POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 39

jueves, 7 de junio de 2012

La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 39

NUEVE DE LA NOCHE
En la biblioteca, la mesita rodante con el servicio de café esperaba obediente junto a los sillones. El viejo tomó su posición de mando en su bergère. Odette se acomodó en el bergère más alejado, todavía luchando con sus propios infiernos, la frente apoyada en una mano. Marcel y el coronel se quedaron de pie, en guardia.
— ¿Cuándo se comunicaron con Uds. los secuestradores?— Marcel interrogó a Ortiz.
— La primera vez, el día del secuestro, el jueves. Nos dijeron que deberíamos venir a París para el ‘intercambio’. Se comunicaron por última vez hoy por la tarde. Nos dan un número distinto al que llamar cada vez y nunca hablan el tiempo suficiente para permitir rastrear las llamadas.
— ¿Les dieron alguna indicación de cómo y dónde deben hacer ese intercambio?
— Todavía no. La última vez llamamos nosotros para informar el número que usamos aquí.
— ¿Tiene grabaciones de los llamados?
— Sí— Ortiz encendió una laptop, activó un programa anti-distorsión y se escuchó una voz masculina, algo ronca.
El primer llamado sonaba particularmente monótono, sin dar espacio para hablar a los del otro lado. Una grabación. En el segundo, el que hablaba se había regodeado en la desesperación del que respondía. El tercer llamado duraba menos de veinte segundos y la voz era diferente. Otra grabación.
— ¡Yo conozco esa voz!— la voz queda de Odette lo sobresaltó: casi había saltado desde el fondo del bergère—. El segundo llamado: quiero escucharlo.
Ortiz hizo lugar y ella se acercó a operar los controles, adelantando y retrocediendo la grabación hasta localizar una frase determinada. La pasó varias veces, subiendo el volumen y refinando la calidad del sonido.

"Debería darme las gracias por ocuparme tanto de él. Tengo una buena idea de cómo me lo
puede agradecer"...

— ¡Es él...!— farfulló Odette— ¡El tipo del auto en la avenida Vincennes! ¡"Deberías estar agradecida por la oferta"!— rememoró en voz alta—. ¡Maldito hijo de puta, estabas ahí!— golpeó la mesa con el puño cerrado.
— ¡La avenida Vincennes! ¿Qué hacía en esa calle de busconas, comisario?— preguntó el viejo, medio divertido.
— Mi trabajo...— ella le lanzó una mirada seca como un navajazo—. ¿Qué hora es?
— Las nueve— respondió Ortiz mirando su reloj.
— ¿Coronel, hay algún televisor que podamos usar? Creo que sé quién es el que habla. ! Por favor... ! — lo urgió.
Ortiz descubrió una pantalla de home-cinema tras un panel pintado en trompe-l’oeil y le entregó el control remoto a Odette, que sintonizó ansiosa un canal tras otro.
— ¡Ahí está!— corrió a grabar el audio. Luego de un minuto apagó el televisor y los miró con expresión de predador.
— Es él—sibiló.
— ¡No es posible! — replicó Ortiz.
— ¡En el nombre de Dios!— Odette se irritó—. ¿Tiene un programa de identificación de voces?
— Hay uno en el servidor...
— ¡Búsquelo!— ladró imperiosa.
Ortiz tecleó nervioso y los tres se arremolinaron frente a la pantalla. Ya no cabían dudas; las voces pertenecían a la misma persona: Jean-Jacques Ayrault.

****
Ortiz estaba demudado y soltó un insulto grueso en su propio idioma.
—Su socio para Europa continental— afirmó Marcel con calma—. El que junto con Ruggieri pretendía utilizar los embarques de BCB como pantalla para el contrabando de armas. Qué mala elección, coronel: el hombre carece de sentido del honor— se burló—. En todo este tiempo que investigué a Ayrault, aprendí que el tipo no es inteligente: es astuto, intuitivo y sanguíneo, pero no puede ser el cerebro de nada. Había alguien más moviendo los hilos. Pero Ayrault es demasiado vanidoso y ambicioso como para aceptar ser nada más que un intermediario, y quería armar su propio negocio. Muy oportunamente, apareció alguien que podía ayudarlo a dar el golpe, traicionando a sus socios originales. No me importaba en lo absoluto: si Uds. se jodían, nos hacían un doble favor. Pero cuando Ayrault y su nuevo socio hicieron la jugada, fue en una forma que no esperábamos y terminamos metidos todos hasta el cuello en esta mierda. Ese alguien tiene otros planes y ahora ustedes tienen al enemigo durmiendo en casa.
A Ortiz se le oscureció el semblante. ¿Qué es lo que oculta? pensó Marcel.
— Y por ganar el juego más grande preferiste desaparecer cuando Michelon te dio la orden de regresar— a sus espaldas, Odette habló con voz tenue—. No esperaba que respondieras mis mensajes, pero ni siquiera llamaste a Meyer cuando te avisó que habían baleado a tu padre.
— ¿ Qué ... ?— la enfrentó horrorizado.
— Hiciste el check-in para un vuelo Milán-Estrasburgo-París que no pensabas tomar: era sólo para despistar a los tipos que Ayrault te había mandado detrás. Alguien verificó los Dubois en ese vuelo, otro Dubois subió en Estrasburgo y alguien en París equivocó el blanco.
Mi viejo. Las entrañas se le retorcieron de remordimiento. No mi viejo, en el nombre de Dios. Odette continuó.
– Alessandra era tu informante. Iba a decirte quién era el socio de Ayrault y cómo llegar a él, ¿no es cierto? Ese sí hubiera sido un golpe en el riñón de la Orden. Pero Ayrault llegó primero, hizo hablar a Alessandra y la mató; preparó la evidencia en contra de Marco Delbosco y te mandó a sus esbirros. Te quedaste sin la última pieza del rompecabezas y con un dilema de conciencia: ‘si dejo que metan a Ayrault en la cárcel nada más que por homicidio, me pierdo la oportunidad de llegar al socio más peligroso’.
— Hubieras hecho lo mismo— Marcel la refutó entre dientes.
— No. Ya no me importan las luchas de poder en la cima del mundo. Me quemé las manos una vez y el dolor es inolvidable. Soy una vulgar cana de la Crim y Ayrault ya asesinó a doce mujeres. Quiero mandarlo adentro por el resto de su puta vida y nada más. De los demás— Odette miró de reojo hacia Ortiz—, que se ocupen otros. Yo no puedo. No quiero. Tengo miedo de lo que pueda encontrar.
“La perra lo traicionó". "Acaba de negociar con Ortiz”, repitió la voz dentro de su cabeza y Marcel apretó los puños para esconder el ímpetu horrible de estrangularla. ¿Por eso nada más te importa esa mierda de Ayrault? ¡Me traicionaste! “Todos tenemos un precio”, se burlaban. Una metralla de flashbacks se superpuso a la voz: la limusina, los golpes, los insultos, las vejaciones... La voz recia que insistía: “¿Quiere que le suplique a los gritos que la saque de aquí?" “Está asustada... ” El pulso homicida pasó dejándole sabor ácido en la boca.


— No voy a discutir ahora sobre quién tiene la razón— masculló y se volvió hacia Ortiz—. Hay problemas más urgentes de qué ocuparse. Coronel, estos tipos conocen todo: desde le recorrido del auto que llevaba a su hijo, hasta cómo reaccionarían ante cada ataque. Sabían cómo despistarlos con lo del MOSSAD, que no tienen hombres en Francia, ¿qué más saben, Ortiz? ¿Exigieron dinero? ¿No le habrán pedido datos de ciertas cuentas bancarias de sus amigos SS? Porque ustedes conocen todos esos datos, ¿no es cierto? ¿No es cierto que son los propietarios de los bancos donde están esas cuentas?
Ortiz se quedó rígido y sin palabras. El viejo mantuvo la expresión hierática pero los nudillos apretados en la empuñadura del bastón estaban tan blancos que parecía que se le saldrían de las manos. Bueno, Dubois, te liquidan ahora o seguimos juntos hasta el final. Ya no hay secretos entre nosotros, ¿eh, viejo de mierda? Los ojos de cristal lo fusilaron, pero ya no le importaba. Continuó con los dientes apretados.
— No nos queda más remedio que ser aliados por una noche porque creo que vamos detrás del mismo hombre, del que Ayrault es nada más que el instrumento. Así que piense, coronel, quién además de ustedes dos, conoce tan íntimamente los secretos de la Orden.
— José...— ¿le pareció o en la voz del viejo había una vacilación?— que traigan a...
— ¡Al hijo de mil putas de Seoane!

NUEVE Y MEDIA DE LA NOCHE
La puerta se abrió estrepitosamente y entraron tres hombres armados.
— ¡Todos quietos!— aulló el primero.
— ¡Schmidt!— gritó Ortiz, pero el tipo lo golpeó en el estómago con el arma; Ortiz se dobló de dolor y trastabilló sin aire. Schmidt le arrancó la Glock de la cartuchera y lo sentó de un culatazo; después balanceó la punta del fusil entre el viejo, el coronel y él. El que venía detrás avanzó hacia Odette, después de asegurarse de que nadie más estuviera armado. Un tercer hombre, más joven que los dos primeros, se quedó de guardia frente a la puerta.
— ¡Vaya con ellos!— ladró el tipo a Odette, señalándolos con la punta de la Kalashnikov. Ella retrocedió, simulando tropezar con una mesita y consiguiendo que el hombre perdiera la paciencia y se abalanzara sobre ella. La maniobra de distracción cumplió su objetivo: Schmidt dejó de vigilarlos para observar de reojo lo que pasaba.
Marcel se abandonó a la adrenalina le quemaba en las venas. Sus músculos se prepararon para dispararse en un soberbio alarde de reflejos condicionados. Matar. Aquí, ahora, con mis manos. El túnel y del otro lado, el objetivo: la presa, la víctima. Primero estos imbéciles, después Ortiz y el viejo. Casi tuvo un espasmo de placer.
Hizo una finta y Schmidt giró hacia él insultando. Pero él ya no estaba ahí: se había movido una décima de segundo antes del clic del gatillo. Con un movimiento corto y preciso levantó el fusil con el codo, que siguió su trayectoria hasta la sien del hombre, golpeó y rebotó. Schmidt se tambaleó aturdido. Le enroscó el brazo alrededor del cuello y el traquido le dijo que Schmidt estaba muerto. Aflojó el brazo y el cuerpo cayó al suelo con ruido apagado.
El tercer hombre que había quedado junto a la puerta todavía no había reaccionado: los hechos transcurrían demasiado rápido para él y cometió el error fatal de no decidir a quién disparar primero. Marcel lo alcanzó de un salto y lo desnucó en el mismo movimiento.
Odette había rodado por el suelo haciendo caer al tipo que había saltado sobre ella, y pateó la Kalashnikov hacia Marcel, pero el tipo tenía una pistola escondida en la ropa y le disparó. Marcel saltó a un lado y alcanzó el arma mientras se incorporaba, pero el hombre se revolvió hacia Odette y la alcanzó, aplastándola contra el piso; forcejearon pero él terminó de un golpe con su resistencia.
— ¡Suelte el arma o le vuelo la cabeza!— gritó mientras la sostenía con una rodilla contra el suelo y la sujetaba por el pelo.
Marcel amagaba a soltar la Kalashnikov calculando una finta, cuando un cuarto tipo armado entró a la habitación, seguido de dos más que los encañonaron. De una ojeada el cabecilla verificó los daños y masticó una obscenidad. Marcel tiró el arma.
— ¡Arriba, puta!— el que tenía a Odette la levantó por el pelo.
— Dejen a Dubois acá— ordenó el recién llegado—. Los otros tres, abajo.
La mirada del tipo no dejaba dudas acerca de qué les esperaba “abajo” a los demás. Se quedó a solas con él, a prudente distancia y apuntándole con la ametralladora.
— Usted es un hombre demasiado valioso para perderlo. Estoy dispuesto a ofrecerle un trato: Ortiz está acabado, en cinco minutos no le quedará gente leal. Únase a nosotros y no se arrepentirá.
La voz y el acento extranjero lo pusieron alerta: era el que había hablado por los parlantes denunciando a Odette cuando él salía de la ducha.
— ¿Por qué debería aceptar la oferta?
— Usted es de los nuestros. Ya lo demostró antes, con ella en el “agujero”: no le importa lo que pierde sino lo que gana. Habrá muchos cambios en la Orden y alguien como usted tiene un valor inestimable.
Marcel miró al hombre tratando de no desviar los ojos hacia la puerta: se escuchaban los gritos de los otros, arreando a los prisioneros. Una luz se hizo lugar en medio del torbellino que era su mente y asintió con media sonrisa irónica.
— Usted parece conocerme bien, pero yo no tengo el placer.
— Mayor Jorge Schwartz, Ejército Argentino. Vamos, Dubois, necesitamos hombres de su talla y conocemos sus antecedentes. Estos idiotas desmembraron Europa. Nosotros podemos reconstruir toda la red y el “nosotros” puede incluirlo.
— No tengo nada que perder, ¿eh, Schwartz? y todo que ganar. Hay un problema: Ayrault. ¿Cómo se las arreglarán para sacarlo de en medio? Es el socio de la Orden para Europa.
— Ayrault es un idiota y usted lo sabe tan bien como nosotros. Nos sirvió, lo utilizamos; ya no nos sirve, lo descartamos. Usted es el contacto perfecto: no necesitamos a Ayrault teniéndolo a usted de nuestro lado. Conocemos las porquerías que hicieron Ayrault y su socio Ruggieri. Usted quiere ganar como sea: eso nos gusta. Le ofrecemos a Ayrault como chivo expiatorio: su posición en la PN quedará más firme y respaldada que nunca. En cuanto al resto, usted ya nos conoce. ¿Qué dice?— lo evaluó con frialdad aterradora.
— ¿Cómo sé que no me dispararán por la espalda?— Marcel le dedicó una semisonrisa igualmente helada.
— Porque usted sería nuestro hombre en la PN. La Brigada Criminal es un escalón menor en su carrera, si acepta. Además conoce al socio italiano de Ayrault y puede ayudarnos a poner pie en la empresa, esa BCB, que sería nuestra puerta al continente.
— Parece que tiene poder de representación...— deslizó mordaz.
— Absolutamente.
— De acuerdo— Marcel inspiró para ocultar el estremecimiento.
— Venga conmigo— Schwartz lo hizo pasar delante y lo siguió.
Ni por un segundo Marcel creyó que el tipo dejaría de apuntarle, y relajó los músculos de la espalda. Cuando llegaron a la sala de monitoreo, el coronel y Odette estaban esposados y el viejo sentado en una silla alejada. Delante de cada uno esperaba un hombre armado apuntándoles.
— Liquídenlos— ordenó Schwartz, indiferente.
— Todavía no— intervino Marcel e interpuso un brazo delante de las armas.
— ¿Qué...?— Schwartz se volvió furibundo hacia él.
— Pueden servirnos— levantó una ceja—. Ella es comisario, y un rehén de la PN no se desprecia, al menos hasta que deja de ser útil. Y en cuanto a los otros dos...supongo que... Seoane, ¿verdad?, no conoce todas las claves y todas las combinaciones de todas las puertas, ni todos los números de todas las cuentas.
Schwartz lo miró satisfecho.
— Lo dicho, Dubois: usted nos es invalorable. Enciérrenlos y pongan una guardia— se volvió y le arrojó el arma de Schmidt— Venga con nosotros. Todavía hay mucho que hacer.


MINISTERIO DEL INTERIOR, NUEVE Y MEDIA DE LA NOCHE
Auguste repicó los dedos con impaciencia sobre el teclado mientras la pesada página Web terminaba de descargarse. Le dolían los ojos de buscar en los archivos electrónicos, mientras rezaba porque el registro catastral estuviera actualizado. Conociendo a nuestra burocracia, bien podrían haberse quedado en 1925. De cualquier manera, no importaba: los propietarios que buscaba posiblemente fueran dueños del lugar desde bastante antes.

Los registros aparecieron y la sonrisa de depredador le dio aspecto sombrío a su rostro patricio. Siempre es un placer encontrarse con viejos conocidos. Memorizó la localización, cerró la página y entrando algo ilegalmente con la password robada a un distraido tenientito de Sistemas, borró su paso por el server, precaución que nunca estaba de más en los tiempos que corrían.
Salió con calma de su despacho en el MI, saludó a los oficiales de la guardia nocturna y apenas se metió en el auto, salió derrapando hacia el Quai.