POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPITULO 30

viernes, 16 de diciembre de 2011

La mano derecha del diablo - CAPITULO 30

BUENOS AIRES, BARRIO DE LA RECOLETA, LUNES POR LA NOCHE
                                                                    Nunca Más
Conrado Seoane se había atrevido a comprar el libro y se había puteado por hacerlo. Semejante mierda. Estoy loco, ¿qué carajo estoy buscando? Pero algunos de los nombres estigmatizados por el libro de porquería se pronunciaban en voz baja en el Colegio. El puto libro lo atraía y lo repelía. Abría las hojas en capítulos salteados y las cerraba de golpe. Lo revoleó al otro sillón, prendió la tele y las imágenes del canal de documentales lo hechizaron: el ejército del Tercer Reich desfilaba glorioso ante el Führer.
Antorchas, hombres a paso de ganso en uniformes severos y magníficos. El poderío de una nación guerrera, la gloria del Valhalla. Qué impresionante. Haber estado ahí para vivirlo, sentir a los chicos, las mujeres, los hombres aullar, rugir, ¡casi rezar! "Heil Hitler! Heil Hitler!". Qué ejército.
Se fue a buscar una latita de Coca y cuando volvió, las imágenes mostraban chiquilines rubiotes y de ojos claros: el futuro del Reich. Las madres estaban a disposición de los oficiales; cualquiera de ellos podía impregnar a cualquier mujer y engendrar hijos arios para gloria del Führer. No había lugar para los no-arios, los deficientes físicos o mentales, los diferentes.
El relato desapasionado del doblaje lo dejó mudo. Liebensborn. Miles de bebés polacos de características "arias", "confiscados" para el Reich, arrancados de sus familias convenientemente exterminadas. Miles de bebés alemanes y escandinavos que jamás conocerían a sus padres biológicos.
Majdanek, Polonia
Millones de judíos, alemanes disidentes, gitanos, rusos, húngaros, polacos, en campos de trabajo que se convertían en tumbas colectivas.
Pero mi viejo estaba en el Ejército y el Ejército no se metió con los campos de exterminio. Esos fueron los turros de los SS.
Hornos de Majdanek
A punto de cambiar de canal, la imagen en la pantalla lo detuvo: un grupo de oficiales jóvenes, hermosos y orgullosos como dioses, sonreía a la cámara frente a las puertas de un campo de trabajo. El capitán le llamó la atención. La película en blanco y negro desvahídos perdía la nitidez por momentos, pero lo vio: la boca sensual, el perfil puro, el pelo que se veía blanco de tan rubio. Los ojos no podían apreciarse, velados por la visera. La Cruz de Hierro sobre el pecho, en la manga el brazalete con la svastica y en el cuello de la guerrera, las insignias plateadas de los SS.


BUENOS AIRES, CUARTEL GENERAL DE LA ORDEN. MARTES POR LA MAÑANA
Entró a la página web con resquemor.  "Los niños del Holocausto"; "Bibliografía del Holocausto", "Glosario de términos". Cliqueó y la pantalla desplegó un listado de nombres. Buscó el del documental: Majdanek, Polonia. “Campo de exterminio, desde julio de 1941 hasta julio de 1944”. Salió y cliqueó en otra entrada. “De entre más de cien mil oficiales, se localizaron y juzgaron a cinco mil. No existen registros completos. Los listados existentes pueden consultarse en...”
No. No quiero. No es cierto. Mi viejo no me mintió.
Seoane cortó la conexión de Internet, diciéndose que necesitaba darle una última revisada al plan. Su plan, independiente del de Schwartz. Ayrault ya había entregado los quince uniformes de la PN, completos y con placas de identificación, al contacto francés, que por supuesto ignoraba tanto los motivos del pedido como lo que ocurriría en unos días. En cuanto a Ayrault, le había explicado que sus hombres podrían necesitarlos como cobertura, lo cual era parcialmente cierto, y Ayrault no había hecho más preguntas.
Con clics nerviosos verificó las grabaciones, los planos y recorridos, mientras con la otra mano jugueteaba con el objeto que llevaba en su bolsillo izquierdo a modo de talismán, apretándolo hasta incrustárselo en la carne.
Clic. Archivo: plantas.pdf. Los planos originales del hôtel particulier de París, pirateados de archivos rigurosamente confidenciales de la Orden y bajo clearance de seguridad, y que incluían todos los recorridos originales de la mansión. Reconocería ese lugar a ciegas, sonrió. A Schwartz le había pasado los planos ligeramente alterados, sin los corredores internos de la servidumbre, que todavía se mantenían activos y que constituían una vía de escape de la casa. Esos corredores le servirían a su propio operativo, que no incluía a Schwartz ni a sus hombres.

El mayor lo había puesto en contacto con un borrego de dieciséis años amigo de su sobrino, un hacker con más experiencia que Bill Gates a la hora de reventar claves. El pibe había conseguido la password de log-in del negro de mierda, que cambiaba cada veinticuatro horas de acuerdo con las exigencias de seguridad del sistema.
“Una pena lo del pibe: era brillante.”, había comentado Schwartz con un encogimiento de hombros. El cuerpo había aparecido en La Cava de San Isidro y los diarios le cargarían el muerto a la Bonaerense.
Clic. Archivo: crono2.xls. Como era norma en cualquier operativo, todos se desplazarían en vuelos distintos y con escalas que permitieran tanto reorganizarse como dispersarse, llegado el caso. Él se desviaría desde Madrid a Londres. Sus hombres conocerían el resto de las instrucciones una vez que él se reuniera nuevamente con ellos en París.
Tamborileó nervioso los dedos en el borde de la notebook.
Clic. Archivo: Falklands.txt. Un e-mail enviado por un ex-combatiente de Malvinas. Había usado una de las direcciones de correo electrónico del Reino Unido para contactar al hombre, haciéndose pasar por historiador británico. El veterano había sido embarcado en el HMS Northland como prisionero de guerra y pedía preservar su identidad. Había participado de la acción en la que soldados argentinos de un grupo de Artillería de Defensa, siguiendo las órdenes de un oficial, habían derribado a uno de sus propios helicópteros causando doce bajas.
El entonces subteniente Schwartz había discutido agriamente— “se cagaron a gritos”, escribía el veterano— con el suboficial artillero. “La orden es de disparar a los que vuelen después de las 18.00”, había dicho Schwartz y el artillero insistía en asegurarse de la procedencia antes de lanzar la defensa antiaérea. El subteniente Seoane intervino y dio la orden de atacar. "Nosotros estamos para cumplir órdenes, no para discutirlas" había dicho. El grupo recibió la felicitación de un superior de alto rango por el cabal cumplimiento y el artillero cumplió arresto por desacato.


En el mismo archivo, él había registrado los datos personales del piloto del helicóptero derribado, conseguidos a través de un contacto suyo en la Fuerza Aérea. Los oficiales se asignaban a cada aeronave y permanecían asignados. El radio del helicóptero estaba en óptimas condiciones de funcionamiento. Las aeronaves eran perfectamente identificables visualmente. La única confusión posible podría haber surgido a raíz del horario del vuelo.

El mismo contacto le había confirmado que el piloto muerto en combate había tenido una disputa bastante fuerte por un asunto de polleras, poco antes de ser destinado en Malvinas. El tercero en discordia era un oficial del Ejército. La disputa había degenerado en una pelea a golpes y con exhibición de armas de fuego. Ambos oficiales habían terminado bajo arresto de setenta y dos horas.
Alguien golpeó a la puerta de su cubículo y Seoane casi arrancó el mouse en la prisa por cerrar el archivo. Schwartz asomó la cabeza y habló en tono casual.
—Todo listo. Nosotros ya nos vamos— echó un vistazo a la notebook— ¿Qué hacés?
— Boludear. Nos vemos en París.
— Aurrevuar.
Sacudió la cabeza sin hablar. Cuando el otro salió,  Seoane sacó la mano del bolsillo izquierdo y miró el dibujo que se le había grabado en la palma de tanto apretar. Chau, Schwartz.