POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPITULO 27

martes, 15 de noviembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 27


PARÍS, QUAI DES ORFÉVRES. MARTES POR LA MAÑANA


Las cinco de la mañana la sorprendieron vacía de sueños. No sabía a qué hora había vuelto a casa, después de avisar a Meyer que no había localizado a Marcel, que seguramente ya habría viajado a Milán. No sabía cómo había controlado la voz para no llorar a los gritos.
No pienses, casi rezó. No pienses en él, en cuánto lo lastimaste, cómo te equivocaste, cómo lo perdiste. Odette se duchó y se vistió sin mirarse al espejo. El café no le quitó el mal sabor de la boca ni le devolvió la voz, agotada de llorar.
Llegó al Quai a la hora de los fantasmas. Sintiéndose un cascarón vacío, repitió los gestos habituales y encendió la pc que, ignorante de las pasiones y miserias humanas, comenzó a lanzar avisos de correo electrónico y de actividades programadas. Abrió los mails como una autómata. El auto de Henri no tenía huellas de ningún tipo. Muchas gracias, Dio ed io già lo sapevamo(1) . Punto siguiente: ¿quién era el "descartable"? Ningún correo del Archivo de Huellas Digitales. La fotografía del tipo ya circulaba por todas las prefecturas, a la pesca de algún pedido de captura. Siguió abriendo mails internos de Archivos reclamando vaya una a saber qué mierda, de la prefectura de Estrasburgo donde solicitaban ampliar los motivos de su requisitoria por la muerte de una NN ilegal que ejercía la prostitución, de... Me hartaron. Lo siento, Sulamit Chenayeb, pero no tengo más testigos ni testimonios. Citaría a la mujer y mientras tanto, se haría un paseo hasta el departamento de Henri en St. Denis. El aire frío de la mañana y el trabajo la ayudarían a no pensar en cosas más terribles.
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Michelon estaba acomodando su abrigo y el bolso en el perchero cuando llamaron a la puerta. No podía ser Laure: todavía no había llegado. Invitó al que golpeaba a entrar y Odette asomó, pálida, ojerosa y sin maquillaje.
— Estuve en el departamento de Henri: lo dieron vuelta como a un guante— Odette se dejó caer en el sillón frente al escritorio— Tengo una teoría sobre el asesinato: Henri no pensaba que lo matarían. Acompañó a los tipos y se dejó esposar y amordazar porque sabía que lo que buscaban no estaba en su departamento. Los tipos tenían orden de asegurarse el silencio de Henri en cualquier circunstancia. Cuando Henri se dio cuenta de lo que ocurría, ya era tarde.
Michelon asintió despacio: sí, tenía sentido. Odette siguió hablando.
— Henri tenía acceso a información clasificada que en muchos casos, él mismo generaba. Como por ejemplo el expediente del incidente "M" .Tenemos pruebas de que ese expediente fue alterado: usted tiene una y yo me conseguí otra.

— ¿Cómo es eso?— Madame levantó una ceja.
— Mi fuente es confidencial y la prueba no está en mis manos, pero me confirmó que el expediente que consta en los archivos de IGPN también está alterado. Lo mismo que otros más, de IGPN y también de Personal. Una "limpieza" de legajos.
— Y su fuente es absolutamente confiable.
— Respondo por ella— se miraron a los ojos y Odette continuó—. Siguiendo con mi teoría, lo que buscaban los asesinos es la información que falta en alguno de los expedientes. Y quién mejor que Henri para hacer la limpieza.
— ¿Está sugiriendo que Lionel Henri era un... corrupto?
— Henri tenía acceso a expedientes de IGPN. Sabemos de uno que está incompleto; podría haber otros.
Jesús...— murmuró ella —, no Lionel...Eramos amigos...— torció la boca en una mueca triste —. ¿Y por qué no? ¿Por qué vendría a verme con su investigación, si no? Sabía que estaba en peligro... "El que las hace las paga", ¿cierto?
Odette dejó transcurrir una pausa prudente y continuó.
— Creo que el autor material del crimen está esperando en la morgue a que lo identifiquemos, pero el autor intelectual sigue buscando esa información suprimida. ¿Quizas Henri lo amenazó o exigió algo a cambio de su silencio?— su subordinada la miró esperando su respuesta.
— ¡Lionel nunca...! Jesús, creo que ya no sé más nada respecto de este caso — Michelon apoyó la frente en la mano.
— Madame, por favor— Odette le tomó las manos—. No pretendo juzgar los actos de Lionel Henri o su amistad con usted...
— Si Lionel ocultó o eliminó información del archivo que ya sabemos, le hizo daño a usted— Michelon sacudió la cabeza apesadumbrada.
— Yo estoy viva y él está muerto. ¿Quién sufrió más daño de los dos? Claude, cuando Henri le trajo la información, ¿no mencionó nada más?
Laure asomó la cabeza pelirroja para avisar que había llegado y salió a toda velocidad al ver las caras fúnebres.
— Dijo que... que no había detalles del incidente "M" .Era lo que había negociado Ayrault para retirarse de la PN sin arrastrar con él a la mitad de la Fuerza. Pero Lionel siguió investigando las otras actividades de Ayrault... Y esa es la investigación que en su momento puse a cargo de Dubois y Meyer— Michelon terminó la frase en voz baja.
— Quiero conocer los nombres de los implicados locales en ese caso— Odette se hamacó en el sillón.
— ¿Locales?
— Mi fuente...
— Oh, su fuente...
—...cree que se están haciendo favores muy caros con las limpiezas de expedientes. Tan caros como los que se hacen con las limpiezas de las mujeres.
— ¿Quién de los dos sugiere que hay relación entre ambas?
— Es una hipótesis mía. Un poco bizarra, lo admito.
— ¿Qué opina su fuente al respecto?
— Que no debería meterme en los casos asignados a otros oficiales, pero los casos están relacionados entre sí.
Madame decidió que tan pronto como Odette saliera de su despacho, llamaría a cierto número del SSMI para saciar su sed de conocimientos en la fuente ad hoc. El interno chirrió: era un llamado para Odette y Michelon le pasó el auricular. Cuando cortó, estaba pálida.
— Carajo— murmuró—. ¿Dónde se metió esta tipa?— se pasó las manos por el pelo.
— ¿Quién?
— Sulamit Chenayeb. Mi testigo en el caso de la prostituta del Bois de Boulogne. Desde ayer por la mañana, nadie sabe nada de ella— Odette se puso de pie—. La mantendré al tanto de los progresos... si consigo alguno— dejó caer los hombros.
— Odette, ¿tiene alguna novedad de Dubois?
Odette negó con la cabeza
— ¿Meyer tampoco reportó nada?
Otra negativa muda.
— Ayer le di órdenes a Meyer de hacerlo regresar y Meyer no pudo localizarlo. ¡Jesús! — golpeó el brazo del sillón con el puño cerrado—. Le di órdenes a Meyer de avisarle también a usted cuando tome contacto con Dubois, pero si habla antes con usted, bueno, ya sabe...
— Sí, Madame— la otra respondió con un murmullo, salió y cerró sin ruido.
Creo que estuve poco sensible al preguntarle por Dubois, pensó Michelon, sintiéndose  incómoda. Apretó los labios. Es este trabajo de mierda: una siempre hace cosas que no desea hacer y dice cosas que no desea decir.

PROVINCIA DE BUENOS AIRES, ESTANCIA "LA AGUSTA". MARTES POR LA MAÑANA


Conrado Seoane bajó de la camioneta y respiró profundo. Hacía rato que no iba a la estancia. Las viejas lo recibieron con cariño y le hicieron fiestas lo mismo que la perrada. Sólo el galgo gris más joven no se le acercó: se quedó atento, las patas larguísimas tendidas delante, la cabeza erguida, sin desprenderle los ojos de almendra. Lo admiró contra su voluntad: musculoso pero enjuto hasta la escualidez, el animal no comía si no cazaba. Ni un gramo de más bajo el manto de terciopelo; ni un movimiento excesivo salvo cuando se desaforaba en la carrera mortífera. El amo lo había entrenado en su misma severidad. ¡El amo! Negro de mierda, te apropiaste hasta de los perros.
El viento no llegó a revolverle el pelo corto pero le llenó los pulmones de inmensidad y de recuerdos. La estancia había sido la casa de su infancia, entre mujeres eternamente viejas, que se turnaban para malcriarlo a escondidas del padre y del abuelo, ocupados en los negocios de la familia, y de alejarlo de las habitaciones de la madre, ocupada en superar crisis nerviosas una tras otra. Su padre, Conrado Seoane senior, había muerto allí una tarde cualquiera, mientras volvía de recorrer el campo: una bala perdida de un puestero que había salido a cazar liebres y perdices con su hijo. La perdigonada entró por la ventanilla y terminó detrás de la oreja, atravesando el parietal. “Muerte accidental”, había escrito el médico de la familia en el certificado de defunción. El mismo médico que había firmado su propia partida de nacimiento y que lo había visto crecer, le había curado las anginas y lo dejaba jugar con el estetoscopio mientras lo auscultaba.
Había dejado la estancia y la niñez, cuando se había ido a seguir los pasos de su hermano mayor al Liceo Militar y después al Colegio. Su padre y su hermano estaban orgulloso de su elección. El abuelo no había dicho nada y su madre ni siquiera se había enterado.
Recorrió las habitaciones que no habían cambiado en años y el aroma a espliego le tiró el zarpazo. Mercedes olía a espliego la tarde en que se habían quedado solos en la estancia, haraganeando en las hamacas de la galería azotada por el calor. Él la había mirado con hambre y ella lo había mirado con gula.
Su prima hermana Mercedes le llevaba casi veinte años y era una hembra espléndida, acostumbrada a tomar lo que quería cuando quería. Ella le había enseñado los caminos de su cuerpo del color de los duraznos maduros, lo había mordido, lo había saboreado y lo había bebido. Lo llamaba “mi chiquito” y lo acunaba entre las tetas duras y gloriosas mientras le daba lecciones a domicilio.
Mercedes había hecho un escándalo histérico el día en que él le dijo que quería cortar la relación.
“¿Pará, boluda, te creiste que me iba a casar con vos?”, había preguntado entre incrédulo y burlón, con todo el aplomo y la arrogancia de sus veinte años.
Mercedes se enfureció y le vomitó toda su hiel de mujer madura abandonada. “¡Criadito de mierda, quién carajo te creés que sos!”
De todos los insultos de Mercedes, el que lo corroía era el “criadito”. ¿Qué me quiso decir? Algo en la mirada apenada por guardar secretos, se agazapaba en las conversaciones de las viejas de la estancia.
Algo que las tías y las primas ocultaban detrás de las sonrisas hipócritas. Algo en las palabras delirantes de Dora, que sólo hablaba de su hijo mayor.
“Me lo mataron y me quedé sola”.
“Me tenés a mí, mamá”, le dijo.
Ella lo había mirado desvahída entre la neblina de los antipsicóticos.
“¿Vos quién sos?” le preguntó.
“Conrado”, respondió.
“Conrado está muerto” replicó ella volviéndose en la cama hacia la ventana.
“Ese era papá”, casi sollozó, “Soy yo, Conradito”.
“Vos no sos nadie”, dijo ella sin darse vuelta. “Te trajeron y después se llevaron a mi hijo”.
El médico de la familia le explicó que la medicación de Dora podía provocar alucinaciones y pérdida de contacto con la realidad.
— ¿Dónde nací, doctor?
— ¡En la estancia, Conrado! Tu mamá está desequilibrada. ¡Delira!, ¿no entendés?— replicó el médico y dio por terminada la conversación.
Iba a “entender” de una vez por todas. Se aseguró de tener el territorio libre, ya que el viejo — hacía rato que no lo llamaba “abuelo”—, pasaba mucho tiempo allí, ocupándose de los asuntos más confidenciales de la Orden. Pensaba sonsacar a las viejas que lo adoraban y se dejó mimosear un rato a fuerza de mate y pan con manteca. Cuando empezó a preguntar, las mujeres fueron saliendo una a una hasta que quedó Enriqueta, que había reemplazado a Ofelia cuando la correntina se fue a Buenos Aires para cuidar a Fernandito. Queta era casi tan antigua en la estancia como Ofelia, así que tenía que saber.

— Decíme la verdad, Queta. Ya sé que no soy hijo de Dora. ¿De quién soy hijo?
— ¿Y esa barbaridad quién te la dijo?— preguntó la vieja dándole la espalda.
— El doctor — mintió.
Hubo un silencio largo quebrado nada más que por el ruido del agua al calentarse.
— Nosotras te criamos como si lo fueras— murmuró la vieja.
Aguantó el cimbronazo de la confesión y siguió preguntando.
— Ya sé, si no te reprocho nada. Pero... quiero saber.
Queta acomodó el culo grandote en una silla que no le alcanzaba y se cebó un mate largo antes de contestar.
— Mirá, Conradito: no me vayás a soltar una palabra, porque se arma, ¿eh? ¡Te doy la paliza de tu vida!
— Dale, no digo nada. Soy una tumba.
— Tu papá y tu hermano te trajeron de Buenos Aires... cuando tenías, no sé, una semana de nacido. Se dio la orden de decir a la familia que eras hijo de una chinita de Bolívar y que tu papá se había hecho cargo y pagado todos los gastos. Pero la verdad es que te trajeron de Buenos Aires— Queta cebó un mate y se lo tomó antes de seguir—. Sabés, vos naciste en una época muy fea. Acá no nos enterábamos de mucho, pero pasaban cosas...
— ¿Qué cosas?
— No sé... Cosas— Queta se miró las manos regordetas y ásperas—. Hay gente que todavía hace manifestaciones... Una no sabe si creer o no...— pero la cara de Queta decía que creía.
— Pero mi viejo... porque Conrado sí era mi viejo, ¿no, Queta? Yo me le parezco... Me parezco a mi hermano...
— ¡Nooo! ¡Qué te le vas a parecer! ¡Él era terrible! De chico era contestón, tremendo... ¡Si el patrón tuvo que darle una vez un chirlo en la boca! Y de grande, mejor ni hablar: el mismo carácter que el padre, así, fuerte, orgulloso...— Queta pronunciaba “orgulloso” con acentos por todos lados, recalcando cuanto de pecado capital había en el calificativo—. No, vos sos tan dulce, tan seriecito...No tenés nada que ver...
Él se levantó despacio después de tomarse el último mate. Cuando salía de la cocina, Queta lo llamó.
— Siempre fuiste diferente. No cambies, Conradito, y no revuelvas más— la mirada de la mujer se volvió aguachenta—. El pasado es pasado. Dejá a los muertos en paz. El patrón te aceptó como un nieto más.
Antes de salir se detuvo en el vestíbulo. No sé a quién estoy mirando en el espejo.

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— Mirá, pibe...
— Pibe las pelotas. Soy mayor de edad— se plantó delante del médico—. Tengo derecho a saber— aplastó la partida de nacimiento encima del escritorio.
El médico lo miró sin pestañear.
— Vos sos milico, ¿sí? Bueno— metió la mano en un cajón y sacó una credencial—, yo también. Teniente coronel médico. Vos sos un Seoane. Yo firmé tu partida de nacimiento. No hay nada más que decir. Puede retirarse, subteniente— se paró junto a la puerta y la abrió para que él saliera.
Conrado Seoane se fue con la humillación retorciéndole los músculos de la cara.

(1) Broma que alude a la infalibilidad del Papa