POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPITULO 29

viernes, 16 de diciembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 29

MILÁN, DOMINGO POR LA NOCHE
                                                             
Alessandra manoteó ansiosa el teléfono celular pero la voz que sonó del otro lado no era la que ella esperaba escuchar. Irritada, le respondió de mala manera al cretino que había marcado el número equivocado. Cazzo! Cuando se decidirá a llamar. Había saturado la casilla de mensajes de Delbosco con avisos urgentes. Cero respuesta. No podía decidir si lo que más la irritaba de él era precisamente lo que lo hacía más atractivo.
 El desgraciado coge como un dios olímpico pero no hay puto modo de sacarle una palabra más de las que te quiere decir. 
Pensar sexualmente en Marco Delbosco le aceleró el pulso. O quizás fuera el nerviosismo. Había conseguido la información que él le había exigido a cambio de sus servicios de killer: los datos del proveedor argentino de su hermano y el socio francés. Le había resultado más sencillo de lo que había creído, meterse en los archivos de Massimo con el programita de decodificación que Marco le había facilitado, grabado en un diskette anodino como todos los diskettes.
El teléfono volvió a sonar y esta vez la voz era la que ella quería oir.
— Tengo lo que me pediste— trató de no sonar excitada pero no podía evitarlo.
Él le informó que llegaría esa noche. Lo esperaba en casa sin importar la hora, ronroneó, pero Marco respondió escueto. Nada fuera de lo habitual en él. Hasta el momento sus planes habían resultado perfectos: Valentina estaba destrozada por la muerte accidental del nieto y había aceptado vender su participación accionaria a sus socios: la mañana anterior había llamado para avisarles de su decisión desde Lyon, adonde había concurrido para identificar el cadáver de un nieto al que había conocido por fotografías y del que era su única pariente. Massimo la abrazó y la besó y bailó de alegría en su despacho. Ella lo hizo a solas frente al espejo del baño. La venta se haría la semana siguiente. El ínfimo detalle de que para acceder a BCB debía heredar a su hermano soltero y sin más familia que ella misma, no le parecía un inconveniente insalvable teniendo a Marco Delbosco al alcance de la mano.
¿Y si questo tizio quiere quedarse con BCB también? En los momentos en que la asaltaban las dudas, Marco Delbosco pasaba a ser más conocido como “questo tizio”
Una solución menos cruenta podría ser utilizar la información que había obtenido para mandar a Massimo y a su secuaz francés a la sombra: una colaboración anónima — obviamente luego de que Massimo comprara las acciones de BCB—, de la que la Polizia Finanziaria y los Carabinieri estarían eternamente agradecidos. Ella administraría los negocios familiares y pronto subiría por esa escalera que hasta ahora le había estado prohibida. Entonces brillaría en el tout Milan como brillaban otras arribistas, que habían tenido hermanos más famosos que quitar de en medio. El llamado a la puerta interrumpió sus sueños de grandeza. Al pasar delante del espejo del hall ensayó una mueca de elegante disgusto. Tendrá que hacerse perdonar si quiere su información.
Cuando abrió, una mano pesada se le estrelló en la mejilla, haciéndola trastabillar y caer. El hombre cerró de un portazo y volvió a golpearla sin darle tiempo a gritar o levantar las manos.
Putain de merde .. (1).— masculló levantándola en vilo y arrojándola contra el sofá.
Algo caliente le rodeó el labio y le entró en la boca: estaba sangrando por la nariz. El siguiente golpe interrumpió el hilo de sus desordenados y aterrorizados pensamientos. El hombre continuó golpeándola con calculado salvajismo. Llena de horror, comprendió que golpeaba para matar. Un puño como una maza se le estrelló en el costado derecho y sintió que se quedaba sin aire definitivamente, pero la conciencia se negaba a proporcionarle el alivio del desmayo. La sujetó por el pelo y le puso un cuadrado negro a diez centímetros de los ojos. Al enfocar entre lágrimas distinguió un diskette. El dolor y el ahogo se hicieron insoportables. Abrió los ojos verdes enormes, las pupilas espantosamente dilatadas, cuando el pecho le quedó envuelto en un estallido y una llamarada. Lo último que pudo decir antes de morir ahogada con su propia sangre fue "Marco Delbosco".

 PARIS, QUAI DES ORFÉVRES, LUNES POR LA TARDE

— Comisario, la están esperando— anunció Sully en el instante en que Odette ponía un pie en el piso.
La mañana había sido frustrante: Sulamit Chenayeb y su hijo continuaban ausentes sin aviso y el caso Henri, si bien estaba resuelto a los efectos técnicos de identificación del criminal, no estaba cerrado ni mucho menos en cuanto a los móviles del crimen. El asesino era un ex-cabo dado de baja de la PN por conducta violenta. A éste no tuvieron tiempo de limpiarle los antecedentes.
Encontró a Jean-Pierre sentado frente a una hilerita de vasos descartables de café usados sobre el escritorio. De tal padre, tal hijo fue lo primero que pensó al ver los vasitos y se le estrujó el estómago. Con un esfuerzo inaudito de voluntad borró al hijo de sus pensamientos y trató de concentrarse únicamente en el padre.
— Coronel, no sabía que vendría ...— intentó una sonrisa.
— Jean-Pierre— la interrumpió—. Supe que usted se había comunicado con la prefectura de Estrasburgo...
— Yo lo llamo Jean-Pierre pero usted me tutea.
— De acuerdo. Bueno, supe que no fueron muy gentiles con tu pedido de información. Como Gendarmería encontró el cuerpo, te traje las fotografías y una copia del informe del forense— le entregó un sobre grueso.
Ella le dio las gracias mientras revisaba el contenido..
— Dios santo... pobre mujer...— hojeó el informe—. Carajo, nunca hay una sola huella en el cuerpo. Alguien más hace el trabajo sucio...
Jean-Pierre la miraba sin ocultar su interés y ella le refirió los antecedentes que tenía. El coronel se pasó la mano por el pelo, apartándose un mechón ceniciento que le caía al descuido sobre la frente. El gesto familiar casi le hizo saltar las lágrimas. ¡Por Dios, boluda, no te largues a llorar!  Apretó los labios mientras Jean-Pierrre comentaba a media voz:
— Uno mata y otros hacen la limpieza. Eso debe ser muy caro ¿Ya hay un sospechoso?
— Tengo un candidato— murmuró Odette, mirando las fotos por segunda vez—, pero me falta evidencia concluyente. Cualquiera de las pruebas que podría presentar, sería rechazada como circunstancial. Necesito más elementos para defender mi hipótesis y ligar al candidato con las muertes.
— ¿Me equivoco o dijsite “candidato” con un énfasis especial?
Lo miró fijo antes de responder.
— No se equivoca.
Jean-Pierre silbó por lo bajo y encendió un Gauloise.
— No me gustaría estar en tus zapatos— le dijo con aplastante sinceridad.
— Ya lo creo— suspiró ella—. Puedo perder algo más que la cabeza si me equivoco. No puedo permitirme el lujo de dar un solo paso en falso, o la Brigada entera termina en la guillotina. Hay gente borrando pruebas, alterando expedientes e informes, ordenando archivar casos que no se cerraron. Hace falta una cantidad de poder enorme para conseguir eso y no hablo nada más que del económico: hay que saber a quién comprar. Mi “candidato” debe servir a intereses a los que él o lo que él hace les son útiles porque nadie cubre gratis las espaldas de un psicópata.
Odette se recostó contra el sillón con la mirada perdida por el despacho.
— En otro momento de mi vida hubiera averiguado quién financia los vicios pequeños de mi "candidato", hubiera ido a buscar a las eminencias grises detrás de esta bestia, y posiblemente me hubiera encontrado con algo que no esperaba— la voz se le volvió amarga—. Pero descubrí mi propio miedo y me volví cobarde. Esta vez me conformo con una victoria menor: quiero nada más que a mi vulgar criminal. Ni siquiera quiero saber por qué lo hace. Aprendí que no hay nada más estúpido que un policía soberbio que se cree que va por delante de sus delincuentes, y que esa es una estupidez que se paga muy cara.
— A tu edad yo también lo hubiera llamado “cobardía” pero aprendí a decirle “prudencia”. No está mal ser prudente, nos alarga la vida— interrumpió Jean-Pierre—. Y hablando de pagar, pagaría por saber adónde apuntan tus sospechas...
— ... y perdería el dinero. Quiero al tipo que mató a diez mujeres... hasta ahora. Siento que cuanto más tiempo tardemos en agarrarlo, más muertes habrá. Los otros seguirán existiendo, tanto si me ocupo de llegar a ellos como si no lo hago.
— ¿Los otros? ¿Ellos?
— “Ellos”. El poder verdadero detrás de los fantoches del poder. Los que juegan impunemente con la vida de los demás y deciden quién vive, quién muere y cómo. Los que trafican influencias lo mismo que armas, drogas o vidas y les da lo mismo fabricar políticos que arsenales. Es algo contra lo que nosotros, comunes mortales, no podemos siquiera soñar con luchar. No estamos a su nivel.
— Una fuerza organizada sí podría— insistió Jean-Pierre.
— En tanto no la sabotearan desde sus mismas tripas.
— Siempre hay manzanas podridas en el árbol.
— A veces el mismo tronco lo está.
— ¿Qué te hace quedarte entonces?
Odette giró el sillón a medias hacia la ventana.
— Éste es mi trabajo, lo que mejor sé hacer. Es lo que la gente espera: que los protejamos de los males de todos los días. Nuestro trabajo no consiste en interferir con los “Superiores Desconocidos”, sino en la cosa pequeña y cotidiana que afecta nuestra diminuta y miope realidad. A Estrasburgo no le gusta que un comi de la capital se meta en sus asuntos y ya quisiera ver yo a algún provinciano tratando de indagar en los archivos de la PDP. Ahí afuera— cabeceó hacia la ventana—, quieren que su vida de todos los días transcurra en paz y para eso trabajamos.
El silencio descendió sobre ellos como una neblina.
— Nunca escuché una definición tan acertada de lo que hacemos— Jean-Pierre quebró la pausa —. Sin embargo me gusta creer que puedo, podemos, cambiar algo. Cambios pequeños pero cambios al fin, porque algunas cosas son diferentes, ¿o no? Una cierta “Central de París” ya no existe y una cierta organización se vio seriamente afectada en su orden interno gracias a que unos policías comunes y silvestres hicieron lo que se esperaba de ellos: su trabajo. Aun ahora, pese a tus intentos por convencerte de lo contrario, vas tras ellos nuevamente.
La miró a los ojos y ella no pudo rehuir la mirada. Jean-Pierre sonrió y siguió.
— Es siempre igual, chiquita: volver a empezar todos los días. Tus padres fueron bailarines, ¿verdad?, siempre ensayando, siempre con miedo antes de salir a escena y sabiendo que cada vez es una ocasión única y distinta. Hoy quizás aplaudan, mañana quizás no. Todos queremos aplausos, triunfos. No siempre lo logramos pero seguimos intentándolo.
— Me llamó “malcriada” tan elegantemente que no puedo menos que agradecer que lo haya hecho— le sonrió.
— ¿Puedo hacerme perdonar invitándote a cenar? Conozco uno o dos buenos restaurantes a donde invitar a una dama.
— No soy una dama, pero acepto la invitación.
Arreglaron que Jean-Pierre pasaría a buscarla por su casa, a las ocho. Cuando se quedó sola, corrió a llorar al baño. ¿Cómo podría resistir toda una comida con ese hombre que tenía los mismos ojos, la misma manera de fumar, de caminar, de tomar café y de apartarse el pelo de la frente que Marcel?

****
Puso un poco de música, pero los reproches de Marcel continuaban aturdiéndola. Se había vuelto exquisita, dolorosamente sensible a Marcel, y se había equivocado profundamente al resistirse a esos sentimientos. ¿Esto es amor? ¿Así, tan hormonal? ¿Tan desde las entrañas?
Su alter-ego le respondió desde el fondo de la cabeza.
Lo que más socava tu autoestima, muñeca, es que te volviste vulnerable otra vez. Demolieron todos tus muros y te dejaron desnuda, mostrando todas tus debilidades. Era más fácil cuando vivías encerrada en el cascarón protector de tus recuerdos, empeñada en no volver a sentir.
Tragó por enésima vez las lágrimas: no puedo estar hecha una ruina cuando llegue Jean-Pierre.
Llamaron por el intercom: era el coronel, haciendo gala de estricta puntualidad.
—Mi auto está casi en la esquina— dijo él mientras le ofrecía el brazo.
Un motor rugió a sus espaldas. Una camioneta oscura chirrió los neumáticos en medio de la calle y clavó los frenos.
—Siempre hay un loco...— decía Jean-Pierre cuando el aire se llenó de aullidos y estampidos.
El coronel la empujó contra la pared para cubrirla pero nunca llegó a disparar su arma: la sangre le trepó por el cuello y le salpicó la cara a ella. Odette maldijo el momento en que había dejado la reglamentaria y tomando la pistola que dejaba caer Jean-Pierre, disparó furiosa al vehículo que se tragaba la noche. Hubo un estallido de cristales pero los tipos no se detuvieron. Volvió corriendo junto al coronel, que perdía lentamente la conciencia en medio de un charco oscuro y espeso.
Con los ojos vidriosos llenos de dolor y asombro, alcanzó a balbucear:
— Me llama...ron ... Delbosco.

(1) Puta de mierda