POLICIAL ARGENTINO: 10/01/2012 - 11/01/2012

lunes, 22 de octubre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 50

QUAI DES ORFÊVRES, VIERNES POR LA NOCHE

 Michelon salió de su despacho pálida de contrariedad, y cuando abandonaba tan intempestivamente su centro de operaciones, por lo general había buenos motivos para alarmarse. El escaso personal civil y policial que todavía circulaba por los pasillos hizo lo posible por tornarse invisible.
 — ¡Laure! ¿Dónde está Marceau? — preguntó con brusquedad, asomándose a la oficina.
— En su despacho...— Laure se encogió de hombros.
— No responde al interno.
— Es posible que ya se haya ido, son las nueve.
— ¡Jesús, localícenla ya! ¡Y quiero a Meinvielle! ¡Aquí, no al teléfono! ¡En diez minutos! ¡Y busquen a Marceau!
La mirada de alarma de Madame era suficiente para movilizar al escuadrón de Desaparición de Personas. Laure salió corriendo detrás de Michelon, que volvió a su despacho con un montón de faxes en la mano. 

****


El capitán Bernard Meyer buscaba un expediente en su cubículo microscópico, cuando su celular vibró insistente. Intentó no hacer caso y continuó la búsqueda pero el celular seguía sonando. Por la persistencia, Jumbo dedujo adecuadamente de quién se trataba aún antes de leer el nombre en el display.
— Sí, mamá, todavía estoy en el trabajo... Haré lo posible, te lo prometo.... Mamá, a los delincuentes no les importa que yo sea judío y que hoy sea viernes.... Está bien. Un beso.
Logró cortarle a su madre, maldiciéndose por enésima vez por haberle dado el numero en un momento de debilidad filial yiddish. Manoteó el expediente que hacía equilibrio en el tope de la pila interminable acumulada sobre su exiguo escritorio. El celular vibró otra vez y su hermana, preocupada por la precaria salud de su madre y la falta de interés de su hermano menor en la misma, recibió una respuesta bastante menos diplomática. Se prometió que el lunes pediría que le asignaran un número nuevo.
Habiendo establecido que un café no le vendría nada mal y que Sully ya se había ido, se fue por sus propios medios hasta la máquina. Volvía con el vasito descartable cuando vio a Marceau salir de la oficina rumbo a las escaleras, pálida y silenciosa como un alma en pena. Su fragilidad y su desolación lo conmovieron, aunque a Jumbo jamás se le ocurriría planteárselo en esos términos.
Carajo, está hecha mierda.
Sacudió la cabeza y trató de concentrarse en la burocracia del Quai, sin resultados positivos. Lanzó un vistazo al cubículo de Dubois, que había estado vacío todo el día. De hecho, el capitán Dubois casi no estaba poniendo pie en su lugar habitual de trabajo y cuando lo hacía, se comunicaba con monosílabos con el resto del personal. A las preguntas por la salud de su padre, el coronel Dubois, respondía con un gruñido parecido a “estámejorgracias”. El noticiero de las ocho, más conocido como cabo Bardou, se había ocupado de difundir las actividades supuestamente mafiosas de Dubois, deducción no del todo antojadiza, extrapolada de sus frecuentes llamadas en idioma italiano a personajes de telenovela peninsular llamados Donna Valentina, Mario Varza y otro completamente impronunciable y por lo tanto más sospechoso todavía.
La estridencia del interno lo irritó tanto que respondió de mala manera. Era Laure y Jumbo se disculpó de inmediato.
 — ¡Bernard, qué suerte que todavía estás! ¡Michelon quiere que subas ya mismo!
 — Laure, ¿qué...?
 Por el clac estruendoso que siguió, Laure había lanzado el auricular sobre la horquilla y cuando lo hacía lo mejor era subir a velocidad supersónica, que fue lo que Jumbo hizo.

 ****
Pasillos de La Santé 
— Ayrault escapó — Michelon ni siquiera esperó a que Meyer se sentara para soltar la bomba.
— ¿Cómo es posible? ¿De La Santé?— El capitán se quedó con la boca abierta mientras revisaba los papeles que Madame le alcanzó.
 — Vestido como guardia penitenciario. ¡Idiotas!— estalló Michelon
— No tiene sentido...— Meyer enmudeció en medio de la frase—. Sí, sí lo tiene. Busquemos a Dubois: él sí sabrá cómo rastrear a Ayrault.
 **** 

Odette dio media vuelta y regresaba corriendo al Quai cuando los faros de un automóvil la encandilaron. Se protegió la cara con los brazos y vio que el auto venía hacia ella. Pivotó de un salto y se lanzó a cruzar la avenida. Mientras corría, el celular volvió a sonar. Lo abrió esperanzada pero la voz del otro lado ni siquiera la dejó terminar la frase.
— No te vas a escapar esta vez, putita.
Clic.
Hubiera estrellado el celular contra el suelo pero un chirrido de neumáticos a sus espaldas la alarmó. Miró por encima del hombro: una figura oscura se había apeado y corría tras ella. El auto aceleró. Buscó su arma en el fondo del bolso y alargó los pasos pero el hombre era mucho más rápido que ella y la alcanzó. Giró furiosa y lanzó la pierna derecha a la entrepierna del tipo mientras disparaba, pero el otro tenía una agilidad fulmínea y de un salto esquivó su pierna y el tiro, volteó en el aire y la desarmó golpeándola con el filo del pie. Ella volvió a correr pero una zarpa la agarró por el cuello y subió hasta aplastar su boca. El hombre la empujó contra la pared, sin importarle que ella lo pateara con toda la fuerza de que era capaz. 
Ferma... — siseó el tipo y ella reconoció la voz de Corrente—, ferma perchè te la faccio pagare qui! (1)
 El auto los alcanzó y el italiano la llevó en vilo sin esfuerzo. La tiró en el asiento trasero y el que iba al volante arrancó a velocidad demente, antes que Corrente cerrara la puerta. Ella trataba de alcanzarla cuando escuchó el siseo y el clic del seguro, y el italiano la enlazó por el cuello con el brazo y apretó. El celular sonó en su bolso. Corrente le puso el cañón obsceno de un Colt en la garganta.
 — ¡Responda!
—¡Váyase a la mierda!— se revolvió y lo pateó, y él la sacudió por el pelo hasta que le saltaron las lágrimas, pero siguió pateándolo y dándole codazos a pesar del dolor y los sacudones.
El tipo se le tiró encima para dominarla.
Piccola troia ...!(2) ¡Responda de una puta vez!
 Forcejearon y en tanto el teléfono dejó de sonar. La sangre le pulsaba en las sienes y el ruido no la dejaba pensar.
 — No vuelva a desobedecerme, comisario— gruñó Corrente encima de ella y sin soltarla—. No sabe cuánto me excitan las mujeres que juegan sucio, así que deje de provocarme o esto termina antes de empezar.

— ¡Cerdo imbécil!— sacudió la cabeza para golpearlo en la frente y acertó.
 El mayor ahogó un rugido pero no se movió de encima de ella.
— Stai ferma!— la amenazó mostrándole el dorso de la mano derecha.
Ella disparó la rodilla a la entrepierna del tipo pero él le leyó la intención en los ojos y le agarró el muslo en el aire, apretando hasta obligarla a ceder. Ring otra vez. Él le dedicó una mirada asesina mientras la enderezaba de un tirón.
 — ¡El teléfono!
Tanteó en el bolso temblando de rabia y miedo, como si el maldito artefacto fuera un hierro al rojo y entonces comprendió un detalle que, en medio de la desesperación, se le había escapado: no era el celular oficial de la Brigada, sino el del número que había usado para sus comunicaciones con ese hijo de puta de Corrente.
Con los dedos casi rígidos sacó el otro teléfono y presionó las teclas. El primer celular seguía llamando; ella soltó el que tenía en la mano dentro del bolso y agarró el que sonaba. Corrente le hizo una seña brusca que ratificó empujándole la cabeza con el Colt.
— ¿Qué te pasa putita, que no respondías?— gruñó el monstruo del otro lado—. ¿Te doy miedo? Estoy cerca, perra, muuuy cerca... ¿Te están trayendo a verme? ¿No me extrañaste todos estos años?
 — Cretino de mierda...— murmuró sin poder ahogar del todo un sollozo.
— Esperé mucho pero ya no puedo esperarte más, no tengo tiempo. Nos vemos en un ratito, ¿eh?
 Clic.
Ella se quedó mirando el teléfono como si fuera un bicho maligno y Corrente le llamó la atención con un sacudón.
— Ayrault volverá a llamarla. No se le ocurra hacer nada raro como no responder, tratar de bajarse, patearme o atacarme, o llamar la atención de alguien, ¿está claro?— bajó el martillo del revólver para confirmar sus amenazas.
— Escoria...
 — Me llamaron cosas peores. 
— ¿Por qué mierda hace esto?
— Porque me pagan muy bien, comisario.
 — ¡Hijo de puta!— gritó con la garganta apretada por las lágrimas.
— No me malentienda: no es nada personal— Corrente sonrió disfrutando de la situación—. Los que me contrataron me pagan por Ayrault. Usted no les interesa: es nada más que el anzuelo.
 El teléfono volvió a sonar y Corrente lo señaló con una sacudida del mentón. Mientras ella lo abría usando ambas manos por lo mucho que le temblaban, Corrente le mostró los dientes.
 — Así me gusta. Brava ragazza.(3)

*** 

Dubois se quedó rígido junto a la puerta de la habitación de su padre cuando los vio llegar a los tres juntos por el corredor del hospital: Michelon a la cabeza, flanqueada por la vieja psicóloga forense Meinvielle, y por último Jumbo, escoltando a las damas terribles.
Cuando Dubois terminó de escuchar, la expresión se le volvió granítica. 
— ¿Cómo consiguió el uniforme?
 — Por la mañana recibió la visita de su abogado, o eso es lo que dice el libro de entradas — aclaró Jumbo. — Fue la única persona a la que vio.
 — ¿No hay videos, fotos, nada que permita identificar a ese tipo?
Michelon le dio los fax con las imágenes: era obvio que el que había entrado conocía a la perfección la localización de las cámaras en el edificio de La Santé, porque no había una sola toma que permitiera identificarlo por completo. Podría haber sido cualquier tipo con maletín, traje oscuro y camisa clara, y a La Santé ingresaban decenas como ese todo el tiempo. Dubois le devolvió los papeles a Madame con gesto cansado.

El celular de Michelon sonó: acababan de encontrar el cuerpo desnudo de un guardia en una de las celdas vacías. El hombre llevaba muerto por lo menos doce horas. Lo habían golpeado y estrangulado. En los reportes de entradas y salidas el guardia figuraba como que había dejado su puesto de trabajo en el horario habitual. La fuga de Ayrault había sido descubierta dos horas después.
— ¿Quién le pasó la información, Madame?— preguntó Dubois y Jumbo se sorprendió de la pregunta.
Michelon miró fijamente al capitán antes de responder a media voz:
 — El inspector general Lejeune. Hace menos de una hora.
— Entonces no creo que encontremos a Ayrault antes que lo eliminen.
— ¿Qué?— Madame casi dio un salto en su lugar.
 — Lo ayudaron a evadirse. Están dándole un poco de aire para que no desconfíe, pero van a hacer lo mismo que hicieron con Nohant— respondió Dubois fríamente—. Deben querer algo de él porque de otro modo lo habrían liquidado en su celda— se encogió de hombros— .Tuvieron la deferencia de avisarnos, eso es todo.
 — Un verdugo de la Orden está a cargo — afirmó Jumbo con voz neutra.
 Dubois lo miró durante un momento largo, antes de asentir con la boca curvada hacia abajo, con una expresión que hablaba a las claras de lo mucho que le preocupaba la suerte de Ayrault a manos de un verdugo de la Orden.
— Señores— siseó Michelon—, no podemos permitirlo. Quiero a ese miserable de Ayrault frente a un tribunal como corresponde. ¡Nada de limpiezas estilo Cosa Nostra! Dubois, salga de inmediato a rastrear a ese... sujeto— Madame hizo una pausa de efecto—, si es que todavía es uno de mis hombres, capitán.
— Siempre, Madame — Dubois esbozó una sonrisa de disculpas—. En cualquier circunstancia.
Si alguien entre los presentes suspiró de alivio, Jumbo no podría haber dicho quién.
— ¿Puedo hacer una sugerencia?
Todos se volvieron hacia Meinvielle.
 — Si comprendí bien la personalidad de nuestro prófugo ilustre y si de verdad queremos encontrarlo, creo que lo más inteligente que podemos hacer en primer lugar, es localizar a Marceau. Con verdugos o sin ellos, antes que cualquier otra cosa, aún antes de huir, Ayrault tratará de matarla.
 Jumbo hubiera jurado que Dubois estaba a punto de desmayarse, cuando su celular comenzó a vibrar en el bolsillo superior interno. Abrió el aparatito insultando mentalmente al que lo jodía con alguna idiotez, pero el nombre que apareció en el visor le congeló las palabrotas en la punta de la lengua.

 **** 
El hombre que esperaba en el auto le advirtió que no tenían mucho tiempo y Ayrault bufó un asentimiento. Al final, había sido su socio italiano el que le había salvado el culo ayudándolo a evadirse. Por supuesto, a Ruggieri le convenía que él estuviera libre y era evidente que se había tragado que Delbosco había asesinado a Alessandra después de usarla para traicionarlo. El abogado francés que le había proporcionado como defensor, llevaba los asuntos de Ruggieri en Francia, Argelia y Túnez.
El territorio tunecino era su primer destino; luego vería cómo continuar. No sería barato, pero cualquier cosa era mejor que las pésimas perspectivas de una visita formal al Palais de Justice. Al verificar sus cuentas telefónicamente, había descubierto que el préstamo de Montevideo no le había sido acordado, pero tampoco esperaba otra cosa. Lo mismo contaba con lo que él llamaba medio en broma, medio en serio, su “pensión para la vejez”, que hubiera preferido no tener que utilizar: los fondos de la venta de los embarques, más lo escabullido de los fondos para las campañas, en una discreta cuenta en el aún más discreto banco de las Cayman Islands.
Cuando se actúa en política se debe ser doblemente previsor. Tanteó la pistola calibre .44 en la parte de atrás del cinturón, nada más que para saber que estaba ahí. Había hecho bien en conseguirse una, porque era claro que los tipos que lo ayudaban no pensaban proporcionarle armas mientras estuviera con ellos. Era la del guardia de La Santé, el mismo al que el abogado había sobornado para conseguir el uniforme y la tarjeta magnética. Debería haber simulado un ataque y golpear al tipo lo suficiente como para dejarlo inconsciente, pero el imbécil se negó a darle el arma y tuvo que liquidarlo.
No usaría el arma con ella. Te voy a matar con mis propias manos... Será un placer, muñeca.   La sola mención de la idea le provocó un estremecimiento y le entrecortó el aliento. El espasmo le llegó hasta el escroto y la erección empezó a empujarle contra el pantalón. Le rompería el cuello entre sus dedos, escucharía el traquido de sus costillas cuando las golpeara y la miraría a los ojos cuando ella se ahogara en su propia sangre. Aquellas miradas siempre lo fascinaban. Ese brillo agónico terrible, esa desesperación y ese terror de saber que estaban muriendo; esa resistencia estéril y ese aferrarse estúpidamente a la vida que él les arrancaba a golpes. Había leído la muerte en muchos ojos de todos los colores, y la expresión horrorizada del final era siempre la misma y le provocaba siempre el mismo placer orgásmico; un placer mucho más grande y más intenso que el de someterlas a su verga. Pobres estúpidas, creían que le bastaría con poseerles los orificios del cuerpo. Su ansia era mucho más grande: él les poseía la vida y la muerte, porque el poder de decidir quién vive y quién muere es el afrodisíaco más violento. Quiero verte bien a los ojos cuando te mate.

(1) ¡Quieta porque te las hago pagar acá!
(2) Putita
(3) Buena chica

sábado, 6 de octubre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 49

HOSPITAL HÔTEL DIEU. JUEVES POR LA NOCHE 

Eran más de las nueve de la noche cuando Marcel se sentó al volante. Los autos deberían tener piloto automático y navegador, carajo. Hizo un esfuerzo por espantar cualquier pensamiento en cualquier dirección que no fuera la de volver a casa, comer algo, dormir hasta el día siguiente, enterrarse en el papelerío interminable del Quai y así secula seculorum, como lo venía haciendo desde que retomara su vida normal.
No hay nada de "normal" en tu vida, tarado. Había pensado seriamente en ver a la vieja bruja de Meinvielle. ¿Y qué le digo? ¿Qué tal, doctora, ¿sabe?, tuve la oportunidad de conocer a algunos miembros más de mi familia. Con uno de ellos tuve una relación fugaz: le vacié un cargador entero en las tripas'.
 Acababa de salir del hospital de ver a su padre. En menos de dos días Jean-Pierre le había sonsacado con habilidad digna de sus galones, información acerca de todo el operativo desde que comenzara en Génova. Se encontró contándole a su padre acerca de la Orden y de cómo habían llegado hasta la organización dos años atrás, mientras Jean-Pierre se fumaba sus Gauloises uno tras otro a escondidas de las enfermeras. Golpearon a la puerta y la enfermera asomó con la clara intención de despachar visitantes inoportunos. Él prometió que se iría en cinco minutos.
— Cinco minutos— refunfuñó la última representante de las huestes de Vercingétorix—. Y usted, apague  ese cigarrillo. Esto es un hospital, ¿no sabe que no se puede fumar?
 Jean-Pierre le tiró un beso y un anillo de humo por toda respuesta, y la pelirroja enrojeció hasta la raíz del pelo. Dio una patadita en el suelo pero se fue con un esbozo de sonrisa en la boca.
 — Es encantadora— sonrió Jean-Pierre.
— Uf, me lo imagino. Encantadora como un sargento de artillería.
 — Bah, perro que ladra...
 — Me voy antes que cambie de idea y me muerda.
 Se estaba poniendo el saco cuando el comentario aparentemente inocente de su padre lo congeló.
— Odette pasó a verme esta mañana.
Marcel gruñó algo así como un “Ah” porque estaba atragantado con su propia saliva. Jean-Pierre continuó:
— Parecía un animalito escapado de un incendio en el bosque.
 Tenía que volverse y mirarlo a los ojos aunque más no fuera para despedirse pero le faltó coraje y se escondió detrás de un Gauloise.
— Hasta mañana. Te dejo dos o tres— Marcel apoyó los cigarrillos en la mesita de noche.
Jean-Pierre lo miró largamente antes de devolverle el saludo.
— Como quieras.
Se quedó sentado en el auto, en la oscuridad del estacionamiento. ¿Qué puedo decirte, que no podemos hablar como adultos razonables? ¿Qué harías en mi lugar si supieras lo que sé? ¿No bastaba con que el hijo de puta la hubiera violado? ¿No era ya suficiente castigo llevar la misma sangre que todos esos malparidos? ¿Tenían que quitarme también a mi hijo? Pero... Y si no era mío... ¿Habría podido vivir con la duda?
Sabía que no, y que ella tampoco, y que entonces... Las entrañas le dolieron con una intensidad desgarradora. Sacudió ambos puños y golpeó la frente contra el volante, sintiendo que el auto se le encogía encima. Bajó sin pensar y volvió corriendo al hospital. La pelirroja se le cruzó en el camino y contuvo las ganas de sacársela de encima de un empujón.
— El horario de visita terminó— ladró la tipa.
— ¡Necesito hablar con mi papá!— la voz se le descontroló.
 La mujer abrió los ojos muy grandes y se apartó despacio.
 — Hablen en voz baja. Esto es un hospital, ¿sabe?
 Entró sin golpear: la habitación estaba a oscuras y estuvo a punto de dar media vuelta y correr al auto. Soy un boludo de primera categoría, ¿qué carajo estoy haciendo? ¡Pendejo!
 — Marcel...— la voz de su padre lo llamó en la oscuridad y entonces vio la brasita diminuta.
Jean-Pierre encendió la luz de noche: estaba sentado, fumando. La mano grande y cálida que sostenía el Gauloise, la sonrisa cómplice, la mirada preocupada como cuando le revisaba los machucones en las piernas.
¿Dónde estuviste todo este tiempo, papá?
 Jean-Pierre palmeó la silla junto a la cama.
 Marcel se sentó y dejó caer la cabeza, con las manos entrelazadas entre las rodillas.
 — Cristo, no sé por donde empezar... Creo que ... es demasiado largo.
— Tenemos tiempo.

HOSPITAL HÔTEL DIEU. VIERNES POR LA MAÑANA
Golpearon a la puerta, la enfermera abrió y le cedió el paso a alguien.  Jean-Pierre estaba de espaldas saboreando el primer Gauloise del día y disfrutando de la noticia de su alta. Volteó, pensando que sería Marcel, y se quedó mudo al ver a Valentina Contardi Bozzi de pie en medio de la habitación, junto a la cama.

 — Marcel me acompañó— Valentina sonrió tímidamente a modo de saludo—. Está afuera, hablando con los médicos.
Repentinamente, Jean-Pierre no se sentía siquiera en condiciones de respirar. Valentina se acercó a la silla y se sentó. Cuando Marcel le había contado de su reencuentro con la anciana, la punzada de culpa lo había paralizado y por lo visto también lo había dejado sordo, porque no recordaba que Marcel hubiera mencionado que Valentina estaba en París.
 — Dijeron que mañana te dan el alta— continuó Valentina, mostrando un coraje que él no era capaz de igualar.
 Jean-Pierre se sentó en el borde de la cama y el cigarrillo se le cayó de la mano. Valentina lo recogió y se lo tendió y él lo tomó temblando.
— ¿Cómo estás? De salud, quiero decir. Marcel me contó de... del tiroteo...
 Tenía que arrancarse esa culpa tremenda que le desgarraba el pecho. Cerró los ojos y habló a borbotones.
 — Lo siento... Lo lamento tanto...— no le alcanzaba el aliento y la voz le salió miserablemente ronca—. Yo... no supe hacerla feliz. No pude. Yo...
— Nunca hubiera podido ser feliz— susurró Valentina.

 Jean-Pierre lloró sin vergüenza.
— La amaba pero me equivoqué— murmuró escondido detrás de las manos—. Nunca, nunca debí alejarla de esa forma de usted; debí haberme quedado con ella cuando se enfermó, aunque me rechazara... Dios Santo, cometí tantos errores que no sé si tendré perdón alguna vez...
— Yo también cometí errores terribles... Pero Dios nos perdonó a los dos— Jean-Pierre levantó la vista y Valentina tenía los ojos arrasados mientras le tomaba las manos —: tenemos a Marcel.

QUAI DES ORFÉVRES, EL MISMO DÍA 
Odette subió las escaleras a toda velocidad, devolviendo los saludos tímidos sin mirar a nadie y se encerró en su despacho después de murmurar algo así como un “buenos días” en respuesta a la andanada de saludos. Despachó a Sully, que asomó con la pobre excusa de ofrecerle café, y pidió que no la molestaran durante un rato.
Bueno, algún día tendría que pasar: no podía quedarme eternamente atrincherada en casa.
La oficina bien podría haber sido la celda del Hombre de la Máscara de Hierro, por cómo se sentía ella dentro. Tuvo que reprimir el impulso de correr hasta la calle. Miró por la ventana al patio interior, poblado de ventanas grises y anónimas iguales a la suya. Allí arriba se distinguía un cuadradito de cielo despiadadamente azul. Encontró su propio reflejo en el cristal moteado por la lluvia de dos días atrás: una silueta perfilada en negro, el negro de aquel vestido de lana suave que a él le gustaba tanto. Se lo había dicho hacía un siglo, “ Me gusta cómo te queda el negro” y le había dibujado el cuerpo con las manos. Se apartó del reflejo de su rostro en el vidrio: no había maquillaje posible para su miseria interior. Volvió la mirada al escritorio con los expedientes escrupulosamente acomodados por fecha y número.
Sully habrá estado a sus anchas poniendo orden en el maremagnum y despellejándome por el despelote de papeles. Ya que le gusta tanto el orden, no le vendría nada mal una temporadita en el Archivo. Reflexionó sobre la acidez de sus pensamientos: Pobre Sully, no tiene la culpa de lo que me pasa. 
“Te perdí”, susurró y la angustia le apuñaló el costado. ¿Cuánto hacía que no sabía nada de él? Había llorado como una idiota al volver al departamento enorme y vacío. Nunca lo había sentido tan impersonal en su glacial elegancia, lleno de objetos bellos pero sin vida, y ahora comprendía que lo que lo hacía hermoso eran las camisas de él colgadas de cualquier manera entre su propia ropa; los perfumes y los suéters que ella le había regalado y que él desparramaba por el vestidor; su ropa interior, sus libros, su música favorita y sus latas de cerveza; el abono al canal de deportes y los paquetes de Gauloises en cada cajón que abría.
¿Tendría ella el coraje de estar ahí cuando él fuera a llevarse el rastro de su paso por su historia? Por supuesto que no.
Se sentó pesadamente y apoyó la frente en las manos acopadas, apretándose los ojos para no llorar. Trabajar y trabajar para perder la noción del tiempo y de los sentimientos. Aturdirse con papeles estúpidos y reportes interminables; esperar el caso siguiente y morirse de a poco ahogada en rutina, para no pensar. Era un ejercicio que conocía bien por haberlo practicado durante años.
Pero él no está muerto: está vivo, palpita y siente; lo herí profundamente y ahora me odia. Peor: me desprecia. ¿Cómo voy a vivir con esto? El desgarro interior la dobló en dos y hubiera gritado de dolor hasta enronquecer si hubiera podido. Y en cinco segundos el Quai en pleno tira la puerta abajo.
A punto de meterse una barrita de chocolate en la boca, recordó las veces que lo había provocado con el gesto y dejó el chocolate en paz. Se enterró entre los papeles, dispuesta a olvidarse de sí misma. Lo logró bastante bien, porque cuando notó que le dolía la cabeza, eran más de las nueve de la noche. Espió por la hendija de la puerta: no había nadie. Tomó el bolso y se escurrió hasta la playa de estacionamiento como un fantasma.

Abrió, se sentó, puso la llave y dio arranque, todo sin mirar. Ni un puto ruidito a encendido. Llena de odio por la tecnología moderna, se bajó con ganas de patear las puertas  y sentarse en el suelo a llorar de rabia y cansancio. Eso es infantil. Cerró el maldito auto y emprendió el camino del puente para tomar el Metro. El tránsito ya era escaso y apretó el paso, empujada por una inquietud que no podría definir. No será la primera vez que asalten a un cana. 
Un automóvil la sobrepasó, cruzando el Pont au Change a buena velocidad. Faltaban unos metros para la avenida Victoria cuando el celular repiqueteó en el fondo del bolso. Tanteó sin mirar hasta encontrarlo.
— Marceau.
— Puta, te estoy esperando...

Clic.
Podría haber sido nada más que un ronquido, una obscenidad susurrada, la jerigonza sorda y casi ininteligible de un animal salvaje, pero la voz era inconfundible y la frase también. Ayrault. Una lágrima de terror se le deslizó por la cara hasta la boca entreabierta.