POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPITULO 49

sábado, 6 de octubre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 49

HOSPITAL HÔTEL DIEU. JUEVES POR LA NOCHE 

Eran más de las nueve de la noche cuando Marcel se sentó al volante. Los autos deberían tener piloto automático y navegador, carajo. Hizo un esfuerzo por espantar cualquier pensamiento en cualquier dirección que no fuera la de volver a casa, comer algo, dormir hasta el día siguiente, enterrarse en el papelerío interminable del Quai y así secula seculorum, como lo venía haciendo desde que retomara su vida normal.
No hay nada de "normal" en tu vida, tarado. Había pensado seriamente en ver a la vieja bruja de Meinvielle. ¿Y qué le digo? ¿Qué tal, doctora, ¿sabe?, tuve la oportunidad de conocer a algunos miembros más de mi familia. Con uno de ellos tuve una relación fugaz: le vacié un cargador entero en las tripas'.
 Acababa de salir del hospital de ver a su padre. En menos de dos días Jean-Pierre le había sonsacado con habilidad digna de sus galones, información acerca de todo el operativo desde que comenzara en Génova. Se encontró contándole a su padre acerca de la Orden y de cómo habían llegado hasta la organización dos años atrás, mientras Jean-Pierre se fumaba sus Gauloises uno tras otro a escondidas de las enfermeras. Golpearon a la puerta y la enfermera asomó con la clara intención de despachar visitantes inoportunos. Él prometió que se iría en cinco minutos.
— Cinco minutos— refunfuñó la última representante de las huestes de Vercingétorix—. Y usted, apague  ese cigarrillo. Esto es un hospital, ¿no sabe que no se puede fumar?
 Jean-Pierre le tiró un beso y un anillo de humo por toda respuesta, y la pelirroja enrojeció hasta la raíz del pelo. Dio una patadita en el suelo pero se fue con un esbozo de sonrisa en la boca.
 — Es encantadora— sonrió Jean-Pierre.
— Uf, me lo imagino. Encantadora como un sargento de artillería.
 — Bah, perro que ladra...
 — Me voy antes que cambie de idea y me muerda.
 Se estaba poniendo el saco cuando el comentario aparentemente inocente de su padre lo congeló.
— Odette pasó a verme esta mañana.
Marcel gruñó algo así como un “Ah” porque estaba atragantado con su propia saliva. Jean-Pierre continuó:
— Parecía un animalito escapado de un incendio en el bosque.
 Tenía que volverse y mirarlo a los ojos aunque más no fuera para despedirse pero le faltó coraje y se escondió detrás de un Gauloise.
— Hasta mañana. Te dejo dos o tres— Marcel apoyó los cigarrillos en la mesita de noche.
Jean-Pierre lo miró largamente antes de devolverle el saludo.
— Como quieras.
Se quedó sentado en el auto, en la oscuridad del estacionamiento. ¿Qué puedo decirte, que no podemos hablar como adultos razonables? ¿Qué harías en mi lugar si supieras lo que sé? ¿No bastaba con que el hijo de puta la hubiera violado? ¿No era ya suficiente castigo llevar la misma sangre que todos esos malparidos? ¿Tenían que quitarme también a mi hijo? Pero... Y si no era mío... ¿Habría podido vivir con la duda?
Sabía que no, y que ella tampoco, y que entonces... Las entrañas le dolieron con una intensidad desgarradora. Sacudió ambos puños y golpeó la frente contra el volante, sintiendo que el auto se le encogía encima. Bajó sin pensar y volvió corriendo al hospital. La pelirroja se le cruzó en el camino y contuvo las ganas de sacársela de encima de un empujón.
— El horario de visita terminó— ladró la tipa.
— ¡Necesito hablar con mi papá!— la voz se le descontroló.
 La mujer abrió los ojos muy grandes y se apartó despacio.
 — Hablen en voz baja. Esto es un hospital, ¿sabe?
 Entró sin golpear: la habitación estaba a oscuras y estuvo a punto de dar media vuelta y correr al auto. Soy un boludo de primera categoría, ¿qué carajo estoy haciendo? ¡Pendejo!
 — Marcel...— la voz de su padre lo llamó en la oscuridad y entonces vio la brasita diminuta.
Jean-Pierre encendió la luz de noche: estaba sentado, fumando. La mano grande y cálida que sostenía el Gauloise, la sonrisa cómplice, la mirada preocupada como cuando le revisaba los machucones en las piernas.
¿Dónde estuviste todo este tiempo, papá?
 Jean-Pierre palmeó la silla junto a la cama.
 Marcel se sentó y dejó caer la cabeza, con las manos entrelazadas entre las rodillas.
 — Cristo, no sé por donde empezar... Creo que ... es demasiado largo.
— Tenemos tiempo.

HOSPITAL HÔTEL DIEU. VIERNES POR LA MAÑANA
Golpearon a la puerta, la enfermera abrió y le cedió el paso a alguien.  Jean-Pierre estaba de espaldas saboreando el primer Gauloise del día y disfrutando de la noticia de su alta. Volteó, pensando que sería Marcel, y se quedó mudo al ver a Valentina Contardi Bozzi de pie en medio de la habitación, junto a la cama.

 — Marcel me acompañó— Valentina sonrió tímidamente a modo de saludo—. Está afuera, hablando con los médicos.
Repentinamente, Jean-Pierre no se sentía siquiera en condiciones de respirar. Valentina se acercó a la silla y se sentó. Cuando Marcel le había contado de su reencuentro con la anciana, la punzada de culpa lo había paralizado y por lo visto también lo había dejado sordo, porque no recordaba que Marcel hubiera mencionado que Valentina estaba en París.
 — Dijeron que mañana te dan el alta— continuó Valentina, mostrando un coraje que él no era capaz de igualar.
 Jean-Pierre se sentó en el borde de la cama y el cigarrillo se le cayó de la mano. Valentina lo recogió y se lo tendió y él lo tomó temblando.
— ¿Cómo estás? De salud, quiero decir. Marcel me contó de... del tiroteo...
 Tenía que arrancarse esa culpa tremenda que le desgarraba el pecho. Cerró los ojos y habló a borbotones.
 — Lo siento... Lo lamento tanto...— no le alcanzaba el aliento y la voz le salió miserablemente ronca—. Yo... no supe hacerla feliz. No pude. Yo...
— Nunca hubiera podido ser feliz— susurró Valentina.

 Jean-Pierre lloró sin vergüenza.
— La amaba pero me equivoqué— murmuró escondido detrás de las manos—. Nunca, nunca debí alejarla de esa forma de usted; debí haberme quedado con ella cuando se enfermó, aunque me rechazara... Dios Santo, cometí tantos errores que no sé si tendré perdón alguna vez...
— Yo también cometí errores terribles... Pero Dios nos perdonó a los dos— Jean-Pierre levantó la vista y Valentina tenía los ojos arrasados mientras le tomaba las manos —: tenemos a Marcel.

QUAI DES ORFÉVRES, EL MISMO DÍA 
Odette subió las escaleras a toda velocidad, devolviendo los saludos tímidos sin mirar a nadie y se encerró en su despacho después de murmurar algo así como un “buenos días” en respuesta a la andanada de saludos. Despachó a Sully, que asomó con la pobre excusa de ofrecerle café, y pidió que no la molestaran durante un rato.
Bueno, algún día tendría que pasar: no podía quedarme eternamente atrincherada en casa.
La oficina bien podría haber sido la celda del Hombre de la Máscara de Hierro, por cómo se sentía ella dentro. Tuvo que reprimir el impulso de correr hasta la calle. Miró por la ventana al patio interior, poblado de ventanas grises y anónimas iguales a la suya. Allí arriba se distinguía un cuadradito de cielo despiadadamente azul. Encontró su propio reflejo en el cristal moteado por la lluvia de dos días atrás: una silueta perfilada en negro, el negro de aquel vestido de lana suave que a él le gustaba tanto. Se lo había dicho hacía un siglo, “ Me gusta cómo te queda el negro” y le había dibujado el cuerpo con las manos. Se apartó del reflejo de su rostro en el vidrio: no había maquillaje posible para su miseria interior. Volvió la mirada al escritorio con los expedientes escrupulosamente acomodados por fecha y número.
Sully habrá estado a sus anchas poniendo orden en el maremagnum y despellejándome por el despelote de papeles. Ya que le gusta tanto el orden, no le vendría nada mal una temporadita en el Archivo. Reflexionó sobre la acidez de sus pensamientos: Pobre Sully, no tiene la culpa de lo que me pasa. 
“Te perdí”, susurró y la angustia le apuñaló el costado. ¿Cuánto hacía que no sabía nada de él? Había llorado como una idiota al volver al departamento enorme y vacío. Nunca lo había sentido tan impersonal en su glacial elegancia, lleno de objetos bellos pero sin vida, y ahora comprendía que lo que lo hacía hermoso eran las camisas de él colgadas de cualquier manera entre su propia ropa; los perfumes y los suéters que ella le había regalado y que él desparramaba por el vestidor; su ropa interior, sus libros, su música favorita y sus latas de cerveza; el abono al canal de deportes y los paquetes de Gauloises en cada cajón que abría.
¿Tendría ella el coraje de estar ahí cuando él fuera a llevarse el rastro de su paso por su historia? Por supuesto que no.
Se sentó pesadamente y apoyó la frente en las manos acopadas, apretándose los ojos para no llorar. Trabajar y trabajar para perder la noción del tiempo y de los sentimientos. Aturdirse con papeles estúpidos y reportes interminables; esperar el caso siguiente y morirse de a poco ahogada en rutina, para no pensar. Era un ejercicio que conocía bien por haberlo practicado durante años.
Pero él no está muerto: está vivo, palpita y siente; lo herí profundamente y ahora me odia. Peor: me desprecia. ¿Cómo voy a vivir con esto? El desgarro interior la dobló en dos y hubiera gritado de dolor hasta enronquecer si hubiera podido. Y en cinco segundos el Quai en pleno tira la puerta abajo.
A punto de meterse una barrita de chocolate en la boca, recordó las veces que lo había provocado con el gesto y dejó el chocolate en paz. Se enterró entre los papeles, dispuesta a olvidarse de sí misma. Lo logró bastante bien, porque cuando notó que le dolía la cabeza, eran más de las nueve de la noche. Espió por la hendija de la puerta: no había nadie. Tomó el bolso y se escurrió hasta la playa de estacionamiento como un fantasma.

Abrió, se sentó, puso la llave y dio arranque, todo sin mirar. Ni un puto ruidito a encendido. Llena de odio por la tecnología moderna, se bajó con ganas de patear las puertas  y sentarse en el suelo a llorar de rabia y cansancio. Eso es infantil. Cerró el maldito auto y emprendió el camino del puente para tomar el Metro. El tránsito ya era escaso y apretó el paso, empujada por una inquietud que no podría definir. No será la primera vez que asalten a un cana. 
Un automóvil la sobrepasó, cruzando el Pont au Change a buena velocidad. Faltaban unos metros para la avenida Victoria cuando el celular repiqueteó en el fondo del bolso. Tanteó sin mirar hasta encontrarlo.
— Marceau.
— Puta, te estoy esperando...

Clic.
Podría haber sido nada más que un ronquido, una obscenidad susurrada, la jerigonza sorda y casi ininteligible de un animal salvaje, pero la voz era inconfundible y la frase también. Ayrault. Una lágrima de terror se le deslizó por la cara hasta la boca entreabierta.