POLICIAL ARGENTINO: 4 jun 2011

sábado, 4 de junio de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 20

PARÍS, CONSULTORIO DE LA DRA. MEINVIELLE. MIÉRCOLES POR LA MAÑANA

Marceau asomó tímida, sin entrar del todo.
— ¿Tiene un minuto?
Meinvielle se subió los lentes de medio marco y sonrió.
— Tengo varios. Pase, pase.
Marceau se sentó en el borde del sillón; luego lo pensó mejor y se apoyó en el respaldo, sin relajar los hombros. ¿Qué es eso tan importante que estamos a punto de decir?, sonrió Meinvielle para sí. Marceau inspiró, se mordió el labio inferior y soltó a boca de jarro:
— Hablé con mi madre — y la miró con ojos enormes.
Bueno, bueno, comenzó el deshielo. Le dedicó una sonrisa espléndida antes de responder.
— Estoy muy feliz por usted.
La mirada de Marceau se perdió por las bibliotecas tras su escritorio.
— No sé si estoy feliz, ... estoy aliviada — suspiró. Después se encogió de hombros. — Por algo se empieza.
Meinvielle acomodó el mentón entre las manos entrelazadas. Me va a convencer de que le gusta que la hagan confesar. ¿Vicios de la profesión?
— ¿Puedo...?
— Ya sabe que puede — la otra la atajó, pero una sonrisa tenue le flotó por la cara.
— ¿Por qué no tuvo hijos con Jean-Luc?
Transcurrió una pausa.
— Me extrañaba que no lo hubiera preguntado antes — Marceau la miró enarcando una ceja.
— No haga esos jueguitos conmigo — la reconvino y la comisario sonrió— ¿Y bien?¿Por qué no tuvo hijos en su primer matrimonio?
— Jean-Luc insistía en que yo era joven y que teníamos tiempo. Ni siquiera había terminado mi carrera cuando me casé.
— Y a Ud. no le molestó.
— Tenía veinte años y a esa edad se es inmortal.
— ¿Qué edad tenía su marido?
—Me llevaba dieciséis años.
La psicóloga se arrellanó en su sillón.
— Él no necesitaba hijos: la tenía a Ud., que era todo lo que él podía desear: su mujer, su amante, su muñeca. El sueño inconfesable de cualquier padre: "mi nenita es mía y de nadie más". A Jean-Luc no le importaba esperar: ni siquiera había pensado en otra cosa. Después de todo, él también era joven: un hombre de ochenta años puede engendrar un hijo.
Marceau se quedó silenciosa, mirando la alfombra entre sus pies. Después de un rato susurró:
— No es justo...
— ¿Criticar a un muerto? — fustigó Meinvielle —. No lo critico: expongo los hechos tal como los veo.
Marceau no la miraba. Dicen que el hierro se golpea en caliente. Golpeemos entonces.
— ¿Cómo murió Jean-Luc?
— ¿Conoce el síndrome de “locked-in”?
—¡Locked-in! — casi saltó en su sillón — Qué terrible.
— Jean-Luc viajó a la Argentina por una investigación. Después de dos meses lo trajeron de vuelta... así. Fue premeditado...— los ojos de Marceau brillaron vidriosos—. Sobrevivió un año.
Dios, creo que esta vez fui demasiado lejos. Marceau continuó con voz sin inflexiones.
— Yo estaba desesperada e hice locuras. Llegué a inyectarlo con heroína para que no sufriera. Quería hacerlo sentir... un... un hombre completo. Él estaba consciente, lúcido, encerrado en esa cáscara muda y torturada que era su cuerpo. Me pedía que lo dejara. No sé cómo, pero convenció a mi primo Calogero, que lo cuidaba todo el tiempo, para que lo ayudara a morir. Calogero cambió la heroína por cloruro de potasio. Creí que yo lo había matado de una sobredosis — durante unos segundos, el único sonido que atravesó el aire fue el de la pesada respiración de Marceau — Después de que Jean-Luc murió fue como... como estar muerta yo también. No sé durante cuánto tiempo: dos, tres años. Era como no tener cuerpo, no verme en el espejo, no tener necesidades... nada. Había dejado de sentirme mujer.
Meinvielle se mantuvo en un silencio alentador durante la pausa que siguió. Marceau volvió a hablar en voz baja y sin mirar a ninguna parte.
— Y de pronto un día...Fue horrible. No podía entender cómo había pasado a mí, que no lo había buscado, no lo deseaba, que ni siquiera me atrevía a... a tocarme — terminó en un susurro.
— ¿Ni siquiera se masturbaba? — lanzó la pregunta como un dardo.
— N-no...— Marceau jadeó, roja de vergüenza.
— Y esa experiencia le recordó que después de todo usted era humana y podía sentir y despertar deseos.
— Lo único que sentí fue miedo.
— ¿Miedo a qué?
— A quién — la otra la corrigió —. Ese hombre.
— ¿Ese hombre tiene un nombre?
— Nombre, apellido, rango, posición política — Marceau respiraba pesadamente.
— ¿De quién estamos hablando? Comisario — la llamó —, se trata... ¿de quién?
— Jean-Jacques Ayrault. Y si va a hacer la perorata del nombre y la negación del nombre, gracias, ya la conozco — resopló sin aire—. Y sí, aborrezco pronunciar su maldito nombre.
— Lo aborrece porque la vio como mujer.
— Me vio como una cosa a poseer— la comisario subrayó con rabia fría.
— La hizo tomar conciencia de su propia fragilidad, de su femineidad y de lo indefensa que estaba. Suficiente en su caso para odiar a alguien durante bastante tiempo— sonrió, pero la otra le apagó la sonrisa.
— Tomé conciencia de mi propia fragilidad y de mi indefensión gracias a la paliza que me dio ese animal— enseguida cambió el tono—. Lo siento, no quise ser grosera.
— Disculpe, no sabía que nuestro ex-comisario Ayrault tenía entre sus muchas virtudes la de acosar subalternas— esta mujer es peor que el laberinto de Creta: en cada vuelta acecha un monstruo nuevo. Se las arregló para mantener la expresión neutral—. Y a pesar de todo, esa situación la hizo ‘re-tomar’ conciencia de su cuerpo y sus necesidades…
Marceau asintió despacio.
— Necesidades que vivía con culpa— nuevo asentimiento —, pero que debía satisfacer.— Enrojecimiento violento. — No se avergüence, no estamos hechos para el celibato y la vida impoluta, mal que les pese a los santos. Resumiendo, hasta que llegó Marcel, el único contacto con el sexo opuesto fue tan violento y frustrante que decidió hacer vida de religiosa laica en el convento de las carmelitas de la PDP .
— No me tome el pelo.
— No, claro que no: la hubieran echado de cualquier convento a los tres días por revolucionaria y activista.
Se rieron.
— ¿Cómo fue que Marcel pudo acercársele?
— No fue él: fui yo — el rostro de porcelana volvió a colorearse.
— No le tuvo miedo.
— No... Creo que... lo seduje.
— Volvió a ser una mujer completa. Esta vez no era usted el inocente objeto de seducción sino el sujeto, y por lo tanto responsable de sus actos. Pero entonces pecó contra esa memoria atesorada de Jean-Luc. ¡Deseaba a otro hombre, lo estaba engañando, abandonando! — hizo una pausa para observar las reacciones de la comisario, que cerró los ojos y se encogió en el sillón. Continuó, bajando la intensidad de su voz — Usted no mató a Jean-Luc. No es culpable de nada más que de comprar sustancias ilegales y seguramente la causa esté prescripta así que deje de castigarse por cosas que no hizo. ¿Qué es lo que se echa en cara ahora? ¿”No tuve hijos con Jean-Luc, no tengo derecho a tener hijos con nadie más”? ¿Es ese el cuestionamiento? — Meinvielle tendió las manos con las palmas hacia arriba. La comisario abandonó las suyas en las de ella y se las sostuvo mientras hablaba—. Perdónese de una buena vez, querida. Es muy saludable. Y también sería saludable que enterrara a sus muertos de una vez por todas.
Marceau meneó la cabeza asintiendo. Parece de verdad aliviada. Por mi parte estoy agotada. Pienso tomarme el resto de la mañana libre.
— ¿Qué tiene que hacer ahora? — preguntó palmeándole el dorso de una mano.
— Estaba por volver al Quai...
— Vámonos a tomar un café y a respirar aire libre. Sus clientes no tienen problemas si llega tarde, ¿no? — preguntó con intención.
Marceau le devolvió la humorada.
— Cuando una trabaja en la “Crim”, siempre llega tarde. Vamos: yo invito.


PARIS, MINISTERIO DEL INTERIOR. MIÉRCOLES POR LA NOCHE

Después de estrellarse por cuarta vez contra la inaccesibilidad de IGPN y sus archivos, Auguste se decidió por la vía rápida. Esperó a que se retirara la mayor parte del personal — siempre alguien interrumpe en el mejor momento —, y se dedicó a hurgar electrónicamente en el sistema.
Llevaba más de quince minutos buscando cuando llegó a los archivos que le interesaban y cliqueó impaciente. La decepción le torció la boca: el informe era totalmente anodino. No es posible. Continuó buceando sin éxito por los subdirectorios. Después de casi una hora, soltó el sufrido ratón y se quedó mirando la pantalla con mal sabor en la boca.
¿Por qué no hay registros? Pensemos, Massarino. Uno, porque son demasiado viejos y no están cargados en el Archivo virtual. La hipótesis resultó no válida: había registros mucho más viejos que diez años. Pero IGPN tiene archivos. ¿Dónde están? Nueva búsqueda, nuevo éxito-fracaso. Sí había archivos de IGPN, pero no el que él buscaba.
Hipótesis número dos: archivos borrados o alterados. En caso de ser cierta, era sumamente peligrosa. Tus amigos te borran los “malos antecedentes”. Una punzada en el estómago lo previno. Tamborileó los dedos, impaciente. Los archivos electrónicos tienen un origen físico. Vamos a buscarlos.
Con su mejor cara de rottweiler de mal humor y la credencial prendida de la solapa, entró al sector. El suboficial a cargo hizo una venia silenciosa y él se perdió por los corredores entre estanterías. Lanzó una ojeada hacia el mostrador de entrada: el suboficial estaba inclinado sobre un diario, muy presumiblemente dormitando. Inspiró — Massarino, esto es ilícito, ¿lo sabías?—, y se lanzó de cabeza a las estanterías con expedientes de diez años antes.
Quince minutos y las manos debidamente mugrientas después, leía la carpeta. Su irritación iba en aumento con cada folio. Nada… Limpio como un bebé de pecho. Ni una sola mención al incidente: se retiró en la cumbre de su gloria.
Decidió probar con la contraparte y después de asegurarse que el archivista aún cabeceaba sobre las noticias del día, fue a buscar las copias de expedientes en las estanterías del otro extremo. Acá está... Por supuesto. Degradación, dos meses en el Archivo, restitución del rango. ¿Dónde mierda figura ese condenado asunto?
Salió del Archivo con una desagradable sensación de impotencia. El “incidente M” había sido borrado de los archivos de la PN en el sentido literal de la palabra. Las implicancias de algo semejante podían generar un escándalo de proporciones... si se descubría. Y por supuesto, había un sinnúmero de razones para que no se descubriera. El sólo hecho de alterar los expedientes era en sí mismo un delito.
Auguste regresó a su despacho a paso lento, mientras pensaba a todo vapor. El asunto estaba tomando un cariz desagradable. ¿Por qué “limpiarían” los antecedentes del tipo? ¿Cuándo lo habrían hecho: diez años atrás? Lo más probable era que sí. El sujeto tenía influencias ya en aquel entonces. Pregunta siguiente: ¿qué clase de influencias? Porque había sido la mismísma incorruptible IGPN la que había alterado los expedientes: no cabía otra posibilidad.
El ingreso del sujeto en política era razón más que suficiente para la “limpieza”. A nadie le gusta un candidato caracterizado por intentar violar subordinadas. Y sí que hizo carrera. En menos de diez años está disputando la presidencia. Qué rápido. Nadie había llegado tan lejos en tan corto tiempo. Nadie que haga las cosas limpiamente, entendámonos bien. Decidió que era buena hora de dedicarle un poco de su tiempo libre a la campaña presidencial del sujeto, nada más que por despuntar el vicio. Desde que me fui de la Brigada, me aburro como un cocodrilo embalsamado. Ahora la entiendo a mi hermana: la calle te mantiene vivo.


SUBURBIOS DE ESTRASBURGO, MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Ya había visto pasar el auto de cristales oscuros que se detuvo delante de ella. Se inclinó sobre la ventanilla, asomando el escote estratégicamente. El hombre ni siquiera intentó regatear. “Busco algo muy especial”, le dijo y ella sonrió. “Muy especial”, insistió el tipo. “Todo tiene su precio”, encogió un hombro desnudo. Él liberó el seguro de las puertas sin dejar de mirarla.
Le dio la ropa que traía en un maletín.” ¿Te gusta jugar?”, le preguntó mientras él sacaba el resto de los objetos. “Me fascina”, sonrió él de un modo que le hizo correr un escalofrío por la espalda. Examinó las prendas. Carajo, es carísimo. Cuero natural. Mientras se vestía, él le daba vueltas alrededor sin decir palabra. “¿No vas a desvestirte?”, preguntó y él negó con la cabeza.
“¿Así está bien?”, preguntó. Él se le acercó por detrás, la llevó frente al espejo y le sujetó las manos mientras le besaba el cuello y los hombros sin dejar de mirar la imagen reflejada.
“Así, quieta, no te muevas, no digas una sola palabra.” Ella se mordía por preguntarle qué quería. Él se apartó y le acarició el cabello, el borde de la mandíbula, el cuello hasta el nacimiento de los pechos. “No te muevas”, siseó entre dientes. La acarició otra vez, y otra más y le recorrió el cuello hasta las orejas con la lengua. “Quiero que me golpees”, y ella se lo quedó mirando. “Con la mano abierta, de revés, cuando te acaricie de nuevo”. Hizo lo que él le pedía. “No, muñeca, así no. Con fuerza: quiero que me golpees de verdad”. Recomenzaron el juego y esta vez sí le estrelló la mano en la cara.
La tomó del pelo y la arrojó al suelo, sin soltarla, mientras con la otra mano se desprendía la bragueta. “¡De rodillas, putita, así!” , y la estrujó contra él. “¡La boca bien abierta!” , rugió. “Más te vale que hagas el mejor trabajo de tu vida, arrastrada”. Le temblaba todo el cuerpo cuando se arrodilló delante del hombre.
“Ya está bien”, siseó y la arrojó boca abajo sobre la cama. Antes de que pudiera reaccionar, le estaba atando las manos con el cinturón. Le separó las rodillas con las suyas y sintió uno de los juguetes del tipo enterrársele en la carne y lastimarla. El miedo más básico e instintivo la hizo gritar. Él la hizo volverse de un empujón y un revés brutal le ahogó el grito en la garganta. Sonreía con odio. “Te voy a matar, puta”, y eso fue lo que hizo.