejo, se metió al baño .
— ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta, te voy a cortar las pelotas, desgraciado! — aulló de desesperación bajo la ducha. Carajo, estoy con el período. Por lo menos el hijo de puta no me dejó embarazada. Lo mismo te voy a matar.
Cuando se decidió a mirarse en el espejo notó que tenía marcas y moretones desde el cuello hacia abajo. Te voy a castrar en donde te cruce. Qué espectáculo. Rebuscó entre la ropa un vestido apropiado. Como no me vista de monja... El vestido azul no era para un día así. Obvio, tendría que ir de luto porque te voy a liquidar, desgraciado, pero no había otra cosa que la cubriera adecuadamente. Bien, estaremos espléndidas. Radiantes. Como reinas. El abismo en el estómago le decía exactamente lo contrario. Mientras se maquillaba encontró una marquita bajo la oreja izquierda. En fin, no puedo salir con capucha. Se dejó llevar por el pulso violento y tomó la cartuchera con el arma. No la había usado desde que el inicio del operativo.
Mientras conducía hasta la fábrica de chocolates, repasó los hechos para distraer la mente de cosas peores. Había algo que no encajaba. No en la información hallada, las armas, el lugar: algo intangible. Algo que debía haber ocurrido y no estaba pasando...
—Capitán, el comisario Massarino la espera en el primer piso, en Cómputos —le dijo el sargento de guardia cuando ella dejó el automóvil en la playa de camiones.
Había el rumor habitual de conversaciones, pasos, órdenes, los ruidos humanos. Eso: los ruidos. ¿Qué faltaba? El teléfono. El fax. Las comunicaciones con Central se hacían por la silenciosa Intranet. ¿Por qué no se habían comunicado los otros Templarios? Era imposible que no tuvieran comunicaciones con otros centros, en el continente o del otro lado del Atlántico. ¿Nadie había llamado en casi cuatro días?
¡Dios, nos traicionaron! ¡Ya lo saben! Es una trampa. ¿Pero quién? Pensó desesperadamente cuándo sería lógico que se hubieran comunicado: veinticuatro, treinta y seis horas después de que coparan el lugar, no más. ¿Quién había llegado al lugar en ese tiempo? Inteligencia. El corazón le dio un vuelco. El coronel Savatier. A cargo de la seguridad de la conexión con el Archivo Central. ¿Quién mejor que él?
Corrió por los pasillos hasta la sala de cómputos y entró, buscando a Savatier con la mirada. Él la vio y le lanzó una mirada amenazadora. Ella se acercó mirándolo acusadoramente; él giró en el asiento y, mientras se levantaba, deslizó la mano hasta la cartuchera.
—Coronel, suelte el arma. Está bajo arresto —dijo Odette con voz controlada mientras sacaba su propia pistola.
—¡Grandísima puta! ¡Igual que la Michelon! —Savatier apuntó demasiado apresurado y erró el disparo.
Odette tuvo tiempo de apoyar la rodilla en tierra, apuntar y darle en el hombro. El resto del personal se había puesto a cubierto. En el otro extremo de la sala, Auguste encañonaba al otro hombre de Inteligencia. Se acercó al coronel y le apuntó otra vez. Dos hombres lo esposaron, manteniéndolo en el suelo.
—¿Cuál es el plan?
—No pueden hacer nada... — Savatier la miró con desprecio.
Odette bajó el arma hasta la entrepierna del hombre.
—¿Cuál es el plan?
Savatier no respondió. El disparo le estalló a un centímetro de sus testículos. Odette lo miró desafiante y acercó la pistola hasta la boca de él. Savatier boqueó alucinado.
—Michelon... tiene una audiencia con el Presidente —jadeó —.El general Beaumont... tiene que encargarse de ellos.
Odette se agachó, metió la mano en los bolsillos de la guerrera del hombre y le arrancó las credencia-les y la placa de Inteligencia.
—La contraseña —lo urgió, apuntándole otra vez a la entrepierna. Amartilló el arma ostentosamente.
—¡Relapsos! —gritó Savatier, atemorizado.
—Muy adecuado —masculló ella al tiempo que se levantaba. Mientras corría hasta la puerta, oyó que Auguste daba la orden de enviar patrulleros hacia el Palais d’Elysée.
—¡No vayas sola!— gritó su hermano.
—¡Es más seguro! —respondió Odette a la carrera mientras pensaba en un plan para entrar en el palacio presidencial.


Palacio del Elíseo Paseo virtual

Marcel llegó a la Brigada un poco más tarde de lo habitual. En las paredes de la planta baja, las fotos de los caídos en servicio observaban silenciosamente a los pasantes, esperando el homenaje mínimo de una mirada. Nunca pasaba sin hacerlo. Era su pequeña obligación secreta de cada mañana.
Un retrato le llamó la atención. “Insp. Jean-Luc Marceau”. ¿El padre de Odette? Algo lo hizo sentir muy mal. Preguntó a Foulquie, que pasaba a las apuradas.
—No, teniente. Marceau era su marido
Sintió que le apretaban los testículos con una tenaza.
—Un gran hombre —continuó Foulquie, memoria viviente y tradición oral de la Brigada—. Todos dicen que si hoy viviera estaría ocupando el lugar de la Michelon o que habría llegado más lejos todavía. Creo que ella era muy joven en esa época. Ingresó después en la fuerza.
Por supuesto que era muy joven. Habían pasado doce años. Pero lo que más lo golpeó fue comprobar que ése era el hombre cuya foto había visto en el dormitorio de Odette. La única fotografía en toda la casa. Subió a las oficinas con piernas como de plomo. En ese momento entró el radiomensaje de Massarino pasando el alerta. Corrió a la playa, subió a su automóvil y salió hacia el Elysée encendiendo la sirena.


Odette se retocó el maquillaje en el auto y trató de dominar el temblor de las manos y la voz. Tomó una foto suya del bolso y cubrió con ella la tarjeta de identificación de Savatier. Lo mismo hizo con la placa. Al menos para ayudarme a entrar. Hasta que alguien verifique el nombre y el portador. Había dejado el arma en su propio automóvil; de cualquier modo no podría ingresar en el Elysée con ella.
Bote de mierda. Maniobrar el auto de Savatier se le hacía bastante difícil, acostumbrada a la agilidad de su deportivo microscópico. Espero poder estacionar esta... cosa... sin llamar la atención. Se dirigió con calma al garaje del personal y sonrió al encargado. La tarjeta le abrió la barrera sin problemas. Subió por el ascensor trasero, tratando desesperadamente de recordar la distribución del edificio. Por radio le habían pasado el dato de dónde sería la audiencia: en el despacho del primer piso. Entró por las cocinas caminando con desenvoltura. Un par de camareros la miraron sorprendidos, pero ella les sonrió con candor.
—Es mi primer día. Llegué tarde... y me perdí —dijo, mordisqueándose el labio.
Uno de los camareros se ofreció a acompañarla.
— Busco al general Beaumont. Está en la audiencia del Presidente con la comisario Michelon. Tengo que entregarle documentos de parte del coronel Savatier — mostró unos sobres —. Soy su nueva asistente. Teniente Marceau.
El camarero tomó una bandeja con el servicio de café de la Presidencia y la cargó en un carrito.
—Acompáñeme, teniente —la llevó por el montacargas —.Por aquí es más rápido. Venga cuando quiera.
Dejó que el hombre se alejara con el servicio. Estaba segura de que lo iban a detener. Esperó y vio que el camarero regresaba rápidamente.
—No me dejaron pasar. Que se les enfríe el café — dijo el hombre, encogiéndose de hombros. Ella frunció la nariz en un gesto encantador, y el hombre le guiñó un ojo. Cuando el camarero se marchó, Odette avanzó con aire resuelto, agitándose el cabello. Ante la puerta del despacho había un guardia que la observaba acercarse.
—Traigo información para el general Beaumont.
—No puede pasar —el hombre volvió la cabeza para no mirarla.
—Soy la asistente personal del coronel Savatier. Teniente Marceau. El mensaje es importante.
Al oír el nombre del coronel, el hombre fijó los ojos en ella.
—La contraseña —bajó la voz, amenazador, y cuadró la espalda. La mano se le movió apenas hacia la cartuchera.
—Relapsos — Dios quiera que ese hijo de puta haya dicho la verdad. El guardia relajó los hombros y le echó una mirada apreciativa y nada disimulada. Odette pescó el gesto del guardia y no perdió la oportunidad. Inspiró, apretándose contra el vestido.
—¿Puedo pasar?
—Voy a preguntar —los ojos del tipo la recorrieron sin ningún pudor.
Ella sonrió con desfachatez. Y no uso Wonder Bra...
Mientras el guardia entraba en el despacho, tomó una bandeja de plata del carrito del servicio de café. Oyó gritos y disparos que venían de la planta baja. Espero que sea la Caballería.


Exhibición de esgrima de bastón francesa (Canne de combat)

—Lo lamento, señor. Comisario Michelon... —el general Beaumont movió la cabeza con falsa cortesía— No podemos permitir que estas... filtraciones... continúen. Tenemos mucho en juego para que la policía se cubra de gloria desbaratando una organización magnífica.
Apuntó primero al hombre. El Presidente y la comisario estaban esposados en sus sillas y amordazados con cinta adhesiva.
Michelon se desesperó. Qué estúpida, Jesús. Cómo cometí el error de venir sola a la entrevista. La habían desarmado antes de entrar pero era de esperar. Ansiosa, había esperado a que el Viejo leyera el informe. Él la miró con gesto más que preocupado.
—Señora, esto es... terrible —se puso de pie y caminó por la habitación —Nunca pensé en algo de esta magnitud. El Gabinete, mi Dios... ¿Quién está libre de sospecha...?
Antes de que terminara de hablar, el general Beaumont había entrado en el despacho.
Ahora, Renaud Beaumont giró sobre sus talones ante la interrupción.
—¿Qué pasa, idiota? ¡Di órdenes de que no entrara nadie!
—¡Señor! Es la secretaria del coronel Savatier, la teniente Marceau. Trae un...
—¡Imbécil! ¡En la Orden no hay mujeres!
Apartó al estúpido con un puñetazo que lo arrojó contra la pared y lo dejó inconsciente. No en vano lo conocían como el “Carnicero” Beaumont. No era alto, pero su fuerza física era poderosa. En ese momento, alguien más entró en el despacho: un borrón azul, seguido por un golpe de plano con algo metálico, en plena cara. Beaumont se tambaleó. Los ojos asombrados de Michelon siguieron los movimientos de ballet de Marceau, que, con el brazo extendido, volvió a golpear al hombre en la sien, esta vez con el filo de la bandeja. Siguiendo el mismo arco, rompió una vitrina en la que había antiguos bastones de mando. Marceau pivoteó sobre una pierna, tomó un bastón y golpeó la mano con que general sostenía el arma. Después, por detrás de las rodillas, haciéndolo caer. Volvió a girar en tanto que el bastón describía remolinos en el aire. Más golpes a los hombros, los codos, las piernas; todos puntos débiles y neurálgicos que hicieron que Beaumont chillara de dolor sin poder incorporarse. Mientras le daba el coup de grâce en la tráquea, entraron Massarino y Dubois, armas en mano, seguidos de cuatro oficiales de la Brigada. Massarino tenía un raspón que le sangraba en la sien, y Dubois, el traje desgarrado en una manga. Marceau quedó de pie al lado de Beaumont, temblando, como un torero después de la faena. Todavía sostenía el bastón.
Massarino se les acercó, les quitó las mordazas y soltó las esposas.
—Señor...
—Estamos bien. Gracias a Dios... y a esa mujer... no pasó nada —murmuró el Presidente, que temblaba, impresionado por los hechos—. Querían que pareciera que Michelon me había disparado y...
Michelon corrió hasta Marceau.
—Dios sabe cuánto me alegro de verla. ¿Cómo hizo eso? —murmuró al oído de la otra.
—Estoy con el período —le respondió Odette entre dientes.
Michelon entendió. En sus épocas, a ella le pasaba lo mismo. Sonrió comprensiva.
—Llamen a una ambulancia. El hijo de puta todavía está vivo —Marceau masticó las palabras.
Massarino se les acercó y miró a Marceau con severidad.
—Creo que el último golpe estuvo de más —comentó, seco.
—Que alegue brutalidad policial —Marceau sacudió el mentón.
Michelon contuvo otra sonrisa a su pesar. Peleándose en estos momentos. Si Dostoievsky hubiera conocido a estos dos, habría escrito ‘Los hermanos Massarino’ en lugar de los Karamazov.
—Tenías que venir sola, carajo— ladró Massarino.
—Fue más fácil entrar. Parece que no te fue tan bien... —retrucó Marceau mientras le pasaba el dedo por el raspón de la sien. Massarino respingó y la miró con ferocidad. Marceau se alejó para dejar el bastón en la vitrina rota.
Dubois no habló una sola palabra ni miró a su alrededor. A Michelon tampoco se le escapó que Marceau ni siquiera se volvió hacia donde estaba el teniente.