POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPITULO 1

sábado, 10 de abril de 2010

La mano derecha del diablo - CAPITULO 1


PROVINCIA DE BUENOS AIRES, ESTANCIA "LA AUGUSTA". AGOSTO DE 1997

El Gran Maestre


"Al principio me pareció medio zonza la idea, pero pudo más la necesidad y aquí estoy, escribiéndote estas líneas que supe que jamás te enviaría desde el momento mismo en que las concebí. ¿Qué será este impulso: la conciencia que me empuja a poner por escrito impresiones que jamás confesé a nadie? ¿La vejez y la soledad a las que ya nada puede vencer salvo mis recuerdos? ¿O será no más la muerte que gusta de acompañarme y quiere que le refiera mis cosas para no aburrirse de puro silencio aquí en la estancia? Siento que lee por encima de mi hombro, pero no me molesta. Llevamos tantos años juntos que ya somos como un matrimonio. ¿Quién de los dos da las órdenes? ¿Cuál de nosotros es el verdugo?
La tierra inmensa duerme bajo la helada. Esta tierra que es tan tuya como mía y que nunca quisiste conocer, quién sabe si por orgullo o por rencor. Aunque no soy el más indicado para hablarte de esos sentimientos, ¿verdad? Sos mi más oscuro y secreto espejo. ¿Qué puedo decir de vos que no diga de mí? Porque si vos te dejaste llevar siempre por tus pasiones y tus odios, yo usé las pasiones y odios del prójimo en mi beneficio.
Me pasé la vida queriendo hacer de cuenta que no existías y ahora comprendo que estuviste presente en cada uno de los momentos de mi existencia, aún a través de otros. Como si no bastara la sangre para atarnos, nos conseguimos otros lazos, más terribles, más mortales. Tenemos muchas culpas compartidas. Y ahora, cuando tu vida se te escurre de entre las manos, yo siento ese mismo frío entre las mías.
Quisiera sentir piedad por vos, por tus sentimientos furiosos y contrariados, por tu despecho y tu vacío igual al mío. Durante mucho tiempo creí que no sentía nada pero no era cierto: tuve que anestesiarme los sentimientos para poder ejercer el poder espartanamente. Hubiera sido una locura dejarlo en tus manos. La misma locura que hubiera cometido dejándolo en manos de mi nieto. Hoy sé que nunca confié verdaderamente en que él podría ocupar mi lugar, sólo que me negaba a admitirlo. Y estoy tan solo..."

Golpearon a la puerta imponente del estudio y él posó la lapicera sobre el papel.
— Señor...— el ayudante de José chocó los talones a modo de saludo, mientras le entregaba un fax.
Lo leyó con parsimonia. Entonces, ya está todo listo. La idea de viajar lo excitó. Despidió al teniente con un gesto y abrió el compartimiento para guardar la carta. Un secreto más entre otros.

NUEVA CENTRAL, ESCOCIA, SEPTIEMBRE DE 1997


Cnel.José Elías Ortiz


José Elías Ortiz, coronel del Ejército Argentino y jefe de Inteligencia Central de la Orden del Temple, se acercó a los cristales empañados vaso de whisky en mano. Una celebración íntima y sobria: el tatita no habría admitido otra cosa. Afuera, la nieve todavía escasa dibujaba paisajes de cuento sobre los alféizares. Una media sonrisa le tironeó de una comisura, templándole el gesto adusto de indio. La elección de la nueva Central no podía haber sido mejor, aunque los gastos para acondicionarla habían sido un poco más que discretos. Los alrededores estaban bastante desiertos: el pueblo más cercano estaba a más de cuarenta y cinco kilómetros, carretera de montaña de por medio, lo que no invitaba a los curiosos a acercarse. Su propio ascetismo hacía que el sitio le pareciera más acogedor que lo que le había resultado siempre la Central de París, demasiado expuesta para su gusto. Así había terminado, por culpa de ese hijo de puta.
Cerró los ojos, la frente apoyada contra los vidrios fríos. Los ojos azules, claros como el agua, helados, los mismos ojos del tatita. El gesto siempre despectivo de la boca, aquella misma boca infantil que allá en la estancia lo había llamado "guacho" tantas veces. Me odiabas abiertamente y yo te odiaba sordamente, sin tener siquiera el derecho a hacerlo, porque era el 'criadito', el hermano de leche no querido del heredero. Siempre fuiste un desmesurado para todo, hasta para hacerte matar. Nunca hubieras podido ocupar el lugar del viejo El poder debe ejercerse espartanamente para que perdure, casi sin pasión, mano firme y mesurada para que no te contamine con las tentaciones. Lo había aprendido del tatita, que así les había enseñado a ambos. Él había aprendido con humildad. El nieto se había burlado de ese estoicismo hecho a fuerza de pampa silente hasta la exasperación, de noches avasalladoras de estrellas mudas; de cabalgatas con nadie más que el viento por compañero, y se había encargado de demostrarlo con cada uno de los hechos de su vida.
Una sola vez el viejo lamentó los errores cometidos con su nieto y él supo respetar en silencio su dolor. “Me equivoqué con él y con el padre”, le había dicho con amargura. “Creí que si le quitaba el pasado a mi yerno y le daba la oportunidad de convertirse en alguien diferente, nacer de nuevo, podría cambiarlo. Creí que mi nieto no heredaría o no aprendería su crueldad torpe e inútil. Me descuidé y permití que lo alejaran de mi mano. He pagado caro mi yerro”.
Algo muy adentro se le había quebrado al tatita después de la muerte de ese malparido. En persona había dado la orden: anulación definitiva, un eufemismo no por tal, menos violento. La herida le estaba haciendo estragos, no visibles para otros que lo conocían apenas, pero sí para él, que le sabía hasta los silencios, cada vez más largos, más solitarios.
Supongo que a mi también me habría dolido. Pero si tu mano derecha peca... El viejo no había vacilado en cortarla, a sabiendas de que se cortaba a sí mismo la esperanza de su estirpe. Tendría que haberle evitado el dolor de la decisión, pensó mientras miraba el paisaje teñido de ámbar a través del whisky. Yo debí cargar con la responsabilidad y soportar el castigo que el viejo me impusiera. No tuve el coraje. ¿Le habrá dolido también eso? ¿Qué su hombre más fiel no fuera capaz de sacrificarse por él, por la Orden, anticipándose a ejecutar el castigo que sabía que otro merecía?
Y con todo, la orden del viejo no se había cumplido nada más que porque los franceses habían actuado antes. Tres de los cinco hombres del comando desaparecieron sin dejar rastro. Deben estar pudriéndose en el fondo del Sena con una piedra atada al cogote. Ese favor se lo debemos a los Varza. Su propio hombre, infiltrado con el encargo de eliminar al grupo ante cualquier desobediencia, había muerto junto al nieto en un supuesto enfrentamiento con la policía francesa, entre las sombras del Bois de Boulogne. El paso de aquel hijo de puta no se había conocido más que en las necrológicas: una mujer salvajemente asesinada; un suboficial degollado en el mismo Quai des Orfévres y dos más, muertos a balazos. Si hubo más víctimas, no quedaron rastros. A los franceses les importaba tanto o más que a ellos mantener la discreción sobre los hechos: también tenían sus buenos escándalos que tapar. La Orden por su parte, se había ocupado de limpiar a aquellos miembros que respondían al "Brigadier". La Orden no tolera ni perdona a los traidores.
¿Merezco el lugar que ocupo? ¿Tengo derecho a reclamar el puesto que no debió haber sido mío? Yo estaba siendo preparado para ser segundo. Esas preguntas le abrían las puertas de su infierno, árido y desierto, en el que estaba siempre solo, siempre dudando. No podía preguntar a nadie porque nadie respondería. Había sobrevivido al odio del nieto y a su propio odio por él, pero no sabía si sobreviviría al infierno de su propia duda.
— José...— la voz del viejo lo arrancó de sus pensamientos sombríos. Dio media vuelta hacia la puerta mientras el tatita se acercaba con andar pausado, el bastón enjoyándole la mano larga y huesuda.
Se acercó con un vaso del whisky favorito del viejo y se lo ofreció en silencio, mientras el otro se sentaba en el bergère más cercano a la chimenea.
— Siéntese conmigo, José. No me esté de pie cuando yo estoy sentado. Ya estoy viejo...— casi suspiró mientras se acomodaba.
— Ud. no es viejo, señor... — dijo mientras ocupaba el bergère vecino.
— Ah, déjese de pavadas — el viejo sacudió una mano impaciente y la dejó caer sobre el brazo del sillón —. ¿En qué andaba pensando, ahí parado delante de la ventana?
— En nada — mintió mirando el fuego.
— ¿Sabe una cosa, José? Ud. no sabe mentir.
Se quedó callado, la boca apretada contra el borde del vaso de cristal. Asintió y bebió despacio.
— ¿Por qué cree que no merece el puesto que le toca?— insistió el viejo con voz llana.
Se le anudó la garganta. Por qué me conocerá tan bien. El viejo continuó.
— Nos reagrupamos y reorganizamos en muchísimo menos tiempo del que creíamos. Expurgamos las filas de las lacras. Nos recuperamos económicamente. Todo eso es mérito suyo. Yo no lo hubiera hecho mejor— estiró el brazo y palmeó el suyo apoyado en el brazo del bergère.
El hecho que el viejo estuviera tan al tanto de todo como siempre, lo sorprendió menos que el gesto inusual de afecto. Prácticamente se había retirado hacía casi dos años, después de la muerte del nieto, para dejar en sus manos la conducción de la Orden. Por primera vez, el Gran Maestre no era de ascendencia europea. José prefería prescindir de esos títulos rimbombantes. Jefe de Inteligencia Central es más adecuado a lo que hago.
— Con Ud., José, me pasa algo raro: es como si no necesitáramos hablar para saber lo que nos pasa.
— Son los años juntos, señor.
Bebieron lo que les quedaba en los vasos y José se levantó para servir otra vuelta. Cuando se inclinó con la botella hacia el viejo, los ojos azules, claros como el agua, del tatita, se prendieron de los suyos.
— Él era mi nieto. Ud... — subrayó —, es mi hijo. No siempre se puede elegir a un hijo. Yo lo elijo a Ud.
La botella tintineó apenas contra el cristal del vaso.
— Gracias, tatita.
— Sirva y déjese de pavadas.

BUENOS AIRES, BARRIO DE LA RECOLETA, SEPTIEMBRE DE 1997

Tte. Conrado Seoane


— La decisión que enfrentan es fundamental. Deben saber que cuando la tomen, no habrá marcha atrás.
Paseó la mirada de color lapislázuli lentamente por el auditorio, deteniéndose en cada una de las caras ansiosas y atentas, evaluándolos uno por uno. Más asentimientos silenciosos. Inspiró y el aire le silbó a través de la garganta en una borrachera de hiperventilación.
— Vamos a establecer un nuevo orden, con sangre renovada.
Los rostros más viejos se distendieron en sonrisas de autocomplacencia; los ojos de los más jóvenes brillaron con dureza.
— Le devolveremos el orgullo a la raza.
Orgullo. Raza. Le pareció que las palabras le vibraban en la garganta y le retumbaban en el pecho cada vez que las pronunciaba. Los despidió con el saludo prohibido y cuando los otros respondieron, un placer frío le recorrió la espina dorsal. Mi Blitzkrieg está cerca. Cuando salieron, Conrado Seoane sacó del bolsillo el objeto que había estado tocando todo el tiempo mientras hablaba. Apretarlo en la mano le provocaba una especie de electricidad mística. Por vos, viejo. Por vos, hermano.

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