POLICIAL ARGENTINO: 12/01/2008 - 01/01/2009

lunes, 22 de diciembre de 2008

La dama es policía - CAPITULO 18


ALSACIA, EL MISMO DÍA, POR LA TARDE
El ómnibus arrancó casi instantáneamente, dejando sobre la acera a una mujercita vestida de modo anodino, con una valija gastada en una mano y un bolsito en la otra. Cruzó la calle con la cabeza gacha, sin mirar a ninguna parte. No había mucho tránsito del que preocuparse: los pueblitos alsacianos conservan todavía esa tranquila paz medieval de la hora de la siesta, y ella hizo lo posible por no interrumpir el silencio. De todos modos, era dudoso que alguien hubiera reparado en ella, vestida como iba con un abrigo descolorido y deformado por el uso, el pelo corto cayéndole sin gracia sobre la cara y con una actitud de sumisión que la fundía con el entorno.
Golpeó a una puerta maciza y oscura, única abertura en el paredón blanco que se extendía silencioso a lo largo de una manzana. Esperó un rato hasta que se abrió una pequeña celosía en el portón. Luego, éste le dio paso y se cerró casi sobre sus talones, sin un solo chirrido de los enormes goznes de hierro.
La religiosa anciana que la había hecho pasar le sonrió, y juntas cruzaron el patio soleado y lleno de parterres con flores y verduras. Quién iría a imaginar que las tomateras podían resultar decorativas. Al llegar a la galería del lado opuesto al portón, se detuvieron ante otra puerta similar, más pequeña. La anciana golpeó suavemente y luego abrió, invitándola a entrar, para marcharse en silencio.
—¡Adelante, hija! Bienvenida a esta casa.
La superiora era una mujer madura, de rasgos severos pero bondadosos. La dulzura de sus ojos suavizaba la adustez de su complexión. Bajo el hábito se adivinaba un cuerpo alto y robusto, y sus manos mostraban los signos del trabajo manual duro. Seguramente se ocuparía en persona del huerto y el jardín.
—Siéntese, hija por favor. ¿Desea tomar un té?
La otra asintió apenas y la superiora lo sirvió en una mesita cercana al escritorio. Mientras le alcanzaba la taza, continuó.
—Me alegra tanto que haya elegido unirse a nosotras. No muchas jóvenes lo hacen en estos tiempos de inquietud. A decir verdad, en estos últimos tres años sólo dos hermanas jóvenes hicieron sus votos. Ya las conocerá. ¡Ay, si sólo hablo yo! ¡Dios me perdone! ¡Adelante, hija, adelante!
La mujercita la miró agradecida, bebió un sorbo de té y sonrió.
—Madre, usted es muy amable. Para mí es un honor el solo hecho de estar sentada aquí con usted. Espero merecer los votos dignamente — dijo mientras bajaba la cabeza.
—¡Qué alegría oírla! Hoy en día no hay mucha vocación religiosa en los jóvenes. No digo ya de profesar, sino simplemente de acercarse a la Iglesia para ayudar o buscar consuelo y consejo. No, las cosas están cambiando mucho—mientras hablaba se levantó, rodeó el escritorio y tomó a la otra por las manos para hacerla levantar —.Vamos. Le presentaré a sus compañeras. Éste es el Libro de las Horas, y éste, el reglamento y la historia de nuestra Orden.
Salieron de la rectoría y cruzaron el claustro hacia un pasillo que se abría en el extremo este del patio. El sol recortaba las sombras del jardín contra los muros encalados y una brisita suave que agitaba las flores simulaba una función de títeres sobre el improvisado telón. La sensación de paz era abrumadora; ese lugar era un paraíso fuera del tiempo, donde las mezquindades de la vida diaria no tenían cabida.
Llegaron a una biblioteca pequeña donde estaban trabajando dos mujeres jóvenes. El amor con que trataban a los viejos libros no era fingido. Los retiraban con cuidado de los estantes para desempolvarlos, revisar si tenían manchas de humedad o roturas y los registraban en un enorme libraco, apartando los dañados.
—Marie y Denise son nuestras bibliotecarias. Hermanas, ésta es Odile. Ha ingresado hoy en el convento.
Las jóvenes se acercaron a saludar sonriendo cálidamente a la recién llegada.
—Su habitación es la cuarta del ala de novicias. Las hermanas la acompañarán a acomodar sus cosas. Luego vuelva a la biblioteca y ellas la acompañarán a recorrer nuestro pequeño hogar. Hasta luego.
Cuando las hermanas se hubieron asegurado de que su nueva compañera podría encontrar el camino de regreso a la biblioteca y la dejaron sola, ella puso la valija sobre la mesa-escritorio-tocador, junto con los papeles que le había dado la superiora.
Cerró la puerta con llave con la precaución de no hacer ruido. Suponía que en el convento nadie trababa las puertas y que todas golpearían antes de entrar, pero prefirió no arriesgar. Tiró el abrigo descuidadamente sobre la silla, pateó los zapatos a un rincón y se tendió en la cama con los papeles. Del reglamento sacó una carta manuscrita, cuidadosamente doblada. Caligrafía firme y clara, de trazos abiertos, sin adornos, que evidenciaba una sinceridad y una firmeza de carácter que ya había apreciado en las entrevistas anteriores.

“Estimada Cap. Marceau:
”No voy a ocultarle mi temor ante la situación que usted me hizo conocer. Debo admitir que me costó muchísimo creer que pudiera estar ocurriendo algo así y ahora sufro por lo que pueda ocurrir con mis hermanas (y, por supuesto, con usted), aunque me hayan asegurado que toda la operación estará bajo control.
”Tal como le informé telefónicamente, recibimos hace dos meses una carta de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo solicitando albergue para dos de sus miembros. Estas dos personas estarán aquí la semana próxima, por lo que confío en que usted pueda conocer bien los manejos de la Casa para ese entonces. Le repito que nadie, ni siquiera nuestro confesor, conoce su identidad o lo que está a punto de ocurrir aquí. No es que desconfíe de mis amadas hermanas, pero me preocupa que sabiéndolo, se asusten o intenten alguna acción que pueda perjudicarnos, a usted o a nosotras. Que el buen Dios me perdone por este pecado que estoy cometiendo al ocultar la verdad, pero no sé qué más pueda hacer para proteger a mi comunidad. Espero que dé resultados y esta pesadilla concluya de una vez por todas, sin más víctimas. Todas las noches rezo por esas pobres niñas, rogando por que sean encontradas con vida y devueltas a su vida normal y a sus afectos. Espero que el Señor las esté acompañando y se apiade de ellas”.


Odette bajó la carta un momento: el Señor no se había apiadado, al menos hasta ahora.

“Como usted sugirió, me comuniqué con otras Órdenes y me confirmaron las desapariciones de novicias y religiosas jóvenes. También recibí cartas de nuestras Casas en Italia y Alemania; desgraciadamente, en dos de ellas desaparecieron hermanas hace poco. En el listado de nombres que adjunto los últimos tres corresponden a esas desdichadas. ¡Qué desgracia el no comunicarnos con más frecuencia! ¡Qué error el no acercarnos entre las Órdenes y Casas! Todo esto se habría sabido antes, y quién sabe si se podría haber detenido. De nada vale lamentarse ahora.
”Estoy aterrorizada. Lamento profundamente haber dudado de usted en un principio, pero espero que pueda comprender nuestra situación: vivimos alejadas del mundo y éste golpea a nuestras puertas para traer una espantosa realidad. Suya...”


La superiora era aquella dama a la que Odette casi había amenazado con la reglamentaria. Recordó la escena y casi se rió pero la risa se le deformó en un gesto amargo. La religiosa era valiente e inteligente y estaba más que dispuesta a reparar sus involuntarios errores.
Tomó el Libro de las Horas y de él extrajo un plano del convento señalizado cuidadosamente. Lo mismo no me servirá de mucho saber por dónde pueden entrar de contrabando nuestros hermanos Templarios. La obligada pasividad de su cobertura la hacía sentir impotente. Comparó la lista de nombres con la suya para comprobar que no tenía los últimos. Cargó los datos con rabia, rompió la lista y la carta y las quemó con la vela que estaba encendida frente a una imagen de la Inmaculada.
En el convento había una salita de radio que prácticamente no se usaba desde que la habían instalado, y —oh, la modernidad y el progreso— teléfono y telefax. Era un buen lugar para trabajar por la noche, ya que estaba alejada de los claustros internos y cerca de la capilla. Esa misma noche enviaría la información actualizada.
Ya había pasado un tiempo más que prudencial para acomodarse en su celda. Guardó sus efectos personales y salió a buscar a Marie y Denise para recorrer el convento, hacer las presentaciones de rigor y dar inicio a su “noviciado”.


ALSACIA, PRINCIPIOS DE LA CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
Los días en el convento le trajeron una paz interior y una introspección que no esperaba. Las mismas piedras de las paredes trasuntaban tranquilidad. Aun cuando todas las noches se ponía en contacto con la Brigada y con Auguste para intercambiar información, la locura del mundo exterior no llegaba a alcanzarla del todo. Con la madre Martine mantenía largas conversaciones cada vez que podían, en horarios en los que no había interferencia con el resto de las hermanas. Era un placer intelectual hablar con esa mujer. Una mente franca y sutil, ligada a sus votos hasta la médula y, sin embargo, abierta y comprensiva. Una verdadera madre para sus compañeras. Se habían descubierto la una a la otra y gozaban del placer de la mutua compañía. La superiora era graduada en Psicología; se lo había comentado durante una de las primeras reuniones.
—¿Sabe? Muchas se acercan al noviciado por problemas familiares o desengaños amorosos...
—¿Todavía? —interrumpió Odette, sorprendida.
—Así es. Y parte de mi tarea como superiora es detectar la verdadera vocación en mis novicias. No es sencillo abrazar la vocación religiosa y los votos que exige. Muchas de las que se postulan terminan como misioneras laicas. Otras, y no pocas, vuelven a su vida anterior después de comprender que lo que buscaban no era a Dios.
—No se puede buscar nada antes de encontrarse a sí misma. De otro modo, siempre se tiene una terrible sensación de vacío, de querer lograr objetivos inasequibles. Si no aprendemos a conocernos, caemos en el bovarismo de fingir lo que no se es o lo que no se puede ser.
—Y de psicóloga a psicóloga, el bovarismo ha hecho estragos en nuestras filas. Por eso, actualmente nos ocupamos de evaluar lo más a fondo posible a nuestras postulantes, para evitarles sufrimientos inútiles en una vida que no estarían capacitadas para afrontar.
—Madre, usted habla de ser religiosa como si se refiriera a un castigo, en lugar de una elección.
—Hija, no todas las personas tienen su fuerza de voluntad y su convicción para encarar las cosas que hacen.
—Que no es su caso.
—No, no lo es. Profesé mis votos con la misma alegría en el corazón que hoy día. Lo cual no quiere decir que en todo este tiempo no haya tenido vacilaciones, dudas y momentos de debilidad, como cualquier mortal. El amor a Dios y la fe me sostuvieron en cada traspié.
Odette observó en silencio a esa mujer maravillosa, que había elegido un destino muy especial de sacrificio hacia los demás. La conversación tomó un giro más íntimo. Después de preguntarle la edad, la madre Martine se sorprendió a medias.
—Parece bastante más joven... Sólo los ojos la delatan —hizo un gesto con la cabeza—.Quiero decir, la expresión de la mirada.
Ya no hay inocencia en mis ojos. Asintió en silencio con una sonrisa triste.
—¿Cuánto hace que enviudó?
—Casi doce años.
—¡Mi Dios! ¡Era muy joven cuando se casó!
—Tenía veinte años... Jean-Luc murió muy poco antes de que yo cumpliera los veintitrés — recordó con amargura. La otra la observó en silencio durante unos momentos.
—A los veinte hice mis votos —evocó la superiora.
—Otra clase de amor. Más dulce. Más duradero. Debe de lastimar bastante menos.
—Eso fue casi herético —la reprendió la madre Martine, aunque la disculpa ya estaba presente en sus ojos. Al instante siguiente, sin embargo, contraatacó —¿Siempre está tan a la defensiva? ¿Tanto daño le hicieron, o se hizo a sí misma, que no baja nunca la guardia?
Se le secó la boca. Respiró profundo para darse tiempo a pensar una respuesta adecuada, pero la otra había encontrado la grieta en su muralla y estaba dispuesta a agrandarla.
—¿Por qué se encierra de esa forma? Si es por lo que imagino, no me parece una buena razón. No una razón cristiana, al menos...
Dios, esta mujer me está desnudando el alma. La dejó continuar.
—La venganza, hija mía, no es un sentimiento noble.
Odette enfrentó la mirada de la superiora.
—Admito, madre, que no les está reservado a los hombres hacer justicia por propia mano.
—¿Lo admite de corazón, o es un enunciado meramente intelectual?
Se miraron y Odette respondió:
—Madre, soy policía. Muchas de las cosas que debe hacer la policía en general están, no digo reñidas con la moral cristiana, pero sí al menos en oposición con algunos de sus principios.
La superiora intentó interrumpir, pero la detuvo con un gesto.
—Si tuviéramos que atenernos al dogma y enfrentar a los delincuentes nada más poniendo la otra mejilla, las estadísticas criminales se triplicarían en menos de dos meses.
—No soy tan necia como para no entender eso —la superiora sonrió débilmente —.Yo me refería a su estricto caso personal.
Touché. Un verdadero perro de presa, madre. Una vez que tiene el rastro, lo sigue hasta el final. Mantuvo la expresión plácida pero impenetrable.
—Ahí está otra vez —la acusó la superiora—, levantando barreras entre usted y los demás. ¿No puede perdonar?
Cerró los ojos y se aferró a los brazos del sillón.
—¿A quién debo perdonar, madre? ¿A los que están haciendo esto a sus hermanas? ¿A los que sienten tanto desprecio por la vida humana que son capaces de comerciar con ella de todas las formas posibles? ¿A los que deciden con displicencia que la agonía y muerte de otro sean muerte y agonía para los que lo aman? —cerró los ojos y no vio los de la superiora llenarse de lágrimas —. No, madre, todavía no pude aprender a perdonar.
Se recostó en el respaldo del sillón. Después de un largo silencio, habló otra vez, en voz baja.
— Por favor, discúlpeme, no quise ofenderla. En absoluto. A veces me apasiono demasiado...
—No me ofendió. Siento un gran dolor... por usted.
Odette miró el reloj de pared con un nudo en la garganta.
—Mejor que nos vayamos a dormir. Las seis de la mañana llegan rápido.
La superiora la despidió con un abrazo.
—Por lo menos, perdónese a sí misma. Es una buena forma de empezar.


La madre Martine observó a Odette salir en silencio. Cuánto dolor, cuánta rabia contenida lleva. Qué vulnerable fue alguna vez. Quién sabe si podrá volver a ser feliz. ¿Cómo habrá sobrevivido? Su familia debe ser la clave. Cuando habla de ellos lo hace con tanto amor; sublimó todos sus sentimientos en ellos. Lo que debe ser toda una hazaña para ella. La sensualidad le brota por los poros aunque se vista de novicia y vaya sin maquillaje. La había observado cuando estaban a solas, que eran los escasos momentos en que ella se relajaba y se permitía abandonar su papel, que por otra parte desempeñaba a la perfección. La madre Martine se había sorprendido de verdad cuando Odette le confesó su celibato. ¿Una mujer así no había sentido la necesidad de volver a...?
—¡Madre! —había respondido Odette, sorprendida — ¿Y usted me hace ese tipo de preguntas? Que yo recuerde, las religiosas también practican el celibato...
—Tenemos nuestros votos... —se defendió.
—No es una cuestión de votos, sino de decisión y voluntad. No me molesta la libertad sexual ajena en tanto y en cuanto no cuestionen mi propia elección, que, en definitiva, también es de libertad.
—Y su elección es...
—La que es. No disfruto del sexo sin amor y pretendo que mi prójimo lo respete, de la misma forma que respeto lo que los demás hagan de su vida privada.
Toda una convicción y una elección de vida. La vio con otros ojos y la respetó más todavía por eso.


Odette se metió en la cama, pero la conversación con la madre Martine la había dejado un poco alterada. Cristo, qué capacidad para ver más allá de las corazas. Lo mismo que mi madre. Miró otra vez la hora. Demasiado tarde para llamar a Auguste, aunque fuera a casa. Mañana.
Su hermano la mantenía informada. Varza había entrado en acción y ya había novedades. Los implicados eran escalofriantes. Auguste y su gente habían identificado al hombre que había entrevistado a Marcel en el Ritz: era un alto funcionario del Vaticano. Absolutamente repugnante. Por lo que habían averiguado a través de Varza, hasta el momento era el único religioso relacionado con la Orden. Pero también constituía un signo nefasto de penetración. Extremadamente peligroso. Mierda, ¿ya llegaron hasta la Piazza San Pietro?
En cuanto a Marcel, su hermano le comentaba lo poco que sabían aun cuando ella no preguntara. Él sabía que ella quería saber... Auguste, no me estás jugando limpio.
Marcel. Ya no más Dubois. Sus compañeros anteriores no habían sido más que apellidos. Mantener las distancias era el lema, sobre todo con los que querían acortarlas a toda costa. La típica pregunta: "¿Dormimos juntos?" La típica displicencia al hacerla. La típica persistencia ante el gentil aunque firme “gracias, pero no”, hasta que llegaban al típico fin de fiesta: pretendidamente romántico o abiertamente grosero, variaciones sobre un mismo tema.
Él, en cambio, era tan diferente. Había respetado las distancias que ella había impuesto pero confiaba en ella. La había aceptado como líder en el caso y no sólo porque Odette era su superior. De verdad confiaba en ella. Como aquella mañana, en su casa. El recuerdo la asaltó, llenándola de prevención. ¿Cuánto más podía confiar Marcel en alguien?
Por su carrera y su profesión, Odette conocía muchos casos de violencia familiar y sus consecuencias. Quizás él no hubiera sufrido la violencia física que su padre aparentemente ejercía contra su madre, pero la psicológica nunca estaba ausente. ¿Cómo habría sido? En esas relaciones víctima-victimario, el agresor culpaba al otro de infidelidad o incumplimiento de los deberes familiares y conyugales, sumiéndolo en una falta total de autoestima y quitándole toda posibilidad de defensa. La víctima terminaba creyéndose responsable de todo lo que se la acusaba y perdía la capacidad de reaccionar. Los hijos eran el elemento de presión para forzar al otro a soportar lo insoportable. Casi en todos los casos, el agresor y el agredido provenían de familias igualmente patológicas. La violencia física no era conditio sine qua non, pero con el tiempo se degeneraba en ella.
Constanza Contardi-Bozzi había resistido diecisiete años junto a su marido y el día en que se atrevió a abandonarlo, su propio hijo debió defenderla. Por lo que había dicho Marcel, Odette podía suponer que su padre jamás lo había tocado. Quizás por esa razón su propia reacción le había resultado traumática.
Para un adolescente que no había conocido otra cosa en su infancia, que había creído que su vida familiar era la “normalidad”, ese acto de violencia debía haberle costado mucho en el plano emocional. Casi lo mismo que el haber presenciado u oído las peleas, o quién sabe qué mas, entre sus padres, durante años.
Marcel se había reconstruido a sí mismo sin ayuda externa o de su núcleo familiar, reducido finalmente a la madre, que necesitaba tanto o más apoyo que él mismo. Había resultado bien, en términos generales y de acuerdo con las evaluaciones que la Escuela de Policía realizaba de sus aspirantes. "Sujeto normal, sin inclinaciones patológicas de ningún tipo hacia la violencia o la pasividad total, con las reacciones esperables y aceptables de cualquier otro candidato". Deberían expulsar a esos imbéciles que hacen las evaluaciones psicológicas.
Durante los últimos días antes de iniciar su etapa del operativo, Odette había llevado a cabo sus propias pequeñas y totalmente objetables investigaciones privadas. Jean-Pierre Dubois todavía vivía y continuaba en la Gendarmería. Esto último no era novedad: el expediente de Marcel lo mencionaba. En su momento, Jean-Pierre había confirmado la versión de divorcio que había dado su hijo: mutuo acuerdo. Jamás se había vuelto a ver con su familia ya que su ex mujer se había radicado en París.
La fotografía enviada por fax no era una excelente reproducción pero, a los cincuenta y tres años, el coronel Dubois seguía siendo un hombre muy atractivo. A los veinte debió haber sido devastador,pensó. Era fácil imaginar cómo una mocosa de dieciocho años como Constanza se había flechado con la virilidad y la seducción del joven oficial. Podía imaginar también el escándalo: la hija única y heredera de los Contardi-Bozzi, enredada con — o, mejor dicho, embarazada de— un gendarme de provincia. Su familia la había repudiado, negando a su único nieto la posibilidad de encontrar la familia y la contención que tanto necesitaba. Marcel le había confesado que apenas los conocía; quizás en alguna oportunidad hubo algún intento de acercamiento. Hijos de puta, los abandonaron. Si Constanza hubiera contado con su familia, las cosas posiblemente hubieran sido distintas... Meras especulaciones.
Marcel era tan parecido a su padre como era posible pero no tenía esa dureza terrible en la mirada, ni el gesto de violencia contenida de la boca. Era como un niño crecido demasiado rápido, que conservaba la mirada despejada y alegre, esa expresión que sólo se tiene cuando todavía se es inocente en algún lugar del corazón. La misma mirada que Auguste. El descubrimiento la había sorprendido y —carajo— emocionado.
Sin embargo, a los treinta y dos, el teniente no había tenido ninguna pareja estable o convivencia de ningún tipo. Cero compromisos, y eso también significaba algo. En algunos casos, los hijos de familias con problemas desembocaban en la homosexualidad o la asexualidad lisa y llana, para evitar relaciones que implicaran el riesgo de repetir su historia. No era ese el caso de Marcel. La forma en que lo había notado observándola era suficiente para saberlo, y por si eso no bastara, había dado señales claras, al menos para ella, de que se sentía atraído por ella. Sin embargo se había mantenido cuidadosamente distante. Había confiado en ella y se había retirado como si temiera exponerse. Mis mismos temores ante la posibilidad de una relación con compromiso incluido.
Es tan vulnerable, debajo de esa apariencia de “policía adulto con el mejor entrenamiento de los cuerpos europeos”. El policía adulto tenía una mirada demasiado dulce. Era para maravillarse que hubiera podido preservarla. Y esa vulnerabilidad y esa inocencia que te descubrí están haciendo estragos en mis propias defensas. No quiero involucrarme. Perdí mi inocencia hace mucho tiempo y no soportaría ser vulnerable otra vez. No quiero causarte dolor ni que me lo causes a mí. No quiero volver a sufrir por alguien. Me importan una mierda tu vida y tu pasado.
Se revolvió inquieta en la cama. No te mientas, estúpida. Ya es un poco tarde para salir indemne de esto. Te guste o no te guste, estás involucrada.
Saltó de la cama en mitad de la noche. El corazón no le cabía en el pecho. ¿Qué van a hacerle esos monstruos? ¿Adónde lo enviamos? ¿Qué si alcanzan ese núcleo de violencia, laboriosamente domado y encerrado durante años y lo liberan? Una bomba de tiempo activada. Cristo, no quiero que te pase nada. Por favor, te quiero de regreso sano y salvo. No cedas. No bajes la guardia. Es una orden, querido.


SUBURBIOS DE PARÍS, CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
—Nos vemos en una semana, De Biassi.
Hamad se despidió y subió al camión frigorífico que conducía D’Ors. A Marcel no le sorprendió que nada más que dos hombres pudieran realizar todo el operativo. Estamos preparados para eso, pensó con orgullo. Uno de los pallets que habían estado cargando había caído al suelo y se había roto. Sin pensar, tomó una tableta y la dio vueltas entre las manos.
—Es buen chocolate. Un poco amargo, para mi gusto. Y un poco caro —comentó Hamad, displicente —. De cualquier forma, nuestros clientes lo compran sin protestar. Dicen que siempre es una experiencia diferente.
Se rieron a carcajadas. En los últimos días, Hamad había aliviado un poco la presión y Marcel estaba más libre. Ya no tenía tantas pesadillas y se movía cómodamente por las instalaciones. Soy uno más; me aceptaron, pensó casi con alegría.
Al desnudarse para dormir, la tableta le cayó del bolsillo del pantalón. Se tiró en la cama y pensó que no estaría nada mal comérsela. Se metió un trocito en la boca y una imagen lo asaltó: labios de mujer, jugueteando con una barra de chocolate. El corazón le salteó un latido. Esos ojos. La boca. ¿Quién? Cerró los ojos para aferrar el rostro que se le escapaba. Su cuerpo recordaba mejor. Pero nunca tuve a esa mujer... Un escalofrío le recorrió la espalda. El nombre. Comió otro trocito y el tacto aterciopelado del chocolate le inundó la boca: dulce y amargo a la vez. Así... ella es... así. ¿Cómo puedo saberlo, si nunca...? Aferró las sábanas mientras se revolvía en la cama. No sabía si la furia era por desear poseerla o por no haberla poseído nunca. La buscó inútilmente, experimentando en la piel sensaciones que recordaba haber intuido y nada más. La odió por no estar ahí debajo de él. El orgasmo le llegó con violencia inusitada. Todavía agitado, se levantó para lavarse. Cristo, no hacía esto desde que dejé el Liceo. La excitación no terminaba de abandonarle el cuerpo. El espejo le devolvió una imagen que no esperaba. Vio a sus ojos reflejados en el cristal, recuperar lentamente la cordura. Odette. Ése es el nombre.

Respiró profundo varias veces pero la tenaza que le apretaba la garganta no se aflojó. Miró al espejo y se reconoció. Estaba pálido y bastante más delgado, pero los músculos se le delineaban recios. No estaba tan en forma desde que dejé el rugby. Los recuerdos, sus recuerdos, le llegaron de golpe. Tuvo que sostenerse del lavatorio porque le temblaron las piernas. Volvió a la cama y mecánicamente se comió el resto de la tableta. Respiró despacio. Tranquilo, viejo. Mantengamos la calma. Si éstos se dan cuenta de lo que pasó, soy historia. No lo consiguieron. No me condicionaron. Sigo siendo Marcel Dubois, teniente, Brigada Criminal, Policía Judicial, Prefectura de París.


—A De Biassi lo vi distinto —comentó Vaireaux—. Menos obnubilado.
—Le ordené a Hamad levantar el pie del acelerador —Jacques meneó la cabeza —Íbamos a tener problemas.
—De cualquier forma, respondió muy bien. La frecuencia de los audios también fue más elevada que lo habitual. Pensé que iba a quebrarse en algún momento, pero resistió.
—No hay nada que hacer; los militares son los mejores.
—Eso porque te tira el uniforme, coronel... —comentó sarcástico Prévost—.Nuestros civiles no tienen nada que envidiarles.
Jacques evitó mirarlo, encendiendo un cigarrillo
—Pensé que iban a usar algo con De Biassi —siguió Vaireaux—. Polvo, heroicas, algo de eso.
—¡No! — Jacques saltó sobre las palabras de Vaireaux —. A éste lo quiero limpio. A la larga es un arma de doble filo y resulta más caro que el servicio que prestan.
—No exageres... —Prévost se picó.
—No exagero... ¿Cuánto nos está costando Hamad? ¿Cómo terminó Weiss?— Jacques se irritó.
Se miraron. Vaireaux se removió incómodo en su sillón y Prévost apretó los labios y miró a otra parte. Weiss había causado el accidente que había terminado con él y con Kurt Von Kopff. Iban juntos en el automóvil de Von Kopff al puerto de Niza, desde Monte Carlo. Tenían que recibir un cargamento de armas y en una de las curvas más cerradas y empinadas de la carretera, inexplicablemente Weiss aceleró. Tuvieron que cortar los cuerpos para sacarlos del interior del vehículo. Los análisis de sangre determinaron que el chofer del industrial austríaco había consumido una gran cantidad de cocaína de alta pureza, poco antes de sentarse al volante.
—Las armas las recuperamos —Prévost se encogió displicentemente de hombros y jugueteó con el anillo de sello de su anular izquierdo.
—Y perdimos un cliente magnífico, las relaciones que él traía —lo acusó Jacques, molesto—, y la ganancia de la operación. Y a Weiss.
Carajo, Weiss era un muy buen profesional. Ex teniente coronel del ejército alemán, había abandonado el servicio activo debido a sus convicciones algo radicales. Había dirigido el operativo en Francfort en forma sublime. Weiss era un artista en lo suyo. Y el cretino de Prévost había insistido en acelerarlo con un poco de blanca, para poder presionarlos a él y a Von Kopff.
El Brigadier tiene razón: es muy difícil trabajar con civiles. Se desmadran y pierden la línea y los objetivos, se repitió Jacques por enésima vez en esos días. El Brigadier se lo había explicado claramente con el ejemplo de sus propias actividades en su propio país: mientras habían mantenido a los civiles fuera de las operaciones, todo había funcionado a la perfección. En cuanto comenzaron a intervenir los servicios secretos y la policía, la situación se volvió inmanejable. Los civiles no mantienen la conducta. Estuvieron a punto de perderlo todo. Les había llevado más de diez años estabilizar la situación, y no habían podido recuperar el poder nuevamente, no como hubieran deseado. Ahora, los civiles lo tienen. Se necesita mucho más dinero para silenciar o corromper a mucha más gente, y los resultados nunca son los mismos, reflexionó Jacques.
Y sin embargo, el mismo Brigadier había introducido a Prévost en las sutilezas de la picana, sutilezas que el verdugo de la Orden, como se llamaba medio en broma a sí mismo, había elevado hasta la categoría de arte. Los audios de Vaireaux eran impresionantes, por llamarlos de alguna manera. Incluso él, a veces, se resistía a presenciar las diversiones de Prévost. Rata necrófila. Igual que el enfermo de D’Ors. Otro civil.
Con De Biassi las cosas van a empezar a cambiar. Quiero volver a los viejos tiempos de disciplina y orden. Sólo la violencia necesaria para generar las reacciones necesarias. Basta de vicios. Prévost podría ser un muy buen primer objetivo para el mayor. Al Faid compra el paquete accionario de nuestro querido Armand en la TP, nosotros seguimos reteniendo el control y todo vuelve a estar en su lugar: Su Alteza, feliz con sus virgencitas y su petrolera nueva; nosotros, con la casa en orden y con un elemento más de presión contra Muammar. Amigo de Prévost. Y quién sabe, después podríamos terminar el asunto de las monjas antes de que estalle por algún lado. No me gusta meter mujeres en los negocios. A la larga te traen problemas. Era mucho mejor cuando esos asuntos los manejaba Fiore; ése tenía estómago para cualquier cosa que tuviera que ver con perversiones. Tendré que hablar con el número uno. Con el Brigadier no se pueden discutir ciertas cosas... Cuando estos dos se vayan. Mejor a solas.
Con Vaireaux cruzaron miradas a espaldas del otro. Era el único de los tres que no llevaba el anillo. Quizá deberíamos ofrecerle uno, pensó mientras se tocaba el suyo. Vaireaux entendió el gesto. Podemos contar también con el doctor. Odia a Armand tanto como yo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

La dama es policía - CAPITULO 17


SUBURBIOS DE PARÍS, MADRUGADA DEL DÍA SIGUIENTE
“Papá está peleando otra vez con mamá. Está furioso". Corrió a su habitación para taparse la cabeza con la almohada y no oír los gritos. "¿Por qué está tan enojado? Salimos con mamá de paseo y ella se encontró con una señora muy elegante. Me dijo que es mi abuela, pero no le creo. La señora me miró raro y dijo: ‘Se parece a él’. Me dio un beso. Yo no quería besarla. No quiero que sea mi abuela. Se lo dije a mamá cuando volvíamos a casa, y mamá lloró. Le prometí que iba a querer a esa señora para que no llorara más”.
Los gritos pudieron más que su miedo. Se levantó y salió de su habitación sin hacer ruido. La puerta del dormitorio grande estaba entreabierta. Como en un sueño, vio cómo papá empujaba fuerte a mamá sobre la cama. Mamá tenía la bata que le habían regalado para su cumpleaños. La habían elegido con papá, de color azul que era el que más le gustaba porque mamá parecía una princesa con él. Papá estaba de pie, desabrochándose los pantalones. “Puta —gritó—, puta mentirosa. ¿Dónde estabas?” Mamá lloraba. Vio cómo papá le hacía eso terrible a mamá, eso que la hacía llorar tanto. Corrió a su habitación a esconderse bajo la almohada otra vez. No, papá, por favor. Por favor. Por favor...

Se despertó ahogado por la angustia. Las sábanas estaban empapadas de sudor. Abrió y cerró los ojos varias veces para asegurarse de que estaba despierto, y se sentó en la cama. Durante décimas de segundo de terror, no reconoció el lugar. No es mi dormitorio , recordó. Estoy en los cuarteles de la Orden. Cuando se puso de pie, notó que todavía le temblaban las piernas. Tardó cincuenta latidos de corazón en recuperar el ritmo cardíaco normal. Qué me está pasando, por Dios. Hace años que superé esa pesadilla. Había dejado atrás su infancia el día que se fue con su madre, y la había sepultado cuando ella había muerto. Te odio, papá. Creí que había enterrado también esos sentimientos. Se dio una ducha para que el agua le arrastrara la transpiración y los recuerdos, pero la sensación de violencia perduró. Golpeó las paredes mojadas hasta que le sangraron los nudillos. Cristo, ¿cuánto tiempo más voy a pasar en este lugar atroz?


SUBURBIOS DE PARÍS, TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Las jornadas eran agotadoras: instrucción al más puro estilo militar. Hamad era como su sombra, desde que se levantaba hasta que caía en la cama por la noche. Sólo después de tres días Marcel consiguió colocar algunos blips. El cinturón había sido una buena idea, después de todo; era uno de los poquísimos efectos personales que le habían permitido conservar, junto con los Muratti de mierda. Lo habían provisto de un uniforme militar completo, en color negro. La Beretta la conservó, sin los proyectiles, por supuesto. Hamad no se había sorprendido por las full-metal jacket. Sonrió aprobadoramente, o eso parecía cuando enseñaba los dientes menudos y desparejos.
—Así que no te gusta perder el tiempo hablando —le dijo, señalando las balas y los cargadores en su mano.
—A nadie le gusta — lo enfrentó impasible.
Hamad se rió.
—¿Y tuviste oportunidad de probarla en... Angola?
—En Somalía y Etiopía —casi deletreó. Me estás buscando la lengua. —Sí. Con resultados espectaculares. Había mucho para probar.
Las instalaciones eran sorprendentes, sobre todo el polígono de tiro en el último subsuelo del edificio. Nadie hubiera sospechado que en medio de uno de los suburbios más importantes de París existiera semejante sitio. Las armas que vio allí eran de última generación.
—Sólo tenemos lo mejor, De Biassi —alardeó Hamad. No lo llamaba por su nombre, y él lo imitó.
Las horas en el gimnasio eran terribles, casi una tortura en sí mismas: entrenamiento a primera hora de la mañana y a última de la tarde. El único sitio, aparte del comedor, donde se cruzó en ocasiones con otra pareja de entrenador y discípulo.
Al cuarto día, su carcelero — porque había llegado a la conclusión de que Hamad no era otra cosa— le informó que recorrerían el edificio en su totalidad. La fachada era una fábrica de chocolates. Había un sector de oficinas, una playa de expedición, camiones refrigerados para el traslado de la mercadería, más un depósito donde se apilaban pallets de cajas de chocolate de procedencia suiza, ya rotuladas, listas para despachar. Se mordía de ganas de preguntar, pero Hamad le ahorró la molestia: no pudo aguantar los deseos de vanagloriarse de ser uno de los más antiguos dentro de la Orden.
—Los camiones tienen muchos usos. Básicamente nos permiten trasladar cualquier tipo de mercadería hasta los puertos de embarque, sin ningún tipo de sospecha.
Se acercó a unos cajones de madera, con un tamaño tal que hubieran podido contener una motocicleta de baja cilindrada. También con rótulos y sellos de exportación. El interior estaba aislado —acústicamente, le explicó Hamad— con espuma rígida de alta densidad, que además acolchaba la paredes del cajón y recubría la chapa metálica de dos milímetros de espesor que estaba debajo de la madera. Hamad le señaló unas perforaciones con conexiones roscadas en una de las tapas.
—Mercadería especial. Necesita ventilación constante. Aquí se conectan las mangueras de entrada y salida de aire comprimido.
—¿Qué tipo de mercadería?
—La que le interesa a “tu” Alteza —Hamad sonrió sardónicamente.
Le mostró el interior de los vehículos. Uno estaba dividido por una compuerta hermética que cerraba un compartimiento insonorizado, con aire acondicionado y cuchetas adosadas a las paredes. La parte delantera se empleaba para la carga de pallets. Había otros en los que el compartimiento interior no tenía ningún equipamiento especial. Con ésos se trasladaban armas u otro tipo de mercancías, le informó el otro en tono casual. Marcel no quería pensar en el horror de los cajones y lo que transportaban.
Pasaban horas en el armado y desarmado de equipos de explosivos y armas de fuego. Hasta poder hacerlo a ciegas, insistía Hamad, así que el discípulo practicaba en completa oscuridad, en posiciones imposibles, mientras el otro controlaba sus movimientos con equipo de infrarrojo.
—Deben ser parte de tu cuerpo —repetía Hamad. El tipo era además un maestro en el uso de armas blancas, que prefería, cosa que a Marcel le resultaba siniestra.
—Vas rápido con las armas de fuego. Muy bueno. Te voy a entrenar con mis favoritas —le prometió Hamad mientras balanceaba un cuchillo de comando, y Marcel no pudo evitar un estremecimiento.
Le presentaron a Lucien Vaireaux, a cargo de los audiovisuales. La primera noche que asistió a uno, tuvo náuseas todo el tiempo. Casi no pudo comer y, ya en su habitación —ahora dormía solo, en otra ala del edificio—, se precipitó al baño a vomitar.
Las imágenes lo persiguieron durante días. Una habitación vacía excepto por una grilla metálica vertical y una mesa con algunos instrumentos quirúrgicos más otros cuyo uso desconocía. Un hombre bajo y grueso, con uniforme de la Orden, esperaba en el lugar.
Hamad se había acomodado a su lado y Jacques apareció para sentarse en la butaca libre del otro lado. Mejor que pongas cara de circunstancias, viejo. Esto es una prueba. Pase o muera. Se había cruzado con Jacques en contadas ocasiones, pero siempre en momentos en que, sospechaba, estaban evaluando sus reacciones. La voz de Vaireaux explicaba en tono académico lo que ocurría en el video. Marcel dedujo que el tipo o bien era médico o tenía conocimientos suficientes de medicina como para describir lo que estaban proyectando de la forma en que lo hacía.
—Las descargas eléctricas provocan tetanización: los tejidos se rigidizan y sufren espasmos. Si se prolongan el tiempo suficiente, el individuo pierde la función respiratoria...
Gracias a Dios que estoy sentado. Ya no escuchaba a Vaireaux, pero no podía apartar la mirada de la pantalla. No se dio cuenta de que Hamad y Jacques cruzaban miradas de mutuo entendimiento por detrás de él. En un momento, Jacques se levantó y le palmeó el hombro en un gesto de aprobación. Marcel se sobresaltó y le clavó los ojos. El otro sonreía complacido.
A partir de esa tarde asistió a los audiovisuales con una frecuencia que le causaba escalofríos. Por las noches, las pesadillas se le mezclaban con las imágenes en flashbacks aterradores.
Los videos de entrenamiento eran diferentes. Por lo general se trataba de métodos diversos de sabotajes, copamientos, descripciones detalladas de preparación de explosivos y otras exquisiteces por el estilo. Sin embargo, no alcanzaba a comprender por qué le dejaban una sensación de violencia que no tenía relación con las imágenes que recordaba.
Los días comenzaron a sucederse sin que tuviera conciencia de ello. Era como vivir dentro de un banco de niebla permanente, donde lo único real era el instante en que quedaba solo en su habitación. Recordaba colocar los blips, sabiendo que tenía que hacerlo con cuidado, pero sin estar muy seguro de por qué tenía que hacerlo. El espejo le estaba devolviendo una imagen que, por momentos, no reconocía como la propia. Dos o tres veces vio que el otro a quien veía en el espejo lloraba, pero no pudo saber por qué. Por las noches, antes de caer rendido en la cama, todavía lograba repetirse:
—Soy Marcel Dubois, teniente, Brigada Criminal, Policía Judicial, Prefectura de París.
Pero ya ni siquiera estaba seguro de si eso era verdad.



PARÍS, L A DÉFENSE, FINES DE LA TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Se revolvió en la cama mientras la excitación le trepaba hasta la garganta. No necesitaba pensar; sus manos recorrieron rápidamente el camino de su cuerpo hasta que alcanzó el orgasmo. Tres minutos. Satisfacción instantánea. ¿Satisfacción? Mejor, evacuación de una necesidad biológica postergable, a diferencia de las otras, más vitales, más crudas.
Sin embargo, la sensación que le quedó en la boca y el cuerpo no fue de rabia amarga y mal contenida, como le ocurría habitualmente. Se sorprendió de descubrir que no le había bastado y que no estaba molesta por eso: sólo excitada, más que antes. ¿Qué? ¿Mis demonios están de regreso?
Sus demonios personales y privados. Los que había vislumbrado durante su adolescencia como algo natural, inherente a su propio cuerpo. Nada más normal para una estudiante de ballet que se mira durante horas al espejo. O una esgrimista que disfruta del esfuerzo del deporte y la calma que sigue después, bañada en algo más que en transpiración. Nunca se había avergonzado de satisfacer las exigencias de su naciente sensualidad.
Más adelante, con Jean-Luc, había descubierto el resto de sus sensaciones y emociones. Habían sido amantes hasta el límite y lo habían sobrepasado largamente. Él sabía manejar sus demonios, seducirlos, engañarlos, provocarlos y desatarlos. Ella había aprendido de él, y él le juraba que había superado al maestro.
Después... después. Un después largo y oscuro. Lleno de odio, de desesperación, de impotencia y, finalmente, de nada. Fue como sellar una puerta con un bloque de granito. El cuerpo se le convirtió en un extraño que la acompañaba inerte. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos, tres años luego de la muerte de Jean-Luc? Ni siquiera lo recordaba. Los deseos se le congelaron en las entrañas.
Hasta dejó de pasar ante el espejo para otra cosa que no fuera ver con qué ropa salía a la calle. Inclusive el pelo corto era una ventaja: no se necesita mirarse para peinarse. Se mutiló emocionalmente como se había mutilado el cabello.
Hasta que un día, quién sabe en reacción a qué estímulo, qué sensación, se reencontró violentamente con sus pasiones. Al principio, intentó que el hombre de sombras de su fantasía tuviera el rostro que había amado hasta la locura. Lo único que consiguió fue anular instantáneamente todo el deseo que la estaba ahogando. El resultado fue una angustia atroz y la vergüenza de sentir que ensuciaba los momentos que habían vivido juntos.
Durante un tiempo después de eso, sus demonios la dejaron en paz. Creyó que había encontrado la forma de ahuyentarlos de su cuerpo y de su vida, hasta que el acoso fue tan fuerte que pactó con sus propios deseos. No serían tales: solamente necesidad fisiológica. Sin hombres-sombra. Sin imágenes ni recuerdos. Ni siquiera como en su adolescencia, en la que se permitía soñar. Con el tiempo, cayó en la cuenta que ya no podía atrapar ni revivir los recuerdos de su amor. Le dolió espantosamente y negó su sensualidad otra vez, a modo de castigo por no poder recordar. Intento inútil. Los demonios no se dejaron embotellar. Negociemos. Nadie puede humillarme tanto como yo misma. Y ahora nuevamente la sombra la asaltaba y ella se dejó llevar. Pulsiones de vida, en contra de las pulsiones de muerte que la habían empujado durante tanto tiempo. ¿Me estoy proporcionando una excusa?
Al principio, el espectro en su cama no tuvo sino un rostro fragmentario y un cuerpo que ella debía adivinar. Hasta esta noche, en que le dio mirada a los ojos, calor a las manos y fuerza viril al cuerpo que imaginaba poseyéndola. No quería imaginar su voz pronunciando su nombre, porque no quería pronunciar el de él. No quiero. Es mentira que te deseo, porque me niego a desear sin amar. La pasión sin amor es revulsiva: después del magro placer de saciar la urgencia del cuerpo, llega la repugnancia por el compañero de cama que lo único que busca es su propia, egoísta satisfacción y finalmente, el asco por mí misma. No es eso lo que necesito, ni lo que quiero. Pero me niego también a amar sin desear. El pensamiento la sorprendió con la guardia baja.
Fuera de mi vida. De mis noches. De mis urgencias.
Entonces no te acaricies imaginando sus manos, hipócrita. Si vas a echar a tu hombre-sombra de tu dormitorio, no lo busques.
A las cinco de la mañana, resignada a no dormir, se levantó a ducharse y preparar las pocas cosas que llevaría a Alsacia, ese día, antes del mediodía. Se los advierto, monstruos: se quedan en casa. Una risita en el interior de su cabeza la convenció de que estaba perdiendo la discusión.